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Los trabajos de Toscanelli

Un par de semanas más tarde, comenzó a hablarse en el pueblo de las gestiones que se hacían con la familia de Roccanera, para comprar todos los terrenos próximos a la Punta Rosa.

Se dijo que estos terrenos le costaban al Inglés cerca de un millón de liras, y que iba a dividirlos en dos partes: una, para granja de labor, y la otra, para finca de recreo.

En el lote entraban todas las granjas de los Roccaneras de por aquellos contornos, el antiguo convento abandonado con su claustro románico y su bosque de cipreses, el pinar, la Punta Rosa, y la casa Bella Vista, del comerciante enriquecido en América.

Se verificó la compra, y unas semanas después se presentó Toscanelli, llamado por el nuevo propietario.

—Todo está adquirido —le dijo éste—; puede usted empezar sus proyectos.

—¿El barranco?…

—Está comprado.

—¿La Batería de las Damas?

—Comprada.

—¿El claustro y el bosque de cipreses?

—Comprados también.

—¿Y las rocas?

—Ésas parece que no se pueden adquirir, porque pertenecen a La Marina; pero, para los efectos de disponer de ellas, como si fueran nuestras. Están hechas todas las gestiones.

—Así, que yo puedo empezar mis trabajos para planear los jardines…

—Cuando usted quiera.

—Quedamos en dividir la finca en dos partes: la que está en la parte llana la dejaremos como tierra de labor, y la zona accidentada y pintoresca, el antiguo convento con su bosque de cipreses, el pinar, el barranco y la Punta Rosa, la reservaremos para la finca de recreo.

—Me parece muy bien.

—Haremos un parque romántico y varios jardines geométricos.

—Lo que a usted le parezca más propio, amigo Toscanelli; tengo completa confianza en usted.

—Creo que hay lugar para todo. Ahora, un jardín clásico como los de las grandes villas italianas, un Pincio de Roma, o una villa Adriana, un Boboli como el de Florencia, no se pueden hacer.

—¿Por qué?

—Porque son jardines museos; y no hay estatuas de Miguel Ángel a la vuelta de una esquina; así, que nos decidiremos por una solución mixta: parque romántico, donde la Naturaleza es accidentada y pintoresca; jardines geométricos, cerca de la casa.

Toscanelli paseó varios días por los terrenos comprados por el Inglés; hizo muchos apuntes a la acuarela, y dijo al propietario que, transcurridas algunas semanas, volvería con los planos definitivos de los parques y jardines. El Inglés, en tanto, pidió a Nueva York, por telégrafo, un proyecto para un palacio e inmediatamente se lo mandaron.

Cuando, a las cuatro o cinco semanas, apareció Toscanelli con la cartera llena de dibujos, el Inglés le dijo triunfante:

—Ahí tiene usted los planos del palacio que voy a construir.

El jardinero italiano miró los planos, uno por uno, y no pareció entusiasmarse gran cosa.

—¿Qué le parece a usted? —le preguntó el Inglés, impaciente, al ver su frialdad.

—Vaya usted despacio —le dijo Toscanelli—. En este proyecto, por lo que veo a primera vista, hay cosas que están bien para aquí, otras que no lo están tanto y hay algunos verdaderos disparates.

—¡Hombre, disparates! ¡Los mejores arquitectos de Nueva York! Eso me parece difícil.

—Yo creo que el ideal de la arquitectura —replicó fríamente el italiano— es construir con arreglo a la naturaleza de cada país. Antes de empezar, hay que saber bien lo que se hace. Así, por ejemplo, estas dos torres que pone el arquitecto americano a su casa son excesivas. Yo creo que sería mejor reducirlas y darles las proporciones que tienen las que hay en el país.

El Inglés comenzó por negarse, y habló de la rutina y de la incomprensión de la vieja Europa.

—Tiene usted que tener en cuenta, para juzgar bien de la cuestión —repuso Toscanelli— que ésta es una tierra volcánica, propensa a terremotos.

—Eso ya lo sé.

