¡La verdad que es.bonito el Puerto Viejo de Marsella una mañana de invierno! Al pensar en esta antigua ciudad mediterránea, reflejándose en el mar, con los cerros pelados que la circundan, azul y oro, me vienen a la imaginación las palabras de nuestro amigo el poeta Roberto O’Neil, en su poema «El viaje de los hijos de Aitor».
«¡Ah, Marsella, Marsella! ¡Marsella la griega! ¡Marsella la focense! ¡Ciudad de placer y de negocios! ¡Ciudad cosmopolita, tostada por el sol de los siglos! Tú eres una de las reinas del viejo Mediterráneo; tú eres una de sus Babilonias, llenas de oro y de cieno, de vicio y de sabiduría. ¡Ah, Marsella, Marsella! ¡Marsella la griega! ¡Marsella la focense!»
¡La verdad es que es bonito el Puerto Viejo de Marsella, una mañana de invierno! Cierto que desde los muelles del Puerto Viejo, que parece un estanque interior lleno de mástiles de barcos, no se ve el mar libre; pero eso mismo da a la antigua dársena masaliota un aire más ciudadano, más civilizado…
Los puertos nuevos exteriores: la Joliette, el Lazaret, el Arene, ya no tienen gracia; son de esta época nuestra, en que reina lo kolossal; forman como otra ciudad lejana, sólo marítima; en cambio, el Puerto Viejo parece la gran plaza de la antigua urbe focense, llena de embarcaciones de todas clases; es el mar domado y municipalizado…
Andar por esos muelles del Puerto Viejo un día de invierno, de sol claro, es algo admirable, como un paseo después de una convalecencia.
Los cargadores, con su gorro rojo, van y vienen como hormigas; las grúas funcionan con sus grandes brazos negros, transportando de los barcos al muelle, y del muelle a los barcos, fardos, sacos, barricas, tablas, caballos y bueyes. Se ve cómo crecen y amenguan en los malecones las pilas de sacos, que huelen a azúcar o a café, y cómo pasan los carros, tirados por caballos grandes, y cómo se llenan o se vacían prontamente.
El sol de invierno tiene para esta escena animada una caricia tibia y amarillenta, y un resplandor en las aguas que no ciega.
Desembocar por la Cannebière en el Puerto Viejo, contemplar el bosque de mástiles de los barcos y sentarse en la mesa de un cafetín, bajo un toldo, a tomar un copa de vino blanco, es una voluptuosidad para un marino.
Dominando la vieja dársena, se ve a la izquierda una línea de tejados y de torres, el fuerte de San Nicolás y el castillo del Faro, negros y sombríos; y más arriba, en una colina, la iglesia de Notre Dame de la Garde.
A la derecha está la antigua Marsella y el barrio del fuerte de San Juan. Por el muelle de este barrio hay siempre un gran número de barcos, sobre todo de barcos de vela, cuyos baupreses atrevidos parece que van a chocar con los cristales de las casas.
Casi todas las embarcaciones que se ven por allí, corbetas, goletas, laúdes y pailebotes, se muestran muy limpias, como de día de fiesta, y los domingos muchas están empavesadas y con la bandera y los gallardetes al viento.
Las casas de este lado del muelle son en su mayoría pequeñas, estrechas, amarillas, llenas de cervecerías, de tabernas, de cafés, de bares, de restaurantes, de academias de billar, y sus terrazas con mesas de mármol y sillas, se suceden en las aceras en filas interminables, debajo de los toldos.
Al abandonar el puerto y al penetrar en una de las callejuelas del barrio de San Juan, me figuro encontrarme de pronto en la primera mitad del siglo XIX, en la época de los barcos de vela, de los bergantines y de las polacras; en la época en que aún había negreros y no estaba abierto el istmo de Suez; época que uno ha conocido en su infancia.
Son aquellas callejuelas, estrechas, negras, angulosas, sucias, escarpadas, pavimentadas de cantos, con aceras pequeñas y resbaladizas, y por ellas corre, cuando llueve, un arroyo fétido.
