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El Laberinto

Al año o año y medio de comenzar las obras, el palacio se terminó, y se comenzó a construir una tapia alta para aislar el parque.

Alguno del pueblo preguntó, al verla, si iba a ser una nueva muralla de la China.

La tapia, almenada, subía a los cerros, bajaba al fondo de los barrancos e iba cerrando la gran extensión de la finca de recreo.

La granja de labor quedaba sin cercar, con una casa moderna y varias dependencias, instaladas con todos los adelantos de la época. En el invierno siguiente, cuando todavía quedaban brechas en la tapia sin cerrar el señor Toscanelli se presentó, compró en los montes grandes árboles y fue llevándolos al nuevo parque y plantándolos.

Eran hermosos ejemplares, de treinta y cuarenta años; álamos negros, pinos, encinas, cedros y castaños de Indias. Muchos se morían al ser trasplantados, otros llegaban a vivir, pero quedaban con las ramas podadas y presentaban mal aspecto y no llegaban a tener sus copas la figura natural del follaje de los árboles.

Al mismo tiempo, Toscanelli plantaba toda clase de coníferas de rápido crecimiento, muy espaciadas; hacía boscajes espesos de enebros y sabinas, y ponía tejos, para luego recortarlos y darles formas caprichosas, cónicas, esféricas y piramidales.

La gente de Roccanera iba con frecuencia a contemplar, de lejos, las extravagancias del Inglés y a reírse. Le tenían por un loco, por un hombre absurdo, que no sabía lo que se hacía.

Al tercer año aquello cambió. El palacio, con sus dos torrecillas, sus veletas y sus balcones antiguos y sus enredaderas, no parecía ostentoso, ni tenía el aire antipático de los edificios recién construidos.

El barranco próximo a la Punta Rosa se llenó de árboles; apareció un camino al borde del acantilado, con una escalera tallada en piedra, para subir a la Batería de las Damas.

Al cuarto año, el Inglés y Toscanelli quisieron arreglar a su gusto las guirnaldas de piedras que aparecían en el mar formando los arrecifes de la Punta Rosa.

Era aquél como un pequeño archipiélago de islotes volcánicos esparcidos por el mar. Había rocas negras, rojas, amarillentas, blancas, esponjosas, con agujeros, secas como la piedra pómez. Muchas tenían figuras de hongos; otras, estrechas y afiladas, parecían hojas de cuchillo; algunas, extrañas y dentelladas, recordaban vagamente animales fantásticos.

Alejado de estos rosarios de piedra, había un peñón amarillento, más grande, con la silueta de un león en reposo.

Podía encontrarse con un poco de imaginación en aquellas piedras toda clase de monstruos y de quimeras; desde los pterodáctilos prehistóricos hasta los dragones, los centauros y las sirenas.

—Pondremos en medio de este Laberinto unas piedras blancas —dijo Toscanelli—, porque en algunas partes abunda demasiado la roca negra, y esto da al conjunto un carácter un poco siniestro.

Toscanelli indicó que muchas rocas pequeñas sobraban y distraían la vista, y mandó hacerlas volar con pólvora. En otras partes parecían faltar y las echaron sobre el fondo del mar aplacerado y de poca profundidad. En algunos sitios rompieron las peñas e hicieron canales de dos o tres metros de ancho, para dar a todo el conjunto del Laberinto un aire más regular.

En el centro de estos rosarios de pedriscos había una roca con cierto aspecto de un altar o de un torreón. Decidieron agrandarla y abrirle huecos que, llenos de tierra, sirvieron para plantar cipreses, laureles y mirtos.

En medio del islote central se construyó un templete de mármol blanco y alrededor se labró una escalera tallada en la roca.

Cuando llegaron a agarrar los cipreses y los mirtos en aquel pequeño islote, producía un efecto fantástico entre las rocas y el azul del mar, el mármol brillante del templete y el verde siniestro de los cipreses.

En algunos puntos, cerca de la roca del León, había una hoya profunda en el mar, y a ciertas horas del día, cuando no se movían las olas y daba el sol oblicuamente, se veía el agua a una enorme profundidad, lo que hacía la impresión de que se estaba suspendido sobre un gran abismo y de que se podía caer al fondo.

—Ahora aquí nos falta una cueva —dijo Toscanelli.

—La haremos —contestó el Inglés—. Diga usted dónde.

Enfrente del Laberinto, en el acantilado de la Punta Rosa, había una gran muralla, cortada a pico, que parecía una ruina. Toscanelli vio que tenía una grieta y mandó ensancharla hasta convertirla en una gruta de diez o doce metros de profundidad.

En medio de la gruta, sobre un pedestal, puso un tritón de piedra, con sus largas barbas, tocando una caracola, inspirado indudablemente en una fuente de Roma esculpida por el Bernini.

