Es el torrero del faro que construye sus modelos.
En su mesa ancha, con el barquito sujeto en el tornillo de presión, el torrero, este viejecito solitario, va clavando clavos pequeños aquí y allí. Al lado tiene sus instrumentos y sus útiles: un formón, una lima, un tas de hierro, donde endereza o curva sus alambres. Con el martillo de platero va dando golpes isócronos largo tiempo:
Tac…, tac…, tac… Afuera, con el silencio, desde lejos se oye el sonido.
«¿Será alguien que llama?», se pregunta uno.
No; es el torrero del faro, que construye sus modelos.
La sala es grande; desde el ventanal se ve el mar espléndido, las velas blancas que pasan. En la pared hay un cuadro con las banderas y matrículas, en colores, de todos los países del mundo. Del techo cuelgan los barcos ya construidos por el torrero, y la pequeña flota parece navegar por el aire. En el gran silencio, no interrumpido más que por algún suspiro del mar, se oye persistente el golpe isócrono del martillo del torrero:
Tac…, tac…, tac…
El de fuera quizá pensará:
«¿Es algún reloj de la casa?».
No; es el torrero del faro, que construye sus modelos.
El faro es alto y plantado sobre una roca; tiene un basamento de piedra y de portland, un aljibe, ventanales, una torre y, a pesar de su aire artificial, llega a parecer en ocasiones un inmenso crustáceo, con su caparazón lustroso y sus ojos brillantes, agazapado entre las peñas.
Dentro, el torrero cose una vela muy chica; a veces da una pincelada a un gallardete, o pega un adorno con cola, o sujeta un cabrestante; a veces se levanta y sale, recorre el basamento del faro y se acerca a la pequeña huerta, puesta al socaire, con unas cuantas coles, mira sonriendo; pero pronto vuelve, el jardín no le interesa, y se oye de nuevo el golpe isócrono del martillo:
Tac…, tac…, tac…
El curioso es posible que se diga a sí mismo:
¿Será el pájaro carpintero que golpea sobre un tronco viejo?
No; es el torrero del faro, que construye sus modelos.
El torrero, nuestro amigo Juan Bautista Pica, es un solitario, un místico. Por la mañana limpia su linterna, da cuerda a su aparato, apunta sus observaciones meteorológicas en un libro, habla un momento con la mujer que le hace la comida y con el aduanero, que pasa, y vuelve a su sala, se sienta en la mesa ancha y comienza su trabajo, alegre y satisfecho. El torrero es un artista que quiere llegar a la perfección de su obra. La contempla, la estudia y al poco rato se oye el golpe isócrono del martillo:
Tac…, tac…, tac…
El que oye desde lejos ha pensado y se ha dicho:
¿Quizá es el latido de un corazón?
No; es el torrero del faro, que construye sus modelos.
¡Torrero! ¡Torrero! Tus barcos serán más afortunados que los gigantes navales de miles de toneladas, que surcan el mar; tus barcos no tendrán que esquivar los escollos, ni luchar con las tempestades y con las tormentas, y algunos de ellos, salidos de tus manos, se balancearán en la paz de las naves de las iglesias de los pueblos marinos, entre nubes de incienso, sobre los esplendores dorados del altar mayor.
¡Torrero! ¡Torrero! Un día también llegará en que en este faro solitario, o en otro rincón del mundo, se oirán, sobre cuatro tablas de madera unos golpes isócronos:
Tac…, tac…, tac…
Y alguno preguntará:
¿Qué están haciendo?
Y ya no se dirá:
Es el torrero del faro, que construyó sus modelos…
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Un día, el viejo torrero de la Punta del Hombre Muerto apareció en el Laberinto. Roberto le mostró el salón de la casa convertido en museo de marina, y el torrero se encargó de él. Roberto le preguntó si quería quedarse en la casa; pero el viejo había pasado tanto tiempo solo que prefería vivir en el pueblo. El ex torrero se llamaba Juan Bautista Pica, y era hombre muy serio y muy puntual.