Por entonces, en el otoño, se presentó Roberto O’Neil en la casa del Laberinto.
Venía acompañado de un misionero católico irlandés.
Al poco tiempo apareció el astrónomo alemán, el doctor Werner.
Roberto llegaba de Esmirna. Había visitado el Cáucaso y recorrido los puertos del mar Negro, el Asia Menor y el archipiélago griego. O’Neil estaba flaco, abandonado; traía anteojos azules. Tenía los ojos hundidos, y la cara con arrugas profundas.
Padecía desde hacía tiempo fiebres palúdicas. Como no tenía servidumbre, Roberto iba a comer a la granja.
Con Roberto iban también el misionero y el astrónomo Werner.
Galardi no se unía a ellos; pensaba que no le podía hacer mucha gracia a Roberto el saber que él había tenido relaciones con su mujer.
El misionero irlandés, Mac Donald, había viajado por medio mundo, sobre todo por el Extremo Oriente.
Mac Donald era hombre alto, que había sido rubio, de barba y pelo canosos, ojos azules profundos y color sano. Su cristianismo era un poco vago y nada dogmático, pero en la práctica seguía una porción de hábitos a los cuales no daba mucha importancia.
Este misionero, mientras estuvo alojado en la casa del Laberinto, visitaba con frecuencia un convento de capuchinos, pequeño, que había a una legua de Roccanera.
Cuando se marchó el misionero, O’Neil quedó solo. El astrónomo Werner se encerraba en su observatorio y no aparecía. Roberto contrató a una tripulación para su barco, pero no podía salir porque estaba enfermo.
Un día Roberto llamó a Galardi. Estaba en la cama, en una alcoba pequeña próxima a la biblioteca, temblando de frío y envuelto en mantas.
—¿Me quería usted algo? —le preguntó Galardi.
—Sí. ¿Usted es el administrador de la marquesa Roccanera?
—Sí, señor.
—¿Marino?
—Sí.
—¿Quiere usted hacerme un favor?
—Si está en mí, con mucho gusto.
—Tome usted el barco mío y vaya usted a Nápoles y tráigame usted cien gramos de quinina de esta farmacia que está indicada aquí.
—Muy bien.
—No confío mucho en la quinina del farmacéutico del pueblo; la tomo y no me quita la fiebre.
Fue Galardi a Nápoles y volvió al día siguiente con la quinina.
Durante su tratamiento, O’Neil se pasaba casi todo el día en la Batería de las Damas, tendido en una butaca.
Santa, Alfio y Galardi solían hacerle compañía. Iba también con frecuencia el torrero Pica y algunas veces el astrónomo Werner.
Roberto relataba muy bien sus aventuras y describía con detalles lo visto por él en su último viaje.
Contaba mil cosas pintorescas de la vida de los francos, como se llama entre los musulmanes a los europeos; retrataba a los tártaros, y a los kurdos, y a los palikaros orgullosos que bajaban de sus montañas armados hasta los dientes.
Describía también Sidón, en su pequeño promontorio; Esmirna, grande con sus bazares, que desde lejos, con sus minaretes blancos, parece un altar lleno de velas; Samos, desparramada en un barranco; Éfeso, con sus acueductos; Corfú, con sus románticos paisajes, y las islas secas y atormentadas del archipiélago griego. Habló también de cómo había ido a la pesca de las esponjas con los pescadores griegos y sirios, que llegaban de Esmirna, de Beyruth, de Trípoli, de Rodas y de Kalymnos.
Cuando O’Neil se encontró mejor no se resignó a quedarse en la terraza de la Batería, y salía siempre que podía en el Argonauta.
O’Neil invitaba constantemente a Galardi.
Éste tenía un gran placer en embarcarse y en dirigir la goleta.
Muchas veces solían ir también en el barco Alfio, su mujer y Santa, y llegaron a hacer travesías bastante largas.
Roberto era gran conversador, y contaba mil cosas de sus viajes y de sus lecturas. Había estudiado el budismo, por cuyas doctrinas sentía gran curiosidad, y viajado por Asia, al parecer con fines de investigación histórica y etnográfica.
O’Neil era de los hombres curiosos y versátiles que ponen gran empeño en una cosa hasta que la abandonan y pasan a otra. Tenía una inquietud un poco patológica. Las menores dificultades le intranquilizaban y le perturbaban. Cualquier pequeño accidente le dejaba preocupado y sombrío; en cambio, un acontecimiento grave que exigiera de él una decisión extrema, le encontraba sereno. Era un hombre valiente para los peligros y pusilánime para las molestias.
Cuando Roberto se puso completamente bien, quiso ir a Roccanera; pero Alfio le dijo, medio en serio, medio en broma, que si tenía que ir a la ciudad debía quitarse las barbas y los anteojos, porque entre la gente del pueblo se suponía que un hombre barbudo y con anteojos negros daba necesariamente la jettatura.
Cuando O’Neil se quitó las barbas y los anteojos, pare ció rejuvenecer, y se le hubiera tomado por un muchacho pálido y melancólico. Tenía una risa infantil, de hombre niño.
La gente de Roccanera había notado las trazas de Roberto, y se dijo que era raro que un hombre joven todavía como O’Neil tuviera tan mal aspecto.
Era la influencia fatal de la casa del Laberinto, la proximidad del antro maléfico, la que daba a los que vivían allí el aire triste y apesadumbrado.
O’Neil se hizo pronto amigo de Galardi; le consultaba y quería que le acompañara en sus viajes. Le llamaba siempre don Juan.
—No se ocupe usted de dinero. Deje usted eso de la administración a otro —le decía.
Roberto, como hombre generoso, consideraba que, puesto que él era rico, los que estaban a su lado no debían tener dificultades económicas de ninguna clase. Galardi no aceptaba estos ofrecimientos, porque le parecía que el pobre debe trabajar, pero los agradecía. Tenía gran admiración por la generosidad de O’Neil y, sobre todo, por sus conocimientos.
«¡Lo que sabe este hombre!», pensaba Galardi.
O’Neil tenía también mucha estimación por el vasco, al verle tan firme, tan leal y tan de buena fe.
O’Neil le leyó a Galardi algunas de sus poesías, que luego le tuvo que traducir, porque Galardi no sabía más que un poco de inglés de marino.
Las poesías de O’Neil le sorprendieron al vasco, porque revelaban un espíritu descontento y melancólico, que no parecía el habitual en Roberto.
Una de las poesías que le leyó se titulaba: «El Gran Pan ha muerto». Decía así: