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La llegada

Galardi desembarcó en un puerto en donde hacía escala el vapor que salía de Nápoles, y en el carricoche de un carnicero llegó a Roccanera.

El carnicero, el señor Nettuno, hombre listo, a la media hora de conversación con el marino, sabía quién era éste y a qué iba al pueblo.

Podría haberle dado algún buen consejo; pero el señor Nettuno no daba nada sin su cuenta y razón.

A las dos horas o dos horas y media, al caer de la tarde, llegaron los dos delante de un parador, a la entrada de la ciudad, y el carnicero dijo a Galardi que sería mejor bajar en la puerta, pues el pavimento de Roccanera era bastante malo, y el coche iba dando tumbos.

Galardi dejó su maleta en el parador.

Cuando atravesó la puerta de San Juan y entró por una de las calles principales, que se llamaba, como en los pueblos vascos, calle del Medio, pensó encontrarse en una villa de su país; pero el sol ardiente, que aún doraba la parte alta de las casas; la suciedad, los grandes palacios, le convencieron de que se hallaba en otra parte. Los altares en las esquinas, con luces y flores, se lo indicaban también claramente.

Atravesó el forastero por la calle estrecha, con callejones trasversales a derecha e izquierda.

Las casas, oscuras y negras, algunas con torreones y miradores, parecían tocarse por los aleros, y el cielo se veía como una cinta azul, estrecha e irregular.

En varias rinconadas brillaba un farol, y su luz mortecina iluminaba un pequeño altar, o un nicho con una imagen y con algunos ramos de flores secas.

A un lado y a otro se abrían calles en cuesta, con escaleras, sotechados y pasadizos; algunas casas antiguas, medio arruinadas, con galerías y azoteas, avanzaban o retrocedían en la línea de la manzana, y al final de un callejón por un lado, se veía el cerro árido y seco del Castillo; por el otro, a través de una puerta, el barrio de La Marina, con sus casas sin alero, sus barcos y sus grandes redes, puestas a secar en los arenales. En las callejuelas altas, alguna vieja hacía media, sentada en un banco; en La Marina, los chiquillos, desnudos y negruzcos, jugaban en las barcas.

De las chimeneas de estas casas de los pescadores salían columnas de humo y venía un olor fuerte a pescado y a aceite frito.

El viajero estuvo contemplando aquellas casas antiguas, altas, decrépitas, torcidas, con ventanucos y balcones medio caídos y portales oscuros como cuevas y comparándolas con las de La Marina. Eran como dos clases de existencias frente a frente.

Al cabo de media hora Galardi llegaba a la plaza triste, empedrada con anchas losas de piedra volcánica entre cuyos intersticios crecían las hierbas y preguntaba a una vieja por el palacio de los Roccanera. La vieja le indicó otra plaza más extraviada. Allí estaba el palacio de la familia de la marquesa. Era grande, sombrío, imponente, con la fachada suntuosa llena de desconchaduras.

La puerta tenía un postigo abierto, Galardi pasó al zaguán, después a un gran patio con galerías en derredor.

Una muchacha le salió al encuentro y el marino le explicó quién era y a lo que iba. Entonces la muchacha le dijo que le siguiera y le condujo a la habitación del administrador de la marquesa, don Filiberto Venosa.

Pasaron primero una ancha escalera y después una galería, ocupada por estatuas magníficas de mármol.

Don Filiberto, hombre de cincuenta o sesenta años muy pálido, vestido de negro con el bigote pintado, se le apareció a Galardi como un espectro.

Don Filiberto le hizo pasar a un salón grande lleno de estatuas y le invitó a sentarse. Le dijo que se alegraba que viniera a sustituirle, pues quería ya retirarse del trabajo. Él le daría los datos y los libros de cuentas y tendría mucho gusto en servirle en cuanto necesitara.

Después el señor Venosa llamó a una vieja guardiana, la Marietta, y le encargó que preparara unas habitaciones para el nuevo administrador y le hiciera la comida.

El primer día, Galardi durmió en un salón colgado de cortinas de damasco y comió en un comedor muy grande con tres arañas de cristal en el techo, un aparador barroco con columnas salomónicas y racimos de uva tallados y varios cuadros oscuros. Galardi no tenía afición a las solemnidades y le pidió a la vieja guardiana que le llevara a algún cuarto alto donde no hubiera aquellas colgaduras polvorientas y aquellos cuadros negros que le molestaban.

En el palacio grande y solemne nada era cómodo ni agradable ni bonito. La comida, como la decoración, era más pomposa y complicada que suculenta. Galardi no era un gastrónomo ni mucho menos, pero estas complicaciones culinarias calabresas de mezclar la carne con el chocolate y el dulce con la ensalada no le gustaban.

—Yo prefiero una comida lo más sencilla posible —dijo a la vieja guardiana.

La Marietta prometió seguir sus indicaciones y Galardi, si no bien, se encontró viviendo pasablemente.