Capítulo XXX

Domingo, 12 De Julio

Edith Miraneau

Estaba en casa cuando llamaron a la puerta con cierta contenida energía y clara impaciencia. Abrí. Era Alain. Me miró gravemente, apoyó su mano en el marco de la puerta y dijo, como quien anuncia una desgracia esperada:

—El rey ha destituido a Necker.

La nueva me sentó como un puñetazo en el esternón.

—¿Y la Asamblea Nacional? ¿La ha disuelto?

—No sé nada más.

Salí con Alain. La calle era un hervidero de gente. La noticia corría ya de boca en boca y la ciudad parecía una colmena conturbada. Nadie trabajaba por ser domingo, y todo el mundo estaba desocupado, conmocionado y asustado, y se arrojaba a la calle en busca de noticias. En nuestra desorientación, sólo podíamos acudir allí donde sabíamos que podíamos encontrarlas, donde nos podíamos congregar, donde podíamos debatir: al Palais Royal. Cuando llegamos, sus galerías y el jardín estaban llenos a rebosar. Un gentío inmenso estaba concentrado allí y continuaban llegando en una riada constante. El nerviosismo y el miedo cargaban el ambiente, electrizaban el aire. Alain me cogió de la mano para no perderme, y juntos intentamos llegar hasta el Café de Foy. En el trayecto oí fragmentos de discursos de diversos oradores que anunciaban los inminentes terrores que todos teníamos en mente e instaban a la resistencia armada, en medio de exclamaciones de aceptación. Todo el mundo parecía dispuesto a hacer algo, sin saber qué.

Conseguimos entrar en el Café de Foy, abriéndonos paso entre la desbordante clientela. Divisamos enseguida a August, Jacques y Gérard, pues estaban donde solían, aunque en lugar de ocupar una mesa, pues no debieron de encontrar ninguna libre, permanecían de pie apoyados en el marco de una ventana abierta.

—Han destituido a Necker —fue el trascendente saludo de August.

—¿Habéis visto los carteles? —preguntó Gérard—. Han colocado carteles ordenándonos, en nombre del re., que nos quedemos en casa, que no nos reunamos y que no nos asustemos del movimiento de tropas, que es sólo una precaución contra desórdenes y bandidos.

—Será esta noche —añadió Jacques, tremendista—. Estoy seguro. Esta noche las tropas invadirán la ciudad. El regimiento del Royal Allemand y otros regimientos de caballería recorrerán, sable en mano, la calle Saint-Honoré; los húsares y dragones marcharán desde el Campo de Marte; los regimientos de alemanes con sus cañones entrarán por la puerta de Enfer; la artillería nos acribillará desde Montmartre; tomarán todas las salidas de la ciudad y los puentes de Saint-Cloud y Sèvres, y cortarán todas las comunicaciones entre París y Versalles. Esta noche habrá una matanza.

—Ya deben de estar preparando los calabozos de la Bastilla para encerrar en ellos a los diputados de la Asamblea Nacional y a los electores de París —escupió August—. Mañana los detendrán a todos acusándolos de sedición, disolverán ambas Asambleas y anularán todas sus decisiones.

—Y después estallará una guerra civil —concluyó Alain.

—Deberíamos hacer algo —dije, nerviosa.

—Deberíamos armarnos —opinó Jacques.

—Ayer la Asamblea de los Electores propuso la formación de una Guardia Burguesa —apuntó Alain.

Alain solía acudir a la Asamblea de los Electores, así como yo lo había hecho a la Asamblea Nacional; de esa forma pretendíamos cubrir la información de lo que se debatía y acordaba en ambas.

—Tendrá que ser una Guardia Burguesa tan numerosa como un ejército —señaló Jacques—. Las tropas no son menos de cincuenta mil hombres o sesenta mil, ya no sé.

—¿Y de dónde vamos a sacar las armas? —cuestionó August.

—Mirad, allí hay uno que ya las tiene.

Seguimos la mirada de Gérard que, a través de la ventana, se dirigía hacia el exterior, a la entrada del Café. Camille Desmoulins, escritor y orador, a quien reconocí por haberlo visto en diversas ocasiones, se estaba encaramando a una mesa, o silla, o ambas cosas, con dos pistolas en las manos.

—¡Ciudadanos![22] —clamó, mientras el gentío que lo rodeaba interrumpía sus conversaciones para atender a sus palabras— ¡no hay un momento que perder! Vengo de Versalles; M. Necker ha sido destituido; ¡esta destitución es la señal de un San Bartolomé de los patriotas! ¡Esta noche todos los batallones suizos y alemanes saldrán del Campo de Marte para degollarnos! Sólo nos queda una solución: ¡la de recurrir a las armas!

Un unánime y ensordecedor clamor de aprobación y decisión acogió su llamamiento. Dijo entonces algo de colocarse una escarapela para identificarse y a su alrededor se optó por el color verde, color de la esperanza:

—¡Amigos! —continuó—. ¡La señal ha sido dada!; ahí están los espías y satélites de la policía que me vigilan. ¡No caeré, al menos vivo, entre sus manos! —Blandiendo las dos pistolas clamó—: ¡Que todos los ciudadanos me imiten!

Descendió entonces de su improvisada tribuna, de donde fue recibido con aclamaciones y abrazos, se colocó una hoja verde en el sombrero, mientras los castaños eran objeto de general expolio, y la muchedumbre, así señalizada, se puso en movimiento detrás de Desmoulins.

—¡Vamos! —exclamó Jacques.

—¿Adónde? —preguntó August.

—¡Pues con ellos, a donde sea!

—Yo iré al Hôtel de Ville —me susurró Alain cuando pasábamos entre dos mesas, cerca ya de la puerta.

Iba a recordarle que aquel día no había sesión, algo que Alain sabía perfectamente, pues era quien me había informado de que la próxima se había señalado para el día siguiente, lunes, cuando una mano me asió por el brazo, deteniéndome. Me volví y mi asombro fue mayúsculo al reconocer a Didier Durnais.

—¡Vaya! —exclamé, mientras todos, conocidos y desconocidos, me sobrepasaban para unirse a la multitud—, ¡qué sorpresa!

—Sí, supongo que aún me creías entre rejas —me reprochó.

—No, ya sabía que estabas en libertad —lo contradije, sin ápice alguno de remordimiento por nada, algo que al parecer él esperaba, pues me miraba con aire de severidad, como si tuviera algo que reprenderme—. Imagino que se debe a que denunciaste al vizconde, ¿no es así?

—Me habías ocultado que eras su amante —me soltó con acritud.

No sé por qué causa, porque no me avergonzaba de ello, pero quizá por la forma que tuvo de espetarlo me sonó a insulto. Enrojecí de cólera y repliqué:

—Y tú que eras un cobarde.

—No soy un cobarde. Simplemente no soy un estúpido. A ti sólo te interesa Saltrais.

Observé a mi alrededor y remarqué que había perdido a todo el mundo. Miré a Didier con irritación.

—Pues sí, así es. Sólo me interesa el vizconde. Hiciste bien en salvar tu pellejo, eso lo haces divinamente, como cuando mi cuñado estuvo semanas en prisión por tu culpa mientras tú te escondías en tu casa. Déjame en paz. Tengo que irme.

—Tú no lo amas —dijo de pronto, en un sorpresivo giro—. Lo admiras, como una vez lo admiré yo. Y te manipula, como me manipuló a mí. No te guardo rencor, Edith. Eres víctima de su carisma, como lo fui yo. Pero un día lo mirarás y de pronto descubrirás que es un hombre como lo demás, y entonces dejarás de sentir algo por él, como me pasó a mí, y comprenderás los errores que has cometido por su causa.

—Didier —perdí la paciencia—, espero que a mí no me ocurra nunca nada de lo que te haya pasado antes a ti. No hay nadie a quien tenga menos deseos de emular. Tengo que irme. Que te vaya bien. Suerte con tu libertad y con tu vida.

Salí precipitadamente del Café, mirando ansiosa en todas direcciones, sin esperanza de divisar a ningún conocido. Las galerías y el jardín se habían despejado. Recordé que Alain me había dicho que se dirigiría al Hôtel de Ville, y pensé en ir hacia allí.

Comencé a andar bajo las arcadas, cuando noté que alguien me seguía. Me detuve en seco al vislumbrar que era Didier.

—Creía que me había despedido —le dije seca.

—¿No quieres saber cómo he sabido que sois amantes?

—Está bien —concedí—, ¿cómo lo has sabido?

—Leyendo una carta tuya.

No repliqué, porque no entendí.

—Una carta que le habías escrito a Saltrais y que interceptó el marqués de Sainte-Agnès.

Palidecí. ¿Habían estado interceptando mi correspondencia con el vizconde? Mis cartas, con todas sus advertencias, ¿no habían llegado hasta él? ¿Había cometido en ellas alguna imprudencia? Me apoyé en una columna. La cabeza me daba vueltas. Sin reflexionar, porque no podía, decidí en ese mismo instante que tenía que encontrar al vizconde. Iría a la posada de Calais y esperaría a quien le recogía la correspondencia. ¡Debía advertirlo! ¡Nunca me perdonaría que lo detuvieran por mi culpa!

Salí corriendo, sin despedirme esta vez de Didier. A paso acelerado, sin reparar en todo el movimiento que había en las calles, llegué hasta mi casa. Tras preparar una sencilla bolsa de viaje que podía llevar a cuestas con comodidad, bajé al establo, ensillé uno de los caballos del carruaje que Marionne nos había dado, y monté a horcajadas sobre el animal.

En la calle, el tránsito, compuesto aquel día por una muchedumbre de personas, no me permitía ir más veloz que al paso. Decidí dar un rodeo, en busca de una ruta más despejada, pues temía que la lentitud me hiciese fácil víctima de ladrones, pero fue peor el remedio que la enfermedad, pues me topé de frente con una multitudinaria manifestación que me obligó a detenerme.

Parte de ella era la que había nacido en el Palais Royal, pero en su recorrido se había engrosado considerablemente. Iba encabezada por dos bustos, que correspondían, según me dijeron, a Necker y al duque de Orleans, extraídos ambos del Museo de Cera de M. Curtís. Dejé pasar la manifestación, con las banderas y crespones negros que se exhibían en señal de duelo por la destitución del ministro idolatrado.

Cuando el camino me lo permitió, reinicié la marcha por la calle Saint-Martin y continué sin tropiezos hasta la altura del edificio de la Ópera, próximo a la puerta del mismo nombre. Frente a ésta encontré otra aglomeración de gente alterada, y aunque conseguí sortearla, no sin dificultad, alguien se abalanzó sobre las riendas de mi montura, encabritándola. Supuse que el temido asalto ya estaba teniendo lugar, pero dudé de ello al percatarme de que mi asaltante era una mujer, y sola.

—¡Señorita Miraneau! —me llamó, mientras ella misma intentaba contener al caballo sujetándolo firmemente por el bocado.

Entre cabriola y cabriola del animal, conseguí mirarla. Era la señora Lymaux.

—La he visto pasar —alzó la voz, para sobreponerla al jaleo que nos envolvía—. La necesito, ¿puede ayudarme?

Cuando conseguí dominar al animal, le pregunté:

—¿Qué ocurre?

