Un novelista inglés, Tomás Hardy, ha hecho con gran cuidado el mapa de los lugares de acción inventados para sus novelas con el designio, sin duda, de aclarar la inteligencia de sus lectores respecto a la fantástica topografía imaginada por él.
Hardy ha supuesto mucha curiosidad y mucha memoria en sus lectores; quizá en Inglaterra existan esta clase de tipos que se interesan y toman como asunto grave las novelas; en España no creo que los haya. Aquí, en general, no tomamos en serio las cosas importantes; mucho menos las que no lo son. Sería, indudablemente, difícil encontrar a un español que agradeciera a un novelista de su país que le diera un curso de geografía fantástica de los lugares, también fantásticos, de acción de sus historias.
Yo no pienso tomarme este trabajo; me parece demasiada ciencia al servicio de una invención novelesca, y supongo que no tendría éxito. Mi geografía será superficial, menos estudiada y menos perfilada que la del excelente autor inglés.
El golfo de Roccanera era un golfo del Mediterráneo italiano, bastante grande para no verse desde su centro más que muy vagamente los dos extremos.
Estaba en la Calabria, hacia el Sur, en la parte de Italia, que perteneció a la Magna Grecia y a la Lucania; en una gran ensenada del mar Tirreno, entre el cabo Palinuro, en donde, según la tradición, fue muerto y despedazado el piloto de Eneas, y el cabo Vaticano.
La Calabria, según los geólogos, no es más que la parte ósea de la antigua Tirrénida, país antiguamente más ancho, cuyo cuerpo ha ido desapareciendo por los embates del mar.
Esta Tirrénida tenía y tiene como columna vertebral la cordillera del Apenino, columna vertebral de la que no faltaba antes la vértebra correspondiente al estrecho de Messina, como hoy. La Tirrénida tenía en épocas prehistóricas una extensión mucho mayor que la actual, extensión que fue hundiéndose, en parte, por derrumbamientos sucesivos y sumergiéndose en las aguas del Mediterráneo, no quedando de ella más que la parte dura, el esqueleto.
Estos hundimientos dieron lugar a las fosas profundas que están contorneadas por los volcanes del Lacio, por los de la campiña napolitana y por los de las islas de Lípari.
Toda la costa calabresa es una costa roída, desmoronada por el mar, con una guirnalda de islas, de islotes, de escollos, de volcanes, que son los restos de la antigua Tirrénida.
Este viejo mar Tirreno, que extiende su manto azul recamado de plata entre ruinas, es uno de los mares más admirables de la vieja Europa, un mar con misterios, con tradiciones, con antiguas leyendas. Aquí están las islas de Eolo y de las Sirenas; allá, Escila y Caribdis; cerca, el país de los Cíclopes. Por todas partes, monstruos. Esa costa alta del Apenino es la tierra legendaria de los silvanos, de los faunos, de los sátiros, de los hijos del dios Pan. Esta tierra también es el país clásico de la brujería y de los misterios… ¡Bah! Palabrería, bambalinas demasiado usadas, dirían nuestro amigo Recalde y sus discípulos; pero hay que reconocer que aun no teniendo interés ni curiosidad por los viejos mitos, ya muertos, destripados y con las cenizas aventadas; aun así, estas orillas del mar Tirreno dan una impresión de un país encantador, con su vegetación exuberante, sus auroras magníficas, sus puestas de sol espléndidas y sus noches tranquilas y estrelladas…
La ensenada de Roccanera estaba formada por una de las guirnaldas de hundimientos de la costa mediterránea y regularizado su contorno probablemente por los aportes de los pequeños ríos que bajan de los Apeninos.
Roccanera se hallaba en una parte en que la costa deja de ser baja, comienza a elevarse rápidamente y a convertirse en un acantilado de roca, a trechos cortado a pico, de aire salvaje y majestuoso.
