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Fantasías de O’Neil

En la primavera apareció Roberto, como siempre, desastrado, cansado y febril. Venía de la India y le acompañaba un faquir, pero no un faquir harapiento y sucio, sino un faquir elegante y bien vestido, con chaqué y cuello planchado, que era, al mismo tiempo, masajista.

Roberto, con las fatigas de los viajes, empeoraba. La antigua herida le producía grandes neuralgias dolorosas, y para calmarlas, tomaba opio, casi siempre en cantidades excesivas.

El faquir era hombre que tenía aspecto, quizá era lo único que tenía; solía tomar un aire doctoral e inspirado cuando hablaba. Se llamaba, o decía al menos que se llamaba, Sakiadasamy, y que era de una familia de príncipes, de maharajaes. Sakiadasamy era alto, flaco, cetrino, con una larga barba negra; llevaba melena, vestía en la calle un chaqué y en la casa una túnica blanca. Además del masaje practicaba la cábala y la teosofía. Tenía unas manos largas y afiladas, que cuidaba con mucho esmero.

Sabía inglés, y era de los que repetían la frase de Hamlet, tan grata a los farsantes, de que «el cielo y la tierra ocultan más cosas que las que ha podido inventar nuestra filosofía».

A Galardi le molestó la presencia del faquir masajista. Veía que O’Neil le escuchaba con atención; no era fácil saber si porque creía en sus palabras, o porque le divertía su cinismo, su desvergüenza y sus grandes actitudes de hierofante. Sakiadasamy sabía emplear unas cuantas frases confusas a tiempo y tomar un aire de superioridad y de misterio.

Cuando se ponía a discutir cualquier punto, sonreía con una sonrisa de suficiencia, y decía:

—¡Ah, si ustedes conocieran la teosofía, verían otros horizontes… más amplios…, más grandes!… Sí; otros horizontes.

Al faquir no le gustaba mucho la soledad de la casa del Laberinto, y marchaba con frecuencia al pueblo, al café y a jugar al billar, con su chaqué y su cuello planchado, a buscar, sin duda, otros horizontes…

Roberto se pasaba el tiempo en la terraza de la Batería do las Damas, tendido en un sofá de mimbre, contemplando el cabrilleo de las olas, que a veces hervían en espumas blancas, y el rielar del sol en el mar.

¡Qué de colores! ¡Qué de irisaciones no había allí!

Roberto recogía con amor y con entusiasmo los más pequeños matices de colores, de olores y de sonidos que llegaban del elemento salino.

Roberto quería que Galardi y Santa fueran a hacerle compañía, y hablaba de mil cosas fantásticas; unas, que había visto; otras que, sin duda, había imaginado.

Volvía a tener accesos de paludismo.

—¿Por qué no se cuida usted bien y se cura? —le preguntaba Galardi bruscamente.

—¡Bah! Un poco de fiebre, ¿qué importa?

—No ha de importar. Se va usted debilitando.

A una observación de esta clase, lógica, Roberto contestaba con algo que no tenía nada que ver.

—¿Usted ha podado las enredaderas de esta terraza, don Juan?

—Sí; ¿no están bien?

—Sí; muy bien. ¡Qué absolutista es usted, donjuán! Todo lo quiere usted agotar y llevar a la perfección.

Roberto, Galardi y Santa solían estar en la Batería de las Damas hasta muy tarde. Galardi no tenía nada de hombre contemplativo, y le era indispensable hacer algo, podar, o barrer, o arreglar las enredaderas.

El anochecer, desde la Batería de las Damas solía ser magnífico; pero aún más hermoso era desde lo alto del Belvedere. Las tierras mostraban sus entrañas, rojas y negras; los prados aparecían como rectángulos verdes, y algunos bancales de plantas forrajeras, dejadas, sin duda, para simiente, se destacaban como cuadros dorados.

Los árboles frutales eran masas blancas o violáceas; los álamos, las encinas y los castaños extendían sus follajes pomposos en el espacio.

Los chopos jóvenes tenían un aire virginal y fresco, y los adultos parecían llamas largas de cobre que brotaran de la tierra.

En los montes se agrupaban los pinos de cabeza redonda como rebaños oscuros, y más atrás y más arriba se erguían los picos gigantes en el cielo, surcado por nubes rojas.

En los días de viento Sur, el aire enrarecido daba al paisaje un aspecto de inmovilidad, de alucinación, y acercaba de tal manera los objetos, que en las cumbres de los montes se dibujaban los árboles y las piedras, como si se les pudiera tocar con la mano; en cambio, en los días de bruma todo se alejaba y parecían nadar en un mar insondable y remoto.