—Han destituido a Necker —me anunció.

—¿Ah, sí?

—Un gentío ha entrado en la sala de la Ópera gritando como demonios y han impedido la función. Cuando he salido no he podido encontrar mi carruaje, y tengo que ir urgentemente a visitar a una persona.

—¿Y qué puedo hacer por usted?

—Déjeme su caballo, se lo ruego.

—Lo siento —me negué tajante, asombrándome de que se atreviera a formular una petición semejante—. Lo necesito.

—¿Sabe usted lo que comportará la destitución de Necker? —se desgañitó, para convencerme—. He de ir a ver a una persona, un banquero amigo mío. Mañana lunes el valor de la deuda pública se desplomará y la Caja de Descuentos hará quiebra. ¿Lo entiende? ¡Hay que evitar la bancarrota como sea! ¿Se hace cargo de lo que puede comportar el desplome de la economía?

—¿Y usted y su amigo pueden evitarlo? —cuestioné.

—Mañana no debería abrir la Bolsa. No hasta que la estabilidad de los valores quede garantizada. Es urgente discutir las medidas a adoptar. Por favor…, déjeme su caballo.

—Lo necesito, ya se lo he dicho —volví a negarme—. Pero si no le importa subir a la grupa, la llevaré donde me pida.

El ofrecimiento pareció bastarle, porque sonrió aliviada. Tendí mi brazo, al que ella se aferró mientras hacía uso del estribo para montar sobre el animal. Iba vestida aparatosamente, con guardainfantes, sobrefalda, capa de seda y joyas, pero consiguió posicionarse a mis espaldas.

—¿Adonde la llevo?

—A la plaza Vendôme.

Suspiré. Ahora que había llegado ya a una de las puertas de la ciudad, tenía que regresar al centro, al núcleo de los disturbios. Recorrimos de esta guisa la ciudad, que parecía más alborotada a cada hora que pasaba. Se empezaban a ver, aquí y allá, grupos dispersos de cincuenta, cien, doscientos individuos armados con palos, bastones, picas; algunos, los menos todavía, hasta con pistolas. La mayoría estaban compuestos por ciudadanos corrientes, pero alguno de estos grupos no ofrecía un aspecto muy tranquilizador. Temí de nuevo por mi caballo y me atreví a ponerlo al trote, porque a pesar de que el animal cargaba con dos personas, Lymaux era ligera y tampoco yo era pesada. Pero nadie nos importunó seriamente y conseguimos llegar a nuestro destino. En la plaza Vendôme, Lymaux me indicó una portería y mostró su extrañeza al encontrarla cerrada. Se agarró a mí para ayudarse a bajar de la montura y llamó concienzudamente a la puerta valiéndose del picaporte de bronce. Tras comprobar quién era el apelante a través de un ventanuco del enorme portalón de madera maciza, un sirviente abrió con cautela la portezuela peatonal.

—Soy Charlotte Lymaux. Quiero ver a tu señor. ¿Está en casa?

—Sí señora, pase.

—¿Por qué está la puerta cerrada?

—Por precaución, señora. Ha llegado hasta aquí una manifestación multitudinaria. Llevaban los bustos en cera de Necker y del duque de Orleans, que han paseado en torno a la estatua del Luis XIV. Luego han continuado su marcha hacia el jardín de las Tullerías. —Decidí desmontar, para oír mejor las explicaciones del hombre—. Aquí los estaba esperando un destacamento de dragones y temimos un enfrentamiento, pero los soldados quedaron sumergidos por la multitud; sin embargo —añadió mirándome, al aproximarme—, sí lo ha habido en las Tullerías. Mi señor está enviando a menudo a alguien de la casa para que lo informe. El regimiento de caballería del Royal Allemand estaba en la plaza Luis XV y ha entrado a la carga en las Tullerías para disolver la manifestación, pero han sido recibidos a pedradas por la gente, que les tiraba de todo desde la terraza de los jardines, de forma que se han visto obligados a retroceder, pero lo han hecho a golpe de sable para abrirse camino y parece que ha habido heridos. Ahora el regimiento está replegado de nuevo en la plaza Luis XV, pero sabemos que han solicitado y esperan refuerzos para acometer de nuevo contra la manifestación. Hay varios regimientos acampados en el Campo de Marte, y otros en los Inválidos y en la Escuela Militar. Pronto la rodeará un ejército.

Pensé en August, Gérard y Jacques, que probablemente estaban allí, y el recuerdo de Daniel, inmóvil con el disparo en el pecho, me asaltó. Lymaux, que se había vuelto hacia mí con el rostro alterado, me cogió por el brazo y me llevó a un aparte, arrimándome a la pared. Abrió su bolso de mano y extrajo un objeto pequeño que no pude distinguir y que depositó en la palma de mi mano.

—Es la llave de un local que está frente a mi residencia —me apremió, casi al oído— donde hay almacenadas armas. No son muchas, pero debe de haber unas doscientas entre mosquetones, fusiles y pistolas. Tienes que llevarlas al Hôtel de Ville para repartirlas entre la gente.

La miré asombrada.

—¿Y cómo voy a trasladar yo doscientas armas?

—Busca ayuda, tienes amigos.

—¿Y por qué no lo haces tú? —la tuteé, como hacía ella conmigo.

—Yo tengo que luchar en otro frente —replicó, dirigiendo una significativa mirada hacia el portalón del que se había separado—. ¡Edith, no puedes pensarlo! —me arengó, oprimiendo imperiosa mi mano—. La Revolución ha de triunfar. ¡Necker tiene que volver a toda costa o será la ruina para todos!

Pensé. Tenía mis planes, que comenzaban a estar ya algo difuminados. Podría ir a buscar a Alain al Hôtel de Ville, si es que todavía estaba allí, y pasarle a él aquel muerto mientras yo continuaba mi constantemente interrumpido viaje en pos del vizconde. Pero si entraba en el Hôtel de Ville, ¿dónde dejaría mi caballo en condiciones de poder recuperarlo a la salida?

—Buena suerte —se despidió con premura Lymaux sin darme opción a negarme y, antes de que yo pudiera pronunciar palabra, desapareció por la puerta donde el sirviente la había esperado.

Volví a montar para dirigirme hacia el Ayuntamiento en busca de Alain. Pero cuando llegué a la plaza de la Grève me di cuenta de lo difícil de mi cometido. Ingenuamente había supuesto el Hôtel de Ville en las mismas condiciones en que lo conocía, es decir, despejado y en perfecto orden, pero aquél no era un día cualquiera. La plaza estaba repleta de gente, así como la entrada al edificio, y supuse que también su interior. ¿Qué podía hacer con el caballo? En una esquina, debajo de una farola que llamaban Lo Lantern., vi a un muchacho de unos doce años y pensé que no tenía más remedio que jugármela. Le di un luis, lo cual era una pequeña fortuna, pero no tenía moneda más pequeña, y le prometí otro si me guardaba el animal. Después me armé de decisión para entrar en el palacio del puebl..

El edificio del Ayuntamiento estaba, en verdad, tomado por la ciudadanía. El amplio vestíbulo, la solemne escalinata, hasta la gran sala donde se reunían los electores, todo estaba lleno a rebosar. El ambiente era, además, caótico; el alboroto, tremendo. Un clamor universal exigiendo armas se extendía de una punta a la otra, desde el exterior hasta el interior pasando por cada una de las estancias. La gente exigía armas como único medio para defenderse del ataque del ejército, que temían inminente. Reinaban el pánico y la exacerbación. Pasé entre los sudorosos cuerpos, los gritos, las exclamaciones y la agitación, hasta la sala de los electores. Estaban éstos acorralados por la multitud, que había sobrepasado la barrera del público y lo inundaba todo. Agrupados junto a la mesa de la presidencia, oían los clamores unánimes exigiendo armas, la petición de convocar a todos los distritos, de tocar a rebato, las amenazas incendiarias si no se atendían sus peticiones. Intentaban, en medio del caos y del tumulto, debatir y explicar a aquella masa enardecida que ellos no eran ninguna autoridad, que no sabían dónde había armas ni tenían poder para disponer de ellas. Pero la gente no estaba para atender a razones. La armería de los guardias de la ciudad en el edificio fue asaltada una vez descubierta y las armas requisadas e inmediatamente repartidas, pero eran pocas. Se necesitaban muchas más. La carga del regimiento del Royal Allemand en las Tullerías se alegaba como muestra del peligro en que estábamos la población indefensa. Yo había participado antes en manifestaciones, pero lo que presencié allí era de naturaleza distinta. La actitud, las exigencias de la gente, la disposición de buscar su salvación traspasando toda barrera, todo límite, era una auténtica sublevación. Finalmente, en medio del mayor alboroto, los electores resolvieron convocar a todos los distritos a la mañana siguiente a toque de rebato.

Pretender encontrar a Alain en medio de aquel torbellino era ilusorio. Lo intenté infructuosamente durante más de una hora, pero cuando la riada humana, en sus diversas oleadas, me empujó de nuevo a la entrada del edificio, desistí de volver a intentarlo y salí al exterior, atravesé la plaza y fui en busca de mi montura.

Lo sentía, pero no podía hacer nada más, me dije. Doscientas armas más o menos no cambiarían el curso de nada, seguí diciéndome y, en cualquier caso, yo no podía trasladarlas sola, no había encontrado la ayuda necesaria y no podía confiar las llaves de un pequeño arsenal a cualquiera de los miles de desconocidos que estaban allí concentrados exigiendo precisamente lo que yo tenía. Me iba, estaba decidido.

Milagrosamente el muchacho seguía allí, con mi caballo. La hora de espera debía de haber sido la mejor remunerada de su vida, pues, tal y como le prometí, le entregué otro luis. Monté y me dirigí hacia una de las puertas de acceso a la ciudad, por donde pretendía salir de ella, preguntándome qué habría ocurrido o qué estaría ocurriendo en el jardín de las Tullerías y evitando la proximidad a éste, que, según todos los informes, debía de estar siendo rodeado por los regimientos acampados o acuartelados en la otra orilla del Sena.

Era ya bien entrada la noche y la ciudad estaba muy oscura. La luminosidad artificial era escasa y tenue, y el cielo estaba negro y opaco. Cualquier sombra o ruido parecía más amenazador en esas condiciones, y la única ventaja era que pude avanzar a mayor velocidad por unas calles menos transitadas a aquellas horas, aunque no desiertas, pues seguía encontrándome, de vez en cuando, grupos más o menos numerosos provistos de antorchas que deambulaban en busca, los bienintencionados, de armerías o cualquier depósito de armas que asaltar, y los que no lo eran, de cometer cualquier otra clase de asalto o atropello. Evitándolos, lo que podía hacer gracias al anuncio que suponían sus antorchas y la capacidad de reacción y maniobra que propiciaba mi cabalgadura, llegué hasta una de las barreras de la muralla.

Pero la situación allí no era tampoco tranquila y comprendí que no podría salir.

—¡Vamos, baje, necesitamos el caballo, señorita!

Tres individuos me apremiaban ya, uno agarrando las riendas, otro cogiéndome por el brazo para obligarme a desmontar, otro sacando a la fuerza mi pie del estribo para derribarme del animal si no lo abandonaba voluntariamente. Apenas había podido percatarme de mi concreta situación ni emitir sonido de protesta, cuando me vi en el suelo, mientras dos de los sujetos se llevaban el equino y el tercero me ayudaba a levantarme.

