Libro primero
Los amores

1
La familia O’Neil

Unos años después de la muerte de Stuart se presentó en Roccanera un señor acompañado por un muchacho joven.

Era el doctor O’Neil, el heredero de Stuart, que venía con su hijo a ver la granja y la casa del Laberinto. Pronto cundió la noticia por el pueblo, y padre e hijo despertaron gran curiosidad en todas partes.

Al día siguiente llegó un arquitecto de Nápoles, y, en compañía del doctor y de su hijo, fueron los tres hacia la Punta Rosa.

Llamaron en la granja, se dieron a conocer a Alfio, el guardián —el viejo Tonio había muerto ya—; entraron en la finca; recorrieron el parque, la casa y los alrededores y quedaron admirados.

—Su amigo de usted, el que le legó esto —dijo el arquitecto—, era todo un artista.

—¡Ca, hombre; si era un minero tosco y bárbaro! —replicó el doctor.

—Lo sería exteriormente, pero no por dentro; todo esto es exquisito, no sólo rico, sino de muy buen gusto.

—Nadie más asombrado que yo, créalo usted —repuso el doctor—. No lo comprendo. Yo no le oí hablar nunca al viejo Stuart de arte, ni de que sintiera amor por la Naturaleza.

—Pues, indudablemente, fingía.

—Sí, parece que sí. Yo no sospechaba una cosa así, ni mucho menos; me figuraba que tendría una finca a la americana, muy estrepitosa, muy petulante, y nada más.

—Y es todo lo contrario.

—Cierto. Y aquí, ¿qué habría de hacer?

—Aquí, poca cosa o nada —contestó el arquitecto—. Mande usted, si quiere, limpiar el estanque y aligerar de follaje y de ramas algunas partes del jardín, aunque yo las dejaría tal como están. Luego, tendrá usted que amueblar la casa. En estos cajones debe haber muebles.

Efectivamente; los había, y muebles magníficos, que al cabo de los años valían mucho más que lo que podían haber costado.

Los papeles de las habitaciones eran casi todos muy bonitos; viejos, por su gusto amanerado y su color un poco marchito; nuevos, porque estaban intactos. Quitando el salón principal, pintado y dorado, y la biblioteca, los demás cuartos estaban empapelados. En esta salita, el papel blanco se hallaba lleno de guirnaldas de rosas; en el gabinete tenía fragatas, que navegaban a toda vela; en la alcoba, un pastorcito y una pastorcita, elegantes y amadamados, se repetían hasta la exageración.

En algunos cuartos pequeños, el papel tenía composiciones enteras: la preparación del té en China, la catarata del Niágara y el puerto de Nápoles. Había magníficas chimeneas talladas de mármol, imitadas de modelos conocidos y célebres; una de ellas, de una sala de los Borgias, del Vaticano; otra, del Palacio Piccolomini, en Pienza.

Unos días después, el doctor trajo varios obreros; desclavaron las cajas cerradas y comenzaron a aparecer grandes espejos, estatuas, sillones dorados, sillas y sofás ingleses, de estilo Chippendale; cornucopias barrocas, consolas, libros y atlas.

Hubo grandes sorpresas: se encontraron tablas de Brueghel, de Van Hemesen y de Cranach; lienzos con batallas de Van der Meulen, Wouwerman y Aniello Falcone; esculturas y libros raros.

El muchacho, el hijo del doctor O’Neil, llamado Roberto, puso un gran empeño en arreglarlo todo.

Alfio, el guardián, sabía dónde estaban los planos de la casa, que había hecho Toscanelli, con la distribución y el mueblaje, y se los mostró al hijo del doctor. Roberto decidió seguir aquellas indicaciones.

Una semana después, el doctor O’Neil se presentaba con una señora de aire severo y una jovencita. La señora era un ama de llaves; la jovencita, la hermana de Roberto.

Luego vinieron varios criados y criadas, y la familia de O’Neil comenzó a vivir en la casa del Laberinto.

