Extracto de las Memorias de Paul François Bramont, conde de Coboure
Este 20 de junio he acudido, por vez primera desde la inauguración de los Estados Generales, al Palacio de Menus-Plaisirs. Pero la sala de los comunes estaba cerrada. Un cartel en la puerta lo anunciaba y un cuerpo de guardias la custodiaban.
El desconcierto reinaba entre los seiscientos diputados que se aglomeraban a la entrada sin poder franquearla y el público asistente que los rodeaba. El pretexto de la reforma de la sala para acondicionarla en vistas a la próxima sesión real no engañaba a nadie. Que el rey pretendía disolver los Estados e impedir, mientras tanto, que la Asamblea Nacional siguiera reuniéndose, era la medida que se adivinaba tras ese anuncio. El señor Bailly, nombrado hacía poco presidente de la Asamblea, protestó formalmente, y algunos diputados, enardecidos, hasta parecían dispuestos a entrar por la fuerza, pero el oficial que comandaba a los guardias advirtió que ordenaría a sus hombres hacer uso de las armas si era menester.
En medio del tumulto, se propuso seguir la reunión en otro lugar. Se oyó sugerir la plaza de Armas, a la entrada del Palacio de Versalles, o incluso bajo los balcones del rey en muestra de reivindicación y protesta. El doctor Guillotin sugirió ocupar la sala del juego de pelota, que aquel día estaba vacía. La idea fue aceptada enseguida. La sala en cuestión, que estaba destinada a la práctica por los cortesanos del ancestral juego de pelota con raqueta, se encontraba cerca, y allí nos dirigimos con indignada rebeldía la numerosa procesión.
La estancia era rectangular, alargada, de techos altos, abiertas sus paredes en la parte alta por ventanales, a los que consiguieron encaramarse desde fuera algunos espectadores, y como estaba dedicada al juego carecía de mobiliario, excepto unos cuatro o cinco bancos. Entramos. Una especie de mesa fue colocada en el centro, a guisa de tribuna o lo que se terciase. Los demás, de pie, la rodeábamos.
Había que decidir lo que hacer tras la clausura de la sala de Menus-Plaisirs. El abad Sieyès sugirió trasladar la Asamblea a París. El presidente Bailly lo consideró poco prudente. El abogado Mounier, diputado por el Delfinado, propuso que, ante el temor de que los Estados fueran disueltos, los diputados prestaran juramento de no separarse hasta que redactaran una Constitución para el reino. La propuesta fue acogida con entusiasmo. Era una solución inmediata, que podía adoptarse en aquel mismo instante, de una fuerza simbólica indiscutible, que enfervorizaba los ánimos tras el golpe recibido y que suponía un paso adelante después de haberse autoproclamado Asamblea Nacional. El abad Sieyès, ayudado por el abogado Mounier, redactó en unos minutos el texto del juramento. Pasaron el escrito a Bailly, quien le dio lectura en voz alta subido sobre la improvisada tribuna, rodeado por todos los diputados:
—[…] La Asamblea Nacional[16](…) resuelve que todos sus miembros prestarán, en este mismo instante, solemne juramento de no separarse jamás y de reunirse cuando así lo exigieran las circunstancias, hasta que la Constitución del reino sea establecida y afirmada sobre fundamentos sólidos, y que, habiendo prestado dicho juramento, todos los miembros, y cada uno de ellos en particular, confirmarán con su firma esta resolución inquebrantable.
Encendidos aplausos me ensordecieron. Me emocioné, lo confieso. Yo aún me sentía más espectador que protagonista. Ellos llevaban reuniéndose diariamente desde hacía mes y medio, ya se conocían, habían oído los discursos de unos y otros, habían vivido día a día la pugna con los otros dos órdenes, habían acabado por seguir el camino menos cómodo, el rompedor, el revolucionario. Viéndolos, sintiendo su determinación, me maravillaba. Mostraban una firmeza inquebrantable, que iba mucho más allá de un puro afán de rebelión. Las rebeliones pueden sofocarse, pueden transigirse. Pero estos hombres se levantaban cada mañana con el convencimiento de que estaban llamados a cumplir una misión encargada por toda una nación. Con esa convicción, su voluntad era un coloso que las fuerzas conservadoras no conseguirían detener.