El grupo era más numeroso, quizá compuesto por treinta o cuarenta personas. Habían derribado la puerta de entrada al edificio de las oficinas aduaneras a golpes de hacha, y tras penetrar en su interior estaban lanzando por las ventanas sillas, archivadores, mesas, estanterías, papeles y objetos diversos, que se estrellaban con gran estrépito haciéndose añicos en el suelo, donde otros recogían y amontonaban sus restos para formar una hoguera. Mientras, los restantes intentaban derribar la barrera, a cuyo fin había resultado providencial la aparición de mi caballo. Algunas personas se limitaban a observar a prudencial distancia, sin presentar oposición alguna, como tampoco lo hacían los cuatro guardias franceses que observaban el destrozo con apariencia de estar más dispuestos a intervenir si alguien intentaba evitarlo que en caso contrario.

Al poco, la barrera saltaba de sus goznes y el fuego hacía presa del edificio aduanero. Observé absorta las llamas que iluminaban su interior y lamían los marcos de las ventanas, con su festival de chispas flotantes, mientras notaba su calor en la piel del rostro, y el denso y embriagador olor a quemado que se esparcía por el aire.

Luego me acerqué a los jóvenes que sujetaban mi caballo y les dije:

—Sé dónde hay armas.

Lunes, 13 De Julio

Marionne Miraneau

Me senté en la cama de golpe, sobresaltada. Parecía que todos los campanarios hubiesen decidido despertar a la ciudad entera. El repiqueteo persistente y agudo de decenas de campanadas entraba por el balcón abierto sin paliativo alguno, con la brisa borrascosa de julio, transmitiendo un inquietante mensaje de alarma. ¿Qué ocurría?

Miré a mi lado. Paul no estaba en el lecho. La noche anterior, ya entrada la madrugada, había venido a visitarlo Charlotte Lymaux con un par de personas más, amigos suyos, banqueros ambos, por lo que pude entender. Venían a exponerle la necesidad de que la Asamblea Nacional exigiese al rey el regreso de Necker y para que adoptase cualquier medida que impidiese la bancarrota. Estaban francamente asustados. Si se necesitaban medios económicos, llegaron a ofrecer, para conseguir el triunfo de la Revolución, ellos podían aportar fondos estimables. La bancarrota era la ruina, el desastre, el hundimiento de la economía. Paul los escuchó, y en cuanto se hubieron marchado, no pudo permanecer un minuto en casa. A la impaciencia transmitida por esta reunión se unían las informaciones que le llegaron de que algunos diputados de la Asamblea Nacional habían acudido aquel domingo espontáneamente al Menus-Plaisirs sin poder decidir nada ante la ausencia de muchos diputados y de su mismo presidente. Montó a caballo y salió a galope hacia Versalles, a pesar de las noticias relativas a que los regimientos militares tenían tomados los puentes y los caminos.

Las campanadas seguían azuzando. Me levanté y me precipité a la balconada abierta, que daba sobre el jardín interior. Un resplandor anaranjado y humeante reverberaba en diversos puntos de la lejanía, sobre el violáceo del cielo matutino. Olía a quemado. El olor impregnaba toda la atmósfera, el aire de la ciudad, y provenía seguramente de aquellos focos flameantes. ¿Era la ciudad la que ardía? ¿Había empezado el temido ataque? Cuando las campanadas lo permitieron, oí redobles de tambores y voceríos de llamada a generala recorriendo las calles. Entonces comprendí: estaban tocando a rebato.

Salí del balcón, corrí hacia mi ropero y me vestí rápidamente. Luego, apenas recogido el cabello en un moño improvisado, atravesé pasillos y estancias y bajé las escaleras. No tenía una idea precisa de adonde me dirigía. Mi inmediato objetivo era la calle.

Pero, nada más pisar la memorable galería de la planta baja, me detuve en seco. Un grupo numeroso, de decenas de individuos, tal vez treinta o cuarenta, armados con fusiles, escopetas, pistolas…, entraban por el otro extremo. Estaban en el interior de mi casa, allí, a pocos pasos. Al verme, se pararon, formando una masa compacta de numerosos rostros que me miraban con expresión resuelta y adusta. Una figura avanzó, sobresaliendo de entre los demás. Era Edith. Quedé estupefacta al verla. Parecía una Juana de Arco surgida de una ciudad en llamas, con su ejército a sus espaldas. Su aspecto era lamentable. Sus ropas sucias, rasgadas en los bajos y en zonas de las mangas, el peinado medio deshecho, el rostro manchado de hollín, los ojos enrojecidos, la expresión dura y extraviada. En la mano derecha sostenía un fusil.

—Venimos a por armas —me soltó con voz de mando desde el extremo de la galería.

La sorpresa me impidió pronunciar palabra.

—¡Armas, Marionne! —repitió en tono requirente.

—¿Los has traído tú? —articulé al fin.

—Sí. Necesitamos armas. Tu marido tiene una armería.

—¿Has venido a asaltarme en mi propia casa?

—No es un asalto. Sólo venimos a por las armas. En tus armarios no prestan ningún servicio. Te aseguro que hasta a ti misma te interesa más que estén en manos de la Guardia Burguesa.

Observé al grupo, que se removía inquieto tras Edith, esperando que terminara aquel preámbulo, impacientes por seguir adelante y concluir la gestión, dando por hecho que las armas ya eran suyas. No había posibilidad alguna de resistencia.

—La armería está fuera —indiqué—, en el pabellón contiguo a los establos.

Anduve hacia ellos. Cuando llegué, hice ademán de continuar mi camino, y se apartaron para dejarme pasar. Luego me siguieron; Edith de nuevo a la cabeza de todos ellos. Yo estaba tan sorprendida que apenas había podido enojarme con ella todo lo que merecía por haber llevado aquel peligro a mi casa. Atravesé los salones hasta la salida de la mansión y los conduje a la armería.

—Sólo las armas modernas —advertí a Edith antes de apartarme para franquearle la entrada al pabellón—. No toquéis las antiguas.

Sus acompañantes ahora no esperaron. Nos sobrepasaron a ambas, entrando brusca y apelotonadamente. Cuando conseguí hacer lo mismo, una vez hubieron entrado todos, comprobé el destrozo que estaban acometiendo. Las carabinas, pistolas, arcabuces, lanzas, espadas, sables…, todas las armas que Paul había reunido con espíritu coleccionista, todas distintas entre sí, casi todas con algún valor especial, habían desaparecido de sus estantes, y con las que tenían en sus manos habían golpeado y hecho añicos los cristales de las vitrinas que guardaban y exhibían las antigüedades. Cuando todos se hubieron marchado, comprobé el daño. El suelo estaba alfombrado con cristales rotos, y prácticamente todas las piezas de colección habían desaparecido. Edith se había detenido junto a la puerta y observaba mi expresión de desolación.

—Esto no es nada en comparación con lo que puede hacernos el ejército si nos ataca y no podemos defendernos —se justificó.

Guardé un enojado y condenador silencio.

—¿De dónde sales? —le espeté al cabo, mirándola de nuevo de hito en hito.

—He pasado la noche ayudando a destruir e incendiar las barreras de la muralla. Y acopiando armas.

—El fuego que se ve, ¿es de las barreras de la muralla?

—Sí, esta noche han sido incendiadas la mayoría. Los productos que entren en la ciudad ya no pagarán impuestos.

—Ya veo. Y tras convertirte en incendiaria y asaltante, ¿qué vas a hacer ahora?

—Vamos a llevar las armas al Ayuntamiento —replicó, sin aparentar reparar en mi descalificación—. Después no lo sé, lo que sea necesario. Estamos al servicio de la defensa de la ciudad.

—Al servicio de la defensa de la ciudad… —repetí pasmada.

—Así es. Tú quédate aquí, en tu casa, a salvo, cuidando tus riquezas —contraatacó despreciativa—. Pero si quieres conservarlas, te aconsejo que la cierres mejor. Hemos entrado sin la mínima dificultad. Esta madrugada han sido asaltadas varias mansiones de aristócratas.

No repliqué. Edith me sostuvo la mirada un instante más, y desapareció tras sus secuaces.

No permanecí en mi casa. No podía quedarme allí aislada, sin enterarme de nada, percibiendo sólo señales confusas e inquietantes de las que no conocía ni la causa ni sus efectos. No podía concentrarme en nada que me distrajera, y nada me interesaba salvo saber lo que estaba ocurriendo.

Caminaba por el sendero que bordeaba el jardín interior, pues había decidido ir a pie, cuando me sorprendió ver al señor Bontemps, que rebasaba en ese instante la verja de entrada. Iba también a pie, cojeando ligeramente, con la respiración agitada, sudoroso, mostrando una enorme fatiga, y con aspecto descompuesto.

—¡Marionne! —exclamó al verme, tendiendo los brazos hacia mí.

—¡Señor Bontemps! —exclamé, acelerando la marcha hacia él.

Cuando estuvimos uno frente al otro, tomó aire, respiró afanosamente, y apoyó las manos en las rodillas, recuperando el aliento.

—Marionne…, la ciudad… —pronunció jadeante—, la ciudad…, se han vuelto todos locos…

—¿Qué ocurre?

—Han asaltado…, esta mañana, casi de madrugada…, han saqueado el convento de Saint-Lazare…, todo el grano y los alimentos. El grano lo han llevado al mercado, a Les Halles, carretas y carretas llenas de harina…, por eso me he enterado…, yo estaba en el taller, pero lo he cerrado, porque ha venido mi nuera, llorando desesperada, porque mi hijo, mi hijo Alain, no ha aparecido en toda la noche, y ha ido a buscarlo a la imprenta, pero estaba vacía, y… —respiró— entonces he ido a la casa de la madre de usted, por si su hermana Edith sabía dónde estaba mi hijo, pero su madre no sabía ni siquiera dónde estaba su hermana, y la pobre está también destrozada por los nervios… ¿Ha oído usted el toque de rebato? ¿Sabe que han incendiado las barreras de las murallas? ¡Están locos, están locos…! ¡El fuego podría haberse propagado a toda la ciudad! Han atacado también la prisión de la Force y han soltado a todos los presos… Parece que también ha habido un motín en la prisión del Châtelet… Y han asaltado el guardamuebles, se han llevado todas las armas…, piezas de museo…, auténticas antigüedades… Es… —hizo un gesto con las manos, como si lo ocurrido lo sobrepasara—. No sé…, no sé qué va a ocurrir… Es una locura… Y he pensado… —volvió a su relato—, he pensado que usted igual sabía dónde estaba su hermana Edith, y quizá así yo pueda averiguar dónde está mi hijo Alain…

—Mi hermana está bien. La he visto hace apenas unas horas —me limité a explicar, sin añadir nada más—, pero no estaba con Alain. Yo ahora iba hacia el Hôtel de Ville, en busca de noticias. Quizá esté allí. Si quiere acompañarme…

Salimos a la calle. El ajetreo era ciertamente considerable, e inusual, pues se percibía que la ciudad, en extraordinaria agitación, no se dedicaba a sus quehaceres habituales. Se respiraba un ambiente excitado de estado de alarma general. Me apenaba el señor Bontemps, que renqueaba sin resuello y parecía que cada paso que daba fuera a ser el último. Por ello, cuando un carro de mercancías se detuvo a nuestro lado, pregunté al conductor si iba hacia el Hôtel de Ville y si podía acercarnos hasta allí.

