El término municipal de Roccanera abarcaba una gran extensión de costas, de llanuras y de montes, hasta casi la cima de los Apeninos.
Las tierras de los contornos, muy fértiles, apenas tenían necesidad de abonos. Las lluvias eran abundantes. En las llanuras próximas al mar, algunas muy bien regadas, la vegetación era espléndida y se recogían varias cosechas al año.
En aquellos lugares, en los cuales llovía mucho en primavera y en los que durante el verano calentaba el sol de una manera terrible, se formaban charcas y extensiones pantanosas y había en otoño fiebres palúdicas.
En invierno, la temperatura en los altos era fría y la nieve brillaba en las cumbres y en los montes próximos.
Dentro de la comarca de Roccanera había varios pueblos y se notaba un gran contraste entre la ciudad marina y las aldeas de la montaña.
La forma de las casas y de las calles, la clase de vida, el tipo de los habitantes, la constitución de la propiedad; todo presentaba distinto carácter en el monte y en el llano. Las mujeres eran también de otro tipo: morenas, vivas, expresivas, en la llanura y en la costa; rubias, más blancas y más fuertes, en la montaña. En la costa, sobre todo en La Marina, se veían muchachas de una belleza clásica; en cambio, en el monte aparecía un tipo céltico o germánico.
Galardi subió a la cúspide de los Apeninos, coronados por una vasta meseta, llamada la Sila, cuya superficie se hallaba cubierta de prados, de haciendas y de aldeas.
De las cimas de aquellas montañas, en donde aparecían los crestones de las rocas plutónicas, escapaban una multitud de arroyos y de arroyuelos, convertidos el invierno en torrentes.
Una cintura de espesos bosques, de robles, hayas, abetos y castaños rodeaba las pedregosas alturas de pórfido y de granito.
Más abajo comenzaban las encinas, los pinos y los cipreses, y luego los matorrales de mirtos, adelfas, retamas, cornicabras, jaras, romeros y cantuesos.
Galardi recorrió las altas cimas y contempló los valles, tenebrosos e inhabitados; las gargantas anchas entre picachos, donde el aire, transparente e inmóvil, parecía una masa de cristal de roca y donde el silencio profundo se turbaba por la caída de las aguas espumosas.
En la estación de las grandes lluvias el agua corría viva, verde, por entre los despeñaderos y torrenteras, de enormes piedras negras y gigantescas, obstruidas por troncos de árboles podridos y cubiertos de musgo; pasaba por hoces de rocas, confusas y caóticas; se remansaba, saltaba en chorros espumosos, se metía en los canales de las serrerías pequeñas, con sus tejados de pizarra gris o de teja roja; desaparecía por las cañadas y las gargantas tenebrosas, y aparecía de pronto, brillando como el azogue, a precipitarse estruendosamente desde una gran altura, deshaciéndose en neblina en el aire y llenando de perlas de rocío las hierbas.
En la primavera era un espectáculo admirable contemplar los montes; en los valles bajos, con los prados húmedos, de esmeralda, llenos de florecillas, pacían los corderos; en las faldas se extendían los bosques de castaños y de encinas; y en las cumbres se amontonaban oscuros los bloques graníticos, asentados con majestuosa gravedad y unidos en acumulaciones ciclópeas.
Cuando las cimas aparecían cubiertas de nieve, presentaban una claridad y una transparencia como si no tuvieran espesor ni materia, en el azul profundo e intenso.
Cuando había nubes en el cielo, las montañas blancas, de una blancura inmaculada, adquirían aún más prestigio; las nubes, al interponerse entre el sol y las montañas, dejaban en éstas encajes de sombras con caprichosos perfiles.
Aquellos mares azules del cielo, con sus nubes blancas, y los bloques, más blancos aún, de los picos nevados, tan pronto plata, tan pronto mármol sonrosado, producían una embriaguez de aire y de espacio.
Desde el monte la llanura era admirable en primavera. Gran parte de ella se inundaba y se llenaba de lagunas.
En medio del espejo de las lagunas se veían islotes de árboles y de matorrales. En los bordes brillaban los follajes, jóvenes y tiernos, de los chopos, con una suavidad y una timidez de adolescencia.
A un lado y a otro, entre las tierras rojas y amarillas, entre los manchones de pizarras y los cerrillos de yeso, comenzaba a lucir el verde profundo de los bancales de trigo y de cebada. Alrededor de Roccanera se escalonaban los cerros pedregosos, las trincheras de piedras áridas, donde sólo crecían matas de hierbas.
Extendiendo la vista a la costa se veía el caserío de Roccanera, negro y oscuro, y la concha del golfo entre sus dos puntas, con el mar azul en lo lejano, turbio y como aceitoso en algunos puntos y bordeado de espuma cerca de las rocas.