Al anochecer el sol desaparecía rápidamente en un crepúsculo súbito, y las sombras de las montañas y las vagas nieblas marinas se arrojaban sobre la llanura, dejándola hundida y envuelta en la penumbra. Entonces comenzaban los colores vivos en las cumbres y fingían inflamarse e incendiarse las piedras y las copas de los árboles.

El sol brillaba en los pueblecillos blancos colocados en las faldas lejanas de los Apeninos. Aquellos colores de rosa pálido, desfallecientes, del crepúsculo, entre las nubes azules y verdes, tenían una magia sugestionadora y melancólica.

A veces, a esta hora, se elevaba en el aire sutil alguna llama roja, como si fuera el ardiente corazón de la montaña.

Roberto prefería la monotonía del mar a las varias entonaciones de los montes, y aunque iba algunas veces al Belvedere, quedaba con más frecuencia sentado en la Batería de las Damas.

En aquellos días de primavera, ya próximos al verano, el mar dormía inmóvil, casi negro, como si el agua salina estuviera espesa; a lo lejos, las alas mágicas y blancas de las grandes velas latinas aparecían como fantasmas. A ciertas horas del día el mar brillaba como una esmeralda bajo la irradiación del sol en el aire inflamado de luz.

Al anochecer, el cielo se llenaba de llamas y las olas aparecían rojas y violáceas con el sol poniente.

Roberto tenía una mirada para todos los detalles del paisaje, y los apreciaba con un gran fervor.

Hablaba de la diferencia de los colores del mar; de sus zonas oscuras, reveladoras de abismos, de sus manchas de verde claro en los sitios menos profundos, de sus sitios de un tono gelatinoso y aceitoso, de sus zonas blancas como la leche y de sus cabrilleos de la espuma, transformados por la imaginación en los hipocampos y en los caballos marinos.

A lo lejos se destacaba el promontorio lejano, con sus farallones y su arco atrevido de la peña Horadada, ribeteado por la espuma de las olas en una tremenda calma. A veces, cuando reinaba el viento de tierra, llegaban hasta la Batería de las Damas acres olores del campo, tostado por el calor. En el crepúsculo, el globo rojo del sol iba bajando y hundiéndose en los cristales marinos; la magia de los colores era infinita, y cuando la bruma caía sobre el agua se veían venir algunas barcas negras, deslizándose sobre la superficie gris del mar.

Esta noche rápida, el brusco cambio de temperatura y de luz producía en Roberto una sensación de frío y se echaba a los hombros un abrigo y volvía a casa.

Luego, cuando la brisa del mar refrescaba el ardor de la tierra, la temperatura se normalizaba, cesaban las alternativas de frío y de calor, la noche quedaba tranquila, serena, y las estrellas comenzaban a brillar magníficas en el firmamento.

Entrada más la noche, cantaban los ruiseñores; en el bosque de cipreses del antiguo convento del Desierto resonaba el alarido triste de los búhos y el rechinar siniestro y agorero de las lechuzas.

Por las mañanas, después de horas de insomnio, O’Neil marchaba de nuevo a la Batería de las Damas y contemplaba el amanecer.

La luz se iba filtrando por el cielo, corría por la superficie del mar; las estrellas palidecían y el lucero de la mañana se disolvía en el aire, como un corpúsculo de oro en una copa de mercurio.

Muchas veces Roberto decía burlonamente:

—Aquel Stuart, aquel viejo pecador que construyó el Laberinto, tenía, sin duda, la superstición del arte.

Roberto se manifestaba enemigo de la tradición académica.

—Afortunadamente —decía—, no se ve desde aquí nada clásico, ni estatua antigua, ni templo griego. Si se viera creo que me marcharía. ¿Usted tiene entusiasmo por el arte clásico y por la escultura griega, don Juan?

—No sé; creo que no —contestaba Galardi.

—Sin embargo, usted es un buen católico, don Juan.

—Sí, me parece que hay que tener disciplina en la vida y en las ideas.

Éste era el gran argumento de Galardi.

—Sí, tiene usted razón —replicaba O’Neil—; en el catolicismo lo menos malo es la disciplina; lo peor es el sedimento judaico que trae: ese barro sucio de una raza sensual y fanática.

