Un día, poco después de acostarse, Galardi oyó cerca de su cuarto el raspar de una cerilla y una línea de luz por debajo de la puerta. Extrañado, saltó de la cama inmediatamente.
—¿Quién es? —gritó.
—Abra usted.
—¿Quién es? —volvió a preguntar Galardi.
—Abra usted, le digo.
La voz era de un mozo del pueblo a quien Galardi hacía una semana había despedido por holgazán. El mozo debía estar borracho.
Galardi se vistió rápidamente.
—¿Qué quiere usted? —preguntó, acercándose a la puerta.
—Quiero hablar con usted.
—Ésta no es hora de hablar con nadie —replicó el vasco, siempre ordenancista.
—Pues yo tengo que hablar con usted.
—Venga usted mañana.
—No; tiene que ser ahora mismo.
Galardi encendió la luz y arrimó una cómoda pesada delante de la puerta, pues ésta no tenía llave.
El mozo campesino empujó la puerta con la espalda y la llegó a entreabrir. Galardi arrancó un barrote grueso de la cama, que era de madera, y esperó.
—No entre usted o le costará caro —gritó.
El mozo dio un nuevo empellón, y empujando la puerta sacó la cabeza por la abertura y el brazo armado de una navaja.
Al verle, Galardi le descargó tal golpe, que el mozo cayó al suelo desmayado, y el barrote de la cama al choque quedó hecho pedazos.
Desde aquel día el marino se mudó a un cuarto con unas puertas fortísimas, que se cerraban con grandes barras de hierro, y se agenció una escopeta, que la colgó cargada a la cabecera de la cama.
Las gentes que le rodeaban, al ver que Galardi era hombre valiente y sereno, dejaron de pretender asustarle e intentaron el soborno. Primero, le ofrecieron dinero para que no insistiera demasiado en aclarar las cuentas. Él lo rechazó sin aspavientos. Luego, una vieja del pueblo fue a hablarle de unas muchachas; pero él no quiso oír nada de esto.
Acostumbrado a vivir en el barco, sin ver mujeres, no quería nada con ellas. Tenía cerca de treinta años; el pelo, que comenzaba a blanquear prematuramente, y se consideraba viejo.
En vista del poco éxito de las maniobras, se dedicaron a desacreditarle y a mandarle anónimos, acusándole de ladrón, de intrigante y de agente de los jesuitas, que quería apoderarse de todo.
Galardi pensaba que en el pueblo nadie tenía buena intención para él más que la vieja Marietta, que le hacía la comida, y su marido Pascual, a pesar de que éste era muy marrullero y maquiavélico.
Pronto tuvo que perder tal ilusión.
Galardi, para terminar el inventario de la casa, había recorrido todas las dependencias de aquel palacio enorme y destartalado, desde los pisos bajos, convertidos en almacenes, hasta las guardillas, en donde anidaban las lechuzas y los búhos.
La contemplación de tantos salones, estrados, alcobas, galerías, patios y azoteas le dejaba perplejo.
Un afán así por lo grande no lo comprendía. Una casa la cuarta parte de aquélla, pensaba Galardi, era suficiente para una familia rica y en plena opulencia.
El instinto de grandeza, mezclado a la suciedad y al abandono, patrimonio de las razas latinas, le sorprendía y le maravillaba.
Galardi, con su espíritu absolutista, no dejó una rinconada, ni un corredor, ni un agujero sin visitar.
Había una galería que pasaba por encima de una cornisa y que estaba cerrada. El vasco creyó que debía verla, por si en ella encontraba algo que catalogar.
—¿No se puede pasar por esa galería? —preguntó Galardi un día a Pascual, el marido de la guardiana.
—Sí, creo que sí. El suelo no debe estar muy bueno en algunas partes; pero yo he pasado por ahí no hace mucho tiempo.
Galardi abrió la puerta de la galería, que estaba cerrada con un clavo, y entró y tuvo la suerte de tropezar a los pocos pasos y de caerse.
Fue una gran suerte para él, porque un poco más lejos, a una distancia de un metro de donde había caído, faltaba el piso por completo y no quedaba de él más que unas tablas delgadas y podridas. En la galería no se veía, y de haber puesto el pie allí, hubiera desaparecido como por escotillón. El salto hubiese sido de veinte metros hasta el fondo de un patio.
Galardi pensó en obligarle a Pascual a acompañarle y a ir delante de él por la galería; pero esto hubiera sido lo mismo que darse por enterado de las intenciones del viejo y disimuló y no dijo nada.
Galardi era un vasco decidido y valiente.