El doctor O’Neil compró una goleta, a la que llamó el Argonauta. Era una goleta de ciento cincuenta toneladas, airosa, pintada de blanco; por dentro lujosamente amueblada y decorada.

Fue un acontecimiento en Roccanera la estancia de los americanos en la antigua casa del Inglés. La gente del pueblo, llena de curiosidad, interrogó a los criados, a Alfio y a su familia, y con un retazo de conversación de aquí y otro de allá, añadido a deducciones más o menos lógicas, averiguaron con detalles la vida de los americanos y el carácter de cada uno. El doctor era brusco, caprichoso, arbitrario; la hija Susana, protestante, muy devota y muy fanática; el chico Roberto, alegre, simpático y de gustos un poco locos.

Las familias de la aristocracia del pueblo vacilaron en si debían o no debían tratar a los americanos. Los Roccaneras y los Malaspinas, que pasaban parte del año en Nápoles y eran gente de vida mundana, acogieron al doctor O’Neil y a sus hijos con gran simpatía y amabilidad. En cambio, las familias de los Sangros y de los Andreas, que no salían del pueblo, manifestaron marcada hostilidad por aquellos extranjeros.

La riqueza de los advenedizos les parecía que les ofendía y les humillaba. Tanto los Sangros como los Andreas vivían en una gran miseria, y su orgullo se hallaba exasperado por las mil dificultades que les producía su extremada pobreza para sostener su rango.

Se contaba de las dos familias un detalle un poco cruel, que, verdadero o falso, tenía gracia. La casa torre de los Andreas y la casa torre de los Sangros se comunicaban por sus respectivos patios.

Según se decía, las dos familias poseían a medias un coche, y para demostrar que cada una tenía su vehículo propio, en los respectivos palacios se guardaban dos portezuelas blasonadas.

Así, cuando salían los Andreas, ponían sus portezuelas al coche común, con sus escudos correspondientes, y cuando salían los Sangros lucían las portezuelas las armas de esta familia.

Algunos llegaron a decir que, para que no se notara que los caballos eran los mismos, a uno de ellos, blanco, le solían pintar unas cuantas motas negras en la cabeza y le teñían las crines de la cola.

La pequeña burguesía del pueblo esperó a ver la actitud de los marqueses de Roccanera respecto al doctor O’Neil. Cuando vieron que esta familia, la más importante de la ciudad, trataba al doctor, se decidieron ellos a hacer lo mismo.

El doctor O’Neil no se preocupó gran cosa del pueblo. Le pareció a primera vista que, en general, debía ser muy pobre, y que la gente debía llevar una vida miserable y precaria. Acostumbrado a un país nuevo, en donde el abandono y la falta de pulcritud significan siempre una extrema miseria, O’Neil llegó a creer que Roccanera era un pueblo abandonado y casi derruido.

Esta incomprensión del hombre de un país por la gente de otro es eterna, y quizá lo sea siempre, por mucho que avance el cosmopolitismo.

El doctor era un hombre alto, fuerte, entrecano, rojo, de unos cuarenta y cinco a cincuenta años, con la barba ya blanca, los ojos verdes claros y las cejas salientes. Tenía un carácter decidido y dominador, terco y caprichoso y un gran espíritu de contradicción; había luchado duramente en su juventud para imponerse y acusado su fondo enérgico y autoritario.

De él se contaban grandes extravagancias. Una vez, en San Francisco, le habían llamado para reconocer a un multimillonario enfermo, a quien los médicos de cabecera consideraban indispensable hacer una operación.

—Sí, sí —dijo O’Neil—; parece evidente.

—Entonces, ¿le va usted a operar? —le preguntaron.

—No, yo no. Este enfermo me es muy antipático y yo soy un impulsivo. Si lo tuviera tendido en la mesa de operaciones y estuviese yo con el cuchillo en la mano, creo que lo mataría.