Y, sin apenas darme cuenta, me vi a mí mismo firmando el solemne juramento junto con todos los demás asistentes; todos menos uno, cuya oposición levantó agrios reproches.
A la salida, todavía conturbado por la escena que había vivido, tropecé accidentalmente con un diputado al pasar por el dintel de la puerta.
—Lo siento —me disculpé.
—No lo había visto antes —comentó él, observándome—. ¿Es diputado de los comunes?
—Sí. No he podido asistir hasta ahora a las sesiones por motivos personales. Mi nombre es Paul François Bramont —me presenté, tendiéndole la mano.
—Bienvenido entonces —dijo estrechándomela—. El mío es Maximilien de Robespierre.
Hoy, 23 de junio, ha tenido lugar la sesión real anunciada, en la sala común del Palacio de Menus-Plaisirs. La escenografía era la misma que en la de apertura, pero no existía ahora la alegría y el entusiasmo que debía de haber reinado en la anterior, cuando los Estados iniciaban su andadura. En la presente, sus miembros estaban abiertamente enfrentados entre sí. La tensión se cortaba con cuchillo. Se desconfiaba del rey, de quien se temía la disolución de los Estados. Se sabía que la nobleza, el alto clero y los cortesanos habían intrigado cerca de él a tal fin. Las tropas armadas rodeaban el Palacio de Menus y los alrededores. La facción conservadora de la nobleza y del clero miraba a los comunes con mezcla de desdén, temor y odio contenido. Algunos nobles, nerviosos, habían acudido armados, espada al cinto. Necker no aparecía, y se decía que no lo haría como muestra de su oposición a las intenciones del rey. Se había prohibido taxativamente la presencia de público en el interior de la sala, pero una muchedumbre soliviantada rodeaba a su vez el Palacio de Menus y exclamaba vítores a favor de la Asamblea Nacional y contra los aristócratas, lo que inquietaba a los guardias, que, fusil en mano, se veían rodeados por aquella multitud alterada.
En el interior, a los comunes se nos destinó nuevamente la puerta trasera de la sala, ante la que los seiscientos tuvimos que esperar apretados durante más de hora y media en la angosta galería, pues fuera llovía, mientras los miembros de los otros dos órdenes entraban por la puerta principal. El presidente Bailly protestó por la demora, y cuando al fin se abrieron las puertas, la irritación impulsó a que, siguiendo a éste, entráramos directamente de dos en dos, negándonos a supeditarnos al largo trámite de las llamadas por bailías. Después hizo su entrada el rey con su cortejo de príncipes y cortesanos. Esta vez ninguna dama lo acompañaba, ni siquiera la reina, lo que demostraba cuán distinto era el ambiente de aquella sesión ceremonioso de la de apertura.
—Señores[17] —comenzó el rey ante un profundo silencio—, creía haber hecho todo lo que estaba en mi mano por el bien de mis súbditos cuando tomé la decisión de reunirlos […], [pero] los Estados Generales están abiertos desde hace casi dos meses y todavía no han podido entenderse sobre los preliminares de sus operaciones. Una perfecta inteligencia debería de haber nacido del solo amor a la patria, y [sin embargo] una funesta división arroja la alarma sobre todos los espíritus […]. Debo al bien común de mi reino, me debo a mí mismo, el hacer cesar estas funestas divisiones. Es con esta resolución, señores, […] que vengo a restablecer el verdadero espíritu, que vengo a reprimir los atentados que se hayan podido producir.
Pronunciada esta desalentadora introducción, cedió la palabra a uno de los secretarios de Estado:
—El rey quiere que la antigua distinción de los tres órdenes del Estado se conserve por completo como parte esencial de la constitución de su reino […]. En consecuencia, el rey declara nulas las deliberaciones tomadas el 17 de este mes por los diputados del orden del Tercer Estado —es decir, la de constituirse en Asamblea Nacional—, así como las que hayan podido seguirse, por ilegales e inconstitucionales […].