—Sí, claro —ofreció el hombre—. Suban.

Así lo hicimos, aunque el señor Bontemps con gran dificultad, y nos sentamos encima de los sacos que transportaba. En el pescante viajaban dos individuos, el que nos había hablado y otro de expresión ruda que apoyaba un trabuco en sus rodillas y que no se molestó en saludarnos, aunque nos observó con expresión hosca, que parecía permanente en él. En el carro descubrimos a un matrimonio de mediana edad que, sentados sobre los fardos, nos miraron con aire resignado y contrariado a un tiempo.

—Los pillamos cuando intentaban salir de la ciudad —nos explicó nuestro amigo desde el pescante mientras agitaba las riendas para arrancar—. Iban a transportar todas estas provisiones a uno de los campamentos militares de las afueras. Por suerte, hemos podido evitarlo a tiempo.

—No es cierto —contradijo la mujer, rencorosa—. Somos comerciantes; íbamos a hacer lo de cada día: trasladar nuestra mercancía a Saint-Cloud. ¡Y estos sujetos nos han robado!

—Calla, mujer, calla —le siseó, seco y cauto, el marido.

—¡No hemos robado nada! —negó el del trabuco, escupiendo tabaco mascado acompañado de una estela de saliva marronácea—. Vamos a llevar esto al Hôtel de Ville —añadió mostrando sus dientes negros—, y que la Asamblea de los Electores decida lo que hay que hacer con ello.

El señor Bontemps y yo optamos por un prudente silencio, y así continuamos hasta llegar a la plaza de la Grève.

Cuando ésta apareció ante nuestros ojos, vi un espectáculo inusitado. Un caos de carros, carruajes y vehículos de diversas clases, cargados con comestibles, muebles, utensilios varios, se acumulaba y convulsionaba en aquel espacio urbano. Al parecer, la idea de incautarse de todas las mercancías y dirigirlas hacia el Hôtel de Ville para asegurar que fueran destinadas al bien común, es decir, al avituallamiento de la ciudad, era algo así como una espontánea consigna general. Nuestros conductores no parecieron tan sorprendidos como yo, lo que me hizo suponer que aquélla no era la primera misió. confiscatoria que llevaban a cabo. El vehículo se detuvo, atascado en medio de aquel abigarrado desorden.

—¿Por qué no vais vosotros? —nos soltó de pronto—. Informad al Comité Permanente de que tenemos cincuenta sacos de legumbres secas y preguntadle qué hacemos con ellos.

—Está bien —aceptó, para mi sorpresa, el señor Bontemps con talante colaborador.

Ni siquiera sabíamos lo que era el Comité Permanente, pensé para mis adentros mientras bajaba del carro y observaba el barullo que nos rodeaba, que hacía difícil incluso llegar hasta las puertas del Hôtel de Ville. No obstante, seguí dócilmente al bien dispuesto señor Bontemps, que parecía haberse contagiado de pronto del patriótico espíritu ciudadano, esquivando carros, cajas, barriles, baúles, bestias, personas y cuantos obstáculos encontramos hasta llegar a la entrada del edificio, donde un flujo agitado de gente entraba y salía constantemente en la mayor actividad, anunciando lo que nos esperaba en el interior.

Dentro, todo estaba invadido. Nos detuvimos en el vestíbulo, desorientados en medio del ajetreo. ¿Qué demonios era, y dónde estaba, el Comité Permanente?

Pero mi buen maestro, sin perder su diligente empuje emprendedor, entabló enseguida conversación con cuantos le pareció que podían estar bien informados, y así nos enteramos de las decisiones que se habían adoptado hasta el momento y hacia dónde debíamos dirigirnos.

En las últimas horas se habían creado dos nuevas instituciones que se habían convertido en la máxima autoridad de la ciudad: la Asamblea del Hôtel de Ville y el Comité Permanente. No existían la víspera, ni al amanecer de aquel mismo día, pero la ciudad se encontraba en estado de alarma, sitiada por un ejército que amenazaba con atacarla y bloquear sus suministros, así que era necesario reorganizar la defensa y la resistencia. ¿Cómo se habían creado estas dos instituciones? La primera de forma casi espontánea: los electores, que contaban con la confianza y simpatías de la ciudadanía pero que carecían de autoridad, habían llamado a unirse a ellos a los cargos municipales —entre ellos, al preboste de los comerciantes, señor Flesselles, es decir, al jefe de la Municipalidad—, que no tenían ni la confianza ni las simpatías del pueblo, pero sí la autoridad que los primeros necesitaban. De tal forma la Asamblea de los Electores se había convertido en la Asamblea del Ayuntamiento. Y ésta había nombrado un comité ejecutivo que gestionara las decisiones que se adoptaban en la Asamblea, el cual funcionaría sin interrupción hasta que se superara la crisis: el Comité Permanente.

La recién nacida Asamblea no había perdido el tiempo, y para la organización de la defensa había decretado que los distritos crearan la Milicia parisina para la defensa de la seguridad pública, la cual estaría formada por los ciudadanos que se registraran al efecto; que la Milicia estaría constituida por dieciséis legiones compuestas a su vez por cuatro batallones doce de ellas y tres las restantes, y por cuatro compañías cada batallón; que la insignia de identificación de la Milicia serían los colores de la ciudad, por lo que cada miliciano debía llevar una escarapela azul y roja; que el cuartel general de la Milicia parisina estaría en el Hôtel de Ville; que quedaba establecido un Comité Permanente que trabajaría para atender las necesidades de la ciudad, que en esos momentos tenía dos acuciantes: la provisión de armas y la provisión de alimentos; que todo el que estuviera en posesión de fusiles, pistolas, sables, espadas u otras armas debía entregarlas en su correspondiente distrito para ponerlas a disposición de la Milicia parisina…

El Comité Permanente, por su parte, estaba presidido por el preboste, señor Flesselles, y compuesto por varios cargos municipales y electores, y se había ubicado en uno de los despachos del edificio, distinto de la gran sala donde paralelamente tenía lugar la Asamblea, a fin de gestionar los numerosos asuntos que se le planteaban. Acudimos allí para cumplir con nuestro encargo, pero el gentío que esperaba en la antesala del Comité para ser atendido por éste era apabullante. En realidad era apabullante todo lo que estaba ocurriendo. Estaba asombrada de aquella masiva capacidad de reacción que había creado, de una forma tan improvisada y espontánea, un centro de decisión y gestión de la crisis, cuando el señor Bontemps, más pragmático y menos filosófico, me dijo:

—Es imposible que nos atiendan, ni tampoco quiero molestarlos con esta minucia. Tienen asuntos mucho más importantes de los que ocuparse que pensar en qué hacer con cincuenta sacos de legumbres secas. Les diremos que los lleven al gran mercado de Les Halles. Es lo que han hecho los que han asaltado el convento de Saint-Lazare esta mañana.

Asentí, sin discutir, pero no me moví. Yo todavía estaba aturdida por cuanto me rodeaba, y me quedé observando la puerta abierta del despacho del Comité, donde un nutrido grupo, que por lo que entendí representaba a algún distrito, estaba exigiendo armas que suministrar a la Milicia que habían formado en cumplimiento de la resolución de la Asamblea. La petición de armas era, en general, la reivindicación más insistente y extendida, y la falta de ellas la que ocasionaba las protestas más airadas. ¿De qué servía la Milicia sin armas?

Después de cuanto estaba presenciando, ya no me pareció tan grave la incursión de mi hermana en mi casa aquella mañana. Se necesitaban armas, hasta yo lo entendía ya, y la sensación de estar en una situación de emergencia estaba calando en mí, y sin duda había calado ya entonces en ella tras haber estado toda la noche dedicada a buscarlas y a la desmedida acción de incendiar las barreras de la muralla.

El señor Bontemps, ante mi abstracción, me instó a seguirlo, cogiéndome por el brazo. Quiso, no obstante, antes de salir del edificio, asomarse a la gran sala de la Asamblea para comprobar si su hijo estaba allí. A pesar del bullicio que reinaba también en ella, se había conseguido que las comparecencias se desarrollaran con un cierto orden, y a la sazón era el turno de los representantes de otro distrito para informar de las medidas y decisiones que habían adoptado y para pedir, cómo no, armas. Yo presté atención a lo que decían mientras el señor Bontemps buscaba visualmente a Alain entre el público. La labor no era fácil, porque la asistencia era numerosa y en constante movimiento.

—No está —concluyó pesaroso, tras esperar hasta cuatro comparecencias—. No está.

Pero apenas hubo pronunciado estas palabras, lanzó una exclamación. Alain acababa de aparecer, acompañando a la delegación del distrito que informaría seguidamente a la Asamblea. Sonreí, sintiendo la alegría y el alivio del anciano. Éste esgrimió señales ostentosas con los brazos desde nuestro puesto en la tribuna del público, hasta que consiguió llamar la atención de la mitad de la sala y, finalmente, la del propio Alain, que nos devolvió el saludo desde la distancia.

—Primero estuve aquí, anoche —nos explicó cuando nos encontramos al cabo, fuera ya de la sala—, luego fui al Palais Royal y me sorprendió la madrugada y el toque de rebato antes de volver a casa, así que regresé aquí a primera hora y después me dirigí hacia mi distrito para registrarme en la Milicia. Necesitamos armas. Flesselles ha prometido miles de fusiles que espera que lleguen de un momento a otro.

—¿Se sabe algo de Versalles? —le pregunté pensando en Paul—. ¿De la Asamblea Nacional?

No me contestó, porque el revuelo de un excitado rumor nos alcanzó. Pólvora. Unos hombres habían comparecido para manifestar que habían descubierto y detenido un barco en el Sena con un cargamento de pólvora proveniente del Arsenal, cuya carga se habían incautado y trasladado hasta el Hôtel de Ville. La noticia fue acogida con entusiasmo primero, pero con gran sobresalto después, cuando se supo que los barriles, que habían sido depositados en el patio del edificio, estaban rodeados por un gentío que exigía su distribución inmediata y que amenazaba con hacerlos explotar si no se atendía su petición. Permanecimos imprudentemente anclados donde estábamos, hasta que, de pronto, se oyó un disparo proveniente del patio, al que siguió un grito colectivo de pánico y una estampida de gente en todas direcciones. Por fortuna, a la detonación no siguió ninguna explosión, pero el episodio aumentó la tensión considerablemente.

—Padre —dijo Alain cuando el peligro parecía superado—, deberías volver a casa. Usted también, Marionne. Esto se va a poner cada vez peor. Los nervios están a flor de piel.

—¿Y tú? —respondió el señor Bontemps, regañón—, ¿qué piensas hacer? ¿Es que para ti la situación será distinta?

—Yo voy a esperar las armas —repuso Alain secamente—. La pólvora tampoco sirve de nada sin fusiles.

