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La Roccanera y Galardi

Cuando la marquesa Roccanera se presentó en el pueblo, como todos los años, Galardi le envió recado, preguntándole cuándo podría ir a verla, y se presentó a ella con sus libros de comercio bajo el brazo y una cartera llena de billetes.

Doña Laura estaba en el gran salón del palacio, vestida de negro, muy decorativa, en compañía de Rosa Malaspina.

Galardi la saludó ceremoniosamente, le explicó sus trabajos y le quiso mostrar sus cuentas.

—Pero, mi querido amigo —saltó ella—, ¿quiere usted que yo vea todo eso?

—Me parece indispensable, si quiere usted darse cuenta de la marcha de sus haciendas —le contestó don Juan.

—No, no. Es demasiado trabajo para mí.

—Lo que usted mande. Si le parece mejor, puede usted nombrar una persona que vaya comprobando mis cuentas.

—¡Qué locura! ¿Para qué? Tengo mucha confianza en usted.

—Sin embargo, me parece que estaría muy bien la comprobación. Yo he podido equivocarme.

—Usted no se equivoca, mi querido amigo, o si se equivoca, no es en las cuentas.

—Quizá sea en el conjunto general.

—No, no.

La Malaspina tomó un periódico y se puso a leerlo, para permitir que Laura y don Juan hablaran con más confianza.

—No creí que tomara usted tan en serio el cargo de ser administrador —dijo la Roccanera con ironía.

—Yo no comprendo cómo un cargo así se puede tomar en broma —replicó él.

—Pero es que usted, mi querido amigo, ha venido a Roccanera a ser el Bayardo o el Orlando furioso de los administradores. Quiere usted moralizar a trancazos a mi gente.

—Yo no tengo la culpa de que la gente que vive sobre sus propiedades sean unos granujas y unos ladrones.

—Sí, sí, quizá; pero tienen su lado bueno, que usted no lo nota ni lo comprende. Además, ¿por qué esta vida miserable que usted ha llevado aquí? ¿Es que quiere usted desacreditarme? Yo no le he dicho a usted nunca que viva así, durmiendo en una guardilla y comiendo en la cocina.

—Eso ha sido cosa mía.

—Sí, cosa de usted; pero que a mí me desacredita.

Galardi no daba importancia a estos reparos, que le parecían advertencias insignificantes y sin valor. Luego, para demostrar cómo era cierta la mala intención de la gente de Roccanera, contó la escena con el campesino que había intentado penetrar en su cuarto de noche; la riña con el capataz Pietro Guerra y lo ocurrido en la galería alta, cuando quiso pasar por ella, siguiendo las indicaciones de Pascual, el marido de Marietta.

—¿Y usted cree que el pobre viejecito le habrá dado ese consejo para que usted se cayera desde allá arriba? —le preguntó doña Laura.

—Lo creo firmemente, señora.

—¡Ah, no! ¡Qué horror! Lo que pasa es que usted no comprende a mis gentes; no entiende los motivos que tienen para obrar.

—Creo que los comprendo demasiado bien.

—No, no. ¿Oyes, Rosa, lo que dice? ¿A ti te parece posible eso?

—No. ¡Ca! Es, seguramente, una ilusión del señor Galardi.

Al decir esto, la Malaspina sonreía, como pensando que aquello y mucho más no le hubiera chocado nada.

—Ese pobre viejecito —dijo donjuán— no quería más sino que yo me estrellara desde una altura de veintitantos metros.

La Malaspina sonrió de nuevo.

—Lo que va usted a hacer —dijo la Roccanera— es ir a vivir a la granja próxima a la casa del Laberinto. Esta granja es de mi marido. El hombre que vive allí, Alfio, es de una familia que de padres a hijos han sido capataces de las fincas nuestras. Con él se entenderá usted bien; ¿quiere usted ir?

—Sí, señora; lo que usted me mande.

—Le escribiré una esquela.

Mientras Laura escribía, pensaba que era bien triste el que este hombre, a quien ella quería, no como a un primer galán, pero sí como a un galán joven, y que podía tener derechos para ser su amante, se considerara más a su gusto en su humilde papel de administrador.

Era Laura Roccanera una mujer joven aún, llena de atractivos, que había tenido la extraña suerte de querer a dos hombres absurdos, distintos a ella, con los cuales no podía entenderse.

Cuando la Roccanera tendió la esquela a don Juan, éste la tomó, saludó respetuosamente y se marchó.

—¿Has visto? —preguntó Laura a Rosa.

—Sí. ¡Qué tipo de hombre más absurdo! ¡Y tiene un aire cada vez más interesante!

—Los ojos los tiene muy expresivos, muy profundos.

—Sí; unos ojos de una gravedad de hombre primitivo.

Laura confesó a su amiga que estaba entristecida y humillada. Había pensado que él la esperaría anhelante y muerto de amor, y le encontraba con sus libros de comercio y sus cuentas.

—Ya ves tú qué dos hombres he querido yo: Roberto, que es un loco, y éste, que es tan absurdo.

—¡Ah, no! Roberto es encantador.

—¿Tú le admiras?

—Le admiro y le quiero. ¡Es tan poeta, tan delicado!

—Y éste, ¿qué te parece?

—¿Don Juan? Muy bien. Es un español, caballero, quizá no muy comprensivo…

Laura Roccanera y Rosa Malaspina no veían en el mundo más que el amor; todo lo demás les parecía insignificante y ridículo.

Tras de esta afirmación de la primacía de Eros no estaban en todo conformes. Para la Roccanera el amor tenía que ir unido siempre a la admiración, al fausto; la Malaspina pensaba que podía ir unido a cierta compasión.

¿Quién era más mujer? No es fácil saberlo.

Al marcharse Rosa, doña Laura contó el dinero que le entregó Galardi, y vio que por la buena administración del vasco su renta había subido mucho. Esto sirvió de lenitivo a sus penas, porque la Roccanera necesitaba dinero siempre.