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La canción de la libertad del mar

¡Thalassa! ¡Thalassa! ¡El mar! ¡El mar! Así decían los griegos cuando la expedición de los Diez Mil de Jenofonte al ver las aguas del Ponto Euxino desde el monte sagrado de Theches.

¡El mar! ¡El mar! Todos los caminos, todas las rutas; las cuatro direcciones, como en el signo de Thor y… la libertad.

¡El mar! ¡El mar! ¡Thalassa! ¡Thalassa!

El Argonauta navega a la vista de África; del África encendida y ardiente, con sus arenales, sus desiertos, sus pirámides, sus conquistadores, sus negros caníbales, sus inventores de religiones, sus adoradores de Molock, de Yhavé, de Baal y de Alá, capaces de todas las violencias por su fanatismo. El terrible continente nos espía y nos amenaza; pero la ola nos protege.

¡El mar! ¡El mar! ¡Thalassa! ¡Thalassa!

Mientras vamos sobre la cresta de las olas dejando una estela blanca en el agua azul, surgen de entre las espumas las siluetas antiguas de Ulises y de Jasón, de Dido y de Eneas, de Aníbal y de César, de Barbarroja y de Dragut; surgen las viejas ciudades, y los templos, y los palacios de mármol; surge también la guerra, la violencia, la venta de esclavos; todas las torturas de la encadenada humanidad… Pero nosotros somos libres en la cubierta de nuestro barco.

¡El mar! ¡El mar! ¡Thalassa! ¡Thalassa!

Sí; nosotros somos libres, sobre todo. Puede el judío pálido amontonar su tesoro en su tenducho negro, puede el soldado de fortuna emborracharse de orgullo, puede el cortesano llenarse de galones y de distintivos y a la cortesana de joyas; puede el sacerdote embaucar a la multitud con sus genuflexiones. Nosotros somos libres en la cubierta de nuestro Argonauta.

¡El mar! ¡El mar! ¡Thalassa! ¡Thalassa!

Dama eterna y siempre joven: esencia misteriosa y divina, adornada con olas y con espumas, en ti pensamos; sentimos la poderosa pulsación de tu sangre; soñamos, con la imaginación dominada por el vértigo, en los tesoros que guardas en tu seno; en los millones de hombres, de riquezas, que se han disuelto en tus abismos, para volver a las moléculas primitivas en la rueda de un constante devenir. Vemos brotar de tu magno laboratorio la vida, siempre fuerte y siempre pura.

¡El mar! ¡El mar! ¡Thalassa! ¡Thalassa!

¡Oh abismos! ¡Oh ensenadas! ¡Oh cavernas! ¡Oh mar, hija del Éter y del Día! ¡Promontorios lejanos! ¡Peñascos solitarios, festoneados por las olas! ¡Rocas negras, sombrías y ásperas, bañadas de espuma! ¡Frescas auras! ¡Silbidos del viento! ¡Eternidad de días de sol! ¡Rumores roncos de la tempestad! Todo vida, todo energía…

¡El mar! ¡El mar! ¡Thalassa! ¡Thalassa!

Por la mañana, cuando el mar de perla, aún bajo la estrella matutina, se disuelve en la gasa de la bruma; al mediodía, al verlo inundado de luz como un metal fundido; al anochecer, cuando el sol hunde sus llamas en las aguas y el cielo se llena de dragones de fuego, y Hespero brilla dulcemente; al aparecer las velas de los barcos, alas mágicas y alucinadas; al oír de noche el diálogo de la ola y del viento, nocturno melancólico, de dos grandezas; al respirar las auras salinas, sentimos nuestra libertad ante las fuerzas de la naturaleza y balbuceamos con reconocimiento mirando la superficie de las olas turbulentas:

¡El mar! ¡El mar! ¡Thalassa! ¡Thalassa!

∗ ∗ ∗

—¿Qué tal esta canción de la libertad del mar? ¿Le gusta a usted? —le preguntó O’Neil a Galardi.

—Sí; esta canción me gusta más, porque no hay en ella quejas ni lamentos.

O’Neil, como siempre que oía las opiniones de Galardi, se echó a reír.