—Yo voy a esperar noticias de la Asamblea Nacional —repuse a mi vez.

Alain me miró.

—Esta mañana unos electores salieron hacia Versalles para informar a la Asamblea Nacional de lo que está ocurriendo en la capital —explicó—. Que yo sepa, aún no han regresado. Pero la falta de noticias es buena noticia. Si el rey hubiese disuelto la Asamblea, ya se sabría.

Suspiré con angustia.

—Y de Edith, ¿sabes algo de Edith? —le pregunté.

—Sí. Apareció aquí a primera hora comandando un nutrido grupo de gente y con un carro repleto de armas. Se fue con sus compañeros a repartirlas entre varios distritos. No debes preocuparte por Edith; sabe cuidarse sola.

A uno de los electores, el abad Lefevbre, se le encomendó la misión de repartir la pólvora que, tras la desbandada, había sido puesta a buen recaudo, y los representantes de los distritos fueron invitados a esperar las armas prometidas por Flesselles en un despacho. Ya hacía tiempo que aguardaban, que recibían largas y se les instaba a la paciencia, y empezaban a transparentar un irritado nerviosismo, y hasta a poner en duda la promesa de Flesselles.

—Después de todo —nos dijo Alain entre dientes—, es un agente de la Corona, un funcionario nombrado por el rey. ¿Por qué hemos de creer en su lealtad? Puede que sólo pretenda ganar tiempo sabiendo que el Ejército no tardará en atacar. Nos han dicho que volvamos a nuestro distrito y regresemos dentro de un par de horas, ¡pero yo no pienso moverme de aquí hasta que esos fusiles aparezcan!

—Habrá que decirles algo a aquéllos… —recordó el señor Bontemps, refiriéndose a los del carro— si es que aún nos esperan…

—Yo iré —me ofrecí rápidamente, deseosa de escapar de la exasperación que impregnaba el ambiente y de hacer algo que me tuviera ocupada.

Salí al exterior. Fuera, el caos seguía siendo el mismo, o quizá había empeorado con el transcurso del tiempo y la acumulación de vehículos y mercancías. Dirigí la mirada hacia el lugar donde habíamos dejado el carro, pero no lo vi. Era de esperar, pero aquello me contrarió, pues tuve que hundirme en el galimatías y recorrer la plaza en su busca. Sin embargo, a pesar de la dedicación, no pude encontrarlo, así que volvía al Hôtel de Ville decidida a abandonar el intento cuando, cerca de la fachada, casi choqué con el conductor, convertido ahora en peatón.

—¡Eh! —exclamé al reconocerlo—. Los sacos de…

—¡No importan ya los sacos! —me interrumpió sin apenas detenerse—. Mi amigo los ha llevado a Les Halles. ¡Han llegado los fusiles! ¡Aparta, mujer!

Se alejó apresuradamente de mí y lo seguí con la vista hasta que distinguí unas cajas cerradas marcadas con la palabra «Artillería» que unos hombres estaban trasladando al interior del Ayuntamiento. ¡Por fin!, me dije. Atendiendo a la cantidad que estaba viendo, el número de fusiles debía de ser considerable. Volví la cabeza hacia el Hôtel de Ville. Dentro, la explosión de alegría y de alivio iba a ser descomunal.

Entré entusiasmada, en medio del alborozo general, pues el acontecimiento era ya del conocimiento público, y fui en busca de Alain y del señor Bontemps para compartir con ellos la noticia. El Comité, sobre el que recaía la grave responsabilidad de repartir el armamento entre aquel gentío exaltado y en medio de aquel tumulto, y temeroso, especialmente después de la peligrosa experiencia sufrida con la pólvora, de que la situación se desbordara y acabara en catástrofe, decidió solicitar la colaboración de los guardias franceses, que habían expresado su adhesión a la ciudadanía; de forma que nombró dos diputaciones de electores para que se dirigieran a sus casernas y solicitaran su presencia a dicho fin.

Partieron, diligentes, las diputaciones, conscientes de la urgencia e importancia de su misión. Los demás, aguardamos. Los barriles de pólvora habían sido depositados en el despacho de los pagadores de rentas, las cajas de rifles trasladadas a las cavas del edificio. Allí estaban, pólvora y rifles. Los representantes de los distritos, ávidos, apenas podían contener su impaciencia. Tampoco la muchedumbre que lo invadía todo.

Por fin volvieron las diputaciones, y con ellas un destacamento de guardias franceses, recibido con clamores y vivas. Se formó enseguida el comité encargado de bajar hasta las cavas a fin de abrir las cajas y distribuir los fusiles. Era numeroso. Estaba compuesto por el coronel de los guardias de la ciudad, el procurador del Châtelet, diversos electores y varios representantes de los distritos. Los seguía la inevitable estela de curiosos.

Yo permanecí con el señor Bontemps en las proximidades de la entrada a la sala de la Asamblea. Al cabo de unos minutos nos llegó una ruidosa y alborotada bocanada de furor proveniente de las cavas. Al parecer, al abrir las cajas habían descubierto, con la consecuente consternación, que en su interior no había fusiles, sino sólo trapos viejos.

¿Trapos viejos?, no comprendimos, ¿cómo, trapos viejos?

La acusación de traición se expandió como la onda de una explosión y dominó el edificio entero. Los miembros del Comité Permanente, y especialmente el preboste Flesselles, se vieron aplastados bajo un alud de acusaciones, de insultos, acorralados por una oleada humana efervescente de ira.

Pero ¿cómo podía ser?, seguía yo sin entender. Si se quería negar las armas, ¿no bastaba con no hacer llegar las cajas? ¿Qué necesidad había de llenarlas con trapos viejos y llevarlas al Hôtel de Ville despertando semejante expectación y consecuente frustración?

—¡Para hacernos perder el tiempo! —explotó Alain—, ¿es que no ves todo el tiempo que hemos perdido? ¡Es cosa de Flesselles! ¡No tiene ninguna intención de entregarnos armas! ¡Traidor!

En medio de la marabunta, y como alguien, no sé quién, dijera que había fusiles en el convento de los Cartujos y de los Celestinos, Flesselles expidió orden a dichos centros para que entregaran las que tuvieran, así como al Arsenal. Cuando vi salir disparados a los portadores de dichas órdenes, con la impaciencia y la urgencia reflejada en el rostro, empecé a dudar, yo también, de la sinceridad de los actos de Flesselles. No podía creer seriamente que esas congregaciones religiosas tuviesen los miles de fusiles que necesitaba la Milicia, en realidad ni tan siquiera algunos, y más bien parecía que había pretendido quitarse de encima a aquellos pesados e insistentes peticionarios. Después de todo, Alain tenía razón al señalar que Flesselles era un funcionario nombrado por la Corona, y por tanto su situación era altamente comprometida. Hiciera lo que hiciera, cometía traición: si armaba al pueblo, traicionaba al rey; si no lo hacía, traicionaba al pueblo. Visto así, ganar tiempo parecía su única opción.

Tras expedir aquellas dos órdenes desesperadas, el Comité declaró que el Hôtel de Ville no estaba en condiciones de facilitar armas a la ciudadanía, por lo que ordenaba a todos los distritos que intentaran fabricar picas, alabardas, y servirse de cuantas otras pudieran conseguir.

La consternación por el aparente desamparo siguió a la furia, y a aquélla la determinación de procurarse la salvación fuera como fuese. Si no se tenían fusiles, se fabricarían picas y alabardas, y si no se conseguían las suficientes a tiempo, se lanzarían piedras. Cualquier cosa antes que sucumbir sin defensa. Así que muchos marcharon a transmitir la orden a los distritos.

La sesión de la Asamblea se levantó oficialmente hasta las ocho de la mañana siguiente, pero la gente se resistía a marchar. Yo seguía esperando, cada vez más impaciente, cada vez más nerviosa, contagiada por el ambiente de inquietud y alteración que me rodeaba, noticias de la Asamblea Nacional.

—Marionne —intentó tranquilizarme Alain—, ya es de noche. Vuelva a casa. Si recibimos alguna noticia, yo iré a avisarla.

—¡Tú tienes que ir a casa también! —espetó el señor Bontemps—. ¿Cuántas horas llevas sin dormir? ¡Por lo menos más de veinticuatro!

—Su padre tiene razón, Alain. Debe retirarse a descansar un poco. En cualquier caso, yo no pienso moverme de aquí hasta que tenga noticias. En mi casa me desesperaría…

—Yo me he registrado en la Milicia —opuso Alain—. No puedo irme a dormir sin más…

—Vaya a su distrito —sugerí—. Habrán organizado turnos. Comprenderán que no está usted en condiciones de patrullar esta noche.

—¡Ve! —instó su padre—. Yo me quedaré con Marionne.

Alain aceptó la orden. Era visible que estaba completamente agotado.

—Buena suerte, Marionne —me dijo estrechándome la mano con calor, como si partiera hacia la guerra y aquello fuera nuestra despedida; después se fusionó en un abrazo con su padre, y marchó.

Apenas nos quedamos solos, anunciaron, por fin, la llegada de los electores que volvían de Versalles. Corrimos hacia la sala de la Asamblea, como muchos otros. La Asamblea Nacional, que aglutinaba a los diputados de toda Francia, pero también a los de la capital que habían sido elegidos por los electores, se consideraba, en cierta forma, superior jerárquicamente a la Asamblea del Hôtel de Ville, y las noticias que pudieran llegar sobre su situación y las posibles medidas que hubiese adoptado despertaron una completa expectación. Los pasillos quedaron prácticamente vacíos mientras los ciudadanos que aún permanecíamos en el edificio, que no éramos pocos, nos congregábamos en la gran sala para escuchar, casi conteniendo el aliento, el informe del recién llegado, el elector Delavigne.[23]

—[…] Hemos visto a la augusta Asamblea Nacional ocupándose con celo inquieto de lo que puede restablecer el orden y hacer la felicidad de esta capital; una numerosa diputación llegó hasta el rey para solicitarle el alejamiento de las tropas […] y el establecimiento de la Guardia Burguesa. […] La respuesta del rey no ha sido favorable […].

Un grave silencio acogió esta información que, aunque no podía sorprender, sí preocupar y entristecer.

—[…] Ésta [la respuesta del rey] ha consternado a la Asamblea, pero no la ha descorazonado. La Asamblea ha escuchado el relato que le he hecho de las desgracias de la capital (…], ha deliberado y ha acordado lo que voy a tener el honor de haceros lectura: «La Asamblea, interpretando los sentimientos de la nación, declara que el señor Necker, así como los otros ministros que han sido destituidos, llevan consigo su estima y su pesar. […] Declara […] que los ministros actuales y los consejeros de Su Majestad […], son personalmente responsables de las desgracias presentes, y de todas aquellas que puedan venir. Declara que […] ningún poder tiene el derecho de pronunciar el infame nombre de bancarrota, ningún poder tiene el derecho de faltar a la fe pública, bajo cualquier forma o denominación […].»

El relato del señor Delavigne, relativo no sólo a las disposiciones de la Asamblea sino también a la actitud de las gentes y tropas que habían visto por el camino, fue escuchado en el más profundo silencio. Ninguna otra intervención había despertado más expectación. Después, suponiendo que en las próximas horas no habría más noticias al respecto, el señor Bontemps y yo dejamos el Hôtel de Ville, cuya actividad se adivinaba iba a continuar sin interrupción durante toda la noche, con intención de volver a casa.

