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El señor Murano

Juan Galardi viajó en vapores franceses de piloto; fue a la Cochinchina y al Japón. La vida triste, monótona y soñolienta del marino le dio un carácter oscuro y misántropo. Su aventura de Marsella, a la que otorgó demasiada importancia, le hizo enemigo de las mujeres.

Su naturaleza, nada comunicativa, y el vivir entre extranjeros le hacían reservado y poco simpático. En general, los jefes le consideraban, pero los compañeros no le querían.

Galardi deseaba volver a viajar en barcos españoles, y fue ahorrando dinero para devolvérselo al armador de La Abundancia; pero cuando lo reunió y escribió a Barcelona preguntando por el armador, resultó que éste había muerto.

Después de algunos años de viajar en barcos franceses, Galardi entró de teniente en uno italiano, que iba de Génova a Buenos Aires. Por entonces cambió también de aspecto; comenzó a vestir bien y se dejó el bigote.

Parecía que de nuevo comenzaba a enderezarse en su carrera, cuando un acontecimiento inesperado desvió la dirección de su vida. Era el Destino, que le llevaba por otra ruta.

Un día de verano, en Génova, estaba en su barco de guardia. Le sustituía a otro oficial que había marchado a hacer compras a la ciudad.

Galardi contemplaba con disgusto los remolcadores y las barcas que iban y venían en las aguas sombrías y revueltas de la dársena.

En esto vio que se acercaba a su barco una lancha, con dos remeros, en la que iban un señor y dos o tres damas elegantes.

—¡Hombre, ésas son unas cómicas! —dijo el sobrecargo—. Las he visto en el teatro Cario Felice.

El señor venía en pie, a popa, y hablaba y peroraba. Galardi le miraba con disgusto, pensando quién sería aquel tipo, con aire de payaso y de color de caoba.

En esto, en uno de los movimientos del bote, el hombre se inclinó y cayó al agua. Fue una cosa tan rápida y tan brusca, que los que iban en el bote no se dieron cuenta de la desaparición hasta unos momentos después. Las mujeres empezaron a gritar, los dos remeros quedaron vacilantes y sin saber adónde dirigirse.

«Este tipo se ahoga», se dijo Galardi, y quitándose la poca ropa que tenía puesta se tiró al agua. Galardi era un vasco decidido y valiente. El marino fue nadando hacia donde había caído el hombre. Pronto dio con él y lo sacó a flote agarrándolo de los pelos.

Los marineros de la lancha se acercaron y recogieron al señor de color de caoba, medio desmayado, y a Galardi.

Las damas, que, efectivamente, eran unas cómicas, celebraron el acto de Galardi con frases muy floridas, y el marino volvió en seguida a su barco a vestirse.

Aquel señor, que había caído al agua desde el bote, era uno de los socios de la compañía de navegación propietaria del barco en donde navegaba Galardi, y al pasársele el susto y al echar el agua que había tragado, adquirió por el piloto vasco un cariño extraordinario.

El señor Murano, así se llamaba el hombre del chapuzón, era un judío de pequeña estatura, afeitado, con una cara gruesa, abultada, entre cetrina y cárdena; el pelo, muy negro y rizado; el labio belfo; la expresión, muy viva, y los pies, planos. Hombre rico, muy hábil para los negocios, muy sensual, muy vicioso y muy charlatán, tenía que ver con todas las bailarinas cómicas y cantantes, y como no se distinguía por lo agradable de su físico, gastaba el dinero a manos llenas.

El señor Murano habló con Galardi, quiso hacer algo por él, supo la vida que llevaba, y le dijo:

—Hombre, no. Ésa es una vida triste y aperreada. Tiene usted que descansar un poco. Voy a pedir una licencia de un mes para usted y vamos a irnos los dos a Nápoles, al mejor hotel, a descansar y a divertirnos. Yo le convido.

Galardi dijo que a él no le gustaban las diversiones; pero el judío insistió tanto, y con tan buena voluntad que no tuvo más remedio que aceptar.