Roccanera no tenía un barrio aristocrático separado; las casas ricas y las pobres estaban próximas, lo que había producido siempre en el pueblo cierta fraternidad ciudadana y popular.
La aristocracia allí, como en casi toda Italia, era asequible y no se desdeñaba de practicar el comercio, siguiendo en esto la tradición ilustrada por los Médicis. La mayoría de la gente rica de Roccanera no vivía en la ciudad más que por temporadas. Iban en la época de la cosecha a cobrar las rentas. La gente pobre tenía mal aspecto, aire de sucios y desharrapados; muchos parecían por su color enfermos de tercianas; los burgueses se mostraban un tanto suspicaces y desconfiados. Los pescadores eran los más alegres del pueblo, y en su barrio era donde se oían con más frecuencia cantos y guitarreo. Constantemente tocaban por allí los organillos.
Pocas novedades había en la pequeña ciudad. Todos los días, por la mañana y por la tarde, pasaba la diligencia, se detenía en un gran parador, dejaba algunos viajeros y un montón de papeles y cartas, en unos sacos de lona y en unas carteras de cuero, y después de vaciar su cargamento, seguía adelante entre nubes de polvo.
A veces fuera de las murallas, en un sitio encharcado y malsano, ponían su campamento, con sus carros con chimeneas y ventanas, algunos húngaros, y se oía el resoplido de los osos amordazados y se veían entre los caballos, escuálidos y llenos de mataduras, chiquillos descalzos, negruzcos y con greñas; hombres barbudos, de mirada viva, y viejas morenas, cubiertas de harapos.
Durante el invierno, muy corto, el pueblo estaba triste y sucio; en las calles altas, formadas por cuestas pedregosas, el agua corría en arroyos; en cambio, en las bajas se enfangaba en charcos malolientes.
En verano la vida, sobre todo por la tarde, era lánguida. En las horas en que el sol brillaba y el aire ardía, el movimiento se paralizaba; las calles estaban desiertas, el mar casi sin velas; sólo algunos carros pasaban por la carretera polvorienta.
El cielo azul no tenía una nube; el aire vibraba seco, caliente; en las calles abandonadas se sentía uno sorprendido por la mezcla de olores, buenos y malos; por el aroma de los jardines y el vaho de los estercoleros.
En la fonda, grande y espaciosa, a la entrada de un enorme zaguán, esperaba un coche destartalado, con unos caballos escuálidos.
Las puertas cocheras, pintadas de azul, estaban cerradas.
A las horas de sol, los vagos dormían en los barcos o en el escalón de un portal, con el sombrero destrozado encima de los ojos; un ambiente de silencio y de sopor reinaba en el pueblo; las campanas iban desgranando las horas una a una en esta pesada calma.
En la sombra de una calle el carrero sacaba sus ruedas al arroyo, el guarnicionero llenaba sus colleras, de lana sin lavar, el vendedor de granos se paseaba entre sus sacos y sus capachos, con las manos a la espalda.
En la espartería hacían espuertas y serones, el zapatero claveteaba sus suelas, en el escaparate de la confitería se oían zumbar las moscas en los papeles de dulces y de las tortas de miel.
Al anochecer, después de la impresión pasajera de reflujo de vida que se siente al retirarse el sol, cuando su luz deja de dorar una torre o el esquinazo de una calle, despertaba el pueblo de su letargo y comenzaba la animación.
Salían de los portales enjambres de chiquillos y mujeres desgreñadas y sudorosas, se entablaban conversaciones, sonaban, sobre todo en La Marina, guitarras y organillos; comenzaban a brillar las luces en las casas y las estrellas en lo alto, y las calles se llenaban de gente y de una vida alegre, tumultuosa y bullanguera.
Llegaban los carros del campo con hierba fresca, y mujeres y hombres venían con fardos de ramaje para quemar, que traían del monte.
Cuando en julio o agosto soplaba el viento de África, el pueblo entero parecía muerto. El sol caía de plano, dando al paisaje un color gris, casi de ceniza; los olivos y las viñas se cubrían de arena fina; no se veía un alma por las calles de Roccanera, y las ventanas y las persianas estaban cerradas; las basuras fermentaban en medio del arroyo; nubes de mosquitos y de moscas pardas revoloteaban sobre ellas. Dentro de las casas entraba el polvo, crujían las maderas y se agrietaban los muebles.
Se sentía una gran laxitud, un desmadejamiento completo; sólo las cigarras y los grillos parecían guardar energía para chirriar con el calor agobiante; y los locos encerrados en el hospital, excitados por el viento del Sur, lanzaban gritos furiosos, que se oían a gran distancia.