Capítulo XXXI

André Courtain

Cuando aquella noche volví a casa, encontré a Lucile acostada, mas no dormida. Se sobresaltó al percibir que traspasaba el umbral de la puerta de su dormitorio, sumido en una silenciosa penumbra, pero en cuanto me reconoció exhaló un grito ahogado de sorpresa y alegría y levantándose de un salto se lanzó a mis brazos. La abracé yo a mi vez, notando su fino y delgado cuerpo bajo la suavidad de su camisón de raso blanco. Después de haber tragado el polvo del camino, el vapor del sudor de los caballos, el humo de la pólvora de los mosquetones, los hedores del Châtelet, abrazar ese cuerpo de seda y hundirse en el delicado aroma de Lucile era entrar en el Paraíso.

—Gracias a Dios —suspiró con profundo alivio, casi rayano en el llanto—, por fin estás aquí.

A los pocos segundos de estar en contacto con ella, mis abrazos y besos se tornaron tan apasionados que tuvo que detenerme suavemente. Ella prefería, primero, hablar.

—Estás mojado —me regañó risueña.

—Sí. Llueve. ¿Y el niño?

—Durmiendo.

Me señaló con un gesto de cabeza la cuna, que estaba junto a su cama. Me acerqué a contemplarlo. Al verlo tan tierno, tan indefenso, la garra de la aprensión, que el reencuentro con Lucile había debilitado, volvió a rasgarme.

—¿Lo conseguiste? —quiso saber—. ¿Detuviste al vizconde?

Le expliqué brevemente mi aventura y su resultado. Lucile, sentada en mis rodillas, me escuchó afectuosa. Después me participó las congojas que la habían atormentado los últimos días, la peor de las cuales había sido el temor de que no pudiéramos reencontrarnos. Estaba tan dichosa de que estuviéramos por fin juntos, que ahora ya sus muestras de cariño acabaron con ambos en la cama.

Más tarde, tumbados sobre el lecho, intenté tranquilizarla en lo que se refería a un posible ataque del ejército, pero cuando le participé lo que sabía al respecto, se angustió aún más: si el rey no podía contar con las tropas, me dijo, estábamos en grave peligro. Basaba su alarma en los ataques que había sufrido en la madrugada del lunes pasado, cuando un grupo de individuos violentos había arrojado piedras contra las ventanas de la planta baja, acusándola de aristócrata y de amiga de la reina; y en el horror provocado por la desafortunada visión de las cabezas decapitadas del gobernador De Launay y del preboste Flesselles, que los vencedores de la Bastilla habían enarbolado clavadas en dos picas, y que en su exhibición por las calles de la ciudad habían paseado por debajo de su ventana. Quedé impresionado al conocer el final de estos dos hombres. Ambos habían sido asesinados en plena calle, inmediatamente después de la toma de la Bastilla: De Launay antes de llegar al Hôtel de Ville, adonde lo conducía la masa enardecida de los vencedores; Flesselles, apenas atravesada la plaza de la Grève, después de salir del Ayuntamiento, de donde la muchedumbre lo había arrancado para llevarlo al Palais Royal, donde pretendía juzgarlo por traición. Tenía el convencimiento de que, con mayor o menor acierto, ambos habían creído actuar en el cumplimiento de su deber.

—No sólo los han asesinado a ellos —aclaró Lucile—, también a otros seis defensores de la Bastilla. Y con nosotros harán lo mismo. Hemos de salir de París, André. De Francia incluso. La baronesa de Ostry reitera constantemente su invitación de acogernos en Londres. Vayámonos —apremió—. Vayámonos. Antes de que sea demasiado tarde.

—Bueno —contemporicé, sin sentir la acuciante alarma que la sacudía a ella—, acabo de llegar. Mañana ya veremos.

Al día siguiente dormí hasta tarde y pasamos el resto de la jornada en casa.

