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Encuentro

Roberto había estado varias veces en el pueblo y visitado la catedral, los palacios y la galería de estatuas de don Filiberto Venosa.

Había saludado también en su palacio a los marqueses de Roccanera, que le invitaron con insistencia a ir a su casa. El marqués era un viejo pálido, de aire enfermo y nervioso, que padecía de dolores en las articulaciones; la marquesa, una dama imponente, de ojos negros, que todavía se empolvaba y se retocaba los ojos y los labios.

El marqués llevaba su amabilidad hasta dar la razón siempre a sus interlocutores, identificándose con la opinión de aquel con quien hablaba. Era monárquico con el monárquico, republicano con el republicano, y hubiera sido negrófilo, o chinófilo, con un negro o con un chino.

Roberto se encontró muy bien acogido por los aristócratas de la ciudad. En casa de los marqueses trató a una muchacha, Rosa Malaspina, de las mejores familias del pueblo, y a quien se consideraba como una de las bellezas de Roccanera.

Rosa solía pasar temporadas cuidando a un tío suyo, señor muy viejo, de quien era heredera.

Roberto y su hermana habían sido presentados a Rosa Malaspina antes de la marcha del doctor, pero simpatizaron poco; tenían gustos muy diferentes y contrarios.

Rosa sentía el amor por lo rico, por lo brillante, por el gran mundo, y hablaba con entusiasmo de teatros, de fiestas y de reuniones.

A Susana, en cambio, le gustaba la vida activa, americana, los trabajos de casa. Roberto soñaba con viajes por mar, con playas abandonadas y sitios desiertos y desolados.

Simpatizaron tan poco, que, después de verse tres o cuatro veces, no hicieron nada para volverse a encontrar.

—¿Qué le parecen a usted los americanos? —le preguntaron algunas personas del pueblo a la señorita Malaspina.

—Ella es una niña tonta. Él es un chiflado. ¡Lástima de riqueza mal empleada!

¿No era una cosa ridícula, con una cantidad de dinero extraordinaria y una casa magnífica, vivir oscuramente, sin dar fiestas y sin recibir a nadie?

De ser ella la poseedora de una fortuna así, colosal, ¡qué fiestas!, ¡qué iluminaciones!, ¡qué fausto!, ¡qué reuniones más brillantes no hubiera dado en aquella casa del Laberinto!

A pesar de su desdén por Roberto, cuando habló con él varias veces se hizo muy amiga suya y pensó en cambiarle y en elegantizarle.

—¿Pero está bien que un joven guapo como usted vaya hecho un zarrapastroso? —le decía.

Roberto se echaba a reír.

—Usted, que es una belleza clásica, es la que debe lucir y brillar en el mundo —replicaba él.

Un día de julio, en que Roberto, el hijo de Alfio el guardián y dos marineros salieron en el Argonauta, muy de mañana, a dar un paseo por el mar, al volver a la Punta Rosa, vieron de lejos pasar por delante de las peñas del Laberinto la canoa negra de la casa.

—Debe haber visita —dijo Roberto—; ¿quiénes serán?

Se acercaron en la goleta hasta las primeras rocas y se detuvieron a cien metros delante de ellas.

En el islote central, al que Toscanelli llamaba la roca del

Altar, sobre la mancha oscura de los cipreses, se destacaban dos figuras blancas de mujer, inmóviles. Parecían dos vestales, dos sacerdotisas.

Roberto y el hijo de Alfio las contemplaron con asombro.

—¿No serán las sirenas? —dijo Roberto.

—Una es la señorita Rosa Malaspina —repuso el hijo de Alfio.

—¿Y la otra?

—A la otra no la veo bien. ¡Ah, sí! Es la hija del marqués de Roccanera.

Estaban los tripulantes del Argonauta contemplándolas desde lejos, cuando apareció una barca con cuatro remeros y dos muchachos que iban a popa, muy elegantes y enguantados. La barca se fue acercando a la goleta.

—¡Buenos días! —dijo uno de los muchachos saludando a Roberto—. Usted es O’Neil. Yo soy hermano de Rosa Malaspina. Éste es mi amigo Pepe Roccanera.

Los dos jóvenes, Malaspina y Roccanera, se acercaron en la barca a la goleta, subieron a ella y dieron la mano a Roberto.

Malaspina, un muchacho moreno, ancho, de ojos negros y pelo también negro y ensortijado, vestía como un dandy.

Pepe Roccanera era un joven de nariz ganchuda y bigote pequeño, con aire un tanto impertinente e insignificante.

—Amigo O’Neil —dijo Pepe Roccanera, que tenía una manera de hablar un poco nasal—, hemos estado en su casa, ¡qué belleza!, ¡qué admirable! Hemos sentido mucho no encontrarle a usted allí.

—Yo también siento…

—Nos hubiera usted explicado algunas de las preciosidades que guardan ustedes en la casa.

—Sí; hay alguna cosa curiosa, pero nada de un mérito extraordinario.

—¡Oh, no! No sea usted modesto. La casa del Laberinto es algo maravilloso…

—¡Y luego el parque! Ese cementerio antiguo, ¡qué delicia! —exclamó Malaspina.