Pocos días después, otro cirujano operó al multimillonario, quien murió en la operación. O’Neil vio, sin duda, en el caso de aquel enfermo, algo que hacía peligrosa la intervención, y en vez de indicarlo así, se excusó dando un pretexto caprichoso y absurdo.

Otra vez, en su clínica, después de una serie de consultas largas y pesadas, estaba acabando su tarea, cuando entró un enfermo hipocondríaco que le mareó a fuerza de preguntas nimias.

Al salir el enfermo pesado, O’Neil se levantó del sillón, se desabrochó la blusa blanca y con un estetoscopio en la mano se puso a bailar una danza de indios, loco de contento.

En esto, el enfermo hipocondríaco volvió a abrir la puerta.

—Me he olvidado indicarle una cosa —comenzó a decir, y al ver al médico saltando se detuvo asombrado.

—¿Todavía tiene usted algo que decir? Bueno, hombre, bueno; pues siga usted, yo seguiré haciendo gimnasia.

Otra vez, un americano le dijo que él había oído decir que los irlandeses vivían tan miserablemente, que eran medio salvajes.

—Es verdad —replicó O’Neil—; yo también lo soy. Ahora, que no llevamos plumas como ustedes. Somos salvajes sin plumas.

O’Neil, como hombre despreocupado, no se cuidaba de su indumentaria; así, se le veía unas veces con la corbata torcida o con el sombrero manchado de yeso. El doctor era viudo; había estado casado con una americana, hija de un escocés y de una francesa, mujer muy hacendosa, muy trabajadora y llena de voluntad.

Sus dos hijos, Roberto y Susana, tenían los rasgos físicos y morales mezclados del padre y de la madre.

Roberto había sacado los ojos verdes del padre y el pelo oscuro de la madre; Susana, en cambio, el pelo rojo del padre y los ojos negros de la madre.

Los dos muchachos habían sido educados de manera muy distinta. Roberto, separado de la familia, en un colegio de Boston. Susana, en cambio, al lado de la madre.

Al llegar a la juventud, Susana se manifestó fanática protestante; en cambio, Roberto apenas creía en ninguna religión y sentía más simpatía por el catolicismo que por el protestantismo.

Roberto tenía la tendencia fantástica del padre unida al carácter soñador de la madre. Susana había heredado del padre la energía de carácter, y de la madre, la religión fanática, estrecha y formalista.

Ante la belleza de la casa del Laberinto y ante la esplendidez del paisaje de los jardines y del parque, los dos hermanos reaccionaron de distinta manera. Roberto quedó entusiasmado. El mar azul, los acantilados cortados a pico, las rocas de colores, la silueta del pueblo, le encantaron. Susana dijo que todo aquello era bonito; pero le encontró muchas faltas: no había sociedad, el pueblo estaba sucio y abandonado, y por último, como americana, prefería América a Europa.

Los dos hermanos, a pesar de que se querían, estaban en casi todo en perfecto desacuerdo.

Ella, instigada por su señora de compañía, la señora Houston, manifestaba una gran aversión por el catolicismo. Las madonnas y los santos que veía en los altares y hornacinas de las calles de Roccanera, le parecían manifestaciones de horrible idolatría. Roberto sentía la influencia de sus antepasados irlandeses y franceses, y no sólo no le repugnaban las imágenes, sino que las admiraba por su belleza y por su gracia. En cambio, le fastidiaba leer la Biblia y sus historias desagradables y ruines.

Al principio, el doctor O’Neil y su hijo tomaron como tarea el completar la obra del viejo Stuart.

En una gran sala del piso bajo, con claraboyas, el Inglés pensó, sin duda, instalar algo como un museo de marina y compró para ello modelos de barcos, esferas antiguas y varios parasemas y mascarones de proa; un león de una carabela turca, una cabeza de Medusa, de una polacra italiana, armas y cuernos de la abundancia de buques franceses, centauros tocando la lira y dioses mitológicos de saicas griegas y levantinas.

Muchas veces el joven O’Neil quedaba absorto contemplando aquellos mascarones de proa, y escribió una poesía para cantarlos, que decía así: