Juanito no pensaba más que en la muchacha rubia que había visto en la barraca por la tarde, y pasaba revista a todas las mujeres del paseo. Al poco rato, a su lado, encontraron a la alta y rubia y a la morena y pequeña.
Sin vacilación, la pequeña se puso al lado de Peris, y la rubia alta al lado de Galardi.
Juanito hablaba por entonces muy poco el francés, pero las libaciones de la fonda le hicieron perder su cortedad y comenzó a explicarse fácilmente. Peris dijo que debían entrar en todas las barracas. A Galardi le pareció muy bien la idea.
Vieron primero el Hombre Sapo, fenómeno vivo único en el mundo, y expuesto por primera vez en Francia, al decir del cartel.
El Hombre Sapo, según el voceador de la barraca, era un genio, una lumbrera, un hombre de un cerebro extraordinario que podía competir con Sócrates, Salomón y con Pitágoras, y que se distinguía por su frase ática y chispeante.
A primera vista, el Hombre Sapo parecía un pobre cretino, casi enano, con la cabeza grande, la cara inexpresiva, la frente abombada, la nariz atrofiada y las manos como dos muñones.
—A ver, señor Martín, hable usted a los espectadores. Écheles usted un discurso —dijo el hombre de la barraca.
—¡Un discurso! —refunfuñó el Hombre Sapo, de mal humor, paseando en los dos o tres metros que tenía de espacio y mirando al suelo—. C’est emmerdant ça! Voyons! —exclamó, y repitió el adjetivo varias veces con energía, como si le pareciera el más exacto para expresar su estado.
Las dos muchachas rieron a carcajadas al ver la cólera del cretino.
—Ahora no hay que hacer caso del fenómeno —dijo el dueño de la barraca—; está en un momento de mal humor; pero el enfado se pasará, y entonces su genio irradiará como una luminaria.
Salieron de la barraca del Homme Crapaud y fueron a ver a la Mujer Foca, la reina de los fenómenos, según el cartel, y uno de los mayores motivos de preocupación de los sabios del mundo entero.
La Mujer Foca era una madama con la nariz puntiaguda y los ojos claros, de aire avinagrado, tendida en un diván, que no tenía de notable más que la atrofia de las manos.
El capitán Bilycks, con sus focas amaestradas, que decían papá y mamá, y sus perros miniaturas de Méjico, llamó poco la atención de las dos parejas. Las focas no se sintieron bastante filiales para llamar a los autores de sus días, y no demostraron más sino que olían muy mal.
El Demonio del Mar o la Medusa, servida por ocho serpientes, era una figura de cartón dorado que representaba una especie de pulpo con una abertura, por donde sacaba la cabeza una muchacha bastante bonita.
El Palacio Oriental, dirigido por monsieur Riquier (alias Martínez), bailarín español, era más divertido por sus despropósitos. Monsieur Riquier se paseaba orgullosamente a la puerta de su barraca, vestido de torero y con un sombrero blanco, ancho, de picador.
—Tú eres español como yo chino —le dijo Peris.
Otra barraca tenía figuras de cera y escenas de las mujeres que van a la prisión de San Lázaro, en París. Las dos muchachas hicieron algunos comentarios.