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Santa y Odilia

Unas semanas después de vivir en la granja, Galardi se levantó y fue con intención de bañarse a la playa que estaba al otro lado de la Punta Rosa.

Tomó por una carretera polvorienta, entre viñedos, pitas y grandes chumberas, que daba vuelta a la tapia de la finca del Laberinto, y salió a la playa de la Arena, que también llamaban la playa Grande.

Al llegar frente al mar, vio que hacia las rocas de la Punta Rosa había dos muchachas que marchaban por el arenal con un perro grande, negro.

De las dos muchachas una era alta, rubia y fuerte; la otra, morena, más pequeña y más bonita. La rubia tiraba piedras planas horizontalmente, que iban saltando varias veces al chocar en la superficie del agua.

Galardi se sentó y esperó a que se alejaran las dos muchachas, pero no se alejaron.

La playa Grande era un arenal pedregoso, lleno de matorrales, de juncos, de lentiscos y de euforbios, parecidos a la lechetrezna que al cogerlos echaban una savia blanca, espesa y lechosa. Todo el acervo de la playa estaba lleno de barreduras del mar.

A lo lejos, hacia la Punta del Caballo, se veían los cantiles al sol, con las sombras oscuras en los sitios derrumbados. El mar tenía aquella mañana, cerca del arenal, un color de barro amarillo, rojizo y más lejos era de un azul intenso.

Galardi se metió entre las rocas con la intención de desnudarse; pero el perro negro de las muchachas que le vio se puso a ladrarle furiosamente. Las muchachas se acercaron.

—¡Ven aquí, Plutón! —gritó la rubia varias veces.

—Plutón protesta de mi presencia —dijo Galardi riendo.

—Tendrá usted que marcharse —indicó la rubia.

—Que ladre —replicó don Juan—; no me pienso ir, porque he venido con la idea de bañarme.

—No se bañe usted aquí, por Dios —dijo acercándose la muchacha morena.

—¿Por qué?

—Porque hay mucha resaca, y al que se descuida se lo lleva el mar.

—¡Bah! Yo soy buen nadador.

—También hay pulpos y algas, que se enredan en los pies.

—Bueno; como en todas partes.

—Y hasta hay sirenas —añadió la rubia.

—Pero todo eso es una broma.

—¡Quién sabe!

—Es mejor que no se bañe usted aquí —volvió a decir la muchacha morena—; en el pueblo es mucho más segura la playa.

—Sí; pero es que yo vivo muy lejos del pueblo.

—Pues ¿dónde vive usted?

—Al final del camino, en esta granja, que es de un señor que se llama Alfio Santorio.

—¿En casa de mi padre?

—¡Ah! ¿Entonces usted es la hija de Alfio? ¿Santa?

—La misma.

—He oído hablar mucho de usted. Ayer no le esperaban a usted sus padres.

—No; hemos llegado de improviso. Ésta es mi prima Odilia, que viene conmigo a pasar unos días en casa.

Galardi dio la mano a las dos muchachas y acarició a Plutón, el perro, que hizo con él buenas amistades.

Luego estuvieron contemplando el mar. El cielo azul te nía grandes nubes que parecían de mármol, las olas venían a morir hirviendo en la playa, reventaban en las primeras rocas de la Punta Rosa y levantaban nubes de espuma que se deshacían al sol.

Charlaron los tres. Santa era una muchacha muy bonita y muy simpática, con el óvalo de la cara perfecto, los ojos grandes y melancólicos, el pelo de color de caoba, dividido en dos bandas, y un aire de madonna.

Odilia era fuerte, corpulenta y atlética; tenía la cara ancha y un poco juanetuda; los ojos verdes y una magnífica cabellera rubia, casi roja. Su apellido era Guiscardo, apellido de uno de los conquistadores normandos, y ella, por lo que dijo, estaba enterada de lo ilustre de su genealogía.

Cuando se cansaron de la playa, volvieron a la granja, y Santa le contó a su padre cómo habían encontrado a Galardi, al otro lado de la Punta Rosa, decidido a bañarse en la playa de la Arena.

—Es mal sitio ése —le dijo Alfio—. En la finca tenemos un lugar magnífico para bañarse.

Galardi no había preguntado a Alfio nada del Laberinto, ni pretendido entrar en él. Alfio le quiso enseñar la finca una tarde. Recorrieron toda la casa y vieron el museo de marina, donde estaba trabajando el antiguo torrero Juan Bautista Pica.

A Galardi, que era hombre de poca imaginación, le sorprendió todo aquello como una extravagancia.

A Odilia Guiscardo, a pesar de haber estado allí varias veces, le producía la casa del Laberinto, con su parque y sus jardines y sus rocas del mar, un gran entusiasmo, que se traducía en largas tiradas de versos de la Jerusalén Libertada y de Orlando Furioso.

Santa y Odilia eran completamente distintas de carácter.

Santa, humilde, suave, muy dulce, aunque un tanto burlona; Odilia, orgullosa, ambiciosa, sensual y llena de ideas aventureras.

Santa era muy devota y también un poco supersticiosa; Odilia se manifestaba incrédula y pagana y despreciadora de la moral corriente.

En los días posteriores, Galardi se sorprendió de los contrastes del carácter de las dos muchachas.

Santa se contentaba con trabajar delante de su ventana, cosiendo y bordando.

Odilia se paseaba por los caminos del monte con su escopeta y su perro Plutón. Había cazado águilas y buitres en la cumbre de los Apeninos, y durante el invierno había salido alguna vez a dar batidas a los lobos. Allá, como no tenía animales feroces, cazaba pájaros.

—¿No te da pena matar a un pájaro? —le preguntaba Santa.

—A mí, no. Al revés. Me gusta ver su sangre y sentir su cuerpo aún caliente en la mano.

—Qué mal me parece eso. ¡Qué crueldad!

Odilia, mientras estaba en casa de Alfio, solía andar por el sendero del acantilado que marchaba cerca del mar. A muchos, el pasar por allí les producía el vértigo, hasta tal punto que tenían que echarse al suelo; pero Odilia tenía la cabeza fuerte.

A Odilia le gustaba el peligro. Muchas veces, con el pie puesto sobre algún matorral, miraba hacia abajo y quedaba encantada viendo el caos de las olas y de las espumas entre los peñascos negros, en el mar agitado por la resaca. Cuando el viento silbaba en las alturas, las piedras del abismo se derrumbaban y caían al mar y parecía que todo el monte iba a deshacerse.

Galardi y Odilia, mientras estuvieron juntos en casa de Alfio, riñeron repetidas veces.

Galardi encontraba un poco absurdas las ideas de Odilia, quien afirmaba sus caprichos con una gran soberbia y tesón. Se marchó Odilia al pueblo alto de la montaña, de donde era, y quedó Santa sin su prima.

Se acercaba el invierno y por las noches, al amor de l.i lumbre, Galardi charlaba con Alfio, con su mujer y su hija Santa hacía lo posible por encontrarse a todas horas con don Juan y hablar con él. A él le gustaba mucho también charlar con ella. Ella se iba enamorando de él por momentos; él sentía por ella una ternura de padre.

La actitud un poco fría del extranjero, su vida de marino llena de aventuras, influía con la imaginación de la muchacha, que veía a don juan como a un héroe. Luego aquel con traste de la cabeza ya casi blanca con el bigote negro y los ojos de hombre joven le cautivaban a Santa.

La Simonetta miraba a su hija con tristeza y Alfio a ve ces comenzaba a fruncir el ceño y a pensar si habría hecho mal en tener en su casa a un extranjero.