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La procesión en el mar

La amistad de la muchacha y del marino fue haciéndose cada vez más acendrada y viva. Santa tenía un carácter ardiente y dulce; sentía una gran simpatía por todo y un gran optimismo. Nada le parecía mal.

Galardi y Santa salían a pasear juntos por los jardines del Laberinto. Alfio y la Simonetta les espiaban con la mirada.

En pleno verano, en julio, el día de la Virgen, que era gran fiesta en Roccanera, fueron Santa y su madre, acompañadas de Galardi, al pueblo, en un carricoche muy vistoso. Era un calesín o corricolo a la antigua, con arreos muy brillantes y un cucurucho de campanillas en la collera de los caballos.

La Virgen del Carmen era la patrona de los marinos de Roccanera. Se tenía la costumbre en la ciudad de hacer una procesión en el mar. El día anterior se llevaba a la Virgen de la capilla del barrio de La Marina a la catedral.

Santa y su madre, con Galardi, estuvieron contemplando la fiesta desde una altura de la carretera, próxima a la puerta de San Juan.

Al caer de la tarde apareció la comitiva, los estandartes, las mangas parroquiales, los marineros con sus cirios, y luego las hijas de María vestidas de blanco, con trajes de gasa, coronas y velos.

Las primeras muchachas marchaban con un estandarte bordado en oro, y las últimas llevaban en andas una imagen pequeña de la Virgen, llena de flores.

Parecían estas muchachas, sobre todo de lejos, vestales, algo muy misterioso y poético. Iban de dos en dos, y mu chas tenían la cara tapada. Detrás marchaban los carabineros y la música.

La comitiva salió del pueblo por la puerta de la Pescadería y bajó a la Ribera. Se embarcó a la Virgen, como era costumbre, en una barca, vestida con alfombras, terciopelos y tapices; adornada con flores e iluminada con faroles. Entraron en la primera y en las otras barcas las muchachas de blanco y los curas con la cruz alzada y los estandartes.

Los últimos rayos del sol iluminaban el oro y las pedrerías de las imágenes y de las casullas…

Alrededor de las barcas principales se iba acumulando una multitud de lanchas, botes y balandros, adornados con alfombras y faroles. Luego vino el saludo: los estandartes se fueron inclinando ante la Virgen; los marineros levantaron los remos; después comenzaron los cantos y empezaron las barcas a marchar despacio…

Entonces tocó la banda de música, que iba también en una lancha y la gente del cortejo tiró cohetes o se puso a disparar las escopetas.

Ya oscurecido, volvieron las barcas a atracar en el otro extremo de la Ribera y se llevó la Virgen en procesión a la capilla del barrio de La Marina.

El espectáculo tenía momentos maravillosos; el efecto, en el mar, sobre todo cuando ya oscurecía, con los faroles y los estandartes y las campanas de las iglesias del pueblo, que comenzaban a tocar a vuelo con un timbre muy suave y armonioso, era extraordinario. Santa y su madre, con Galardi, fueron de un lado a otro para ver de cerca la procesión.

—¡Qué belleza! —decía Santa a cada paso, conmovida.

Al concluir la fiesta, el público refluyó en la plaza del pueblo y comenzaron las músicas, con violines, guitarras, flautas y platillos; los paseos y los bailes.

Los pescadores, ya entrada la noche, como fin de fiesta, tenían la costumbre de coger una barca vieja y roñosa, empaparla en alquitrán y quemarla en la playa entre el estrépito de los cohetes.

Estaban Santa, con su madre y Galardi, contemplando la quema de la barca, otra vez desde cerca de la puerta de San Juan, cuando un hombre del pueblo agarró de la cintura a la muchacha y la besó en el cuello. Ella dio un grito de terror. Galardi se lanzó sobre el hombre, lo cogió, lo empujó y lo tiró al suelo.

El hombre era un tipo grueso, fuerte, rechoncho, de cara redonda y pelo rojizo; al levantarse del suelo sacó un cuchillo para atacar a Galardi, pero al ver a éste que le esperaba sereno, se contuvo. Galardi era un vasco, decidido y valiente.

El hombre, según se dijo, era un vendedor de aceite, y en aquel momento estaba borracho.

El público convenció al vendedor de aceite de que había hecho mal, y éste se acercó a Galardi a darle sus excusas.

Santa estaba asustada y quería volver cuanto antes a casa; así, que en cuanto encontraron el carricoche retornaron. La noche estaba estrellada, tibia, suave; las constelaciones refulgían con una brillantez extraordinaria. Alfio esperaba a los expedicionarios y tomó el caballo para llevarlo a la cuadra. La Simonetta entró en la casa, y Santa, al verse sola en la terraza con Galardi, se echó en sus brazos con pasión.

En los días siguientes el ceño de Alfio se fue acentuando. El hombre estaba sombrío, triste y malhumorado.

Santa le dijo a don Juan que debía decir a su madre que había entre ellos relaciones amorosas. Galardi no tuvo inconveniente en ello y se lo manifestó a los padres. Alfio, al saberlo, estrechó la mano efusivamente a Galardi y le dijo sonriendo:

—Me ha quitado usted un gran peso de encima.

—¿Por qué?

—Porque la chica está enamorada de usted. Yo ya sé que usted no es capaz de una mala acción; pero podía usted no quererla, y para esta pobre chica, tan buena como es, hubiera sido una desdicha, quizá la muerte.

Se fijó la época de la boda. Santa era feliz. En su cuarto, cosiendo y bordando las ropas para su ajuar, no se hubiera cambiado por una princesa.