A una legua de Roccanera, hacia la punta del Sur, que se llamaba la Punta Rosa o Punta Rosamarina, estaba el Laberinto, una posesión que tenía fama por todos aquellos contornos.
Desde hacía mucho tiempo, desde la época de los árabes o de los normandos, había habido en esta Punta Rosa un baluarte hacia el lado del mar y una ermita antigua hacia el lado de tierra, la ermita del Salvatore.
En la Punta Rosa, y antes de que Garibaldi pasara triunfante por la Calabria, a un señor nacido en Roccanera enriquecido en América, se le ocurrió construir allí, en aquel apartamiento, una villa de recreo.
A este indiano le molestaba el prestigio y el aire feudal y latifundioso que conservaban aún los marqueses de Roccanera en el pueblo.
El indiano empezó a construir una villa, a la que llamó Bella Vista.
El hombre llegado de América se cansó pronto de su Bella Vista. Los obreros de Roccanera no querían ir a trabajar tan lejos; los materiales resultaban caros por los transportes, y, para mayor escarnio, de cuando en cuando, se presentaba en Bella Vista, aún no concluida, un emisario de algún capitán de bandidos, imitador de Fra Diavolo o de Gasparoni, y exigía dinero para continuar las obras.
El comerciante enriquecido en América se hartó, dejó su Bella Vista sin amueblar y se marchó a vivir a Palermo.
Unos años después, ocho o diez, se presentó en Roccanera un señor viejo, con un sombrero de paja y unos dientes de oro, y al enterarse de que había en la Punta Rosa una villa en venta, fue a verla, y al retornar al pueblo preguntó su precio.
El carnicero, el señor Nettuno padre, encargado de la venta por el propietario, le dijo que el dueño pedía por Bella Vista sesenta mil liras, pero que la daría mucho más barata.
El hombre del sombrero de paja y los dientes de oro contestó que volvería y daría la contestación. El señor Nettuno padre, a medida que vio que el hombre del sombrero de paja y los dientes de oro decidía marcharse, fue rebajando el precio de la casa, hasta ofrecerla en veinte mil liras, pero el viajero no se decidió a comprarla.
Unos meses después se presentó el mismo señor, acompañado de otro de barba blanca y melenas que hablaba correctamente el italiano.
La noticia de que había venido el viejo del sombrero de paja y de los dientes de oro corrió por todo el pueblo. Aunque aquel señor venía de América, en donde estaba naturalizado, todo el mundo le llamó el Inglés.
Un tabernero del pueblo, que había pasado varios años en Méjico, dijo que a los tipos como el hombre del sombrero de paja y los dientes de oro, se les llamaba en América los gringos. Algunos le dijeron así, pero el pueblo entero optó por llamarle el Inglés.
El Inglés era un hombre pequeño, rojo, chato, de bigote corto, con la cabeza grande. Debía haber sido rubio en su juventud, pero ya estaba cano. Tenía un aire de bulldog, frecuente entre los ingleses.
No se sabía quién era aquel hombre; probablemente alguna cosa mala, pensaron en su fuero interno la mayoría de los habitantes de Roccanera.
El que acompañaba al Inglés era italiano; se llamaba Pedro Toscanelli, y había sido jardinero de fama en Nueva York.
El Inglés y el señor Toscanelli fueron a ver Bella Vista. Esta villa era una construcción un poco petulante y aparatosa, que el tiempo y el aire del mar habían dejado harapienta y sucia. Alrededor tenía una tapia roja con unos jarrones, y una entrada, con una escalinata de mampostería, adornada con piedras redondas de la playa.
Un capataz de una finca próxima, propiedad de los marqueses de Roccanera, tenía la llave de Bella Vista, y les mostró a los dos señores la casa por dentro y el terreno que le pertenecía, que era pequeño y estaba sobre una cantera.
—Esto no vale nada —dijo Toscanelli—; la construcción es pobre y el terreno pequeño. Aquí no se podría hacer un jardín mediano.
—¿Por qué?
—Porque no hay espacio. Por otra parte, el viento atacará esto de una manera terrible; el sitio, además, es sombrío y solitario.
—Pues a mí el sitio me gusta —dijo el Inglés—; me encanta la soledad, el mirar el mar, el no tener vecinos indiscretos.
—Sí, eso gusta un momento.
—A mí me gusta siempre.
—Sin embargo, la soledad es aburrida a la larga.
—Para mí, no.
—Es posible que usted sea una excepción.
—Luego el clima, por lo que me han dicho, es delicioso.
—Sí; tiene fama de ser un clima dulce.
—Me gustaría mucho tener una casa en esta costa, entre la playa y el monte. Comprando más terreno, ¿no se podría hacer aquí una finca de recreo?