—Vamos a ver a esas muchachas —dijo Roccanera—. Venga usted en nuestro bote, O’Neil, porque supongo que su goleta no podrá pasar entre las rocas.

A Roberto le asombraba esta familiaridad insólita de los dos aristócratas, que le hablaban desde el primer momento con una gran confianza, como si le hubieran conocido toda la vida. Entró la lancha por los canales del Laberinto, hasta acercarse al islote central.

—¡Qué belleza! —exclamaba a cada paso Malaspina.

—¡Querido Roberto, esto es maravilloso! —decía Pepe Roccanera.

En una de las vueltas del Laberinto, el joven Roccanera dirigiéndose a los remeros, les dijo:

—Un momento. ¡Deteneos! No seáis animales. ¡Deteneos!

Rosa, desde el templete de la roca del Altar, estaba recitando versos.

—Es la Jerusalén Libertada —dijo Malaspina, y Roberto vio con sorpresa que al decir esto tenía la cara inyectada y los ojos llenos de lágrimas.

Cuando la Malaspina terminó las estancias del Tasso, los dos muchachos y los remeros aplaudieron con entusiasmo.

Roberto quedó asombrado. Así, seguramente, ocurría también en la antigua Grecia, en la época en que los poemas de Homero y de Hesíodo eran comprendidos, no sólo por las personas cultas, sino por todo el pueblo.

Al acercarse la barca al islote, Roberto saludó a Rosa Malaspina y a la señorita de Roccanera.

Laura Roccanera tendría la misma edad que Roberto; probablemente algunos años menos; pero morena, fuerte, ya muy desarrollada, parecía mayor.

Rosa Malaspina contempló con cierta ironía afectuosa a Roberto, y señalando, dijo a Laura:

—Aquí tienes a Roberto O’Neil, que, como ves, parece un marinero o un grumete, con esa chaqueta vieja y esos zapatones; pues, no; es hijo de un multimillonario y el dueño de esta magnífica casa.

—Es que hemos hecho una excursión por el mar —dijo Roberto sonriendo.

—No sabe estar a la altura de las circunstancias; por más que le predico, no me hace caso.

Laura Roccanera elogió la casa y el parque del Laberinto; sobre todo, aquel conjunto de rocas tan extraño, tan ideal.

—Me siento aquí una ondina o una sirena.

—Podrías ser la Calipso de esta isla —dijo Malaspina.

—Si no era la Circe —replicó Roccanera.

—¿Por qué la Circe? No soy una hechicera que emplee artes malignas; tengo buen corazón. ¿No le parece a usted? —le preguntó Laura a Roberto.

—Yo creo que sí —contestó Roberto en francés.

—¿No habla usted el italiano? —le dijo ella.

—Mal, muy mal.

—Pero mejor que yo el francés. Hable usted el italiano.

Las dos muchachas entraron en la canoa y fueron saliendo de entre las rocas del Laberinto. La lancha con Malaspina y Roccanera iba detrás.

—¿Éste es el barco de usted? —preguntó Laura, señalando el Argonauta.

—Sí.

—Tiene usted que llevarnos a dar un paseo —dijo Laura.

—Sí, sí —añadió Rosa.

Subieron las dos muchachas a la cubierta del barco.

—Yo no voy a subir —dijo Roccanera—. En seguida que me separo de la costa me mareo. Ven tú conmigo, Malaspina.

—Yo, no; yo voy con ellas.

—Bueno —os esperaré.

El hijo de Alfio y los marineros cambiaron las velas y Roberto se puso a la rueda del timón.

Hacía un poco de viento; el Argonauta se torció en la arrancada y comenzó a navegar; marchaba como un cisne, y fue trazando en el mar un ancho círculo.

Laura Roccanera y Rosa Malaspina quisieron que Roberto les enseñara a manejar el timón.

—Es muy fácil —dijo O’Neil— no habiendo temporal, un chico lo maneja.

Las dos muchachas ensayaron; luego se tendieron en unas sillas de lona, porque Rosa sentía un ligero mareo.

Dieron una gran vuelta por el mar y volvieron al mismo sitio de donde habían partido.

—Me hubiera gustado no llegar nunca —dijo Laura.

—Y a mí también —replicó Malaspina.

Al acercarse al fondeadero del Laberinto, Laura dijo a Roberto:

—¿Cuándo va usted a venir a nuestra casa?

—Iré un día de éstos.

—Sí, vaya usted por allá —saltó Pepe Roccanera—. ¡El pueblo es ya de por sí tan aburrido! A ver si conseguimos divertirnos un poco.

A Roberto le molestaba la familiaridad tan excesiva de Pepe.

Al tomar el coche que les esperaba para ir al pueblo, Rosa Malaspina preguntó a Laura:

—¿Qué te ha parecido Roberto?

—¡Qué muchacho más tímido!, ¡más extraño!

—¿Pero te ha gustado?

—¡Sí, me ha gustado! Es un muchacho encantador.

—¿Te casarías con él?

—¡Qué pregunta más rara!

—Rara y todo, ¿qué contestarías? ¿Sí o no?

—Creo que contestaría que sí.