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De los príncipes de Salakoff a la sirena Nereis

Después de ver otras barracas, el valenciano propuso ir a tomar algo a cualquier parte y charlar un rato descansadamente.

Fueron a un café de la Cour Belsunce, y hablaron. De las dos muchachas, la pequeña, Herminia, trabajaba en un taller de modista; la rubia alta estaba empleada en un almacén de modas. Su nombre era Raquel Paparrigopoulos, y su segundo apellido, Cohen.

—¡Es una broma! —dijo Galardi.

—No, no. Son mis apellidos.

—Éste cree que es más extravagante llamarse Paparrigopoulos que Zarragoitia, como se llama él —repuso Peris con sorna.

El padre de la Raquel, según contó ella, era griego, y su madre, judía, hija de un rabino. Ella había nacido en Bona. La Raquel tenía los ojos claros, la boca fresca, una mata de pelo rubio magnífica.

Salieron las dos parejas del café y fueron de nuevo a las avenidas de la feria. La Raquel coqueteaba con Galardi, que estaba trastornado. La argelina tenía una risa burlona, una risa de bacante; se reía sin saber por qué.

Galardi hablaba y hablaba, como si le hubieran despertado todas las palabras dormidas en su interior desde la infancia.

La multitud compacta se apretaba en el paseo y había que penetrar en ella como una cuña.

Algunos cantantes callejeros reunían grandes corros de gente que escuchaba sus canciones, quietos, sin miedo a la temperatura de la noche de invierno, húmeda y tibia.

Peris y Galardi compraron para las muchachas esos caramelos largos, cilíndricos, que los franceses llaman sucre d’orge.

—Esto, en castellano, se llama alfeñique —dijo Peris, que se las daba de hombre culto.

—Nosotros, en vascuence, los llamamos matashas —indicó Galardi.

¡Matasha! Parece una palabra griega —exclamó la Raquel—. Venga otra «matasha».

Las matashas las compraron en una barraca con un gran rótulo, LA CHIQUE MARSELLAISE, en donde tres o cuatro dependientes vendían dulces vestidos de cocineros.

Siguieron luego las dos parejas entrando en las barracas que aún no habían visto.

Les llamó la atención una de las figuras de cera con unos cuantos retratos de criminales y un gorila de movimiento que se llevaba a una niña rubia y movía los ojos y la lengua como relamiéndose. El comentario de Peris no podía faltar, y lo hizo.

La señorita Leticia, joven española, de Barcelona, con tres piernas y que encanta con su conversación, venía después.

—¡Hombre, de Barcelona! —exclamó Peris—. Vamos a ver si la conocemos.

Entraron en la barraca; se abrió una cortina roja en el fondo y apareció una muchacha con tres piernas, de las cuales una, naturalmente, era falsa. La muchacha comenzó una relación, que, sin duda, sabía de memoria, de las molestias que le producía su tercera pierna, y luego hizo mover los dedos del pie falso, que era de goma, al mismo tiempo que los suyos.

—¿De qué calle de Barcelona eres tú? —le preguntó Peris—. ¿En qué burdel estabas?

Ella no contestó ni debió entender la pregunta, y siguió su retahíla en francés, y sacando luego un plato de estaño, pidió para su petit bénéfice.

Peris volvió a hacerle más preguntas en castellano, y la joven Leticia, escamada, corrió la cortina rápidamente. La otra barraca era de los príncipes de Salakoff, ambos enanos: el príncipe Mickael y la princesa Olga, de ochenta y cinco y ochenta centímetros, respectivamente.

Voceaba delante de la barraca una mujer alta, rubia, guapetona.

—El príncipe Mickael —decía— es un gran señor…, un gran señor de ochenta y cinco centímetros de altura; la princesa Olga es encantadora, pero como todavía no ha entrado en el mundo, yo suplico a los señores del público que no le hagan cosquillas. La princesa Olga no puede soportar las cosquillas… por el momento. Ahora, para convenceros del tamaño de los dos enanos, aquí tenéis sus camisas, que parecen de muñecas. ¡Adelante, señores! ¡Adelante! ¡A contemplar los príncipes enanos!

