Desde que Roberto había propuesto a Odilia el quedarse allí, la muchacha, instalada en la casa, parecía encontrarse muy bien, sin ganas de volverse a su pueblo.
Estaba la montañesa cada vez más arrogante y más guapa. Cuando iba de caza se vestía de hombre.
No quería ir a la montaña; desde que conocía la existencia de la casa del Laberinto y la posibilidad de viajar por tierra y por mar había aborrecido la vida solitaria.
Le seguía gustando correr con su perro Plutón por los acantilados y por la playa; el sentarse en los altos, al borde del precipicio; el oír a sus pies el rumor del mar y arriba el canto melancólico de los pinares sombríos; pero de noche quería volver a la casa del Laberinto y charlar allí de sobremesa.
Odilia tenía una inteligencia brillante, mucha memoria y una gran afición por las aventuras. En el pueblo donde vivía le llamaban Odilia la Roja, lo que le molestaba bastante, y Odilia la Zurda, lo que también le desagradaba. Le tenían por una mujer soberbia y orgullosa.
Al principio de conocer a Roberto, pensó que hasta sería su hombre; pero luego vio claramente que no, que Roberto estaba enfermo, decaído, cansado, y que ya no volvería a ser fuerte.
Luego pensó en don Juan. Cierto que no se entendía bien con él, que le parecía un hombre limitado y poco inteligente; pero Galardi tenía prestigio ante ella. Era un hombre fuerte, de aire romántico, que había sido el amante de una mujer hermosa y de la alta sociedad, como la Roccanera, y que había enamorado a Santa, que, como niña bonita, tuvo muchos pretendientes.
Odilia decidió quitarle el marido a Santa. Durante unos días que Santa padeció unas fiebres altas, le velaron a la enferma Odilia y Galardi.
Una noche, ya pasado el peligro de la enfermedad, Odilia y Galardi salieron a la terraza y hablaron.
Quizá fue la turbación de la noche espléndida, quizá la pasión que había reconcentrada en ellos; el caso fue que Galardi le dijo a ella que hacía tiempo que le preocupaba, y Odilia le confesó que estaba enamorada de él.
Toda la ecuanimidad de don Juan desapareció. A pesar de su aparente indiferencia, era, sin duda, el amor su tendón de Aquiles. Se le vio al hombre perder su serenidad y aparecer turbado durante aquellos días.
Don Juan inventó, como explicación para dejar la casa del Laberinto, el que tenía que visitar algunas propiedades de la marquesa en la parte alta de la montaña. Odilia dijo que se marchaba unos días a casa de sus padres. Así pudieron verse siempre que quisieron.
El escenario de sus amores fueron los bosques de pinos y de encinas, las quebradas del monte, en donde corrían los arroyos. Los lagartos, curiosos, les espiaban entre las piedras, y los milanos pasaban por encima de ellos.
El sitio de cita de Odilia y de don Juan era una ferrería abandonada, con el tejado derruido y lleno de hierbajos y de musgos, y una gran rueda de paletas, que no se movía.
Esta ferrería estaba al lado de un torrente que bajaba por una estrecha cañada, llena de rocas, de troncos de árbol y de enredaderas. Odilia venía desde su pueblo, haciendo más de dos horas de marcha, con su escopeta y su perro saltando de risco en risco, exponiéndose a desaparecer en el fondo de uno de aquellos barrancos. Galardi la esperaba lleno de anhelo. Ella, al verle, se acercaba a él y caía en sus brazos. A veces Odilia dejaba libre su cabellera rubia sobre los hombros y se coronaba de hiedra y de flores silvestres. Entonces parecía una diosa germánica. A Odilia le gustaba tenderse de espaldas en la hierba y ver pasar las nubes en silencio. También le gustaba encender grandes hogueras, para lo que tenía un arte especial, pues hacía arder hasta los hierbajos húmedos…
Cuando ya no podían alegar pretextos para sus reuniones, Galardi volvió a la casa del Laberinto, y poco después, Odilia.
En el Laberinto, para sus citas, inventaron el pretexto de ir a pescar. Entraban en el bote y se alejaban.
Odilia tenía un genio arrebatado, y muchas veces, por motivos nimios, reñía violentamente con don Juan.