Nuestro retiro no impidió que nos llegaran las noticias de los acontecimientos del día, tranquilizadores para la población. El rey había capitulado: los regimientos acampados en el Campo de Marte se habían retirado hacia Sèvres ya la noche anterior, y aquella mañana Luis había comparecido ante la Asamblea Nacional, después de trasladarse a pie desde el Palacio de Versalles al de Menus-Plaisirs, sin cortejo ni pompa de clase alguna, para anunciar que retiraba todas las tropas, negar que nunca hubiese tenido intención alguna de actuar contra la Asamblea Nacional ni atacar a la población de París, y para pedir a los diputados que hicieran lo posible por restablecer el orden en la capital. El rey pedía a la Asamblea Nacional que restableciera el orden. Los diputados, llenos de alborozo, habían nombrado una numerosa delegación que había comparecido en el Hôtel de Ville para dar cuenta a la ciudadanía de la retirada de las tropas y, por tanto, de su completa y aplastante victoria.

La noticia me dejó postrado durante unos minutos en la meditación. Que el rey había perdido su poder lo supe en cuanto tuve conocimiento de que no podía apoyarse en el Ejército, y así lo demostraba el hecho de que hubiese sido él quien compareciera ante la Asamblea Nacional en lugar de ser ésta la que enviara una diputación al rey, como había acontecido hasta entonces, salvo en las solemnes sesiones reales o lits de justic.. Pero tampoco había sido el Hôtel de Ville el que había enviado una diputación a la Asamblea Nacional para conocer las decisiones del rey, sino que era ésta la que, en gran y abundante procesión, compareció ante el Hôtel de Ville, que, a su vez, rindió cuentas a la ciudadanía. El poder efectivo, real, estaba ahora en el otro extremo de la pirámide, en su base. No lo tenía el rey, pero tampoco la Asamblea Nacional, y personajes de cierto calibre y en cuyo buen sentido se podía confiar, como el marqués de La Fayette, a quien acababan de nombrar por aclamación en el Hôtel de Ville comandante general de la Milicia Burguesa, o el señor Bailly, el recién elegido alcalde de la ciudad, deberían obedecer la voz del verdadero mando, que residía ahora en la población de París; o serían barridos por ésta.

Tal era el vuelco que la situación había dado, y comprendí que Lucile tenía razón: debíamos huir de París.

Al día siguiente, 16 de julio, Lucile y yo nos trasladamos a Versalles. La intención de ella era visitar a algunos amigos comunes para enterarse de la situación y saber si nuestra alarma estaba justificada antes de tomar una decisión tan radical y traumática como la del exilio. La mía era la de rendir visita al secretario de la reina para informarle de la culminación de mi trabajo y para hacerle entrega de aquel pesado y voluminoso expediente, que ocupaba a la sazón un cofre de cuero reforzado, y darle la espalda para siempre.

Nos separamos ante el Palacio de Versalles, y yo me dirigí, seguido por los dos sirvientes que cargaban con la recopilación de mis más de dos años de trabajo y sufrimiento, hacia el cuerpo del edificio donde se encontraba el despacho del secretario de la reina.

Subí escaleras y atravesé pasillos y antesalas vacías, en los que me impactaron el silencio y el abandono que reinaban allí donde antes se afanaba un hormiguero de peticionarios, burócratas y empleados. Más me extrañó aún encontrar el despacho del secretario abierto de par en par, sin ujier que custodiara la puerta ni nadie que interceptara el paso. Me aproximé lentamente al umbral, moviéndome con parsimonia para amoldarme al deprimido ambiente, creyendo que no estaría, pero lo vi detenido frente a la ventana, inmóvil como una estatua, con la vista perdida más allá de los cristales, y con su mesa escritorio tras él completamente impoluta.

Carraspeé. Se volvió hacia mí.

—Ah —exclamó con desgana—, es usted.

—Sí —dije, avanzando hacia él—. Le traigo el informe de la detención del vizconde de Saltrais, actualmente encerrado en el Châtelet, así como el expediente con todas las pruebas que acusan a los cuatro ejecutores: confesiones, testimonios, correspondencia y un borrador de las Memorias de La Motte. En cuanto a los implicados: Fillard fue muerto por mi mano, el vizconde de Saltrais está detenido y preso, Didier Durnais denunciado y gravemente herido, y el conde de Mounard enfermo e igualmente denunciado. Considero que he cumplido con mi misión.

—Sí —asintió el secretario cansinamente—. Supongo que no es culpa suya que ya no le importe a nadie.

—Me importa a mí. Cumplí mi palabra, a pesar de ciertas desafortunadas intromisiones —no pude reprimirme—, y quiero dejar constancia de ello.