Roccanera se encontraba entre dos puntas que tenían de distancia entre sí más de diez millas; una de estas puntas, la del Norte, se llamaba la del Castillo y era de arena y baja; la otra, la del Sur, de nombre la Punta Rosa, era más alta y terminaba en un arrecife constituido por islotes y peñas volcánicas que formaban como una espuela hincada en el mar.
Después de este arrecife venía una playa desierta y luego seguía la costa en un acantilado, cada vez más alto, más salvaje, más escarpado y más lleno de cavernas, de grandes concavidades, de contrafuertes salientes que parecían enormes y derruidas fortalezas.
A lo lejos, vagamente se veía otra punta, la Punta del Caballo o Peña Horadada, promontorio que entraba en el mar y estaba atravesado en su extremo por un gran arco.
Roccanera, desde lejos, aparecía entre los cerros dorados que la rodeaban con un aire audaz y dominador. De cerca, el pueblo tenía color de pan tostado, con sus murallas y torreones, que circundaban la iglesia antigua, sombría, de la que se divisaban unos arbotantes negros.
Encima de la vieja ciudad se erguía una fortaleza ruinosa, amarillenta: el Castillo, y abajo, a los pies, extramuros, un barrio de casas blancas: La Marina.
Acercándose más al pueblo se comenzaban a ver las galerías de las solanas de los viejos palacios, las azoteas de las casas, las torrecillas; se advertía que la muralla, desde lejos imponente, era una ruina desmoronada en varios puntos y horadada en otros por balcones y ventanas. Hacia el mar, entre pedregales rocosos, se veían unas antiguas arcadas y murallas de viejas construcciones etruscas cubiertas de matorrales.
Roccanera era un pueblo agrupado sobre un cerro volcánico, una pequeña ciudad edificada en anfiteatro con muchas calles, callejuelas y plazas.
Tenía una catedral, cuatro o cinco iglesias, blancas, aparatosas y barrocas; grandes palacios, algunos conventos, y abajo el barrio de La Marina, barrio de pescadores constituido por casas pequeñas, cuadradas, como dados, con sus azoteas.
El castillo, que se destacaba en lo alto del pueblo, era una fortaleza del tiempo de los normandos, grande, pesada, imponente. Apenas le quedaban restos de sus barbacanas, de sus traveses y de sus arcos rotos. Presentaba, de lejos, el aspecto romántico de los castillos medio derruidos, que empiezan a tomar el aire de riscos naturales, aunque por mil detalles se nota que no lo son.
Aquella inmensa fortaleza se hallaba como deshuesada, porque le habían arrancado sus grandes piedras para construir muchas casas de la parte alta del pueblo, y dominada por matorrales y hierbas parásitas.
Desde el castillo, Roccanera se veía como en un plano. La ciudad vieja, rodeada por la antigua cintura de murallas, flanqueadas por sus torreones, oscuros y negruzcos: unos, cuadrados; otros, redondos; algunos ya casi completamente derruidos, aparecía como un pólipo.
En la parte alta del pueblo las casas se sustentaban en las mismas peñas y tenían escaleras labradas en las rocas.
Estas casas, por dentro, eran chiquitas, con recovecos, vueltas y pasillos; algunas con azoteas almenadas, y otras, con un balcón o una ventana a la muralla.
De trecho en trecho, en el laberinto de callejuelas de Roccanera alguna se ensanchaba, formando una plaza, y allí se veía un palacio viejo, medio arruinado, con su gran portalón y sus balcones salientes, o un convento de muchas ventanas tapadas por celosías verdes.
Entre estos callejones había corrales y huertos, por encima de cuyas tapias salían las ramas de las higueras y las de los naranjos de frutas rojas y pequeñas.
El palacio del obispo estaba cerca de la catedral, en una callejuela silenciosa y desierta y tenía un jardín sombrío, del que se destacaban un gran magnolio y un enorme y afilado ciprés.
Por encima de los tejados, roñosos, leprosos, reverdecidos de la ciudad, se levantaban varias estatuas: una, grande, de un Cristo con una cruz, y otra, de un obispo, con su mitra, como arengando al espacio.
