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Emboscada de mineros

Dos meses después de llegar, Russell padre llamó a su hijo Enrique y a Stuart, y les dijo:

—Hay por aquí cerca una mina de plata buena, de la que quizá, procediendo con astucia, os podáis apoderar. No habléis de ello una palabra y estad en guardia. Esta mina, la Fortuna, se halla hipotecada por un español en treinta mil dólares, y tiene una segunda hipoteca, hecha por un alemán, de otros diez mil. Por no ponerse de acuerdo el propietario, el español y el alemán, la mina no se explota y sale todos los años a pública subasta, y el alemán está siempre en guardia para impedir que nadie se le adelante.

—¿Y es buena mina? —preguntó Stuart.

—Magnífica.

—¿Y cómo podríamos quedarnos con ella?

—Yo os iré poniendo en antecedentes.

Russell padre tenía motivos de odio contra el alemán que había hipotecado por segunda vez la Fortuna y quería reventarle.

Como todos los años, al subastarse la mina no se presentó nadie más que el alemán de la hipoteca y su empleado, dispuestos los dos a permanecer allá hasta que terminara el acto.

Stuart, aleccionado por Russell padre y vestido de obrero, estaba delante de la barraca, donde se celebraba la subasta, picando piedra.

El alemán recibió en plena subasta un telegrama de San Francisco en que le hacían un gran pedido de mineral. El hombre se puso inquieto y a cada paso consultaba el reloj.

Cuando no faltaban más que cinco minutos para terminar la subasta, el alemán salió de la barraca, miró a derecha y a izquierda, vio que no había nadie en las proximidades y montó a caballo con su empleado.

Stuart les vio desaparecer por el camino y esperó; cuando faltaban dos minutos solamente para que acabara la subasta, Stuart entró en la sala, con el reloj en una mano y en la otra un papel con su proposición de arrendar la mina Fortuna en cuarenta y un mil quinientos dólares.

—Aquí está el dinero y aquí está el pliego de condiciones —dijo.

Stuart acreditó que no había dado aún la hora en que expiraba el plazo, y dejó la proposición y el dinero sobre la mesa y exigió un recibo.

Fueron a llamar precipitadamente al alemán, mientras Stuart miraba con tranquilidad el reloj; cuando lo encontraron y volvió, había expirado el plazo y estaban cerrando la barraca.

Stuart y Russell se quedaron con la mina Fortuna y se entendieron con el primitivo propietario. La mayoría de la gente del pueblo comprendió que la preparación de la emboscada venía del viejo Russell.

El padre de Russell prestó a su hijo la cantidad que necesitaba para entrar como socio con Stuart para explotar la mina.

Cuando éste murió, el hijo fue a Irlanda, se casó y volvió a California, y como ya se encontraba rico, abandonó las minas para ir a vivir a su país. Stuart se quedó con todos los negocios de la antigua sociedad. Aspiraba a ser en California el rey de la plata; tenía una industria en la que trabajaban miles de obreros, tres aldeas suyas y un bosque de chimeneas de hornos que fundían para él.

Unos años mas tarde se presentó en las minas de Stuart un sobrino de Russell, llamado Roberto O’Neil, médico también irlandés.

El joven O’Neil había practicado su profesión en una aldea de su país; luego, había viajado y ejercido durante algunos años en varias líneas de vapores, y pensaba poner con el dinero reunido una pequeña clínica quirúrgica en San Francisco. Russell le escribió desde Irlanda a su antiguo socio Stuart, diciéndole que recomendara a su sobrino a sus amistades de San Francisco.

Stuart temió primeramente que el médico joven fuera un vago y le pidiera dinero, y comenzó por desconfiar y por no querer relacionarse con él; luego, viendo que no le pedía nada y que el irlandés era muy activo y trabajador, le ayudó en lo que pudo.

O’Neil puso su clínica operatoria y se casó más tarde con una americana, hija de un escocés y de una francesa. Stuart supo, más tarde, que el irlandés ganaba dinero, y esto hizo que considerara a O’Neil con gran estimación y respeto.

Cuando Stuart pasaba por San Francisco, solía ir a verle al médico, y una vez que el rico minero padeció un flemón en una mano a consecuencia de una herida, estuvo en la clínica del irlandés. O’Neil no le quiso cobrar nada, y Stuart tomó entonces la costumbre de hacerle regalos en algunos días señalados del año.

Stuart tenía mucho entusiasmo por el doctor y le invitaba con frecuencia a ir a su casa.

Una vez O’Neil fue con su mujer y sus dos hijos, un niño y una niña, al pueblo minero de Stuart y estuvo muy obsequiado.