Los vicos de Génova y los de Nápoles no tienen nada que envidiar en estrechez y en tortuosidad a estas callejas. Las mismas decoraciones de harapos, las mismas banderas flotantes y desteñidas, las mismas tabernuchas, los mismos burdeles se ven aquí como en esos pueblos hermanos del Mediterráneo.
De cuando en cuando, en medio del pólipo marsellés, se abre una calle angosta y se ensancha, convirtiéndose en una plazuela.
Las casas son leprosas, negras, ahumadas, viejísimas; hay algunas góticas, de piedra; otras, más modernas, con una capa de pintura roja o amarilla, llenas de desconchados, no parecen menos decrépitas. Las tiendas, oscuras y mugrientas, tienen muchas enseñas: pipas, llaves, cabezas de caballos plateadas, estandartes rojos y estrellas doradas.
Se ven por aquellos callejones almacenes de objetos de náutica, que huelen desde la puerta a alquitrán, con su pequeño escaparate con modelos de cables, de fanales, casquerías, cocinas económicas, y en una puerta sí y en la otra también un burdel con una ventana baja desde la que se ve una sala azul o de color de rosa.
Las mujeres de vida airada de noche y de día ocupan las esquinas formando grupos, y se las ve unas muy gordas y a otras muy flacas, unas muy viejas y otras muy niñas, que entretienen su ocio fumando. A la puerta de algunos burdeles elegantes, a estilo de Tolón, se ven algunas ciudadanas casi desnudas, con camisas de color que no les llegan más que hasta media pierna. Esta suciedad y esta inmoralidad de los pueblos del Mediterráneo es algo constitucional y que no sorprende.
En Marsella, la ciudad nueva no tiene carácter; es Francia, una hija de París, una urbe grande, monumental, cuadriculada, pomposa y pesada; en cambio, la ciudad antigua es hija dilecta del Mediterráneo, un espléndido balcón a Oriente, un pueblo voluptuoso, confuso y un poco sucio, como todos los meridionales…
Hace algunos años, el Puerto Viejo de Marsella, en donde desembocaban las alcantarillas, olía siempre muy mal.
Allí mismo se hablaba en broma de la suciedad del pueblo y se hacían chistes sobre ella.
Se contaba que una vez iban el capitán y el piloto de un barco haciendo sondajes.
—Capitán —decía el piloto—, tenemos cincuenta brazas de fondo. Roca.
—Estamos lejos aún —murmuraba el capitán.
Seguían navegando. Poco después el piloto volvía a sondar, y decía:
—Capitán, veinte brazas. Arena.
—Bueno, ya estamos cerca.
Al cabo de algún tiempo, el piloto exclamaba:
—Capitaine, quinze brasses de fond. Merde.
—Alors, nous sommes à Marseille —decía el capitán con seguridad.
Pocos puertos habrá en Europa tan llenos de animación y de exotismo como éste; pocos tan pintorescos y tan vivos.
Mientras cargan y descargan los barcos, y pasan carros y camiones, algunos marineros invitan a visitar, en sus lanchas y vaporcitos, el faro y el castillo de If. Los vendedores de periódicos vocean los nombres de los diarios de París; las pescaderas ofrecen sus peces y sus mariscos; los compradores de oro y plata meten ruido para anunciarse abriendo y cerrando unas grandes tijeras.
En una plazoleta próxima al Puerto Viejo se instalan los charlatanes, casi tan inquietos y tan gesticuladores como los napolitanos; unos hablan desde su coche, mostrando un cuadro con sus títulos y condecoraciones, y luego enseñan el frasco con que se expulsa la solitaria o se quita el dolor de muelas; otros, más modestos, hablan a pie y comienzan a atraer a los curiosos con un juego de manos; los limpiabotas ofrecen a los clientes su sillón de paja, resguardado del sol por una gran sombrilla de lona festoneada de rojo, y los fotógrafos callejeros retratan a los marineros en la esquina de una calle o a la puerta de un palacio en una gallarda postura.