Salimos al exterior. El cielo encapotado amenazaba lluvia. En la calle descubrimos que el Hôtel de Ville no era el único foco de actividad. La ciudad entera estaba de vigilia, preparándose para el inminente ataque, que esperábamos de un momento a otro. Se había solicitado a los vecinos que ayudaran a iluminar las calles, puesto que el alumbrado público era pobre y escaso, y las sombras habían facilitado los atropellos y abusos de la noche anterior; de forma que en las repisas de las ventanas lucían velas, candiles, linternas…, brillando en medio de la noche miles de lucecitas tintineantes cual si el firmamento se hubiese desplomado sobre la ciudad. A su beatífico y sobrecogedor resplandor, anduvimos por unas calles en desconocido estado de alerta. Las patrullas de la Milicia Burguesa habían comenzado sus rondas, y en nuestro trayecto nos encontramos con más de una: iban precedidas con antorchas, y sus componentes, que lucían la escarapela roja y azul, armados en su mayoría con palos, algunos con picas, y los menos con alguna pistola o fusil. Vimos a hombres y mujeres levantando barricadas con piedras, muebles, puertas, carros volcados y objetos diversos. Muchas ventanas de los primeros pisos estaban cerradas con contraventanas, los que las tenían, o protegidas con muebles y maderos los que no. La actividad en las herrerías era frenética; tenían, nada menos, la misión de fabricar miles de picas con las que armar a la ciudadanía en cumplimiento de la orden dada por el Hôtel de Ville. Los que no patrullaban, levantaban barricadas, fabricaban picas o protegían sus hogares, deambulaban confusos y angustiados por las calles, se reunían en los centros de información, como en el Hôtel de Ville o en el Palais Royal, observaban desde las ventanas o en los portales entreabiertos, y parecía que nadie durmiera ni pudiera hacerlo aquella tensa madrugada.

—Creo que no volveré a casa aún —anuncié de pronto al señor Bontemps—. Iré al Palais Royal a ver si veo a Edith. Váyase usted; no se preocupe por mí.

—De ninguna manera pienso dejarla sola —contestó—. Está fuera de toda discusión.

Llegamos allí. La exasperación y alteración que inundaba el Hôtel de Ville era tibia en comparación con la que incendiaba el Palais Royal. Los exaltados lo estaban más que nunca, y la gente, asustada, mucho más permeable a los excesos que en cualquier otro momento. Daban miedo ciertas manifestaciones de ira y de odio que tuve que escuchar en mi recorrido por las galerías y en algunos cafés, como en el Caveau y en el Café de Foy. Habían fijado carteles condenando a penas diversas, ninguna de ellas leve, a los llamados aristócratas enemigos del pueblo, y la animadversión hacia ellos era tal que si hubiesen aparecido en esos momentos probablemente hubiesen sido asesinados. Las acusaciones contra Flesselles, a quien se consideraba complotado con los aristócratas para negar armas al pueblo, hacían temer seriamente por su seguridad, y tampoco se libraban de sospecha los demás miembros del Comité Permanente, lo que era sin duda una injusticia después del esfuerzo que estaban haciendo. El flujo de información entre el Hôtel de Ville y el Palais Royal era constante, pero aquí llegaba también procedente de otros sitios, y las falsas alarmas relativas a que se había iniciado el ataque sobresaltaron en más de una ocasión, aumentando el desespero y la confusión.

Por fin, después de dar varias vueltas, la encontré. Edith estaba tumbada en el escalón de uno de los portales, dormida, apoyada en el hombro de un hombre. Cualquier otro día la imagen de mi hermana durmiendo de madrugada en el suelo de la calle me hubiese parecido insólita, pero aquél era un día especial. Sin duda no había querido dormirse y al final la había vencido el cansancio, el cansancio provocado por su lucha en pro de la defensa de la ciudad, como me había dicho, por lo que su actitud no sólo no era reprobable, sino que hasta debía considerarse patriótica. Miré al hombre sobre el que descansaba, quien a su vez dormía apoyado en la pared, y me sorprendió reconocer en él a Didier Durnais, lo que, en parte, me tranquilizó: al menos no era un completo desconocido y había mostrado afecto por mi hermana. Consideré el despertarla para llevarla a casa, pero supe que no valía la pena. No me haría caso, y mi acción sólo serviría para turbar un reposo que debía de necesitar tanto o más que Alain.

—Ahora ya podemos regresar —le murmuré al leal señor Bontemps.

—No puede dejarla aquí —me discutió escandalizado—. ¿Y si el Ejército ataca esta noche? No dude que uno de sus principales objetivos será el Palais Royal.

Miré a Edith, cansada a mi vez, sintiendo el cúmulo de todos los miedos y temores que solidificaban la atmósfera tornándola pesada y densa; y corroborando mi certeza de que no podría arrastrarla hasta casa, me limité a repetir, en un intento de consuelo o, más bien, de esperanza, lo que oyera a Alain:

—Sabrá cuidar de sí misma.

Martes, 14 De Julio

André Courtain

Llegamos a París el 14, pasado el mediodía. Volvíamos cansados después, del largo viaje al monasterio de los Pirineos, donde el vigilante, que para mi gran sorpresa había apreciado tanto la vida monacal que había decidido abrazar los hábitos, no dudó en reconocer a Saltrais y dejar constancia de ello por escrito con el testimonio del propio abad. El vizconde, sin embargo, en momento alguno dio muestra de nerviosismo, y se mostró sereno y resignado durante todo el viaje.

En cuanto pisamos las proximidades de la capital, nos percatamos de la inhabitual presencia de tropas, que despertó nuestra curiosidad y nuestra inquietud. Entramos en la ciudad por el sur, por la barrera de Enfer, sin contratiempo mencionable, pero a medida que fuimos avanzando hacia el centro de la ciudad, hacia el Sena, que debíamos atravesar para llegar hasta la Bastilla, descubrimos con angustia y sorpresa que la ciudad estaba completamente convulsionada. Un gentío inhabitual recorría las calles, llevaban escarapelas prendidas en sombreros o ropa, mayoritariamente rojas y azules, aunque podían distinguirse también algunas verdes; muchos de ellos iban en grupos, y la casi totalidad armados, ya fuera con palos, picas o incluso rifles, que se veían en asombrosa abundancia. Las calles estaban levantadas con barricadas, las ventanas tapiadas, la mayoría de las tiendas cerradas.

¿Qué ocurría?

Ante esas extraordinarias circunstancias no puse cortapisa alguna al afán interrogador de Saltrais. Preguntaba éste a unos y a otros, y no tardamos en enterarnos de la situación. La concentración de tropas en Versalles y París, la destitución de Necker, la seguridad de la inmediata disolución de la Asamblea Nacional y de un ataque del ejército, el miedo, la convocatoria de los distritos, la creación de la Milicia Burguesa, la desesperación por encontrar armas con las que abastecerla, la gestión de la crisis por la Asamblea del Hôtel de Ville, la creación de un Comité Permanente, la crispación de nervios que habían sufrido aquella madrugada los parisinos asaltados constantemente por falsas alarmas de ataques militares… todo ello nos fue revelado con la mayor excitación por cuantos nos lo relataban.

—De los Inválidos —nos contestó un hombre a la pregunta relativa a la procedencia de los fusiles que ostentaban tanto él como el puñado de individuos que lo acompañaban—. Esta mañana hemos asaltado los Inválidos. ¿No se han enterado?

—Acabamos de llegar a la ciudad —se excusó Saltrais.

—Ayer nuestro distrito formó la Milicia y envió una diputación al Hôtel de Ville para pedir armas, pero todo fueron promesas falsas del traidor de Flesselles, así que esta mañana a primera hora una multitud ha asediado el cuartel de los Inválidos exigiendo las que éste tenía, que nos las negaron no sé con qué excusa, pero en un descuido en que abrieron la puerta entramos en tropel y nos hicimos con los treinta mil fusiles que había allí almacenados. Aunque están descargados —añadió exhibiendo el arma—. Faltan las municiones y la pólvora, que están en la Bastilla. Una muchedumbre ha acudido a reclamarlas, pero el gobernador se niega a entregarlas, y ahora se está luchando allí.

—¿En la Bastilla? —me frustré incrédulo—. ¡Pero si es una fortaleza! ¿Qué lucha pueden entablar unos ciudadanos contra una fortaleza?

—No lo sé, amigo —contestó espoleado—, pero nosotros vamos allí a ayudar. Tenemos algunos cartuchos y algo de pólvora que el abad Lefevbre repartió anoche en el Hôtel de Ville. Veo que también tú estás armado —me acusó divisando las dos pistolas que llevaba al cinto—. Supongo que no dudarás en colaborar.

Me replanteé mi idea inicial de llevar a Saltrais a la Bastilla, pero la lógica vaticinaba que cualquier ataque a esa fortaleza acabaría siendo sofocado, y yo le había dado mi palabra. Sólo en caso de que realmente la situación impidiera que pudiese cumplirla, buscaría una prisión alternativa. Decidí, pues, cruzar el Sena por la isla de Saint-Louis, a fin de evitar las proximidades del Hôtel de Ville, y dirigirme a la Bastilla para conocer personalmente lo que allí estaba ocurriendo.

En cuanto llegamos a sus inmediaciones, antes siquiera de que apareciera ante nuestra vista, ya presenciamos las muestras de la refriega. Por la calle Saint-Antoine oímos los disparos y los gritos, olimos el fuerte olor a pólvora y nos cruzamos con un grupo de hombres con fusiles al hombro que trasladaban presurosos a un herido sangrante. Cuanto más nos acercábamos, más intensas eran estas señales, así que nos aproximamos con cautela hasta que la inmensa y adusta mole apareció con toda su contundencia frente a nosotros.

Distinguimos en sus almenas a varios guardias suizos e inválidos disparando a discreción, por encima del hondo foso seco que rodeaba la construcción, a la gente que, en caótico y considerable número, se acumulaba a sus pies intercambiando fuego con ellos sin apenas protección; tanto en la calle Saint-Antoine como en los patios exteriores que precedían a la fortaleza, donde nos pareció que el intercambio de fuego era especialmente intenso.

Tras ver el panorama, nos refugiamos en una pared de un edificio de la calle Saint-Antoine.

—Criseau —le dije—, ¿te sientes capaz de aproximarte y enterarte de la situación?

—Lo estaba deseando, señor —replicó.

Sin esperar respuesta, echó agazapado una carrera hacia la entrada del primer patio exterior de la fortaleza, arrimándose a muros y paredes cuanto pudo, pero sin poder evitar quedar durante un buen trecho al descubierto en un terreno bañado por una lluvia constante de metralla y tener que sortear el cuerpo de más de un combatiente caído. Al poco lo perdimos de vista, en cuanto traspasó la entrada del primer patio, donde se luchaba tanto o más encarnizadamente que en el frente de la calle Saint-Antoine. Tuve un funesto presagio y me arrepentí de haberlo enviado.

Sin embargo, al cabo de unos minutos reapareció a nuestro lado, ileso y agitado. Mi presagio sólo había sido preocupación.