—No quiere dejar constancia de ello —se volvió—, quiere frotármelo por la cara. ¿Cree que su éxito supone alguna victoria sobre mí? Yo no he perseguido otra cosa en este asunto que precisamente el que concluyera su misión. Es más, le recuerdo que fui yo quien lo impulsó a continuar cuando quiso abandonar. Por otra parte, ha descubierto a los autores materiales, pero no ha descubierto a los políticos. Nada de lo que ha averiguado y puede probar sirve al fin para el que se le encargó la investigación: para el descargo de la reina ante la opinión pública por las falsas acusaciones vertidas sobre ella. Pero lo cierto es que ahora ya no importa. Nada puede ya rehabilitarla.

No respondí. No buscaba una discusión. Hice una señal a mis criados para que dejaran el expediente encima de la mesa del secretario.

—¿Se puede saber qué hace? —me interrumpió.

—Entregarle el expediente. He terminado la instrucción, ya no es de mi competencia.

—Tampoco de la mía, marqués —respondió brusco—. Entréguesela a quien corresponda.

Quedé aturdido unos instantes.

—Ahora compete a la justicia de los Tribunales —aclaró el secretario, viendo mi confusión—. Entréguelo en el Châtelet, o en el Parlamento. Desde luego, yo nada tengo que hacer con él.

Cerré los ojos con pesadez. ¿Cuándo podría desprenderme de aquel fardo?

Me volví, dispuesto a salir tan cargado como había entrado.

—Marqués —me interrumpió, suavizando de pronto su tono—, ¿cuáles son sus inclinaciones políticas?

—Pues… —balbuceé, ante una pregunta tan inesperada.

—¿Se considera aristócrata o patriota?

—Supongo —articulé dudoso— que ninguna de ambas cosas.

—Sí, eso creo yo también. Los caracteres como el suyo suelen decidir sus apegos por empatía personal, mucho más que por ideas abstractas. De ser así, me atrevo a suponer que Sus Majestades aún pueden contar con su lealtad.

—Por supuesto —no dudé en contestar.

Se aproximó a mí, me tendió la mano y me dijo:

—Así se lo transmitiré. Se alegrarán de saberlo. Buena suerte, marqués.

—Gracias —respondí desconcertado, estrechándosela—. Igualmente.

—El rey ha tenido una reunión esta mañana para comentar la situación y estudiar las alternativas —me informó Lucile cuando nos reunimos de nuevo—. El mariscal de Broglie ha reconocido que no puede contar con las tropas. Ni siquiera se siente capaz de custodiara la familia real sana y salva hasta Metz. Se van todos, André, todos. Es una desbandada. El conde de Artois se irá esta noche, también el duque y la duquesa de Polignac, los ministros nombrados recientemente y que tanto odia la opinión pública, el propio mariscal Broglie, el duque de Angoulême, el duque de Berry, sus hijos, el príncipe de Condé, el duque de Bourbon y el duque de Enghien, el príncipe de Conti, el mariscal de Castries…

—¿Todos?

—Todos.

—¿Y Luis y María Antonieta?

—Se quedan. Solos. No puedes imaginarte el ambiente que se respira ahí dentro. Da escalofríos. Es el ambiente propio de un fin de régimen.

Recorrimos el viaje de regreso a París en silencio, ambos abstraídos en nuestros pensamientos. La inseguridad del presente y la incertidumbre del futuro estaban empezando a corroernos.

—Nos iremos esta noche —le propuse a Lucile cuando entramos en la ciudad, observando los restos derruidos y quemados de la barrera incendiada—. Puede que mañana ya no sea posible.

Ella asintió.

—Quiero despedirme de Bramont —le anuncié—. No tardaré.

Dejé a Lucile en la casa y yo continué trayecto hasta su residencia. No quería exiliarme al extranjero, probablemente por mucho tiempo, sin participarle mi partida. Ni siquiera había tenido ocasión de verlo desde que estaba en libertad.

El mayordomo me dejó en una antesala esperando a ser anunciado, pero fue el propio Bramont quien, al cabo, apareció por su puerta exhibiendo una sonrisa abierta de franca alegría:

—¡Courtain! —exclamó, avanzando hacia mí con la mano extendida.

Tendí la mía a mi vez y me la estrechó con calor.

