Mateo Barbutto, un marinero de Roccanera que tenía fama de inocente y de cándido, solía decir muchas veces:
—¡Santa Madonna, qué mala suerte tengo! Todo el día lo paso de miedo de beber y por la noche estoy borracho.
—¿Pero cómo puede ser eso? —le preguntaban.
—Ahí está el quid —contestaba él—. Aquí bebe uno un poco, allá otro poco, y como no tiene uno fuerza, pues se emborracha.
Mateo era de la pequeña cuadrilla de pescadores de Roccanera. Desde hacía años la mayoría de los pescadores del pueblo iba emigrando a la capital del distrito, en donde tocaba el barco que llegaba de Nápoles y donde se hallaban establecidas varias almadrabas y se podía hacer algún negocio de venta de pescado.
Mateo era un tanto simple. Había viajado en su juventud de marinero en grandes barcos, pero estaba viejo y tenía la vista mala para seguir navegando. Los hijos mayores se le marcharon a distintos puntos y no le quedaba más que el pequeño.
Con el chico y su mujer, vieja y negra como una urraca, vivía en el pueblo, en una casucha mísera de un callejón del barrio de La Marina, que no pagaba muy puntualmente.
Mateo contaba unas cosas tan extraordinarias que podía sospecharse que su cabeza no regía bien. Una vez fue en su barca arrastrado por una corriente marina misteriosa, y gracias a una oración especial que él sabía, se detuvo.
En el mar pasaba de una zona a otras, zonas que él solo notaba. En unas sentía frío y tiritaba; en otras, en cambio, se ahogaba de calor y respiraba un aire de fuego, como en un día de siroco. Algunos, y probablemente el mismo Barbutto, pensaban que todo esto podían ser bromas del diablo.
Mateo tenía unos ojos claros, cándidos y confiados; la piel, atezada, tostada y arrugada por el sol y el aire del mar; la expresión, de sorpresa y de asombro. Nadie hubiera sospechado en él una intención de ironía o de burla.
Mateo fue el primero que receló que el Laberinto estaba frecuentado por sirenas. A Mateo, según él contaba, le llamó desde el principio la atención el Laberinto de rocas de la casa del Inglés y, sobre todo, la gruta del fondo.
Encontró que la espuma de las olas que se levantaba entre aquellas rocas fosforecía de noche de una manera extraña. Notó también que unas veces salía de ellas un rumor como el del coro de niños de la iglesia de Roccanera, y que otras se oía como el ladrido de una jauría de perros feroces; acompañado de lamentos.
Dedujo de todo esto que el Laberinto estaba encantado, y que en aquella gruta del acantilado había algunas sirenas que iban a hacer compañía al tritón con su caracola; sin duda, estas sirenas eran las que cantaban. Respecto a los bramidos coléricos, acompañados de quejas, pensó que quizá eran arpías que mortificaban a los infelices que llevaban allí engañados.
Mateo estaba seguro de que rondaban por allí los monstruos maléficos. Mateo comunicó su descubrimiento a los compañeros y expuso la sospecha de si el tritón de la cueva sería un antiguo marino de Roccanera, un tal Fabricio, que desapareció y que se le creyó ahogado, porque más de un caso de hombre convertido en tritón se había dado por aquellos mares.
Los compañeros de Barbutto, unos se rieron, pero otros creyeron que la cosa no era tan disparatada.
—Y tú, ¿por qué no vas a ver al tritón de la cueva a ver si conoces si es de verdad Fabricio? —le preguntó un pescador joven.
Mateo no contestó a tan absurda proposición; por el contrario, hizo con la mano por debajo de la mesa el signo para quitar la jettatura y tocó hierro frío.
En esto un pescador napolitano llamado Buccafusca, y que se hallaba en Roccanera huido por alguna fechoría hecha en su país, dijo que al volver en una lancha al pueblo, había visto sentada en una de las rocas del Laberinto a una mujer rubia, vestida de blanco, mirando al mar.
Ciertamente él no le había visto que tuviera cola de pescado, pero tampoco le había visto las piernas; así que lo mismo podía ser sirena que mujer.
Esta mujer rubia debía de ser la cuñada de Alfio, que por entonces estaba pasando una temporada en la granja; pero nadie recordó esta circunstancia, y se supuso que la mujer rubia era una de las sirenas del Laberinto.
Buccafusca no era un hombre a quien se le pudiera tener por un pobre de espíritu, ni por un supersticioso.
Muchas veces, ante los chicos del pueblo, hacía esta maniobra:
Cogía un gorro de marinero, roto, con la mano izquierda y decía, mirando al espacio:
«¡San Antonio de Padua, ven aquí!», y con la mano derecha hacía el ademán de poner algo como un huevo en el gorro; luego decía: «¡San Jenaro, ven aquí!», y hacía la misma operación: «¡San Francisco de Asís, ven aquí!».
Después de llamar a los santos más reverenciados del calendario y colocarlos, al parecer, en el gorro, cerraba éste con cuidado, sin duda para que no se le escaparan; luego lo cogía con la mano, daba con él un golpe fuerte en la borda de la barca, y decía:
—¡Ahora, idos al diablo! —y tiraba el gorro viejo al mar.
Buccafusca, el herético Buccafusca, reconocía la existencia de una mujer rubia, más o menos sireniforme, en las rocas del Laberinto.
Algunos decían que el marinero napolitano sonreía al hablar de ello, otros opinaban que no, y que, a pesar de ser algo escéptico, creía en las sirenas y en los tritones y en otros monstruos legendarios del mar latino. La gente comenzó a llamar a la grieta de la Punta Rosa el antro del Maleficio.
La fama aviesa de aquel lugar aumentó con la desgracia de dos niñas curiosas que fueron con su familia a la gruta, y una de ellas resbaló en una piedra, cayó al mar y se ahogó, y la otra quedó enferma del susto.
Desde entonces todo el mundo consideró, de común acuerdo, que el sitio aquel era de mal agüero. El maleficio, según la gente de Roccanera, se extendía a la Punta Rosa y a la casa del Laberinto.
Al parecer, el Inglés y Toscanelli, que probablemente habrían vendido su alma al diablo, habían despertado los malos espíritus que dormían por allí cerca, convirtiendo los arrecifes en unas islas sirenusas. Entre los dos hombres habían creado una tradición alrededor de aquellos lugares.
Varias personas del pueblo preguntaron cándidamente al viejo Tonio si era verdad que en los arrecifes del Laberinto había sirenas y Tonio dijo socarronamente que sí. Pensaba que con este temor nadie se acercaría a la finca, ni a pescar, ni a robar.