De las callejuelas próximas al muelle salen gentes de aire sospechoso. Por aquellos rincones anda siempre lo peor de cada casa, el detritus de todos los puertos del Mediterráneo y de las escalas de Levante: italianos, griegos, judíos, catalanes, argelinos, tripolitanos y egipcios; no es raro con esta tropa que en los alborotos y escándalos salgan a relucir las navajas y los puñales.
Cada tipo toma el carácter de su país, y muchas veces lo exagera y lo acusa. Los chulos catalanes son muy cuidadosos en su traje, elegantes, afeitados, en su mayoría morenos y de perfil muy clásico. Estos chulos hacen destacar allá su agresividad y su violencia; toman un carácter sombrío, duro y malhumorado, lo que produce en las mujeres de vida airada una cierta admiración y el que el español sea un personaje temido y deseado en los bajos fondos marselleses.
Los italianos acusan otro carácter más de banda; se ve que en ellos la «mafia» y la camorra son instintivas; obran por grupos, forman sus asociaciones, en donde entran desde gente de carrera hasta limpiabotas y organilleros, y tienen fama de roñosos. Las damas del barrio de San Juan no los estiman; los consideran capaces, sí, de dar una puñalada, pero más por una venganza personal que por una cuestión de dignidad o de celos.
Los griegos siguen su tradición de embusteros y de trapalones; andan siempre tras de la combinación próxima a la estafa y al negocio ilícito, hablando de una manera insinuante, pasando quince o veinte días en conferencias y conciliábulos para ganar unos céntimos.
Los turcos, serios, tristes, honrados, indiferentes, trabajan lo menos posible, y en las horas de asueto leen su Corán o se componen ellos mismos sus harapos en un rincón concienzudamente.
Además de los tipos europeos, hay los exóticos: negros brillantes que parecen embetunados, con los labios belfos; árabes, con su fez rojo y una sonrisa enigmática y falsa; indios altos con turbantes blancos y caras amarillas, avinagradas y famélicas; japoneses feos y sombríos, y chinos indiferentes y apáticos.
Entre todos estos hombres de lejanas tierras andan agentes que les proponen una casa de juego, un burdel o un fumadero de opio. Estos agentes, la mayoría son judíos que vienen de lejos, de África y de Oriente; tipos serpentinos de ojos vivos y cara cetrina, nariz aguileña y labio caído.
Contrastando con toda esta gente avezada al vicio, cuando no al crimen, se destacan por su juventud y su aire inocente los marinos de guerra franceses, bretones, normandos y algunos vascos; todos cándidos, petulantes y ávidos de placeres, que son las víctimas que van cayendo en las trampas preparadas en los bajos fondos marselleses.
De noche, las proximidades del Puerto Viejo tienen aún mayor sugestión que de día. Las luces de los muelles se reflejan en el agua, negra y sombría, de este estanque marino; los ventanales de los cafés y cervecerías brillan iluminados, llenos de promesas; a través de las cortinillas blancas del sinnúmero de tabernas, de la Dama Blanca o de la Gentil Anita, de la Andaluza o de la Bella Catalana, se ven grupos de hombres y salen notas de organillo o de acordeón que se trenzan en el aire, cuando no una canción de café-concierto, maliciosa, cuyo estribillo se repite a coro.
En los burdeles, con sus salas de color de rosa o de color azul, chilla y ganguea un gramófono; se ven mujeres pintadas, en camisa, como grandes peponas, en las rodillas de los marineros, y hombres con jaiques, chilabas, turbantes, kepis y gorras rojas, y se oye un tumulto de voces en que se mezclan todos los idiomas del mundo…
Da ganas de repetir como nuestro amigo O’Neil:
«¡Ah, Marsella, Marsella! ¡Marsella la griega! ¡Marsella la focense! ¡Ciudad de placer y de negocios! ¡Ciudad cosmopolita, tostada por el sol de los siglos! Tú eres una de las reinas del viejo Mediterráneo; tú eres una de sus Babilonias, llenas de oro y de cieno, de vicio y de sabiduría. ¡Ah, Marsella, Marsella! ¡Marsella la griega! ¡Marsella la focense!».