—¡Cuánto me alegro de verlo! —manifestó—. No sabía que hubiese vuelto. Fui a visitarlo en cuanto salí de la Bastilla, pero no tuvo la decencia de esperarme. Quería agradecerle mi puesta en libertad. Como no pude entonces, lo hago ahora. Gracias.

—No me agradezca nada —repuse, complacido—. Por mi culpa se perdió salir aupado en hombros como un héroe nacional. Es lo que han hecho los vencedores de la Bastilla con los pocos presos que quedaban en su interior.

Bramont negó con la cabeza.

—Para mí es tanto o más importante el que se hayan retirado oficialmente todos los cargos que había en mi contra.

—Ahora que lo menciona… —se me ocurrió—, quizá pueda ayudarme…

—¿Sobre qué?

—Detuve a Saltrais —proclamé—. He concluido mi instrucción. Y ahora no sé qué hacer con el expediente. Quise entregárselo al secretario de la reina, pero no ha querido hacerse cargo de él. Y, sinceramente, tampoco tengo tiempo de hacer demasiadas gestiones o averiguaciones. Marcho esta misma noche de París.

Me observó grave. Entendía a qué tipo de viaje me refería.

—¿Se van?

—Sí —confirmé pesaroso—. De momento a Londres, luego ya veremos. Tanto Lucile como yo somos amigos de la reina, y se sabe. Y he de pensar en el niño. Todos se van, Bramont. Quizá usted, en su calidad de diputado de los comunes, esté algo más seguro, pero…

—Pero mi padre no —reflexionó en voz alta.

—¿Cómo?

—Mi padre era amigo del ministro Barentin. Lanzaron antorchas encendidas contra sus ventanas en la madrugada del lunes, y ayer apedrearon su coche en la calle. Quisiera que se marchara también, pero se niega. No hay forma de convencerlo.

—Si se fuera usted —sugerí—, se iría él.

Clavó la mirada en mí, y luego la desvió, meditabundo. Esperé en silencio.

—¿Cuándo se van? —preguntó al cabo de unos momentos, incisivo.

—Esta misma madrugada. Mañana pudiera ser tarde.

—¿Podríamos viajar juntos?

—¡Por supuesto! —me animé.

Bramont exhaló un suspiro reflexivo, y a continuación dijo:

—Podríamos encontrarnos dentro de cuatro horas a la salida de París, pasada la Puerta de Saint-Martin.

—Sí —afirmé sin disimular mi contento—, podríamos.

Bramont seguía circunspecto. Lo noté inquieto, y me lo confirmó la mirada esquiva que me dirigió.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

Resopló con un amago de sonrisa incómoda.

—Ahora que ya estamos en paz… —inició titubeante—, ¿puedo seguir contando contigo? —Me tuteaba por vez primera—. Quizá tenga que pedirte un favor más adelante. Un favor importante. Un favor de amigo.

—Con ese preámbulo —sonreí, marcando un leve gesto de aceptación—, ya quedo obligado.

Bramont asintió con la cabeza en muestra de reconocimiento.

—En cuanto al expediente —añadió—, dámelo a mí. He sido magistrado del Parlamento y sé qué trámite hay que darle. Daré las instrucciones precisas.

Confieso que recibí el ofrecimiento con sorpresa, alivio, y también con una sombra de desconfianza. Su primo, Didier Durnais, estaba postrado en cama con el intestino delgado perforado por una bala de mosquetón, luchando, febril, contra la infección; su estado era muy grave y se temía seriamente por su vida. Si moría, no dudaba de que Bramont daría trámite al expediente. Pero si sobrevivía…, su primo era uno de los principales acusados. ¿Qué haría entonces?

—Bien —contesté—, pero si te traspaso el expediente, quedará bajo tu responsabilidad y tu conciencia.

Sostuvimos la mirada. En un primer instante él mostró extrañeza y contrariedad, pues mi respuesta estaba más en la línea de la exigencia que en la del agradecimiento; pero acabó proyectando una expresión de entendimiento.

—De acuerdo —aceptó—. Lo asumo bajo mi exclusiva responsabilidad, y juro que actuaré respecto de él conforme a mi conciencia.

