La casa aquella, el enorme palacio de los Roccanera, era una cosa extraña. En su parte baja se hallaba ocupada por almacenes y oficinas, por un banco y una sociedad de seguros que dirigía un judío. En el piso principal vivía el antiguo administrador don Filiberto Venosa que tenía una magnífica instalación y una gran cantidad de salones para sus estatuas y antigüedades.
Don Filiberto se dedicaba con igual fervor a la usura y a la arqueología. Como usurero no tenía corazón y era capaz de cobrarse el capital o los réditos en carne de persona o en manteca de chiquillo, pero en cambio como arqueólogo era un romántico, un sentimental.
Gastaba la mayor parte de su fortuna y los ingresos usurarios en hacer excavaciones y tenía un museo admirable de esculturas en varios salones y en una de las galerías del palacio. El trozo de mármol o de bronce clásico enternecía a don Filiberto y le hacía temblar las manos de emoción.
Don Filiberto sintió un profundo desprecio por Galardi al ver que a éste no se le ocurrió jamás entrar en la galería en donde tenía sus mejores estatuas y ponerse a contemplar alguna de ellas.
Era un zafio, un torpe, un marino inculto y bárbaro y don Filiberto le miró desde entonces con soberano desdén.
Galardi fue a visitar las propiedades de la marquesa. La gente del campo vivía mal, trabajando mucho, comiendo casi exclusivamente pan duro y negro con un poco de aceite y durmiendo en el suelo.
En las granjas, los capataces explotaban a los jornaleros, y a la sordidez del amo, se tenía que añadir la avaricia del capataz, pero ¡qué se le iba a hacer! Galardi creía que todo se repite y que nada varía de padres a hijos y de hijos a nietos. Probablemente creía también que nada debe variar.
Más agradable que visitar las granjas era para él ir a la Ribera y hablar con los pescadores. Con éstos fraternizaba por razón de oficio; ellos le preguntaban de dónde era, de qué mar y él explicaba lo que había visto en sus viajes por América y el Extremo Oriente.
Galardi se enteraba de la manera de funcionar de estas asociaciones curiosas de los pescadores para repartirse las ganancias y sortearse el sitio donde cada lancha tiene que pescar. Esta vida tan comunista le chocaba, pues él se sentía individualista rabioso.
No eran grandes marinos en Roccanera aunque a veces hacían viajes bastantes largos; no había pilotos ni marinos de altura. Tenían además una prudencia excesiva y al menor indicio de temporal ya no salían. Esto le parecía a Galardi una indignidad, una ofensa hecha a la profesión.
—¿Para qué vamos a salir? —le contestó un viejo pescador—. ¿Es que vamos a creer que somos más fuertes que el mar?
Los contrabandistas eran más osados y éstos sí eran capaces de afrontar las tempestades y los huracanes para hacer un alijo en la costa.
Galardi se sentaba con frecuencia en un viejo cañón que había en la Ribera, que el mar había echado en un temporal a la playa, y contemplaba al anochecer las lanchas que volvían con sus grandes cestas y nasas a popa hasta parar en los atracaderos.
Galardi conocía a los patronos y a los aduaneros, veía los chiquillos harapientos y desnudos que jugaban sobre las barcas y a veces iba de curioso a los bailes que daban los pescadores en las azoteas.
Hablaba muy mal el italiano pero como la gente empleaba más el dialecto que el idioma nacional, no se notaban mucho sus incorrecciones de pronunciación.
También le gustaba vagar por las callejuelas desiertas y ruinosas de Roccanera. A otro que no hubiese sido él, el sentirse solo en un pueblo desconocido le hubiera dado una impresión de melancolía, a Galardi no, ni el anochecer triste ni el amanecer alegre lo impresionaban.
En el mediodía y al lado del mar el crepúsculo de la tarde es tan rápido, el contraste tan brusco que la llegada de la noche sobrecoge y conturba el ánimo. La impresión es mayor cuando hay que dejar la campiña riente y entrar por una callejuela negra, sombría, mal iluminada.
El marino no tomaba en cuenta estas impresiones; le parecían miserias insignificantes. No le preocupaba tampoco el saber que al entrar en la callejuela de la ciudad ni a un lado ni a otro tenía una persona amiga.
Galardi era un vasco decidido y valiente.
El hombre veía a las viejas tostadas por el sol que componían sus harapos o hacían media delante de los portales; a los chiquillos, descalzos y negros, que se perseguían a pedradas desde las esquinas, y escuchaba el murmullo suave del mar en el fondo de una calleja…
Otro hubiera sentido el vacío que le hacían alrededor; pero Galardi, acostumbrado a la soledad del mar, no lo notaba, y si lo notaba, rechazaba la impresión como baja e insignificante.
La gente sonreía al mirarle; en todas partes le llamaban Excelencia; pero, cuando volvía las espaldas, le dirigían una mirada irónica y murmuraban:
—Es el amante de la padrona.
Galardi, sin darse cuenta de lo que se murmuraba de él, vivía tranquilo; paseaba por el muelle y por la playa; volvía al anochecer a su casa y a la luz de un quinqué leía unas páginas de las Odas de Horacio o la Guida Spirituale, del padre Molinos, donde aprendía un poco de italiano.
A veces se dedicaba a tocar la flauta, y tocaba siempre las mismas cosas, con lo que aburría probablemente a sus vecinos.