Toscanelli contempló con atención aquellos lugares, extendidos entre la montaña y la costa.
—Gastando mucho dinero —dijo— se podría hacer aquí algo hermoso, no cabe duda; pero habría que tomar una gran extensión de terreno. Esto, en pequeño, no creo que valga la pena; en grande le costaría a usted una fortuna.
—¿Cómo cuánto cree usted?
—No sé; pero, de todas maneras, mucho. Necesitaría usted abarcar lo menos dos o tres kilómetros de costa para hacer algo completo.
—¿Tanto cree usted?
—Sí, y otros dos o tres kilómetros de profundidad.
—Y entonces, ¿se podría hacer algo bien?
—Sí; tomando este promontorio entero; luego, el barranco que está detrás, y gran parte del llano, se podría hacer una posesión magnífica.
—Ahí se podría usted lucir haciendo grandes jardines.
—Ahí, claro, se podría hacer lo que se quisiera; pero no hay que soñar.
—¿Por qué ha de ser soñar?
—Estos terrenos no están para vender. Como ve usted, hay ahí una alquería y varias casas pequeñas de labradores.
—Pregunte usted a este hombre de quién son todos esos terrenos.
Toscanelli hizo la pregunta al guardián de la finca.
—Todo esto es del marqués de Roccanera —contestó el guardián.
—¿Ese señor vive en el pueblo?
—Sí; tiene en él un palacio.
Toscanelli tradujo la contestación, y el Inglés dijo:
—Sí, sí, lo he entendido, ahora, amigo Toscanelli, dígame usted qué límites debería tener la posesión para ser algo acabado y completo.
—Es difícil decirlo así, a primera vista —replicó el italiano—; habría que verlo bien.
Los dos viejos y el guardián recorrieron los alrededores de la Punta Rosa, y Toscanelli fijó aproximadamente los límites, todavía imaginarios, que debía tener la finca.
Cerca de la Punta Rosa había un gran barranco, por cuyo fondo pasaba un arroyo.
Era aquél un lugar salvaje, romántico, de una naturaleza atormentada, con las entrañas abiertas por las convulsiones volcánicas. En algunas partes casi se cerraba y se tenía la impresión de estar metido en una caldera.
Este barranco, roído por el agua del arroyo, parecía por un lado un enorme castillo cóncavo y desde lejos se creían ver en él columnas, aspilleras y ventanas. Las torrenteras dejaban al descubierto las rocas vivas, grises, rojas y blancas, con una delgada capa vegetal. Algunos árboles, al borde del abismo mostraban el entrecruzamiento de las raíces, como serpientes enroscadas y en las paredes brillaban las vetas de las rocas y los líquenes de todos colores.
Encima, en un terreno ya menos quebrado, aparecían los bosques de castaños y de pinos.
A poca distancia de este barranco, retorcido y de aire convulso, se abría un vallecito idílico y en él un convento arruinado, del que no quedaban más que unas paredes con hiedras, una torre con su campana y un pequeño claustro románico. Este claustro era un cementerio antiguo, en el que todavía quedaban algunas tumbas, varias lápidas sepulcrales, una cruz de piedra en el centro y los tradicionales asfodelos del culto de los muertos.
—Antiguamente —dijo el guardián— a este convento, llamado el Desierto de los Cipreses, se hallaban agregadas varias ermitas, donde los solitarios y los frailes se dedicaban a hacer vida contemplativa. Se cuenta por aquí que el último fraile que vivió en este convento fue un hermano menor que se llamaba Elías, y era un entusiasta de San Francisco. Este fray Elías vivía solo, como un anacoreta, y cuando tenía pan se lo daba a los pájaros. Era ya muy viejo y estaba siempre abandonado y sucio y solía venir a rezar al cementerio. Dicen que una mañana lo encontraron muerto sobre la hierba, vestido con una túnica blanca, limpia, rodeado de flores; que las golondrinas revoloteaban sobre él como velando su cadáver, y que la campana tocaba sola; por eso se aseguró que había muerto en olor de santidad.
Al oír esto el Inglés gruñó, sin decir nada, y Toscanelli le miró sonriente.
Delante del pequeño camposanto había un bosque oscuro, tupido, con calles de mirtos espesos y un grupo de cipreses centenarios, altísimos. Este bosquecillo tenía un aire misterioso y, para darle más misterio, cerca se formaba una laguna pantanosa, a la que alimentaba un arroyo llegado del monte. En el invierno la laguna se extendía e inundaba con sus aguas las proximidades del claustro; en verano, la parte pantanosa se llenaba de espadañas y de grandes hierbas.
Aquel bosquecillo, próximo al cementerio, según algunos arqueólogos, había sido bosque sagrado durante la época romana, y diversos indicios permitían creer que lo había sido también en tiempos más remotos de tribus etruscas o itálicas, poco conocidas.
