Un día O’Neil dijo:
—He leído que algunos pueblos salvajes de las islas Malayas hacen todavía trampas para cazar a los espíritus malignos o cacodemonios. Este sistema debíamos probar con las sirenas.
—¿Trampas?, ¿para los espíritus? —preguntó Galardi—. ¿Y cómo son?
—Estas trampas son como jaulitas de ramas; o de cañas y de ellas cuelgan varios flecos. Dentro se pone un poco de pan, de torta de maíz o de aguardiente, y cuando se considera que se ha capturado al espíritu maligno, se le lleva dentro de la jaula al templo.
—¿Y cómo se sabe que se ha capturado al espíritu?
—Supongo que se considerará realizada la caza cuando el pan y el maíz o el aguardiente se hayan consumido.
—Poca garantía me parece ésa —dijo en broma Galardi.
—Es que usted es un escéptico.
Roberto se entretuvo en construir las jaulas tal como había visto en el libro de viajes que se construían y en ponerlas en el mar, flotando sobre las rocas del Laberinto. Al principio no se notó que las sirenas tuvieran gran avidez por aquellos manjares.
—Hay que reconocer —dijo Roberto— que la sirenografía no avanza.
Un día el pan y el aguardiente comenzaron a faltar de las jaulas.
—¡Hombre! ¡Hombre! —exclamó Roberto—. Eso ya es un síntoma de que se van acercando.
«¿Será posible que este hombre dé crédito a semejantes necedades?», pensó Galardi.
Y, sin embargo, el hecho era cierto. El pan, el maíz y el aguardiente desaparecían de las jaulas.
Galardi sospechó alguna mixtificación del faquir y se emboscó dos noches seguidas en una de las peñas del Laberinto. Efectivamente, al amanecer de la segunda, apareció Sakiadasamy, se comió tranquilamente el pan, se bebió el aguardiente y se volvió de nuevo a acostarse.
Cuando se encontraron, antes de comer, en la Batería de las Damas, Galardi, señalando al faquir, le dijo a Roberto:
—Aquí tiene usted a la sirena de dos pies que se come el pan y se bebe el aguardiente. Lo he visto yo esta mañana. Puede usted meterlo en la jaula.
El faquir comenzó a insultar a Galardi, y éste se acercó a él, le dio un puntapié y lo tiró al suelo. Lo hizo con una energía y precisión de máquina.
Roberto tuvo que intervenir, y como Sakiadasamy se insolentaba, le dio dinero para que se marchara donde quisiera. Sakiadasamy pretendió marcharse llevando en la maleta un cuadro pequeño que había oído que valía, pero se impidió que lo hiciera.
Se habló mucho de las mixtificaciones del faquir, y Roberto celebró lo ocurrido con las jaulas para los espíritus en una poesía, titulada «Sirenografía».
La poesía comenzaba así:
«¡Sirenografía! ¡Sirenografía! No eres más que una mixtificación. Como los sacerdotes del dios Dagón preparaban para su dios-pez una magnífica cena, y luego se la comían, nuestro huésped Sakiadasamy, el faquir masajista, se merendaba irreverentemente la comida destinada a las sirenas. ¡Sirenografía! ¡Sirenografía! ¡No eres más que una mixtificación!».
Las fantasías de O’Neil, exageradas y amplificadas, llega ron a oídos de la gente de Roccanera. Se dijo que Roberto estaba ya enloquecido por la influencia fatal del Laberinto. Si alguien no lo sacaba de allí, iba, indudablemente, a su perdición o a su muerte.