Al día siguiente, Juanito Galardi se encontró extrañado y maravillado al verse en un cuarto de hotel en compañía de la argelina. Jamás hubiera imaginado tener una aventura así; había conocido mujeres en los puertos, pero de un modo pasajero.
¿Qué iba a hacer? No lo sabía; el barco suyo zarparía a los dos o tres días.
Él estaba dispuesto a todo, menos a dejar a la muchacha. Pensó en ir a ver a Peris y en consultar con aquel valenciano listo, pero ella le disuadió. El sobrecargo le parecía a Raquel un sale type; comprendía que tenía influencia con Galardi y que podría darle un consejo prudente.
El piloto accedió a lo que ella dijo; la Raquel decidió tomar un cuarto barato y que fueran a vivir allí los dos juntos. Ella trabajaría en el almacén de modas y él buscaría una colocación.
Estos preliminares del idilio encantaron a Galardi. El vasco contó su vida a la argelina. Era hijo de un piloto de la costa cantábrica; desde la infancia estaba acostumbrado a creer que iba a ser cura.
Había aprendido únicamente el latín; luego la geografía y las matemáticas elementales en la escuela de náutica y un poco de música.
Tenía algún dinero, aunque no mucho.
Guardaba, además de sus pagas, unos miles de pesetas; pero debía entregárselas al armador de La Abundancia, pues la suma procedía de ciertas combinaciones de contrabando.
La Raquel comprendió que al vasco, como a hombre cándido y sin malicia, podría manejarlo fácilmente.
A pesar de que el programa de la pareja era ir a vivir a una fonda más barata que aquella en que se alojaban, un día, por una cosa, y otro día, por otra, los amantes no se mudaban. Tampoco llegó, mientras estuvieron en aquel hotel, el momento, para ella, de volver a la tienda de modas donde estaba empleada; ni para el marino, el de buscar trabajo.
Galardi, cada día más entusiasmado con la argelina, dejó partir a La Abundancia y se dispuso a gastar su dinero y el del armador.
—¿Por qué no te has de quedar tú con ese dinero? —le había dicho la muchacha—. Después de todo, es un dinero sucio y no te han de pedir cuentas de él.
Galardi, aunque en principio no estaba conforme, reconoció que en parte era verdad, y siguieron la buena vida.
Ella necesitaba todos los días algo para ponerse elegante; hoy, unos zapatos; mañana, un sombrero o una alhaja. Él pagaba las cuentas sin quejarse. Si alguna vez se extrañaba del mucho dinero que iban gastando, ella le daba cuatro explicaciones falsas, añadía unas mentiras y él quedaba en seguida convencido. Galardi no tenía malicia para comprender la realidad.
Llevaban los amantes una vida alegre y animada; iban a los merenderos de los alrededores de Marsella y hacían excursiones en barca al castillo de If y a la isla de Rattonneau.
Conocían parejas como ellos, marinos desertores, aventureros, ladrones, gente dispuesta a toda clase de canalladas, que se gastaba el dinero robado con una perfecta inconsciencia con alguna muchacha en juergas y francachelas.
Aquella gente le repugnaba a Galardi y le recordaba su deber.
La Raquel adormecía la conciencia del vasco con sus arrumacos y zalamerías.
Era la muchacha alegre y cantarina. Cantaba las canciones, por entonces en boga, que había popularizado Teresa la del Alcázar de París, Rien n’est sacré pour un Sapeur, L’Espagnole de cartón y La Andaluza, de Alfredo Musset:
Avez vous vu dans Barcelone Une Andalouse au teint bruni? |
Galardi quedaba extasiado, como un chico, en babia.
La cartera del marino disminuía progresivamente; pero él apenas se daba cuenta, tan entusiasmado estaba.
Un día se encontró con que no le quedaban más que dos billetes de cincuenta francos, y se lo dijo riendo a la Raquel.
—No hay que apurarse —replicó ella—. Vamos a jugarlos.
—¡A jugarlos!
—Sí; jugaremos y ganaremos.
La Raquel le llevó al piloto a una casa de juego de la Plaza Real, y le aconsejó que jugara a la dobla, y le explicó lo que era esto.
Galardi fue al garito; jugó, y ganó más de mil francos.