Toscanelli hizo también que un obrero de Carrara tallase toscamente algunas rocas a martillazos, dándoles a las esquinas formas vagas de figuras monstruosas, de águilas, de cocodrilos y de quimeras.

En las oquedades de estas piedras, el Inglés mandaba echar tierra y ponía plantas de flores; consiguió también que arraigaran algas de color vario; sobre todo de actineas rojas, que daban a algunas peñas y a la gruta un aire maravilloso.

Las rocas, con sus fantásticas figuras de animales; el islote central, con sus cipreses; la pared del acantilado, con su gruta; los colores de las algas, allí extraordinarios; todo daba a este sitio un aire de magia y de misterio. Al anochecer, y desde el mar, al que se acercaba en alguna lancha, le imponía y llegaba a producir miedo.

Desde entonces a la casa del Inglés se le llamó la casa del Laberinto, considerando el Laberinto como lo más saliente y característico de la finca.

El parque tenía rincones admirables. El arroyo ancho, que venía desde el monte cruzando una rambla de piedras blancas y redondas, y que llevaba un agua verde como el agua que viene de las montañas, entraba en la finca por un canal abovedado. Atravesaba luego el barranco por una hoz de rocas caóticas, recorría praderas formando meandros, alimentaba el estanque próximo al bosque del Desierto de Cipreses, caía luego en la cascada, donde se multiplicaban los saltos de agua por medio de graderías, volvía a formar otro estanque y salía después a regar las tierras de labor.

Cerca de la casa, al Mediodía, la terraza magnífica, con su logia con estatuas y sus enormes jarrones de piedra, dominaba el jardín, al cual se bajaba por dos escalinatas.

En esta logia, Toscanelli había puesto una celosía de enredaderas, y de trecho en trecho esta celosía presentaba una abertura oval, para contemplar como dentro de un marco, de una manera aislada, una parte del paisaje.

Había en el jardín petunias, peonías, begonias, heliotropos y hortensias de flor azul consteladas de blanco en grandes macizos. Por todas partes avanzaban reptando la viña virgen, las clemátides, la ampelosis, la bignonia grandiflora y el poligonum.

Hacia el mar se alargaba una tapia baja, protegida en algunas partes por tamarindos y laureles y una verja de hierro de gusto clásico, con una puerta con escalones y un desembarcadero.

En la Batería de las Damas había brotado de nuevo la Fuente del Amor. Toscanelli trazó allí un jardín de salvias rojas, puso un banco y sembró varias glicinas para cubrir de verde las paredes.

Desde el jardín se subía a la Batería de las Damas por un camino en cuesta labrado en la roca, con varias escaleras de piedra; luego, se pasaba por un túnel en cuya puerta ojival podía leerse en letras góticas: AVE MARÍA. Dentro, en la oscuridad del corredor, una lámpara de aceite iluminaba un crucifijo. Al salir de las tinieblas del paso subterráneo a la terraza llena de sol, se quedaba uno deslumbrado.

El Inglés había colocado en las esquinas de este mirador cuatro cañones viejos, de bronce verde, y cuatro pirámides de bombas redondas.

Desde la Batería de las Damas bajaba una escalera con su barandilla de hierro a un camino, que, serpenteando, llegaba hasta la playa del otro lado de la Punta Rosa, llamada la Playa de la Arena.

La Batería de las Damas, sobre el alto acantilado de roca, con los intersticios y oquedades llenos de maleza y sus cuatro cañones, tenía, sobre todo desde el mar, un aire romántico, de fortaleza de la Edad Media.

La gente de Roccanera quedó sorprendida al notar, de pronto, que había un plan en las obras del Inglés, y al comprobarlo, la mayoría se incomodó y se indignó.

Se habló de la imprudencia de los marqueses al vender a un extranjero una propiedad tan grande; se añadió que los cañones de la Batería de las Damas podían disparar sobre el pueblo y se recordó que el Inglés había cambiado el sitio de la ermita del Salvatore, para lo cual no tenía derecho.

Todo el mundo se colocó en una actitud de protesta contra el advenedizo.

A los siete u ocho años se pudo notar que el parque del Laberinto iba adquiriendo proporciones admirables. Ya los árboles que habían tomado el terreno no parecían recortados, sino que, llenos de hojas y de ramas, tenían sus formas naturales. Los puntos de vista estaban estudiados y realzados como en un teatro.

Toscanelli había sacado todo el partido posible de los vallecitos, de las rinconadas, de las peñas; había agrupado los árboles, teniendo en cuenta su forma y su color, pensando, sin duda, en su silueta y en el tono de su follaje; había conservado todos los puntos de vista mejores, dándoles más valor.

Alrededor de la larga tapia de la finca iban creciendo los tamarindos, los pinos, los eucaliptos y los castaños de Indias.

No se podía ver desde fuera del palacio; únicamente se divisaba desde el mar. El parque tenía perspectivas completamente distintas y varias.

Desde el Belvedere de la Punta Rosa se dominaban todos sus aspectos.