Tras este golpe, dio anuncio a las reformas que deseaba fueran abordadas por los Estados Generales. Algunas de ellas eran de envergadura, tales como la igualdad fiscal, la libertad de prensa, la reforma de la Administración de Justicia, la supresión de las lettres de cachet, la formulación y publicidad de los presupuestos del Estado y el sometimiento de nuevos impuestos a la aprobación de los Estados Generales.
—Acaban de escuchar, señores —pronunció Luis—, el resultado de mis disposiciones y de mis deseos; son conformes al vivo deseo que tengo de operar el bien público; y si, por una fatalidad lejos de mi pensamiento, me abandonan en tan bella empresa —amenazó— yo solo haré el bien de mi pueblo, sólo yo me consideraré su verdadero representante. […] Les ordeno, señores —terminó—, que se separen inmediatamente y que mañana por la mañana cada uno asista a la cámara asignada a su orden para continuar sus sesiones.
Terminada su intervención, que fue ferviente y triunfalmente aplaudida por clero y nobleza en medio del completo silencio de los comunes, el rey se retiró seguido de todo su séquito y con todo su majestuoso aparato, y lo mismo se apresuraron a hacer, con visible satisfacción, los diputados de la nobleza y del clero.
Pero los comunes permanecimos inmóviles en nuestros bancos. La perorata del rey había durado media hora escasa. Las reformas propuestas por Luis eran considerables, pero llegaban demasiado tarde. Lo anunciado, frente a la intención manifestada en solemne juramento de dictar una nueva Constitución, que en la mente de todos debía establecer la separación de poderes, la igualdad de los ciudadanos ante la ley y la regeneración de todo el régimen, era muy poca cosa, era prácticamente nada. El tono paternalista y severo de Luis, insuficiente para intimidar pero bastante para irritar, el ambiente conminatorio creado, las fuerzas armadas rodeando el edificio, la sensación de connivencia del rey con los órdenes privilegiados, la impresión de cerco contra los comunes, no ayudaba a que nadie se moviera de sus asientos. Hacerlo era signo de sometimiento, de retroceso, de pérdida de todo lo conseguido tan arduamente. Ni siquiera podía confiarse en que las reformas anunciadas por el rey llegaran a buen puerto, como no lo habían hecho ninguna de las que había intentado en los últimos tiempos, que habían chocado siempre con la oposición de las clases privilegiadas.
Permanecimos así, quietos en nuestros asientos, durante un largo rato. A medida que discurrían los minutos, la consternación daba paso a la indignación y al resurgimiento de ese espíritu indómito que yo ya les conocía.
Al cabo entró el gran maestro de ceremonias, Dreux-Brézé. Dos piquetes de guardias se hicieron visibles en la puerta.
—Señor —dijo, dirigiéndose a Bailly en su calidad de presidente—, ¿no han oído la orden del rey?
Bailly vaciló un instante. Ciertamente se trataba de una orden del rey.
—Señor, la Asamblea se ha prolongado después de la sesión real —contestó, apurado, pero firme—; no puedo disolverla sin que haya deliberado.
—¿Es ésta su respuesta? —lo retó—. ¿Se la puedo participar al rey?
—Sí, señor. —Luego, dirigiéndose a los que lo rodeaban, dijo—: Creo que la nación reunida en Asamblea no puede recibir órdenes.
El conde de Mirabeau saltó en su apoyo y, en tono desafiante, aseguró que sólo por la fuerza de las bayonetas abandonarían la sala.
Las bayonetas de las que hablaba Mirabeau estaban allí mismo. Pero Dreux-Brézé no se atrevió a recurrir a ellas para evacuar a la fuerza a seiscientos diputados con un gentío que los aclamaba en el exterior, ni probablemente una decisión de tal envergadura formara parte de sus competencias como gran maestro de ceremonias. Así que, altivo, se limitó a retirarse para informar al rey.