—Un geólogo de Viena ha demostrado que la mayoría de los temblores de tierra de Calabria tienen sus epicentros en un vasto arco de círculo, cuya parte central son las islas de Lípari, y que la acción del Etna y del Vesubio llega hasta aquí; así que, al primer movimiento de tierra un poco fuerte, esas gallardas torrecillas de su arquitecto americano es posible que se cuartearan, si es que no se venían abajo.

—¡Diablo!; tiene usted razón —exclamó el Inglés—; no había pensado en esto; ¿pero cómo no se les había ocurrido esta idea a aquellos asnos?

—¡Qué quiere usted! No conocen el terreno. Así se hace la arquitectura hoy. Una arquitectura industrial. Un proyecto ideado en París, en Berlín o en Nueva York se quiere que sirva lo mismo para la Groenlandia que para el Senegal. Así va ello.

El Inglés reflexionó largamente; pensó que quizá había hecho una pifia, y encargó de todo ello a Toscanelli.

—¿Esto lo quiere usted hacer de prisa, y a todo gasto, o despacio y más económicamente? —preguntó el italiano.

—De prisa y a todo gasto. Es uno viejo ya para esperar.

—Bueno; entonces yo haré que modifiquen estos planos y empezaremos en seguida.

Toscanelli trajo un maestro de obras de Nápoles; reunió a doscientos obreros, que unos fueron a vivir a la antigua granja y otros hicieron unas barracas para ellos.

Cuando Toscanelli mostró los planos del parque y los jardines y varias acuarelas de conjunto de la propiedad, el Inglés se entusiasmó.

Toscanelli había aprovechado con gran habilidad todos los elementos decorativos que daba el terreno para sus jardines románticos.

—Quiero darles un carácter mixto —dijo el italiano—; algo que recuerde a Salvador Rosa, con detalles a lo Bosco y a lo Patinir.

A los tres o cuatro meses de comenzar los trabajos, Toscanelli indicó al Inglés:

—Ahora, lo que podría usted hacer sería encargar por los pueblos que le comprasen balcones de hierro forjado, veletas, rejas, puertas antiguas y traerlas aquí.

—¡Encargar! No; lo haré yo mismo —dijo el Inglés—; mi padre compraba y vendía hierro viejo, y yo de chico no he hecho otra cosa.

—¿De verdad?

—Sí, sí.

Fue aquélla una época magnífica para el Inglés. Anduvo por los pueblos de la Italia del Sur comprando antigüedades, hierros y muebles viejos, y mandando sus adquisiciones en carros o en lanchones a Roccanera.

Al mismo tiempo, Toscanelli se agenció una porción de estatuas por intermedio de un marmolista del pueblo, Segismundo Venosa, padre de don Filiberto. Venosa sabía dónde se guardaban esculturas de valor, aunque no de arte clásico, y él las proporcionó, ganándose una comisión. Muchas obras de los discípulos del Bernini, de Algardi, y de Borromini, que habían pertenecido a villas destruidas de la Calabria, fueron a parar al Laberinto.

El maestro de obras comenzó los trabajos; tiró la granja antigua y varias casuchas pequeñas y con el pretexto de restaurar la ermita del Salvatore, entonces abandonada, la reconstruyó quinientos metros distante del sitio de donde estaba, fuera del perímetro de la finca. La ermita la hizo con las proporciones de la antigua; se le puso un atrio cubierto, sostenido por columnas, y en el fondo, un arco con una reja, a través de la cual se veía la capilla.

El Inglés, por si alguien protestaba del traslado de la ermita, obtuvo el permiso del obispo y regaló además para ella algunas imágenes antiguas, que había comprado y no le gustaban.

Al principiar las obras, los alrededores de Punta Rosa tomaron un aire cómico y grotesco. Parecía aquello las proximidades de alguna mina con sus escombreras.

La gente del pueblo comenzó a reírse del Inglés, de Toscanelli y de sus proyectos.

El viejo millonario dirigía él mismo los trabajos, sobre todo cuando faltaba el maestro de obras.