Reí para mis adentros. Actuaría conforme a su conciencia…; ahora estaba seguro de que mis sospechas eran acertadas. Pero ¿qué más me daba? Y, sobre todo, ¿qué alternativas tenía? Si lo entregaba en la sede de un Tribunal de Justicia, ¿tenía la seguridad de que correría mejor suerte, después de cuanto había ocurrido y estaba ocurriendo? Después de todo, si tenía que fiarme de una conciencia, prefería hacerlo de la de Bramont.

—Estupendo —concluí—, pues es tuyo.

Bramont me acompañó hasta mi berlina. Sus criados descargaron el cofre que contenía el expediente. Lo seguí con la mirada mientras observaba cómo los dos hombres lo transportaban al interior de la residencia, sujetándolo por sus asas, uno a cada lado. Me despedí mudamente de él, con profundo alivio.

—Quedamos dentro de cuatro horas —me recordó Bramont al despedirse—, en la primera parada de posta más allá de la Puerta de Saint-Martin.

En aquel lapso de tiempo Lucile había preparado el equipaje de los tres: una única bolsa de piel que podíamos transportar oculta en el bajo del asiento. Yo iba a viajar en el pescante, desempeñando la función de cochero; Lucile y el niño lo harían en el interior, solos, sin ninguna persona de servicio. El carruaje elegido no era el nuestro, sino el que solía utilizar el mayordomo, con un solo caballo de tiro. Esta medida nos restaría velocidad, pero era esencial no parecer una familia de aristócratas en plena huida, o podíamos tener serios problemas.

Salimos de madrugada, amparados por las sombras vespertinas y aprovechando el sueño de los parisinos, que por primera vez después de tres angustiosos días podían conciliar con tranquilidad. El orden reinaba en las calles, por obra y gracia de las patrullas de la Guardia Burguesa que las recorrían. Nos topamos de frente con una de ellas en la calle Saint-Antoine. Era un grupo de hombres, identificados con la escarapela roja y azul, precedidos por antorchas llameantes que portaban dos de ellos. Nos dieron el alto. Me detuve. Yo llevaba una pistola cargada oculta al cinto; otra y la munición, en el suelo del pescante, tras su pantalla frontal, a mis pies. Pero ellos eran muchos más, y también estaban armados. Quien parecía dirigir la patrulla se acercó a la ventanilla y miró al interior.

—¿Qué haces a estas horas por la calle, ciudadana? —preguntó a Lucile.

—Mi hijo ha estado vomitando. Lo llevo al médico.

El pequeño Gérard fue oportuno y en ese momento se despertó y rompió a llorar. Tenía un buen vozarrón, y su llanto era estridente y exasperante.

—Está bien —gritó el hombre, para hacerse oír—. Pero vuelve a tu casa cuanto antes.

Reanudé la marcha con calma, y llegamos así hasta la Puerta de Saint-Martin. La franqueamos sin ningún percance, y continué hasta la primera parada de posta. Detuve el vehículo, pero ni Lucile ni yo nos movimos de nuestras posiciones. Los minutos transcurrían con desesperante lentitud en la soledad y oscuridad de la noche, y la espera se hizo inquietante y larga. Pero por fin apareció el coche de Bramont, surgiendo de la bruma. Él llevaba las riendas, como hacía yo, y se detuvo en medio de una nube de polvo, mas sólo para saludarme con un mudo gesto de cabeza desde el pescante y reemprender la marcha.

Hicimos el viaje sin apenas detenernos, tanto por la urgencia de abandonar cuando antes suelo francés, como por la conveniencia de dejarnos ver lo menos posible en lugares públicos. Llegamos a Calais al día siguiente, tras un viaje agotador, especialmente para Bramont y para mí, que no soltamos las riendas durante todo el trayecto.

Frente a la puerta de la posada, los viajeros descendieron por fin de los vehículos. Nos saludamos todos con brevedad, con aire alicaído y cansino. Fue entonces cuando pude comprobar que Marionne no había venido.

—Se reunirá conmigo dentro de un par de días —explicó superficialmente Bramont mientras descargaba el baúl de viaje de sus padres—. Tenía cosas que ultimar antes de marchar.

Me extrañó, pero estaba tan rendido que no hice comentario alguno. Entramos en el albergue, pedimos alojamiento y comimos algo. Después Bramont y yo salimos en busca de un barco con el que atravesar el canal y compramos pasajes en uno que zarpaba al día siguiente a primera hora.

