El barrio de La Marina era otro pueblo. Roccanera, como las antiguas ciudades griegas, tenía la villa alta y la baja, la Acrópolis y el puerto.
El barrio de La Marina, respaldado por la vieja muralla, lo formaban dos calles y unos cuantos callejones. Las casas de este barrio, blancas, rojas, azules, manchadas con los chafarrinones negros del agua de las lluvias, se destacaban entre pitas y chumberas verdes y grises.
Al pie de este barrio se extendía una ribera pedregosa, que servía de puerto, en donde solían verse encalladas y sujetas treinta o cuarenta lanchas pescadoras, laúdes y pailebotes de cabotaje amarrados a grandes postes.
A esta playa se le llamaba la Ribera de La Marina, y se decía la Playa de la Arena o la Playa Grande a otra, desierta, que estaba más allá de la Punta Rosa.
La Ribera de La Marina se hallaba a un metro de alto sobre el nivel del mar y tenía varios embarcaderos hechos de tablas.
La Ribera de La Marina era un bancal de arena, con piedras gruesas, en donde se amontonaban las algas. Servía de basurero al pueblo, así que, al lado de las conchas y de las estrellas de mar, se veían gatos muertos, cestas podridas, calabrotes, alambres y manojos de cañas que devolvía el mar envueltos en barro.
No olía siempre bien por allí, ni mucho menos.
A todo lo largo de la Ribera había barracas abiertas, pequeños astilleros, y se veían lanchones en esqueleto, que estaban construyendo, con las cuadernas al aire, y se oía el ruido de los martillos y de la sierra.
En la misma Ribera se extendían las redes para secar y componer, y se veía a las mujeres acurrucadas, con un pañuelo blanco en la cabeza, sobre los ojos para defenderse del sol, con la aguja y la lanzadera componiendo las mallas rotas.
En medio de la Ribera había una plaza, con un enlosado grande de piedra, en donde se hacía la subasta del pescado.
Las barcas de Roccanera tenían dos clases de nombres: o de divinidades paganas o de santos cristianos; había así Plutón, Proserpina, Ceres, Neptuno y, al mismo tiempo, la Ave María, la Stella Maris, la Purísima Concepción, San José, Santa Ana, etcétera.
La mayoría de estas lanchas de pesca solían llevar a popa un reflector de hoja de lata para meter dentro una luz y proyectarla en el mar y atraer a los peces, cosa prohibida, pero cuya prohibición nadie tenía en cuenta.
Llevaban también, como las antiguas embarcaciones griegas y romanas, una imagen de la divinidad, de algún santo o de la Virgen, la clásica tutela; casi siempre a popa. Todavía se veían muchas barcas pintadas, no sólo el casco, sino la vela, con figuras y letreros humorísticos.
En la Ribera había filas de postes clavados en el suelo para amarrar las barcas, poleas y cuerdas para subir las embarcaciones por la arena. Cuando éstas eran muy grandes, los pescadores hacían un caño o pequeño estero en la arena y empujaban entre varios.
Los barcos solían estar atados en fila con sus cadenas y sus cuerdas, con las velas puestas a secar.
Al amanecer, y también al anochecer, marchaban a la pesca, con las redes preparadas y con una serie de cestas, mangas, sepieras para los pulpos y otros aperos que empleaban para coger diversa clase de peces y moluscos.
La calle del barrio de La Marina que daba a la Ribera era muy animada; por todas partes había tinglados y almacenes para guardar redes, cestas y velas; sitios vastos y oscuros, de donde salía un olor a pescado y alquitrán. Había también algunas tabernas y fruterías y casas de comidas.
En el extremo del barrio se levantaba una ermita, la del Carmen, con una torre barroca, pintada de blanco, y un atrio desde donde se veía una imagen de la Virgen, que todos los años se sacaba en procesión.
De las casas de los marinos, enjalbegadas por dentro y por fuera, con las aristas de las esquinas abombadas a fuerza de cal, salía un enjambre de chiquillos y de mujeres morenas y atrevidas.
Había también en la Ribera, hacia los extremos, chozas de cañas y de paja, armadas con palos. En el mismo arenal, muy cerca del mar, se veían dos o tres huertas con su noria, y en ellas el riego abundante producía una vegetación verde y frondosa; en la playa, en algunas otras huertas, se sacaba el agua de pozos con un procedimiento tan primitivo como un palo largo que en un extremo tenía una piedra y en el otro un cubo.
La mayoría de las casas de los pescadores eran pequeñas; algunas tenían un corral con higueras y cañaverales, muy verdes, entre los que brillaban los altos girasoles.
La vida del barrio de La Marina era una vida comunista. Los habitantes de la barriada tenían en común, no sólo el trabajo sino las alegrías y las penas.
En esos pueblos o barrios de pescadores nadie se aísla; todos están acostumbrados a verse a cada paso. El puerto es la casa de todos; el mar, el campo de todos, y el enemigo, también de todos. Por la mañana y por la tarde, en Roccanera se les veía a los hombres de una barca reunidos alrededor de ella, hablando o contándose historias.
El marino no puede estar solo, como el labrador contemplando la Naturaleza; es locuaz, necesita un interlocutor; no tiene el egoísmo del hombre solitario, ni su inteligencia; no sabe ahorrar ni su dinero ni sus palabras. El marino es como el hombre del desierto, orgulloso y rectilíneo. El marino, más generoso que el hombre de tierra, más pródigo, menos comprensivo, a pesar de su aparente cosmopolitismo, es mucho más limitado de pensamiento. El mar esparce la semilla de la cultura; pero ésta germina en los valles, al pie de las montañas.
La Ribera de La Marina era el taller de toda la población pescadora; los carpinteros trabajaban al aire libre; unos, serraban y clavaban clavos con el mallo; otros, introducían con los formones tiras de estopa en las rendijas y en los agujeros del casco de un barco, metían tornillos y cubrían luego las composturas con una brocha untada en un cazo hirviente de alquitrán.
En la misma calle de La Marina trabajaban los que fabricaban cestas y canastas con mimbres, cuerdas y varas delgadas, y en unos corredores, formados con paredes de cañas, solían retorcer la cuerda los cordeleros, mientras un chico daba vueltas al carretel.
Al lado de los pescadores, carpinteros, calafateadores y cordeleros fraternizaban las mujeres, los chicos, los gatos, los perros, las gallinas y los gansos.
Por la mañana solía pasar por en medio de la Ribera un pastor, con sus ovejas y sus cabras, tan indiferente a los trabajos de los pescadores como si éstos fueran niños dedicados a los juegos sin importancia.
En la primavera, los días de pesca había gran animación en La Marina. A veces, en el invierno, cuando reinaban los grandes temporales, el barrio solía estar todo alborotado si faltaba alguna barca. En cambio, en el verano, en las horas de terrible calor, no se veía un alma por la Ribera, y los pescadores dormían aletargados dentro de las barcas a la sombra de las grandes velas, y llegaba del campo el chirrido agudo de los grillos y de las cigarras.
Por entonces todavía casi todos los marinos y pescadores de estos pueblos del Mediterráneo italiano usaban el gorro rojo. Las mujeres llevaban traje negro, mantones de color y pañuelos en la cabeza, claros.