Sin duda, hay un instinto extraño en los pueblos para elegir los mismos sitios misteriosos y románticos y dedicarlos al culto de las divinidades tutelares.
—Este bosquecillo habría que tomarlo también —dijo el Inglés.
—Si lo venden… —replicó Toscanelli.
—Lo venderán.
—Y, naturalmente, con él el cementerio.
—Claro, con el cementerio.
—Nada; comprándolo todo, puede usted tener aquí algo como un pequeño estado de un príncipe o de un pirata de la Edad Media —dijo Toscanelli sonriendo.
—¿Cuánto cree usted que valdría una posesión así como la que hemos proyectado?
—Yo me figuro que comprar estas tierras, hacer un palacio y arreglarlo todo de manera conveniente, costaría probablemente más de un millón de liras, quizá dos.
—No es mucho —dijo el Inglés—; yo estaría dispuesto a gastar hasta un millón de dólares.
—¡Demonio! ¡Qué barbaridad! ¿Así, que va usted a intentar el comprar estos terrenos?
—Sí; pero será a condición de que me lo vendan todo; si no, no.
—Aquí la tierra debe ser muy cara.
—No me importa.
—Si es así… no hay objeción que hacer.
—Y las rocas de la costa, ¿se podrán comprar? —preguntó el Inglés.
—Creo que en propiedad, no; pero esto no le debe preocupar a usted. Nadie se acercará a las rocas a molestarle.
—Si compro todo esto, ¿usted vendrá a dirigirme el parque y los jardines, Toscanelli?
—Sí, sí, cuente usted conmigo.
—Pero yo quisiera que usted echara el resto. Yo no repararé en gastos.
—Muy bien; yo haré todo lo que pueda.
—La cuestión es que usted encuentre aquí condiciones para formar una posesión espléndida.
—Por lo que hemos visto, me parece que las hay; pero veámoslo todo.
Toscanelli y el Inglés avanzaron por la Punta Rosa, acompañados por el guardián.
Tenía la Punta Rosa en lo alto una meseta que parecía trazada artificialmente, defendida por trincheras naturales y en ella un Belvedere rústico.
Desde este Belvedere se dominaba todo el panorama cercano. Hacia el mar, en el extremo de la Punta Rosa, se divisaba el antiguo baluarte, con su torreón en ruinas; hacia el lado de tierra, el barranco atormentado y el bosque de cipreses con su cementerio.
—Vamos a ver el torreón de la Punta Rosa —dijo el Inglés.
Bajaron del Belvedere por un camino hasta aquella vieja hatería que, según dijo el guardián, se llamaba la Batería de las Damas. Tenía ésta una terraza cuadrada, de grandes losas rojas, y un pretil con almenas. Para entrar en ella se pasaba por una puerta gótica y por un estrecho pasadizo subterráneo.
—¡Admirable sitio! —exclamó Toscanelli al aparecer en la terraza.
—¡Maravilloso! —contestó el Inglés.
—Antes aquí, en este hoyo —dijo el guardián—, había una fuente, que se llamaba la Fuente del Amor, pero ahora está cegada.
—La haremos correr de nuevo —murmuró el Inglés.
Cuando Toscanelli se asomó al pretil de la Batería de las Damas quedó estupefacto.
—¡Qué extraño! —exclamó—. Mire usted.
El Inglés se asomó.
Se veía el mar azul espléndido, el cielo también azul, y abajo una guirnalda de escollos, unos grandes, otros pequeños, formando círculos; un hormiguero de peñascos, oscuros y rojos, como una nube de delfines desparramados en el mar, que se bañaran entre los meandros blancos de espuma.
—Es todo un laberinto —dijo Toscanelli—, ¡qué cosa más curiosa! Si hace usted aquí su posesión, este laberinto será una de sus grandes atracciones.
—Sí, esto es muy raro —afirmó el guardián—; pero a la gente no le gusta.
—¿Por qué?
—¡Qué sé yo! Lo tienen por un sitio peligroso, de mala fama.
El Inglés, enmudecido, miraba con admiración estas piedras negras y blancas, de forma fantástica, agrupadas en círculos como las cuentas de un rosario, y se juraba que todo aquello tenía que ser suyo.
A lo lejos, el promontorio lejano, la Punta del Caballo avanzaba en el mar con su gran ojiva negruzca por encima de las olas.
—Es indudable —dijo Toscanelli—; aquí se podría hacer una posesión maravillosa, magnífica.
—No acepto el «se podría hacer» —replicó el Inglés.
—No, ¿por qué?
—Porque yo digo: se hará, o, si le parece a usted mejor: la haremos.
—Muy bien; la haremos.