—Allí dentro te juegas la vida —suspiró alterado—. Desde la fortaleza utilizan artillería pesada. Han caído tres personas delante de mis narices, a apenas veinte pasos. Cinco minutos bajo ese fuego te pone los nervios de punta. Los asaltantes quieren que el gobernador entregue las armas y la propia Bastilla, para que quede bajo el control de la Milicia Burguesa, o sea, de la ciudad. Parece que ya son cuatro las diputaciones enviadas por el Ayuntamiento para entablar negociaciones con el gobernador, pero infructuosamente. Recibió a las dos primeras, y aunque no entregó ni las armas ni la plaza, retiró los cañones de las troneras de las torres y prometió que no dispararía contra los ciudadanos si no era atacado. Pero, según me han contado, aunque no sé si es del todo cierto, bajó los puentes, abrió la puerta de acceso al segundo patio y cuando la gente se abalanzó a su interior, descargó sobre ellos un cañonazo y la artillería. Ése fue el detonante de la lucha, a partir de entonces se abrió el fuego entre los asaltantes y la Bastilla. Las otras dos diputaciones no han conseguido ni siquiera entrar, aunque enarbolaban símbolos pacíficos y parlamentarios; una de ellas incluso ha sido víctima de una descarga de metralla precisamente cuando estaba haciendo intentos para que cesase el fuego. Por tanto, continúa la lucha. Y ésa es, brevemente, la situación.

—Pero —me extrañé, casi incrédulo—, ¿y la policía, por qué no la envía el Parlamento? ¿Y el Ejército? ¿No hay tres regimientos de suizos acampados en el Campo de Marte?

—El Parlamento no pinta ya nada —opinó Saltrais—. Manda el Ayuntamiento, ya lo ve, y pide la entrega de la Bastilla. Los agentes de policía están con la Revolución; si duda, pregúntele a Criseau, aquí presente, y también, por los uniformes que distingo entre los asaltantes, los guardias franceses. En cuanto al Ejército, supongo que deben de considerar innecesario intervenir. Deben de creer que la fortaleza es inexpugnable y que De Launay se las podrá arreglar con lo que tiene.

La Bastilla parecía, en verdad, inexpugnable, pero no era suficiente para justificar aquella pasividad del resto de las fuerzas armadas, lo cual me parecía inexplicable.

—Vigila a Saltrais —ordené a Criseau mientras montaba—. No te muevas de aquí. No tardaré en volver.

—¿Adónde va? —preguntó Saltrais.

No respondí.

—¡Detenle! —ordenó inesperadamente Saltrais a Criseau. De pronto estaban en el mismo bando—. ¡Es un contrarrevolucionario!

Criseau me miró desconcertado, sin saber qué partido tomar, pero yo ya había vuelto grupas y me había lanzado al paso más veloz que las circunstancias permitían hacia el Campo de Marte.

No era posible que los regimientos acuartelados en la ciudad conocieran con exactitud el ataque que estaba sufriendo la Bastilla, o habrían intervenido.

Tomé el camino de la ida, es decir, crucé el Sena por la isla de Saint-Louis para evitar la plaza de la Grève y, buscando las calles más despejadas, llegué hasta la École Militaire, en el extremo del Campo de Marte, donde solicité ver al barón de Besenval o a cualquier mando que tuviera disposición sobre las tropas. Mi tono apremiante, casi en el paroxismo, de nada me sirvió. Ningún alto mando estaba disponible para mí y todo lo que conseguí fue que me atendiera por compasión un teniente de uno de los regimientos suizos de dragones que casualmente pasaba por allí de regreso hacia el campamento. Le comuniqué los graves sucesos que estaban teniendo lugar en la Bastilla y la necesidad urgente de que se restableciera el orden y de detener lo que podía convertirse en una tragedia. El teniente me escuchó pero sacudió negativamente la cabeza.

—Sabemos lo que está ocurriendo en la Bastilla. También sabíamos lo que ocurría esta mañana en el cuartel de los Inválidos, que está aquí mismo, y tampoco intervinimos. No intervendremos. Esta efervescencia es imposible de reprimir sin una masacre, y el barón de Besenval sabe que las tropas no están dispuestas a atacar a la población. Los inválidos del cuartel tenían los cañones cargados y preparados para disparar cuando lo asaltaron esta mañana, y nada hicieron por impedir el saqueo. Los soldados no obedecerán la orden de atacar a la población; tampoco los suizos.

Quedé aturdido. Ahora ya no pensaba en el socorro de la Bastilla, sino en la posible intención del rey de disolver la Asamblea Nacional.

—¿Ni siquiera una orden directa del rey?

El teniente negó imperceptible pero categóricamente con la cabeza.

Permanecí unos instantes pasmado, intentando comprender el alcance de lo que se me estaba diciendo. Si el rey no podía contar con las tropas, no le quedaba nada sobre lo que sustentar su autoridad. Todo aquel despliegue militar en torno a las dos ciudades había sido completamente inútil, sin duda hasta contraproducente, pues había precipitado las cosas de la peor forma para él. El monarca estaba en manos de la Asamblea Nacional, desposeído de todo poder, y ésta, a su vez, en manos del pueblo, pues de pronto era quien mandaba, ya que no había ninguna fuerza que se le opusiera. Una situación así era tan inusitada, y tan trascendente, de consecuencias tan imprevisibles, que mi consternación apenas me permitió saber lo que hacía mientras salía de la Escuela Militar y recorría de nuevo la ciudad para regresar a la Bastilla, donde había dejado a Criseau y a Saltrais.

Cuando llegué, me sobresaltaron sucesivos cañonazos, que explotaron atronadores contra los muros de la prisión. La agitación a los pies del edificio era aún mayor que antes, el olor a pólvora también, la refriega se había intensificado, y pronto supe, informado por Criseau, que a los asaltantes se les habían unido unos cien guardias, franceses y varios centenares de ciudadanos armados con cuatro cañones que habían conseguido aquella mañana en el cuartel de los Inválidos. Esos cañones eran los que estaban ahora castigando la fortaleza, aunque provocando poco daño.

—No conseguirán derribar los muros —me comentó Criseau, como reflexionando para sí mismo—. Deberían atacar la puerta. Si consigue entrar esta muchedumbre, están perdidos, los engullirán.

—La Bastilla también tiene cañones —recordé—. Pudieran tenerlos detrás de la entrada y descargarlos contra los asaltantes si éstos tiraran abajo el puente levadizo y la puerta.

—Sólo una vez —musitó Criseau, como si considerara aceptable las numerosas víctimas que acarrearía la medida—. No tendrían tiempo de recargar.

—Para hacer eso necesitan colocar los cañones en el segundo patio —meditó a su vez Saltrais—. Tú has visto el terreno, Criseau, ¿crees que podrán?

—El fuego es muy intenso allí. Los acribillarán. Además, hay un carro obstaculizando el paso. Lo arrojaron incendiado antes, para que el humo dificultara la visión de los defensores. Tendrán que sacarlo primero, y no creo que los suizos los dejen.

Guardamos silencio unos momentos mientras, en medio del exasperante estallido de disparos, gritos y exclamaciones, observábamos desde nuestra resguardada posición lo que podíamos, e intentábamos adivinar lo que acontecía más allá de la entrada al primer patio exterior.

—Por cierto —añadió Criseau—, hemos visto a unos amigos del vizconde.

Seguí su mirada, que la tenía fija en el objeto de su comentario con el fin de señalármelos, y los vi también. Primero a ella. Era Edith Miraneau. Por lo poco que la conocía, no me extrañó que estuviera allí. Su situación era muy apurada. Estaba tumbada en el suelo, en medio de la calle Saint-Antoine, delante de la fortaleza y de pleno en su campo de tiro, sin protección alguna, con un fusil colgado al hombro. Intentaba arrastrar el cuerpo de un hombre que permanecía inerme, tal vez muerto, aunque pudiera ser que sólo malherido o desvanecido, pues en caso contrario no era lógico que ella arriesgara su vida por trasladarlo. El peso del individuo parecía excesivo para que ella lo moviera con la celeridad que requerían las circunstancias, pues parecía que estaba maltrecha de una pierna, lo que explicaría que avanzase a rastras y no de pie. Era poco probable que un soldado de las almenas se ensañase con una mujer caída que se arrastraba penosamente en plena retirada, teniendo, como tenía, más de un centenar de guardias franceses y unos cuantos más de cientos de individuos armados que descargaban sus fusiles y cañones contra él, pero nada la libraba de una bala perdida.

—¡Hay que sacarla de allí! —reproché a Criseau, pareciéndome injustificable que no lo hubiesen hecho ya.

—Hasta ahora no he podido —se defendió de inmediato—. El vizconde se hubiese escapado.

—Es cierto. —Sonrió éste.

—¿Y usted? —lo ataqué—. Creía que esa mujer era algo para usted.

—Si es estúpida, yo no tengo la culpa —replicó—. No he arriesgado mi vida enfrentándome a usted por mi libertad; así que imagine lo dispuesto que estoy a hacerlo por reparar las locuras de una jovencita idealista.

—En verdad es usted un cobarde —lo desprecié.

—No. Si algún día he de recurrir a mi valor, comprobará que no me falta. Pero no lo desperdicio ni permito que destroce mi vida.

No me entretuve en discutir más. Saltrais no pensaba mover un dedo por salvar a su querida, a la joven entusiasta que le había escrito aquella entregada carta de amor que yo interceptara. Salir de nuestra segura posición para entrar en el campo de tiro requería no poca decisión. Pero estaba en deuda con Marionne Miraneau, y aquélla era su hermana. Estaba obligado a ayudarla. Me lancé evitando pensar, y corrí agachado, como antes hiciera Criseau, hacia ella, temiendo a cada segundo que una bala me impactara en el cuerpo. Cuando llegué a su lado, me acuclillé, y sin mediar palabra, mientras oía los disparos silbar a mi alrededor y me estremecía el estruendo de un nuevo cañonazo, pasé un brazo bajo sus hombros y otro bajo sus rodillas, y levantándola así, sin encontrar resistencia alguna por su parte, ni siquiera mera protesta, la llevé lo más veloz que pude, trastabillando a causa de su peso y del estorbo de su cuerpo, hasta nuestro cobijo. La dejé en el suelo, jadeante por el esfuerzo y la angustia vivida, y desvié la vista hacia el hombre que habíamos abandonado.

—¿Está muerto? —le pregunté con sentido práctico. Estaba vuelto de bruces al suelo.

Edith no me escuchaba. Se había dejado caer, junto a la pared, pues una pierna parecía no sostenerla, pero su atención no estaba centrada en mí, a quien había tenido ocasión de reconocer durante el traslado, ni siquiera en el compañero tirado en la calzada por quien segundos antes se había arriesgado. Miraba a Saltrais, con expresión de tal perplejo éxtasis que parecía que se le hubiese aparecido Jesucristo.

—¿Estás bien? —se limitó a preguntarle éste cariñosamente, como si en algún momento le hubiese importado su bienestar.

—¿Está muerto? —le grité a ella insistente.

Edith reaccionó y me miró.

—No lo sé —respondió al fin—. Tiene una bala en el vientre. Es Didier Durnais.