La mañana nos sorprendió a todos algo más descansados, aunque no más alegres. Habíamos sorteado los peligros de la salida de París, pero estábamos a punto de abandonar nuestros hogares y nuestro país. El sentimiento de pérdida y desarraigo planeaba agriamente sobre nosotros. Lucile, además, sufría por el alejamiento de sus otros dos hijos, y apenas le había aliviado el mensaje urgente que había enviado a su esposo la víspera informándole de los recientes acontecimientos e instándole a que se trasladara también a Londres o a que, como mínimo, enviara allí a los niños. Hasta que no le prometí que iríamos personalmente a por ellos si el duque no entraba en razón, no se tranquilizó un tanto.

Llegada la hora, nos trasladamos hasta el puerto y subimos a bordo. Era agradable el olor a salitre, los sedantes colores del amanecer, el marino graznido de las gaviotas, la brillante extensión del mar; pero, en cierta forma, cargado de melancolía también. Permanecimos todos en cubierta durante un rato, pero cuando el viento empezó a molestar, los padres de Bramont y Lucile con el niño descendieron a los camarotes. Iba yo a hacer otro tanto cuando Bramont me detuvo con un ademán.

—Quedémonos un rato —me invitó.

Apoyó los codos en la barandilla de babor, la que ofrecía vistas sobre el puerto. Me coloqué a su lado y adopté la misma postura.

—Ha llegado el momento de pedirte aquel favor que te anuncié antes de partir —dijo.

—Tú dirás.

—Yo regreso a París.

Nada dije, ni siquiera lo miré. Lo había temido. Era inconcebible que hubiese dejado a Marionne sola en la capital. Pero lo lamenté. Lo lamenté mucho más de lo que me atreví a demostrar.

—No puedo abandonar mi puesto en la Asamblea Nacional —se justificó.

Seguí sin pronunciar palabra.

—He venido para arrastrar hasta aquí a mis padres —me explicó—. No tendrían que descubrir que he desembarcado hasta que no puedan volver atrás. Y una vez en Dover, es preciso que continúen hacia Londres. He de pedirte que consigas todo eso y que cuides de ellos hasta que estén bien instalados.

—Bien —contesté.

—¿Lo harás?

—Sí, por supuesto. Queda tranquilo. Ataré a tu padre si es preciso, pero no los dejaré volver.

—Gracias —dijo sentida y escuetamente.

Aún estaban cargando mercancías en la embarcación. Teníamos algunos minutos.

—Le pedí a Marionne… —suspiró y se interrumpió—. Intenté que Marionne se fuera con mis padres. Me hubiese sentido mucho más tranquilo sabiéndola a ella también a salvo, pero… —dejó morir la frase, negando con la cabeza.

—Pero no te ha querido abandonar —concluí.

Bramont esbozó una semisonrisa de reconocimiento, una sonrisa emotiva e íntima.

—Pues no se lo perdono —remugué—. Si hubiera venido, tú no hubieses tardado ni tres días en seguirla.

Bramont replicó ahora con una tenue risa franca, de feliz rendición. Después permanecimos unos cuantos minutos en silencio, con la vista perdida en la actividad de un muelle que en realidad no mirábamos. Yo estaba en verdad afectado. La compañía de Bramont había paliado, en parte, el desgarro del exilio. Haber contado con su amistad en tierra extranjera hubiese tornado ésta menos extranjera. Pero él se volvía y yo me iba; y me sentí, por vez primera, un emigrado, y empecé a experimentar una opresión en el estómago.

Bramont volvió de su particular evocación y reparó en mi sombrío estado de ánimo.

—Bueno, no te lo tomes tan a pecho —me alentó—. Podrás sobrevivir sin mí.

—No estoy tan seguro —chanceé alicaído—: Voy a cortarme las venas.

—Entonces te daré una noticia que te hará reír.

—La verdad —dije—, no creo que haya nada que me pueda hacer reír en estos momentos.

—Ésta seguro que sí —dijo—: el vizconde de Saltrais ha quedado en libertad.

Me enderecé como si me hubiesen golpeado en los riñones con un garrote. Bramont contempló mi expresión de sorpresa e indignación y soltó una carcajada.

—¿Ves? —exclamó—. Sabía que te animaría.