Mis colegas no esperaron la decisión de éste. Aprovecharon para iniciar la sesión y comenzó el debate sobre el discurso pronunciado por Luis. El abad Sieyès se levantó entonces y dijo:
—Señores, hoy son lo mismo que eran ayer.
Esta breve frase, que demolía de un solo golpe cuanto de conminatorio habían tenido las palabras del rey, fue acogida con atronadores aplausos. Recuperada toda la confianza, que había zozobrado en algún momento, ratificamos nuestra constitución en Asamblea Nacional y el juramento de no separarnos hasta promulgar una nueva Constitución. Asimismo, para protegernos de la posible reacción ministerial, la Asamblea proclamó «inviolables» a sus miembros y declaró «infames, traidores a la nación y culpables de crimen capital» a quienes los persiguieran o detuvieran.
Pero no hubo reacción alguna. La reunión terminó pacíficamente sin que nadie nos molestase. Más tarde supe que, habiendo sido informado Luis de la situación y advertido también sobre la posibilidad de que la expulsión por la fuerza de los diputados del Tercero provocara altercados violentos, había exclamado: «Pues bien, foutr., que se queden.»
Paul Bramont
La consternación de los otros dos órdenes al enterarse de lo ocurrido, ellos, que habían creído todo peligro conjurado, fue de órdago.
Si el Tercero se había atrevido a desobedecer, más que eso, a contradecir tan abiertamente las órdenes del rey, y si éste lo había tolerado sin mover un solo dedo por intentar imponer una autoridad tan ventilada minutos antes, es que la batalla estaba perdida. El clero deliberó su unión al estado llano, y la mayoría vino a unirse a la Asamblea Nacional. Lo mismo hizo la minoría liberal de la nobleza, entre ellos el duque de Orleans, que entró por la puerta de la sala común, entre el alborozo de bienvenida de los comunes. Los más recalcitrantes de los conservadores se mantenían tenazmente en su sala, en la confianza de que su actitud permitiera tildar de nulas las disposiciones del Tercero, pero el propio Luis los invitó, con gran pesar, a que se unieran al estado llano.
La Revolución había triunfado.
—¿Qué ocurre? —pregunté a mi padre pocos días después, al descubrirlo con aire de reflexiva pesadumbre mientras mantenía en la mano una carta que acababa de leer.
—Es de la baronesa de Ostry —me informó—. Se ha enterado de los últimos acontecimientos y me invita a que abandone París.
—Es innecesario —opiné, confiado—. La Asamblea ha empezado a trabajar en la redacción de la Constitución con la aceptación tácita del rey. Ahora todo está encarrilado. No hay motivo para temer nada.
Mi padre me miró, sombrío.
—¿Por qué crees que el rey ha pedido al clero y a la nobleza que se unan al Tercero? Está ganando tiempo. Ha llamado en secreto al Ejército: al regimiento suizo, a los alemanes de infantería, al Royal Allemand, a los dragones, a los húsares de Lauzun… Las tropas marchan sobre París. Se calcula que estarán todas concentradas en la capital entre el 13 y el 14 de julio. Entonces Luis dará su golpe.
André Courtain
En cuanto vio las pruebas que le exhibí, el secretario de la reina no se atrevió a negar, ni siquiera a dilatar, la orden de puesta en libertad de Bramont. Me tendió ésta, junto con la de detención de Saltrais, sin mirarme, como quien entrega la correspondencia a su criado para que le dé trámite. Teniendo en cuenta que acababa de reponer todas las resoluciones que yo había adoptado en su momento y que él había revocado equivocadamente, creo que yo hubiese merecido un leve gesto de disculpa o, como mínimo, de reconocimiento a su corrección. Pero lo que merecía no es lo que esperaba. Lo que esperaba del secretario era justo lo que me demostró: desdén, desinterés e injustificado aire de irritación. Pero se hubiese ofendido de haber sabido lo indiferente que me resultaban sus desprecios. Cogí las dos órdenes, que era lo único que me interesaba de él, y salí de su despacho sin marcar siquiera una mínima reverencia de despedida.