Didier Durnais, el primo de Bramont. Maldita sea; también tendría que ir a por él. Suspiré armándome de determinación y de resignación, y salí de nuevo a la intemperie del fuego de mosquetería, tirándome al suelo junto a Durnais, pegándome contra su cuerpo y cubriéndome la cabeza con las manos, como si esta triste medida pudiese protegerme de algo. Sin embargo, en cuanto la inmovilidad me lo permitió, noté algo raro y elevé la cabeza.

Los asaltantes seguían disparando sin percatarse del cambio, pero yo ya no oía las balas caer a mi alrededor, y al pasear la vista por las almenas, vislumbré en una torre a dos soldados dando vueltas con una bandera blanca y tocando un tambor. Me quedé mirándolos unos segundos, absorto. La Bastilla se rendía; apenas lo podía creer.

Volví la atención hacia Durnais. Le busqué el pulso en la yugular. Estaba caliente y palpitaba débilmente. Vivía. A él debería llevarlo cargado al hombro, pues su peso debía de ser considerablemente superior al de Edith. No obstante, antes de exponerlo a este brusco movimiento, que dependiendo de cuál fuera su herida podía perjudicarle, esperé acontecimientos. Si todo había terminado, quizá se le pudiera trasportar debidamente en una camilla o incluso propiciar que lo examinara un médico y le practicara el vendaje o la cura de urgencia que fuera precisa antes de moverlo.

Tras hacer este razonamiento y comprobar, por la inexistencia de rastros en el suelo, que no sangraba demasiado, me levanté, aprovechando la tregua concedida desde las torres, y me adentré en el primer patio exterior de la fortaleza, el patio del Pasaje. Allí, un número considerable de ciudadanos y guardias franceses estaban apostados, armados de muy diversa forma, y continuaban disparando contra las murallas. Conseguí aproximarme hasta los puentes levadizos caídos que permitían acceder al segundo patio exterior, el llamado del Gobierno que precedía a la entrada a la fortaleza, y vi dispuestos en dicho patio, apuntando contra la puerta de la Bastilla, dos cañones. La carreta incendiada que había mencionado Criseau había sido retirada, y era evidente que la puerta de la fortaleza no podría resistir la embestida de estos dos cañones, lo que permitiría la entrada tumultuosa de los numerosos asaltantes.

Cuando éstos se dieron cuenta por fin de que ya no se disparaba desde la prisión, empezaron a exigir a gritos que se bajaran los puentes para permitir la entrada. Siguió un breve intercambio de comunicaciones con el interior de la Bastilla, donde un oficial solicitó que se les permitiera salir con honores de guerra, lo que le fue negado, y el gobernador De Launay hizo llegar una nota en la que informaba de la tenencia de pólvora y amenazaba con hacer estallar la guarnición y todo el barrio si no se aceptaba la capitulación. Pero la exaltación que dominaba a aquellas gentes tras horas de peligroso combate y de haber visto caer muertos o heridos a sus compañeros no los hacía proclives a hacer concesiones de ningún tipo, y estaban dispuestos a disparar los cañones cuando, de pronto, cayeron los puentes levadizos y la entrada quedó expedita. Me aparté a un lado mientras la multitud se precipitaba con griterío hacia el interior, e intenté salir arrimado a las paredes a fin de sortear en lo posible aquella imparable avalancha de gente.

Cuando franqueé la entrada del primer patio y salí a la calle Saint-Antoine, donde aún reinaba la desorganización, hasta el extremo de que algunos todavía no habían abandonado sus posiciones ni bajado sus fusiles, me percaté de que estaba agotado. El cansancio provocado por el viaje y la tensión cayó sobre mí de golpe. Llegué hasta Criseau casi arrastrando los pies, y contemplé con aletargamiento a Edith Miraneau, que rodeaba con sus brazos el cuello de Saltrais, sentado en el suelo a su lado, a quien regalaba, de vez en cuando, apasionados besos en cualquier parte que éste, que no se los devolvía y se limitaba a tolerarlos, le dejara. Entre beso y achuchón, Edith contemplaba con alborozo a los asaltantes triunfantes en las almenas de la Bastilla. Saltrais, aunque más comedido, mostraba en el fondo la misma alegría.

—Dios mío —exclamó Edith extasiada, sin apartar su vista de las torres—. Ya es nuestra. Y ya tenemos fusiles, cartuchos y pólvora. Es una auténtica victoria.

Yo, tras conocer la inutilidad del ejército, sabía que la victoria era completa. Ninguna acción podría emprender el rey contra la Asamblea Nacional ni contra París, hicieran lo que hiciesen. Ni siquiera aunque hubiesen asaltado el cuartel de los Inválidos y la prisión de la Bastilla haciéndose con todo el armamento; ni siquiera aunque promulgaran una nueva Constitución que estableciera la división de poderes; ni siquiera aunque le obligaran a abdicar; ni siquiera aunque decidieran encerrarlo en una prisión y decapitarlo. Si no podía contar con la lealtad de las tropas, había quedado completamente desprotegido a merced de una población desesperada. La única cuestión era ya saber cuánto tardarían unos y otros en adquirir conciencia del inesperado vuelco del poder, y el uso que sus nuevos titulares harían de él.

Sin embargo, por ahora mi inmediato objetivo era alejarme de allí con premura. Sabía que a los triunfos costosos y sangrientos como éste les solían seguir los desmanes y la saña de los triunfadores, y prefería evitar presenciar el trato que iban a recibir los vencidos de una muchedumbre enfurecida. Pensé en el gobernador De Launay, a quien conocía personalmente, y dirigí una rápida mirada a la prisión donde bullían en efervescencia los asaltantes en cuyas manos se encontraba, con el convencimiento de que hoy sería el último día de su vida y aquéllos, probablemente, sus últimos momentos, si es que aún vivía.

Volví a Edith. No estaba herida. Se había torcido un tobillo al intentar cargar con Durnais.

—Se ha portado como un valiente —dijo lacónicamente acordándose de pronto de él, mientras le dirigía una mirada compasiva desde la distancia—. No merece morir.

—Puede que no lo haga si lo ayudáis —repliqué—. Puedes encargarte de ello con ayuda de Criseau. Usted y yo, vizconde —añadí dirigiéndome a éste—, no hemos terminado nuestro camino. Póngase en marcha. Vamos al Châtelet.

—¿Por qué no a la Bastilla? —bromeó con desgana—. Ahora está abierta. Creo que podríamos entrar sin cortapisas.

—En marcha —repetí la orden.

—Se equivoca —cortó Edith—. El vizconde no va a ninguna parte.

Edith, sentada en el suelo, me estaba apuntando con su fusil, directo a mi cuello, y no dudé de que estuviera cargado. Dejé de respirar de la estupefacción. Todo lo que me estaba ocurriendo aquel día parecía irreal. Acababa de arriesgar mi vida por ella, y en gratitud me amenazaba para salvar a quien no había ni siquiera pestañeado al saberla en peligro. No podía aceptar perder a mi prisionero en el último momento, justo a punto de llegar ya a la meta. Tenía que ser una pesadilla.

—Vaya —recriminé agrio—. De nada.

—Ya ve, Courtain. —Rió satisfecho Saltrais, a carcajada limpia—. Usted la ha rescatado, pero me ama a mí. La prueba de que el amor es ciego. Por eso yo no cometo la torpeza de enamorarme.

Esta jactancia desconcentró a Edith, que lo miró molesta. Ese segundo me bastó. Le arrebaté el arma de un manotazo. El cansancio había desaparecido. Los apunté a ambos y juro que en esos momentos estaba dispuesto a disparar a la menor tontería. Criseau, que había sido sorprendido por la acción de la chica, apuntó a su vez con su arma a la pareja, intentando compensar su descuido. Edith me miraba con ojos inundados de rabia, a punto de saltársele las lágrimas. Saltrais, por el contrario, mostraba la serenidad de siempre. Era obvio que aquél no era su plan; la acción de la muchacha había sido espontánea e inesperada. Debía de tener otro.

—¡Vamos, en pie! —grité.

—Se están llevando a Durnais —comentó Saltrais con parsimonia—. Dos hombres lo han cogido por brazos y piernas y se lo están llevando.

—Mejor para él —contesté—. Está visto que de nosotros no puede esperar mucha ayuda.

La escena estaba a mis espaldas y no quise cometer el error de Edith, de forma que no aparté la vista de ellos. Finalmente Saltrais obedeció y montó a caballo con desgana. Criseau maniató a Edith, a la que no me podía permitir dejar suelta, ni siquiera desarmada. No sólo podía armarse nuevamente con facilidad, sino que además podía pedir ayuda para socorrerlo.

Nos pusimos en marcha, en la que no bajé la guardia, convencido como estaba de que Saltrais tenía alguna carta escondida en la manga. Pero el trayecto hasta el Châtelet transcurrió sin incidentes, y aquella noche conseguí por fin, tras las correspondientes explicaciones y trámites burocráticos, encerrar al vizconde en prisión, acusado de haber organizado la fuga de La Motte y de ser el máximo responsable de su ejecución.

—Marqués —dijo Saltrais, que había mantenido una imperturbable calma hasta el último segundo, antes de que la pesada puerta de su calabozo se cerrara frente a él—, recuerde su palabra: cuando salga de aquí, ya no seré asunto suyo.

—No saldrá de aquí —negué, irritado por su serena confianza—. Esta prisión es de alta seguridad, y en lo que a usted respecta, especialmente reforzada, pues he dado instrucciones en ese sentido. Permanecerá aquí mucho tiempo, así que póngase cómodo.

—Yo me pondré cómodo —replicó con una sonrisa amable—, pero, por su parte, recuerde su palabra: en cuanto esa puerta se cierre, habré dejado de ser de su incumbencia.

Lo dejé por imposible y la cerré yo mismo, casi con rabia. Ésta aún me carcomía cuando salí poco después del edificio.

Había cumplido mi misión y mi compromiso, pero en lugar de experimentar la satisfacción y alivio que siempre había supuesto que disfrutaría cuando llegase esta feliz ocasión, me sentía frustrado y amargado. Quizá los traumáticos momentos vividos aquel día contribuían a ello, quizá la sensación de desasosiego e inseguridad causada por el indiscutible triunfo de la Revolución, quizá el temor a los desmanes que seguirían, quizá la convicción de que Saltrais se había burlado de mí…; no sé, quizá era todo junto lo que me tenía tan abatido.

Llovía. La lluvia caía por fin como si el cielo quisiera descargarse también de la tensión acumulada durante aquella jornada. Atravesé París por unas calles que el aguacero había desalojado. Me pesaba el ánimo mientras acompañaba a la maltrecha y taciturna Edith a su casa, recorriendo una ciudad en la que la alegría por la victoria se mezclaba con el miedo a la reacción del Ejército, que aún era esperada por la generalidad de la población. Viendo sus semblantes a través de las puertas y ventanas de los muros de las viviendas y locales donde se habían cobijado, en los que se alternaba la sonrisa del entusiasmo con el rictus sombrío del temor, y sus manos, en las que con una sostenían vasos de vino de celebración y con la otra fusiles cargados, sentí una terrible aprensión, tan acongojante o más que la que pudieran sentir ellos.