Unos días más tarde, al final del invierno, en una época de tiempos hermosos, se comenzó a hablar entre los criados y criadas de la casa del Laberinto de que por la noche se veía en el parque un fantasma.
Roberto, al enterarse del rumor, preguntó de dónde procedía.
Varios habían creído ver pasar la sombra de una persona desde la ventana de su cuarto. Se dijo que debía ser uno de los marineros muertos del barco griego naufragado, que andaba como alma en pena. Se habló, se comentó, se fantaseó, se hicieron chistes, y se iba terminando el asunto, cuando la hija de la lavandera afirmó que ella había visto el fantasma de cerca y con toda clase de detalles.
Roberto llamó a la muchacha para que le contase lo ocurrido.
Esta chica contó que hacía un par de semanas, su madre y ella habían tendido la ropa en una plazoleta del parque, en la parte de atrás de la casa. Doña Odilia lo tenía prohibido, y les decía que la tendieran en un raso de la granja; pero aquel día tenían prisa, y pensaron que nadie se fijaría.
Al marcharse la madre de la muchacha al pueblo le había dicho:
—Ten cuidado, al anochecer, de recoger la ropa. No sea que pase alguno y lo vea y se lo diga a doña Odilia.
La madre fue al pueblo; la chica, a la granja, y se olvidó completamente de la ropa; pero al irse a acostar, se acordó de pronto, salió a la plazoleta del parque y comenzó a recogerla. Estaba la luna llena y había mucha luz.
Andaba recogiendo la ropa cuando, de repente, se le presentó el aparecido.
—Era un hombre grueso, viejo, de cara pálida y redonda —dijo la muchacha—; iba envuelto en un capote negro y marchaba muy despacio, apoyado en un bastón. Yo me quedé con la sangre de las venas helada. Entonces hice el signo de la cruz y el fantasma desapareció.
—¿Y tú le viste de cerca?
—Y tan de cerca.
—¿Y no le conociste?
—No.
—Sin embargo, ¿era un hombre?
—Lo parecía, al menos.
—¿Metía ruido al andar?
—Sí; es más: me pareció que llevaba zapatillas.
—¿Iba vestido de marino?
—No.
—¿Llevaba alguna túnica blanca?
—Tampoco. Era como un señor.
—Es extraño —murmuró Roberto, y al doctor Werner, que escuchaba la conversación, le preguntó—: ¿Qué le parece a usted?
—¡Fantasía! —contestó el doctor—. Esta muchacha es una histérica.
No lo creía así Roberto.
Pasaron varias semanas sin que volviera a aparecer el paseante fantasma.
Un día Alfio se presentó a ver a Roberto, y le dijo:
—Vengo a decirle a usted una cosa rara.
—¿Qué?
—Que yo también he visto el fantasma.
—¡Hombre! ¿Y en qué sitio?
—En la terraza de la casa que ocupa el astrónomo alemán.
—¿Pero no sería el mismo Werner?
—No, no. Es otro hombre, y tiene las señas que ha dado la chica de la lavandera.
—¿Y cómo le ha visto usted?
—Desde el Belvedere. El otro día estaba sin sueño y me decidí a dar un paseo de noche y subí al Belvedere. Desde allí le vi al hombre del capote, paseando y fumando.
Roberto comprendió que esto no podía ser una alucinación y llamó al doctor y le dijo:
—Dígame usted quién está en su cuarto.
Werner, de mala gana, confesó que tenía un amigo antiguo, a quien debía favores, y que le había exigido que le acogiese y que no dijera nada.
—¿Está perseguido?
—Sí; y, además, es un enfermo, un misántropo.
—Bueno; pues adviértale usted de mi parte que aquí está en seguridad; que puede pasearse por donde quiera, que nadie le molestará, ni intentará hablarle; pero que salga, y que le vean, para tranquilizar a la gente de la casa.
El amigo de Werner comenzó a pasearse por la parte escondida del parque del Laberinto. Era un hombre no muy viejo, pero débil y enfermo. Roberto había dado orden de que no le molestaran.
Un día, O’Neil recibió una carta del enfermo misterioso rogándole que fuera a verle. Estaba postrado en la cama y no podía levantarse. La carta la firmaba Eduardo von Stein.