La orden de libertad se la entregué en mano al gobernador de la Bastilla, a quien interrumpí durante su cena, y acto seguido, sin aceptar su cortés invitación a unirme a su mesa, me dirigí hacia el inmueble donde vivía Criseau, mi leal agente. Su vivienda estaba situada en el barrio de los Cordeliers, en el segundo piso de un estrecho edificio de cuatro plantas. Subí de dos en dos los desiguales peldaños de la oscura escalera y llamé a su puerta con un par de golpes de mi puño.
Quien apareció al otro lado era una mujer. No me lo esperaba. Era delgada, entrada en la treintena, el rostro anguloso, ojeroso; un vestido sencillo cubierto con un delantal manchado. Detrás de ella quedaba al descubierto lo que debía de ser la pieza principal de la vivienda, ocupada en su centro por una mesa alrededor de la cual se agrupaban cuatro niños de edades comprendidas entre los tres y los diez años. Su objeto de atención era una cazuela de barro, de la que extraían el alimento con unas cucharas de madera. Junto a la mesa, de pie, estaba Criseau, con una criatura de unos ocho meses en brazos, mirándome como si lo hubiese descubierto en su madriguera, que era lo que en realidad había hecho. Yo estaba sorprendido y tardé en reaccionar. Hacía tiempo que lo conocía, habíamos viajado juntos por media Europa, y nunca me había hablado de su familia. Tampoco yo le había preguntado. No sabía por qué, pero siempre lo había imaginado solo. Interiormente me reproché mi falta de interés, y el cuadro familiar me hizo dudar de proponerle lo que me había llevado hasta su puerta.
La mujer, que debió de adivinar quién era yo y lo que venía a buscar, obvió dirigirme la palabra y se limitó a volver la cabeza hacia su marido. Éste ya estaba a su lado, tendiéndole al bebé. La criatura me miraba con ojos curiosos, y se me escapó una semisonrisa de ternura. Me recordó a mi propio hijo.
—No sabía que fueras padre.
Criseau salió y entrecerró la puerta tras de sí, como quien corre el telón, permaneciendo conmigo en el rellano de la escalera.
—¿Cuántos hijos tienes? ¿Cinco?
—Ahora sí. He tenido siete. Pero dos murieron.
Velé los ojos con pesar, compasión y temor. La mortalidad infantil era muy elevada en todas las clases sociales. No respetaba ni el trono. Los reyes habían perdido ya a dos de sus cuatro hijos, la mitad de ellos. No podía imaginar cómo superar una tragedia semejante cuando pensaba en el mío.
—Dígame, señor —animó Criseau.
—Voy a por el vizconde —le anuncié brevemente.
—¿Ha vuelto a Francia?
—No. Voy a Londres a buscarlo.
—Allí no podemos detenerlo —objetó.
—No. Pero sí puedo secuestrarlo y hacerlo en cuanto le obligue a pisar Francia.
—Eso es delictivo —calificó.
—Sí —confirmé.
—No puede obligarme a hacer algo delictivo.
—Es cierto —liberé—. No puedo.
Criseau guardó silencio unos instantes.
—¿Cuándo parte?
—Ahora. Mi carruaje espera abajo.
—Deme dos minutos para recoger un par de cosas.
Asentí, reconfortado. Sabía que podía contar con él. Criseau se había convertido, en aquel asunto, en mi mano derecha. Era serio, poco hablador, respetuoso sin ser servil, valiente sin ser temerario, decidido sin ser arribista. Se había creado un buen entendimiento entre ambos.
Perdimos un día en Calais a la espera de una embarcación con la que cruzar el Canal, por lo que llegamos a Londres cuatro días después. Cuando lo hicimos era ya de noche, y decidí pasarla en una posada de las afueras. Asaltaría a Saltrais al día siguiente en su domicilio, apenas amaneciera. A cualquier otra hora aumentaban las posibilidades de que se hubiese ausentado o de que tuviera visitas. Pudiera ser que compartiera cama con alguien, pero eso me preocupaba poco, mucho menos que encontrarme con diez comensales alrededor de su mesa o con un apartamento vacío.
