6
La casa de Alfio

Cuando don Juan Galardi se presentó en la granja que en parte rodeaba a la casa del Laberinto, el encargado, Alfio Santorio, le recibió muy bien. Sabía Alfio lo ocurrido a don Juan en el palacio de Roccanera, y la actitud decidida y valiente del antiguo marino le había granjeado su simpatía.

—La padrona está rodeada de granujas —le dijo Alfio.

Alfio era un hombre de unos cuarenta y cinco a cincuenta años, grueso, de cara redonda, afeitada; muy limpio y muy bien cuidado. Tenía aire de hombre sano y fuerte y cierta rigidez en sus ademanes de militar. Vestía traje de paño tosco, pantalón corto y una camisa burda, pero siempre limpia, de lienzo grueso.

Alfio mostró a don Juan, por fuera, la casa de la granja, que el Inglés había mandado construir.

La casa de la granja era muy hermosa. Se levantaba sobre una colina suave, a poca distancia del mar. Era una casona ancha, blanca, de un piso, asentada sobre un basamento de piedra con contrafuertes para que estuviera preservada de la humedad y con una gran terraza. Tenía una azotea, una torre cuadrada, con su mirador, y en ella un reloj de sol.

Cerca de la casa de la granja pasaba el arroyo que cruzaba el Laberinto.

A ambas orillas había árboles frutales, naranjos, limoneros y granados, que en la primavera, llenos de flor, formaban un zócalo a la granja.

A todo lo largo del arroyo que venía del parque, en las orillas, la vegetación era de un verde intenso que parecía negro; las cañas alcanzaban una altura extraordinaria, y los juncos, las ninfeas y los nenúfares brotaban en el agua corriente.

Alrededor de la casa de la granja se veían las tierras de sembradura, rojas y negruzcas, cuando no estaban verdes por la cebada o el trigo naciente.

Alfio tenía maíz, lino, cereales, prados para las vacas y algodoneros. Después de los campos, vieron la casa por dentro, muy cómoda, con cuartos espaciosos y con muebles sencillos.

El comedor era grande, cuadrado y bajo de techo, con trofeos de caza, águilas disecadas y cabezas de ciervo. En medio había una mesa pesada y en la pared varias estampas y un paisaje de relieve, un juguete mecánico, con una iglesia, un molino y una fragua. La torre de la iglesia de este juguete tenía un reloj de verdad, que andaba; por el canal del molino pasaba una cinta plateada que imitaba el agua, y en la fragua, el herrero hacía moverse el martillo, que marcaba los minutos.

Alfio, después de mostrar satisfecho su casa, le dijo a don Juan que podía elegir el cuarto que le pareciera mejor. Galardi escogió una alcoba pequeña que daba hacia el mar.

Galardi y Alfio se hicieron pronto amigos.

Alfio había sido sargento de gendarmes y era un hombre rudo, honrado y autoritario. Creía que faltaba disciplina y respeto en el mundo, con lo cual se sentía identificado con Galardi, a quien le parecía lo mismo.

Decía que su mejor amigo era el fusil de repetición, que tenía cargado con bala a la cabecera de la cama.

Alfio y don Juan coincidían en muchas cosas

El vasco llevó a su nuevo cuarto todo su ajuar, que era bien pequeño, y siguió su vida ordinaria, lejos de aquel nido de víboras, como llamaba él a Roccanera.

Por la mañana, cuando la luz turbia del amanecer aparecía en el cristal de la ventana, Galardi se levantaba y salía a pasear por el monte o por la playa. Luego trabajaba, escribiendo y haciendo cuentas, o iba a visitar las tierras que administraba.

Al caer de la tarde, don Juan y Alfio se sentaban los dos delante del pórtico de la casa y charlaban largamente.

En la fachada de la granja había varias parras que daban sombra, y en sus balcones, unas trenzas hechas con mazorcas de maíz.

Alfio no tenía ningún amor por el mar; después de la milicia, sus entusiasmos eran la agricultura y la ganadería. Por las noches, Alfio y Galardi se reunían al lado del fuego, mientras Simonetta, la mujer de Alfio, les preparaba la cena.

Alfio tenía un hijo y una hija. El hijo, que acababa de ser licenciado del ejército, estaba entonces de capataz en una finca de un pueblo de Sicilia, y la hija pasando una temporada con una prima suya que vivía en la montaña.

Alfio contaba de noche las historias del país, las aventuras de la gente que se había echado al monte y él había perseguido. En estos relatos luchaban sus simpatías de calabrés, su entusiasmo por el hombre de coraje, valiente y audaz, con su respeto por la disciplina y por la ley. Galardi hablaba de sus viajes.