Roccanera, en el interior, se mostraba como un pueblo hermético e inaccesible. Todo lo que se hallaba intramuros era estrecho y húmedo. Las murallas se abrían por varias puertas: la de la Pescadería, la de San Juan, la de Tierra y la del Castillo.
Desde lo alto de las torres del pueblo las vistas eran espléndidas. Al Norte se cortaban los pedregales desnudos, que caían hacia el mar; abajo aparecía el barrio de La Marina, con sus casas de pescadores, sin tejado, blancas y azules, entre enormes chumberas. Al sur de la campiña se divisaba una alfombra de todos los colores, formada por los campos labrados y por los huertos, con sus almendros, naranjos y limoneros, los olivares grises y los bancales, siempre verdes.
Por el lado contrario al mar se erguían las cumbres de los Apeninos, con sus rocas, sus bosques y sus laderas infértiles, pobladas de brezos y retamas; en un cerro próximo se veían dos filas de cipreses, que parecían marchar como frailes en procesión al camposanto, y un acueducto larguísimo que salvaba un vallecito profundo. Cruzando una vega ancha, pedregosa, sembrada de retamares, pasaba el cauce de un río, con orillas arenosas, que fertilizaba las huertas.
El arroyo venía del monte y se abría paso por una hoz de grandes rocas negras que había corroído con sus aguas.
En verano, este río se achicaba mucho, y en invierno, al meterse por el barranco, se convertía en un torrente, y muchas veces inundaba la llanura.
Desde el mar, Roccanera hacía un efecto de un pueblo sonriente y pintoresco. Sus varios anfiteatros, el de los montes, el de la costa y el de la ciudad le rodeaban. El de los montes era una muralla azul, con las cimas en invierno blancas por la nieve; el de la costa, un cinturón de arena dorada, y el de la ciudad, una gradería con sus cubos y sus torres, que se reflejaban en el mar tranquilo.
Esta gradería, que iba desde la playa hasta el castillo, estaba formada por el caserío de casas blancas, rojas y azules del barrio de La Marina, y por las negras y oscuras del interior del pueblo, agrupadas alrededor de la catedral y de los varios palacios y ceñidas por la muralla.
Desde el mar, por encima de los cerros pedregosos de Roccanera, se veían los encinares y los castañares de la falda de los montes; y más arriba aún, en las cumbres de los Apeninos, brillaba la nieve durante los meses de invierno.
En toda la costa, en las proximidades de Roccanera, había antiguas atalayas, la mayoría hechas para defenderse de los corsarios berberiscos de épocas antiguas y las acometidas de los bajeles turquescos del tiempo de Barbarroja y de Dragut, porque este viejo mar Tirreno ha sido durante siglos y siglos mar frecuentado por los piratas.
En toda aquella tierra intermedia entre el Apenino y el Mediterráneo se advertían grandes contrastes: aquí se mostraba la Naturaleza atormentada, entregada a las convulsiones volcánicas; los barrancos recién abiertos con sus rocas sangrientas y negras, sus manchas de ocre, de amarillo y de carmín; allá, a poca distancia, aparecían los campos de sembradura, fértiles, con un verdor incomparable.
El clima era frío en la cumbre de la montaña, templado en las faldas y caliente a orillas del mar; tanto, que se cultivaban plantas tropicales.
En verano, en las tierras bajas hacía un calor terrible, y en los días de siroco no se podía vivir.
En la primavera se desencadenaban grandes tormentas, y los rayos caían con frecuencia en los árboles próximos a la ciudad.
En la comarca había todos los climas, desde el tórrido de algunos valles bajos, hundidos y resguardados, hasta el frío de los picachos altos del monte.
En las cercanías se cosechaba vino, frutos varios, cereales, algodón; se criaba el gusano de seda y se obtenía un caolín para la fabricación de la porcelana. De los montes se sacaba mucha leña y plantas aromáticas.