Sentado en el borde de mi lecho del albergue, a la tenue luz de la única vela que había, extraje una vez más la carta. Era de la baronesa de Ostry: «[…] El compatriota por el que usted preguntaba e. su última misiva está, efectivamente, aquí. Se aloja en el primer piso de un apartamento en St. James Square.» A este primer dato añadía después diversos detalles de interés, minuciosos algunos de ellos, que demostraban que había llevado a cabo una labor de investigación deliberada y concienzuda. Su informe había sido determinante para que me animara a trasladarme hasta Londres en persecución de Saltrais. Si me hubiese visto obligado a llevar a cabo por mí mismo las pesquisas pertinentes, el vizconde fácilmente hubiera descubierto mi presencia en la ciudad antes de que hubiese podido sorprenderlo.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, estábamos Criseau y yo en la esquina de una de las callejuelas que desembocaban en la plaza en cuestión. Íbamos ambos cubiertos por oscuras capas que nos ocultaban el cuerpo de pies a cabeza. Bajo ellas, dos pistolas al cinto, ambas cargadas, y un sable. A esa hora la claridad del día apenas diluía la oscuridad en una tonalidad grisácea enturbiada por una niebla baja, característica de Londres. La humedad era intensa y la soledad sólo la rompían un par de transeúntes que cruzaban la plaza como sombras.
—Es aquella portería —señalé a Criseau con el mentón—. Parece que sólo tiene dos personas de servicio: una cocinera y el mayordomo. Tú neutraliza al personal, yo me encargaré de Saltrais.
Asintió con la cabeza y avanzamos hacia allí, cruzando la plaza. Yo iba delante, Criseau me seguía a un par de pasos. Llegamos a la portería, que estaba abierta. Sabía que lo estaría, pues, según el informe de la baronesa, estimablemente detallado, diez minutos antes había entrado el vendedor ambulante de leña. Subimos los tramos de escalera hasta el primer piso. Sólo había una vivienda en esa planta. La puerta principal estaba a la derecha del rellano, la de servicio a la izquierda. Me aposté a un lado de esta última, pegado a la pared. Criseau hizo lo propio al otro. Desde mi posición, invisible a través de la mirilla enrejada de la puerta, la golpeé suave pero reiteradamente varias veces. Pretendía que me oyeran desde la cocina, pero sin despertar a Saltrais, si es que, como esperaba, estaba durmiendo. Yo estaba junto a los goznes, Criseau junto a la apertura. Al cabo de unos minutos sin que nada pasara, reiteré la llamada. Esta vez surtió su efecto y al poco oímos un «¿Quién hay» masculino desde el otro lado. No contestamos, tensos en nuestras posiciones. Crucé una mirada con Criseau, instándolo a que actuase en cuanto se abriese la puerta. Ésta lo hizo, empujada por la curiosidad del mayordomo, aunque con cautela, apenas unos dedos. «¿Quién es?», volvió a repetir.
Criseau no dudó un instante. Aprovechó la brecha para empujar con brusquedad la puerta. Yo lo seguí, el arma encañonada. Criseau había tapado con su mano la boca del espantado hombre, al que mantenía sujeto por el brazo doblado en su espalda. Yo lo amenacé con la pistola. Era casi un anciano, frente amplia, nariz aguileña, ojos azules desorbitados por el susto, cuello estirado de pollo desplumado.
—Silencio —le susurré, blandiendo el cañón ante el garfio de su nariz—. No hagáis ruido y no os pasará nada.
Estaba en un recibidor. Hacia la derecha se adivinaba la parte noble de la vivienda. Dejé al mayordomo al cuidado de Criseau, que ahora tendría la difícil misión de someter a la cocinera sin que profiriese ningún grito, y me dirigí en busca de Saltrais.
