Aparecieron también en los cajones destinados al salón museo una gran esfera armilar de Tycho Brahe, un anteojo astronómico, un globo mapamundi, imitación del globo de Nancy; brújulas antiguas de marino, que al mismo tiempo servían de relojes de sol; un astrolabio de cobre, una ballestilla y un nocturlabio, instrumento que servía para saber la hora durante la noche por la altura de la Estrella Polar; sextantes, octantes, fanales y relojes de arena. Se encontraron también varios modelos de barcos de los que todavía hace años surcaban las aguas del Mediterráneo.
El doctor y Roberto preguntaron en varias partes dónde se podían seguir comprando algunos mascarones de proa, aparatos antiguos de náutica y modelos de barco. Los mascarones antiguos les dijeron todos que ya no se encontraban; quizá los aparatos de náutica viejos se hallarían en las tiendas de antigüedades y los modelos podrían hacerlos.
El joven O’Neil encontró en Palermo un carpintero de la Cala que exponía modelos de barcos en su tienda.
Entró Roberto a hablarle, y el carpintero le dijo que él no hacía más que los cascos; el que los arreglaba y les ponía las arboladuras era un torrero de un faro de la Punta del Hombre Muerto, no muy lejos de allí.
Roberto fue al faro de la Punta del Hombre Muerto y se encontró al torrero trabajando en una sala ancha, iluminada por un gran ventanal, sentado ante una mesa que tenía varios instrumentos y un tornillo de presión. Roberto le explicó lo que quería.
El torrero era un viejecito sonriente y amable. Sacó un álbum grande y fue mostrando a O’Neil los modelos que él hacía, con todos sus detalles. Estos modelos eran reproducciones de los barcos que navegaban en el Mediterráneo, tanto de los antiguos, ya casi desaparecidos, como de los modernos.
Había galeras, galeotas, carracas, galeones, carabelas, bergantines, polacras, místicos, y luego los barcos pequeños: el sándalo tunecino, la chitiha de los árabes, el jabeque, pintado de blanco, negro y azul; los cárabos, los laúdes, los faluchos, las tartanas, el schifazo siciliano; el speronara, la drahisa, la farella y el canotto malteses; la tarida, la sacoleva griega, pintada de amarillo; la paranzella italiana, con sus colores como la jáquima de un caballo, con figuras grotescas y con letras; el lento sardo, el filugone napolitano y el trabaccolo triestino, amén de otros barcos, como polacras, felucas y bombardas.
O’Neil eligió de estas embarcaciones las más típicas.
Además, Roberto quiso tener modelos de los barcos célebres, y encargó al torrero que le construyese en un tamaño de un metro el navío Argos, con los adornos que tenía, según la descripción de Valerio Flaco; el Bucentauro veneciano, las carabelas de Colón, de Doria y de don Juan de Austria; los bajeles berberiscos de Barbarroja y de Dragut; la nave con que Elcano dio la vuelta al mundo, y el Sovereign of The Sea, maravilla en su tiempo del arte naval.
—No tengo tiempo de hacer todo esto —dijo el torrero.
—¿No? ¿Por qué?
—Porque tardo bastante. Cada modelo de éstos tiene mucho detalle, y yo lo hago todo solo. Además, que pronto me van a retirar de torrero.
—¿Y eso qué importa para que trabaje usted?
—Es que quizá no tenga sitio, ni encargos tampoco.
—Hay una manera de resolver esa cuestión —dijo Roberto—, y es que vaya usted a vivir a mi casa cuando le retiren a usted, y allí sigue usted trabajando en esto mismo.
El torrero aceptó la proposición. Cuando le retiraran iría a vivir a la casa del Laberinto.
Varias veces Roberto fue al faro y vio trabajar al torrero.
Este torrero era un hombre que vivía solo. Una mujer de las cercanías le hacía la comida. Su gran diversión era hacer sus modelos. En unas cajitas guardaba sus poleas, sus ganchos, sus cabrestantes, sus gallardetes y sus banderas; todo en miniatura.
Tenía sus planchas de cobre para forrar los cascos, sus velas, sus mascarones de proa y sus mástiles.
En aquella soledad el torrero trabajaba. Roberto le dedicó una de sus poesías.