Después de la calma y la sofocación comenzaron las brisas, seguidas de algunas ligeras lluvias.
Alternaban los vientos altanos, unas veces del mar a la tierra y otras de la tierra al mar.
Al acercarse al cabo Bon fueron costeando; el viento se les presentaba contrario, un mistral duro, y tenían que ir dando bordadas. Al anochecer se acercaban a anclar a la costa y por la mañana partían, mientras se oía en tierra el canto de los gallos y se sentía el olor fuerte de flores del monte.
Le admiraban a O’Neil los contrastes de aridez y de fecundidad de la tierra africana; después de sitios pedregosos, cenicientos, sin una mata; después de los acantilados blancos, de los arenales rojos y de las moles de rocas desnudas, inclinadas como para mirar al mar, venía algún rincón, por donde pasaba un arroyo, y se veían adelfas, rosales silvestres, madreselvas, tomillos, romeros y lirios, cuando no un pequeño oasis cultivado.
Al anochecer aparecían islas como nubes, recortadas caprichosamente, entre el mar y el cielo.
Aquel verano perpetuo del Mediterráneo; las rocas, blancas como la piedra pómez, en medio del mar de esmeralda, espeso y salino; los acantilados de tierra, de color de rosa y de carmín, con aire de ruinas; los arenales, confusos y vagos; los promontorios, amarillentos y veteados como la piel de un tigre, le dejaban a Roberto maravillado.
A veces veían algún moro, envuelto en su chilaba, que les miraba con atención.
Al trasponer el cabo Bon, entraron de noche en el golfo de Túnez y anclaron en la Goleta, que de lejos parecía una isla. Se veían las luces de los barcos, confundidas con las estrellas. Se acercaron al puerto, en el que se advertía vagamente el castillo, las barracas y varias casas. Tuvieron que detenerse al lado de un barco de peregrinos, que volvía de la Meca, a recibir la visita de sanidad.
Del barco llegaba un vaho de mal olor y un gran rumor de oraciones. Los moros rezaban, sin duda, sus plegarias.
Al amanecer, al comenzar la faena del día Galardi dijo a Zahra, la cartaginesa:
—¡Eh, tú, ya estás aquí, en tu país! Puedes largarte.
—Tengo que ver al amo.
—Bueno; pero despacha en seguida.
Zahra fue a ver a O’Neil, quien le regaló dos monedas de oro. En seguida bajó la escala del Argonauta y entró en una barca.
—Ya se nos ha marchado el cardo —dijo Galardi—, porque lo que es de flor no tiene nada.
—¿Se alegra usted?
—Sí. Empezaba a soliviantar a los marineros; el grumete estaba ya insolentado, fuera de sí. No le he querido decir a usted nada; pero he estado dispuesto a ponerle en el cepo a Fortunato.
—Bueno; ya ha pasado. Dejarlo.
O’Neil tomó una barca; pasó por el canal al lago El Bahira, sobre cuyas aguas pestilentes iban rasando los flamencos, de color de rosa; desembarcó en Túnez y fue a visitar las ruinas de Cartago.