Siguieron navegando por delante de la costa africana, seca y sin verdura, hasta que les cogió un período de calma. En estos días no se movía en el aire más que alguna ráfaga de viento Sur.
La tierra y el mar estaban silenciosos, inflamados con los rayos de sol. La líneas del horizonte, como un cordón tendido entre el agua y el cielo, no tenía el menor movimiento. Las velas caían flácidas en los palos. En el cielo azul no se veía una nube; el horizonte quedaba rojo al anochecer. En aquella calma de muerte no aparecía una vela en el mar. Nubes de moscas y de mosquitos brillaban en el aire al sol y el agua exhalaba a veces un olor fétido.
En esta calma agobiante, cada hora que pasaba era más lánguida y monótona. Después del día caluroso, tras del anochecer de tonos escarlatas y de los escuadrones rosados de las nubes del crepúsculo, se levantaba una luna amarilla y enorme.
O’Neil, tendido en la hamaca como muerto, se quejaba de su herida. Y veía pasar los días y las noches. Pascual, uno de los marineros, tocaba el acordeón; Arrighoni cantaba; Basilio, otro marinero, cazaba pájaros desde el barco, y cuando el pájaro muerto caía al mar, el perro Neptuno se echaba a cogerlo y lo traía.
Marcos preparaba las redes para pescar, con mucho cuidado; Fortunato lijaba los anzuelos para quitarles la roña y arreglaba los botrinos y otros aperos de pesca.
Un día de éstos pasó junto al Argonauta, a remo, una barca de pescadores de coral, que tenía en la proa una bola con una imagen de la Virgen.
Se acercaron a ver la lancha los marineros del Argonauta y dirigieron algunas bromas a los de la barca, por estar muy sucia.
—¡Eh, eh, zarrapastrosos! —les gritó Marcos—; ¿no tenéis ahí escobas y baldes de agua para limpiar vuestra cáscara de nuez, cochinos? ¿O es que está cara ahí el agua?
Uno de los pescadores de la barca, flaco y denegrido, enseñó el puño furioso, y Marcos se rió.
—¡Eh, eh, viejo pirata! Vuelve a enseñarnos el puño y te regalaré una pastilla de jabón para lavarte la cara.
El pescador dirigió terribles insultos a Marcos en dialecto siciliano, y la tripulación del Argonauta celebró la cosa a carcajadas.
O’Neil, al oír tanta risa, apareció en la cubierta y al ver la barca tan miserable, comprendió que aquella gente eran unos desdichados, y les hizo señas de pararse.
—¿Qué os pasa? —les gritó—. ¿Necesitáis algo?
—¿Tendríais, quizá, alguna medicina para las fiebres? —preguntó el patrón de la lancha.
—Sí; ¿tenéis algún enfermo?
—Sí.
—Venid.
Los de la barca la acercaron al costado del Argonauta y subió el patrón.
Era un hombre flaco, tostado por el sol, con los ojos claros. Vestía harapiento y tenía un aire de resignación y de tristeza.
—No quiero avanzar más —le dijo a Roberto al ver el Argonauta tan limpio.
—¿Quién tiene usted enfermo? —le preguntó O’Neil.
—Mi hijo.
—¿Con tercianas?
—Sí.
—Vamos a verlo. Yo suelo padecer también esas fiebres.
—Mi barca está muy sucia, señor —dijo el patrón.
—No importa.
O’Neil entró en la barca y vio cerca del cabrestante, debajo de una lona, a un muchacho joven, tendido sobre un saco de paja y tiritando.
—No tengas miedo —le dijo O’Neil—; con la quinina se te pasará en seguida.
O’Neil le dio al padre un frasco con cápsulas de quinina y le indicó cómo las debía administrar. Luego notando el abandono que se veía en la barca preguntó:
—¿Y qué les ha pasado a ustedes?
—Pues verá usted, le contaré lo que nos ha pasado —contestó el patrón—. Yo soy de Mazzara, de Sicilia, y he sido pescador hasta hace unos años, que me dieron un empleo de vigilante en un almacén. Vivo muy pobremente, con mi mujer y mis tres hijos, y apenas tengo para cubrir mis necesidades. Este verano mi chico mayor, que es bueno pero impresionable y nervioso, estuvo en Trápani y habló con los pescadores de coral, y a la vuelta, un día, dijo en casa que la noche anterior había soñado que habíamos ido él y yo, y su tío, a pescar, y habíamos encontrado un banco entero de coral. Yo le dije que bien, pero que soñar no significaba nada. Toda mi familia se alborotó. Yo quería convencerles de que un sueño es un sueño, pero fue imposible. Se pusieron cirios a San Vito, que es el patrón del pueblo, para que yo no hiciera resistencia; se consultó con una vieja bruja, porque allá, en Mazzara, tenemos una caverna de la Sibila Cumana, donde dicen que unos herejes, que no querían seguir más que a San Pablo, celebraban su culto, y la gente cree en oráculos. La vieja bruja dijo que no había duda que había coral cerca de nosotros. Al último me dejé convencer; tomamos a préstamo con un usurero trescientas liras, alquilamos una barca, dejé yo mi empleo, y al mar. Ha sucedido lo que yo temía; ninguno de nosotros es entendido en esto, yo no tengo la costumbre ni la habilidad de encontrar ramos de coral, no sabemos manejar bien el aparato y hemos cogido poquísimo. Hemos trabajado como fieras desde que sale el sol hasta que se pone, y no hemos sacado más que de ochenta a cien kilos de coral, por lo que nos darán cuatrocientas a quinientas liras lo más, lo que nos servirá para pagar al usurero. Estamos rendidos, sin fuerzas, y, por último, el chico se nos ha puesto enfermo, y ahora lo que más siento es que le he estado mortificando todos los días, diciéndole que por su culpa nos vemos así.
El pobre pescador, al decir esto, tenía las lágrimas en los ojos.
—¿Cuánto necesitará usted para nivelar sus gastos? —le preguntó O’Neil.
—Lo menos trescientas liras.
—Yo le voy a dar a usted quinientas.
—No; si quiere usted hacernos esa caridad, déme usted trescientas, más, no. Me bastan. Nos volveremos inmediatamente a Mazzara.
O’Neil le dio las trescientas liras.
—¿Y el nombre de usted?
Roberto se lo dijo.
—Si alguna vez puedo, se las devolveré a usted.
El pescador tomó entre las suyas las manos de O’Neil y las estrechó efusivamente.
Roberto subió al Argonauta y la barca de los pescadores de coral comenzó a alejarse.
—¡Adiós, viejo pirata! —le gritó Marcos al remero a quien había interpelado antes—, y menos miedo al jabón.
El marinero, antes tan furioso, sonrió y siguió remando.