O’Neil defendía la tesis de que Grecia no era la civilización íntegra, como se quería creer, sobre todo por los profesores, sino un matiz de la civilización, no más trascendental que los demás. Encontraba que la cultura y la ciencia de los chinos, de los indios y de los persas era tan considerable como la de los griegos, y en muchos aspectos más profunda.

Para él la filosofía y el arte griegos eran esencialmente limitados y superficiales y suponía que las facultades brillantes del pueblo helénico habían rebotado en la cáscara de las cosas, sin poder henderlas y penetrar en el fondo de su naturaleza.

—Yo tengo que confesar que no encuentro diferencia ninguna —añadía— entre los arios y los semitas del mundo clásico. Tienen los mismos dioses, las mismas costumbres, las mismas ideas. Únicamente los judíos se llegan a distinguir por su cultura especial y por su parasitismo. Los romanos pudieron decir: Delenda Carthago, y después: Delenda Hierosolyma; pero Cartago y Jerusalén eran hermanas de Roma, y de la misma estirpe, al menos espiritual.

Después de exponer sus teorías, agregaba riendo:

—Es posible que yo sea un bárbaro; no digo que no. No tengo ningún gran entusiasmo por la civilización. Espontáneamente no me gusta nada lo clásico. Aborrezco las estatuas griegas; esas líneas amaneradas del rostro, y sobre todo de la boca; esas posturas de afectación me fastidian y me aburren. ¡Y no digamos ya los imitadores modernos! El Poussin, David, Ingres. ¡Qué cuadros los suyos más acabados para los Liceos! ¡Cómo sabe todo eso a pedagogía de Instituto y de Escuela Normal!

Santa solía ir muchas veces a la terraza de la Batería de las Damas. Cantaba a media voz canciones italianas, llenas de fuego y melancolía. Solía leer y recitar también trozos de la Jerusalén Libertada.

Algunas de las estancias del Tasso, como la de los jardines de Armida, Santa las sabía de memoria.

—Qué bien recita su mujer —decía Roberto a Galardi.

O’Neil llevaba libros en griego, en alemán y en inglés, y los leía. Leyó también, traduciéndolos, trozos de Homero, de Shakespeare, de Goethe y de Dickens. A Santa le gustaban mucho.

—El primer disgusto que tuve con mi mujer —dijo una vez Roberto— fue a causa de Dickens.

—¡Por una cuestión literaria! —exclamó Galardi un poco asombrado.

—Sí; de aquí comenzó nuestra primera disputa. A ella le parecía antipático y odioso que el gran novelista inglés pusiera todas sus simpatías en los cocheros, en los traperos, en las muchachas pobres, y no hablara de los poderosos más que para ponerlos en ridículo. Yo le decía que tenía razón, porque, en general, esa gente humilde es la única con gracia y con carácter, y más para un tipo como Dickens, que es, sobre todo, un cristiano. De esto derivó nuestra primera disputa.

Santa, Roberto y Galardi solían discutir muchos puntos de éstos, relativos a sus respectivas aficiones.

O’Neil decía que él espontáneamente no era entusiasta del pleno sol y de la claridad fuerte. Había tenido que acostumbrarse.

Roberto se lamentaba a veces del cansancio que le producían los días de gran sol, sobre todo con la primavera. Él necesitaba la blandura, el abrigo de la niebla sobre las cosas del mundo físico, para que le parecieran menos descarnadas y ásperas.

Santa, en cambio, tenía ojos para sentir y para comprender la belleza de la luz intensa. No le deslumbraba el resplandor del sol.

Para ella el campo y el mar de Roccanera eran los más hermosos que se podían conocer, y quizá tenía razón.

Aquel color intenso del mar, el dorado de los cerros secos, las cumbres cubiertas de nieve, la silueta recortada de los montes, a lo lejos, como una gran ola azul encrespada; al anochecer, las olas de violeta y los esplendores rojos y escarlatas del crepúsculo, le producían una exaltación de entusiasmo y le llenaban de admiración.

En las reuniones de la Batería de las Damas se charlaba de todo. O’Neil era el más complaciente; el faquir tenía celos de los demás, odiaba a Galardi y despreciaba al hermano Bartolomé, considerándolo como un rústico; don Juan no podía soportar al faquir, y Odilia afirmaba que tanto el faquir como el ermitaño eran dos impostores a quien ella hubiera echado de la casa, si fuera suya, a latigazos.

El viejo torrero Pica, cuando iba lo encontraba todo bien y sonreía, probablemente sin enterarse gran cosa de lo que se hablaba.