—¡No es posible!

—Ya lo creo que es posible. Nos encontramos en la Asamblea Nacional. Me ha informado de todo él mismo.

—Pero… ¿cómo? ¿Ha conseguido escapar?

—No. Algo mucho más sencillo. Supongo que recordarás que el 23 de junio la Asamblea Nacional decretó la inviolabilidad de sus diputados…

No. No sabía nada de eso. Perdí la voz.

—Hizo llegar una carta al presidente de la Asamblea Nacional apelando a la inviolabilidad de su condición de diputado para solicitar su inmediata puesta en libertad, y éste, que no tenía ningún interés en cuestionar la eficacia o los límites de dicha prerrogativa, cursó la correspondiente orden al Châtelet, orden que su director recibió al día siguiente del asesinato del gobernador de la Bastilla, así que puedes imaginar cuánto tardó en obedecer la orden de la Asamblea.

—Y lo dejó en libertad…

—Sí.

—Sin más…

—Sin más.

—Por curiosidad, ¿cuánto tiempo estuvo encerrado?

—Creo que no llegó a veinticuatro horas.

Me levanté el sombrero para amasarme los cabellos. Recordé a la joven Edith abrazada a él y cerré los ojos con desmoralización. Adivinaba quién había escrito la carta en nombre de Saltrais y quién le había servido de correo. Había tenido sobrado tiempo para darle sus instrucciones. Sin duda ya pensaba en esa solución cuando se entregó en Londres, y la aparición de ella le había facilitado extraordinariamente su ejecución.

—Me la pegó bien —acepté derrumbado.

—Me alegro que te lo tomes tan deportivamente —soltó Bramont dejando caer una palmada animosa en mi hombro—. En fin, tú cumpliste con tu deber.

—Sí; inútil y penoso deber.

Estaban subiendo ya las últimas cajas.

—Dime, Bramont —solicité meditabundo—, ¿era esto lo que queríais?

Me miró interrogativo, porque en un principio no me entendió. Tras observarme, pareció hacerlo y contestó:

—La Asamblea Nacional está redactando una nueva Constitución; una Constitución que establece la separación de poderes y cuyo preámbulo es una Declaración de Derechos.

—¿Eso es un sí?

—No exactamente.

El tiempo se había acabado. Retiraban la pasarela.

Me tendió la mano. Se la estreché.

—Confieso que lamento que nos separemos —se me escapó al fin.

—Y yo —replicó Bramont. Obligándose a sonreír añadió—: pero mejor dejemos de confesarnos nuestro mutuo aprecio o acabaremos echándonos a llorar.

Recordé las palabras que le había dirigido yo hacía ya mucho tiempo, cuando me enteré de que abandonaba Versalles. Lo que entonces había sido una frase sarcástica estaba ahora cargada de todo su auténtico significado. Su eco me restalló en el alma, y la emotividad provocada por el desgarro del momento ascendió efervescente, anegándome. Bramont alargó el apretón de manos unos instantes más, y pronunció, en un nuevo intento de aligerar la tensión:

—Despídeme de Lucile. —Esperó a que asintiera y añadió—: Dale un apasionado beso de mi parte.

—Será un placer —articulé con dificultad—. Y tú otro de la mía a Marionne.

—Ni lo sueñes —guiñó.

Me soltó la mano, cogió su bolsa de viaje, se la echó al hombro y descendió de la nave. Cuando pisó tierra firme, se volvió y me lanzó un saludo breve, que devolví desde cubierta.

Luego lo vi alejarse, calle abajo, hacia la convulsa París. Lo seguí con la mirada, preguntándome si alguna vez volveríamos a vernos.

y cuál sería su destino. Todavía no estaba en primera línea del odio popular, pero cuando los que ahora la ocupábamos desapareciéramos, él y otros nobles liberales quedarían al descubierto. Quién sabe, quizá dentro de poco también él seguiría el camino del exilio…; o quizá no. O quizá yo por entonces habría emprendido ya otro. ¿Quién podía saberlo? ¿Quién puede saber lo que le deparará el mañana?

Bramont acabó por desaparecer de mi vista, arrastrando tras él mis brumosos pensamientos como estelas en la niebla. Mientras, habían retirado la pasarela, y cuando quise darme cuenta, ya habíamos zarpado.