Solía estar entre los obreros, en mangas de camisa, con su sombrero de paja, alpargatas y la pipa en la boca. A él no le engañaban. Al obrero que no cumplía, le daba el portante y all right. El viejo era duro para todo el mundo.

Tenía muy poca estimación por los italianos y los trataba con aspereza; le parecían gentes bufonescas, muy inclinadas a la sorna, y aseguraba que de él no se habían de reír.

Al guardián de la antigua granja, Tonio, a quien pidió que siguiera en el mismo empleo, y a algunos otros hombres serios, los trataba con consideración.

Le gustaba al viejo ver cómo construían su casa. La iban haciendo muy grande, de piedra y con varias terrazas.

Al ver que el Inglés, por consejo de Toscanelli, levantaba una casa nueva que parecía vieja, toda la gente del pueblo lo tomó a broma y se echó a reír.

Las adquisiciones del Inglés, de hierros y de otros materiales de construcción; las compras de Toscanelli, de estatuas, de adornos de piedras y jarrones fueron ocupando su sitio. Aquí aparecía un leoncito, con cara de persona y melenas de perro de aguas; allá, una esfinge, un tritón o un hermes. Algunos leones de bronce, con una bola de mármol blanco en la garra, se veían sobre pedestales a la entrada de los futuros jardines.

Todas la compras de Toscanelli eran obras de arte barroco. No tenía la pretensión de llevar estatuas clásicas; por otra parte, estas estatuas barrocas eran las preferidas por Toscanelli, que tenía por el Bernini y sus discípulos una gran admiración.

El pueblo aseguró que todo aquello era una locura, que no podía acabar bien. Durante mucho tiempo el terreno próximo a la Punta Rosa tuvo un aire tan destartalado, tan feo, con sus agujeros, sus enormes trincheras, sus zanjas, sus montones de tierra y de escombros, sus estacas, sus árboles sostenidos por palos, cuerdas y alambres, que parecía imposible que pudiera arreglarse nunca. La gente de Roccanera llegó a creer que el Inglés y Toscanelli estaban locos.

Los carros iban y venían; de vez en cuando se hacían sallar rocas con pólvora y los agujeros hechos se llenaban de tierra y de arena y se ponían en ellos árboles o arbustos.

Toscanelli proyectó varios jardines y un gran parque al socaire de la Punta Rosa. El claustro románico, con su pequeño bosque de cipreses, y el pinar quedaron intactos.

Delante de la casa había una gran terraza, con una logia, con sus arcos y columnas, y dos escalinatas que bajaban a un jardín de flores con macizos geométricos y un estanque poligonal en medio.

Era el jardín geométrico un jardín clásico, con un aire más de salón que de otra cosa; un jardín para calificarlo como Plinio el Joven califica elogiosamente otro visto por él, al que llama Opus urbanissimum, obra muy urbana.

En este jardín, los pinos en las alturas próximas limita rían y cerrarían las perspectivas, los boscajes de mirtos y laureles formarían espesos muros; las avenidas, bordeadas de encinas, quedarían cubiertas por bóvedas de verdura; las calles, de setos vivos, dejarían rincones misteriosos, y entre ellos se destacaría la blancura de un mármol: un hermes, una sirena o una columna rota.

Cerca del mar, Toscanelli trazó jardines bordeados con mirtos, que tenían grupos de lilas, de adelfas o de lagerstroemias de flores rosas, y varios otros con macizos de hierba, redondos o cuadrados, y un jarrón en medio.

En las plazoletas, sembradas de hierba y rodeadas de árboles, había entre tronco y tronco guirnaldas, tejidas con enredaderas y rosales, que se llenaban en el buen tiempo de rosas de todos colores.

—Lo que quiero es que no se vea mi casa desde los alrededores —había dicho el Inglés.

—No se verá —afirmó el jardinero.

El Inglés iba tomando odio a los de Roccanera desde que sabía que el pueblo entero se burlaba de sus proyectos.