Cerca del antiguo claustro del Desierto el paisaje era melancólico y fantástico. La laguna brillaba como una pupila triste y lánguida, reflejando los cipreses negros, sombríos y perfilados, y las masas de follaje claro de los álamos.

En el barranco de la Punta Rosa, con sus peñascos rojos, sus almendros y sus grandes adelfas y chumberas, la Naturaleza tenía un aire de violencia y de vigor meridional.

La Batería de las Damas se bañaba en la tranquilidad y en la serenidad del aire y del mar; en el jardín próximo a la escalinata descansaba la mirada ante algo civilizado, culto y tranquilo; y hundiendo la vista en el Laberinto, se imponía en el espíritu la fantasía extraña y pintoresca de aquellos escollos, presididos por la peña del Altar y vigilados por la roca del León en reposo.

La acumulación de tantos detalles; el aspecto, vario y diverso, de cada parte, daban a todo el paisaje, formado por trozos tan distintos, un aire de cuadro antiguo.

Toscanelli, siempre que iba, estudiaba su parque con atención y pensaba en lo que se podría añadir y quitar en él.

El Inglés marchaba todos los años a los Estados Unidos y volvía por la primavera, cada vez más entusiasmado con su finca.

Toscanelli le dio instrucciones de cómo debía distribuir la casa y de los muebles que debía comprar.

El Inglés adquirió muebles magníficos, cuadros antiguos y una biblioteca de treinta mil volúmenes, en la que abundaban los libros de geografía, de historia y de viajes. La biblioteca se instalaría en una sala del piso bajo, con una galería circular y una escalera interior para salir al primer piso, y tendría en el techo pintado el cielo que se veía desde Roccanera, con las constelaciones y las estrellas doradas, copiado y adaptado de un atlas antiguo.

Sobre los armarios habría estatuas, esferas y globos armilares, y en las paredes, entre armario y armario, mapas pintados en relieve, con el mar azul lleno de delfines, surcado por carabelas y galeones. Se compró también un magnífico órgano, que se colocó en un salón. El Inglés recibía constantemente cajas y fardos y los metía, sin desembalarlos, en el piso bajo de su casa. Mientras tanto, él vivía en la granja, modestamente, y esperaba tener todo el mobiliario completo para instalarlo.

A veces pasaba una semana o dos fuera, y volvía con sus compras.

Por entonces mucha gente de Roccanera comenzó a tomar la costumbre de visitar la finca y de llevar a ella a los forasteros.

Hacían observaciones al dueño, que a él le parecían tan absurdas, que contestaba encogiéndose de hombros.

Una de las cosas que más le gustaba enseñar al Inglés era el Laberinto. Invitaba a sus huéspedes a entrar en una canoa, negra y estrecha, y los paseaba por los canales y les mostraba las siluetas extrañas de las rocas y les hacía subir al islote central, con sus cipreses y su templete de mármol, y a la gruta misteriosa, en donde el tritón de piedra inflaba sus carrillos tocando la caracola.

El Inglés aseguraba que aquello lo había encontrado, poco más o menos, así como estaba al llegar él a la finca.

Toscanelli había dado nombres a las rocas: el León en reposo, la Quimera, el Águila, el Guerrero, la roca del Altar… A la pared de la Punta Rosa le había llamado el Muro de las Gorgonas. Todos los visitantes quedaban maravillados.

El noveno año de estancia allí el Inglés decidió marchar a América, liquidar su fortuna y quedarse a vivir definitivamente en la casa del Laberinto.

—Por si acaso me muriera —dijo a Toscanelli en broma; él pensaba que era inmortal—, dejaré una cantidad en un banco, para que, con los réditos, se siga arreglando mi parque.

El Inglés no volvió. Durante muchos años apareció el señor Toscanelli a dar un vistazo al parque del Laberinto, y luego le sustituyó en la visita un yerno suyo.

Se dijo que el jardinero, ya muy anciano, al contemplar el parque por última vez, exclamó con lágrimas en los ojos:

—¡Qué cosa más bella! ¡Es mi obra maestra!

Al parecer, el Inglés murió en América. Su sueño había sido descansar en aquella magnífica finca, respirando el aire embalsamado de su parque y el olor acre de las brisas marinas.

Probablemente fue más feliz, porque se murió; con seguridad, en su palacio y en su parque, a pesar de las rocas, de los paisajes y de las brisas marinas, se hubiera aburrido, hubiera notado su vacío interior, que es privativo de todos los hombres; hubiera tenido, como comerciante, la nostalgia de sus negocios, de sus minas, de las barracas sucias, de las luchas por el ansia áspera de ganar.

Los momentos más felices de su vida fueron aquellos en que soñó ver acabado su hermoso palacio, mientras vigilaba las obras, paseándose, con la pipa en la boca; los mejores instantes, aquellos en que vivió en plena ilusión.