Y la voceadora agitó las dos camisitas en el aire.

Entraron los marinos y las muchachas en la barraca y vieron a los dos enanos, vestidos de etiqueta: él, con frac y corbata blanca; ella, con miriñaque y crinolina. Tenían los dos aires de viejos y el pelo gris, lo que entre los enanos de feria es siempre recomendable, porque así nadie puede sospechar que sean niños. Él parecía un perrillo malhumorado y displicente.

Peris interrogó al enano con mucho interés y como un hombre de ciencia que satisface una curiosidad. Se enteró de si eran marido y mujer, y luego le hizo dos o tres preguntas brutalmente indecentes.

El enano se indignó, y en una actitud de caballero francés, con una mano en el sitio del bigote y con la otra en la cintura, y hablando con acento nasal de abajo arriba, exclamó:

C’est honteux, monsieur! C’est a… bo… mi… na… ble!… Vous êtes dé… gou… tant!

La Raquel y la Herminia se volvieron, sin poder tener la risa, mientras que Peris se quedaba serio e impasible. Era su especialidad.

Cruzaron las dos parejas por entre la multitud, ya cansados de ver las barracas, porque, en general, en todas ellas lo único interesante era el anuncio; pero la argelina quiso todavía entrar en una que se anunciaba así:

VENID A VER LA SIRENA NEREIS

—Este curioso fenómeno, de edad de cinco años —gritaba el voceador—, capturado en una gruta del mar Egeo por el capitán Herakles, del navío griego Nausikaa, posee, ¡cosa increíble y, sin embargo, bien cierta!, la mitad del cuerpo de mujer y la otra mitad de pez. La Sirena Nereis desafía a todos los fenómenos del mundo.

Dicho esto el hombre se paseó de un lado a otro de la barraca.

—¡Adelante, señores! ¡Adelante! —siguió diciendo el voceador—. Entrad a ver este maravilloso fenómeno para que podáis convenceros con vuestros propios ojos de que la estructura y la conformación anatómica de este curioso animal marino son en todo conformes a las sabias disposiciones de la Madre Naturaleza. Este monstruo acuático, en efecto, señores, reproduce exactamente la figura de las sirenas descritas en los poemas antiguos, que la miopía de los sabios consideraban mitológicas, y que son, sin embargo, una realidad.

La Raquel dijo que tenía que ver aquella sirena algo paisana suya.

El más interesante de los fenómenos era un tanto ridículo. Consistía en una cola de pescado, probablemente de atún, a la que estaba unida una muñeca de cera con unos pelos de mujer.

La Sirena Nereis se hallaba dentro de una urna de cristal, y encima de ésta había un dibujo iluminado que representaba una costa rocosa y unas sirenas que danzaban sobre las olas.

A la Raquel le desilusionó bastante el pequeño monstruo.

Peris se burló de las sirenas.

—No estaría mal —dijo— que de cuando en cuando nos encontráramos sirenas en medio del mar para pasar el rato.

—¿Por qué no ha de haber sirenas? —exclamó Raquel—. Yo soy una sirena. ¿No le parece a usted? —le preguntó al piloto. A Galardi le parecía verdad en aquel momento todo cuanto ella dijera.

Raquel contó que cuando chica anduvo muchas veces correteando por la orilla del mar, en Bona, y soñó que veía sirenas.

Al salir de la barraca, Peris hizo una grave proposición. Según él, debían terminar la noche tomando el train de plaisir. La pequeña, la Herminia, tenía que trabajar al día siguiente temprano.

Raquel no dijo nada.

Las dos muchachas, por último, se dejaron convencer.

Peris sabía de un hotel elegante del bulevar de Atenas, donde los recibirían amablemente y allí fueron los cuatro, del brazo, en amorosa conversación.