Los primeros meses que pasó en Roccanera fueron difíciles para Juan Galardi. Aunque él no se daba cuenta clara, lodos los allegados a la marquesa, desde el antiguo administrador, don Filiberto, hasta el último de los criados, eran enemigos suyos.
Don Filiberto le despreciaba; el nuevo administrador le parecía un bárbaro, un beocio, incapaz de comprender nada artístico.
—¿Qué habitaciones arreglaremos para su excelencia? —le preguntaron al vasco días después de llegar, mostrándole grandes salones decorativos.
—No me gustan estos lujos —había dicho Galardi—. Cualquier cuarto con una cama me basta.
Galardi quiso ir a habitar un guardillón, que le parecía un sitio muy bueno para él, quizá porque le recordaba su barco; pero la mujer de la casa, la Marietta, y su marido, Pascual, le convencieron de que no le correspondía un sitio tan malo, y quedaron de acuerdo en que se alojaría en una alcoba grande del segundo piso.
—¿Y comer? ¿Dónde va usted a comer?
—Comeré en la cocina con ustedes.
Efectivamente, comenzó a comer en la cocina, en compañía del viejo Pascual, lo que producía en las gentes de la casa cierta sorpresa y desdén. De día se sentaban cerca de una ventana con los cristales rotos, y de noche a la luz de un candil.
La cocina era grande, negra por el humo, con el techo derrumbado en muchas partes, que mostraba un cañizo me dio podrido.
La vieja guardiana del palacio, la Marietta, y su hija Gracia, servían la comida. Galardi aprendía con ellas el dialecto del país.
No se entendían bien. A él le faltaba el sentido histórico, el del fausto y el de la ostentación; la vieja, su marido y su hija lo tenían a su manera.
—¿Por qué no arreglan ustedes esta cocina? —les preguntaba él.
—¿Y usted por qué no va a comer al comedor? —le decían ellos.
La sencillez del vasco, su austeridad espontánea, que en él no era una virtud, sino una manifestación de su manera de ser, producía en aquella gente un sentimiento de despreció. A pesar de que le llamaban Excelencia a todas horas, en el fondo se burlaban de un hombre así, que aunque tenía cierto orgullo, no sabía lo que era el sentimiento de las distancias.
El primero que se puso claramente contra Galardi fue un tal Pietro Guerra, capataz de algunas propiedades de la marquesa, que se consideró perjudicado, porque el nuevo administrador había hecho una investigación, de la cual resultó que los jornaleros aparecían cobrando en las nóminas una cantidad mayor de la que en realidad cobraban.
Pietro Guerra creía que los diez o veinte céntimos que se beneficiaba por obrero le correspondían a él legítima mente. Galardi aseguró que no.
Discutieron los dos hombres una tarde, al anochecer, en el patio del palacio, y Galardi, creyendo que no tenía más que decir, volvió la espalda al capataz. Estaba acostumbrado a la obediencia del barco. Pietro Guerra, ofendido, en un súbito movimiento de furia, sacó un cuchillo y echó a correr tras el nuevo administrador, con tanta rabia y tan ciegamente, que se dio en la cara con una de las columnas.
Atontado por el golpe, se llevó la mano a la cara, porque sangraba de las narices, y luego, mareado sin duda, apoyó la mano en la columna y dejó allí una huella sangrienta con la marca de los dedos.
Cuando la Marietta, al día siguiente, quiso lavarla, Galardi le dijo que no la quitara y que serviría de saludable advertencia a los demás.
Galardi vivía en un salón del último piso del palacio, que le servía de despacho y de alcoba.
Tenía la sala dos grandes balcones con magníficas vistas al mar. Allí el marino se dedicaba a esclarecer las antiguas cuentas de don Filiberto y de los administradores que lo habían precedido en el cargo, cosa larga y difícil, porque ni con el hilo de Ariadna se podía orientar nadie en aquel laberinto de números.
Comenzó también el vasco a hacer el inventario de lo que había en el palacio, con una constancia y una energía que produjeron gran sorpresa.
Don Filiberto, sin dar la cara, le puso una serie de dificultades que él fue venciendo a fuerza de constancia.
Galardi pretendía que se aclararan todos los asuntos y se pusiera la administración al día. Le gustaba la idea de llevar un método en aquella confusión.
En sus gestiones con los capataces y los obreros quería que hubiese orden y poco escándalo.
Tenía la pretensión de que aquellas masas indisciplinadas de campesinos obedecieran como los marineros de un barco.
Lo que más le molestaba a Galardi eran las expansiones, los chismes, los gritos y las palabras exuberantes. No quería más que cumplir con su deber y que lo cumplieran los demás. Estaba así dispuesto a vivir modestamente. No intentó tener amistades con nadie.
Por otra parte, era difícil que un extranjero en un pueblo de la Calabria llegara a tener una amistad verdadera.
Al extranjero se le tenía allí por bárbaro y por estúpido, y si pretendía ganarse la vida en el país, por un competidor odioso.
Un cierto sentimiento de misantropía le impulsaba a Galardi a hablar poco. Prefería montar a caballo y pescar. Esto era lo que más le gustaba.
Por las noches, después de su trabajo, leía las Odas de Horacio; luego, la Historia de Guipúzcoa, de Iztueta, en vascuence, y después dos o tres capítulos de la Guía Espiritual, de Molinos, y cuando estaba alegre tocaba la flauta.
Galardi era un vasco decidido y valiente.