El recibidor precedía al salón principal, vacío y todavía con las cortinas de terciopelo corridas. En cuatro largas zancadas, marcadas casi de puntillas, lo atravesé. Comunicaba con otra sala destinada a despacho, cuya puerta de doble hoja estaba abierta. Me asomé con precaución. También vacía. El apartamento estaba silencioso, sumido todavía en el sueño, por lo que fue perfectamente audible el alarido de una mujer que estalló un par de paredes más allá y el estruendo de unas cacerolas, o lo que fuese, al caer al suelo. Eso me impulsó a actuar con celeridad. La estancia exhibía tres puertas más, todas ellas cerradas, pero me abalancé sobre la que estaba enfrente, la que, según su posición, comunicaba con la habitación que daría a la calle.
Aceité. Era el dormitorio, tan oscuro como el resto de la casa. La apagada luz diurna que se filtraba por las ranuras del cortinaje era cuanto la iluminaba, permitiendo tan sólo percibir los objetos, más que vislumbrarlos. Mi vista se dirigió hacia la cama, sobre la que un cuerpo masculino de torso desnudo se había puesto en movimiento en cuanto había notado mi irrupción. Por su gesto adiviné que me había lanzado algo, y el instinto me obligó a anteponer frente a mi cuerpo, en un rápido movimiento, la hoja de la puerta, que todavía no había soltado. Una daga se clavó en ella, a la altura de mi pecho, con un sonido seco de madera atravesada. La sensación de inmediato peligro me insufló energía. Miré de nuevo hacia el lecho, pero su ocupante se había apresurado a abandonarlo y estaba a punto de desaparecer por el quicio de una puerta de pequeñas dimensiones que se abría junto a la cama, tras una cortina corrida. Elevé el arma y disparé. La detonación retumbó atroz en medio de la calma, mientras la humareda y el olor a pólvora se esparcían frente a mí. Un círculo negruzco y una hendidura de astillas rotas en el marco de la puerta me indicaron dónde se había estrellado la carga.
—¡Maldita sea, Courtain! —oí a Saltrais exclamar al otro lado—. ¡Me ha dado!
—¿Es grave? —pregunté mientras me protegía rápidamente tras su cama, sentándome en el suelo y apoyando la espalda en el mueble.
—No lo sé —se quejó colérico—. Me sangra la espalda. ¡Maldita sea! ¡Es un asesino!
—Para estar muerto, habla demasiado —dije, pensando en mi siguiente acción mientras cogía la otra pistola, la que todavía estaba cargada. ¿Podía arriesgarme a ir a por él? Estaba herido, y probablemente desarmado.
—Me ha dado en la cintura, ¡ah! —se quejó de dolor—. Me ha incrustado una bala de plomo en el riñón. ¿Se ha vuelto loco? Yo he tenido muchas ocasiones de matarlo, ¿lo sabía?
—Su daga voladora no parecía tener muy buenas intenciones. Entréguese. Es la única alternativa que le doy.
De pronto oí un crujido de somier y, al volverme, vi a Saltrais saltando sobre el colchón, lanzado contra mí blandiendo una espada militar en la mano. No tuve tiempo ni de preguntarme de dónde la había sacado. Elevé la pistola y apretaba ya el gatillo cuando ésta salió volando al ímpetu del golpe del filo del arma de Saltrais. El cañón, al ser desviado, descargó contra la cabecera del lecho, forrada de seda, que prendió. Sin perder un segundo, pues Saltrais preparaba ya su próximo golpe, lo así con mi mano derecha por uno de los tobillos y lo hice caer de espaldas, sobre el colchón. A pesar de la caída, no soltó la espada, y yo aproveché para levantarme velozmente y desenfundar mi sable. El mío también era militar, de húsar, un arma sólida de hoja ancha. Saltrais, mientras, se había puesto en pie a su vez, pero él por el otro lado de la cama, el más alejado a mí, y se había colocado tras un sofá que había en medio del dormitorio. Seguía con el torso desnudo.
—No está herido —comprobé observándolo—. Me ha mentido.
—Me ha magullado el omoplato —replicó jadeante—. Me ha dolido. Pero es una herida superficial.
Quedamos uno frente a otro, ambos con las armas en la mano, a unos cuatro pasos de distancia, separados por el mueble, tensos, sudorosos, en estado de alerta, respirando para recuperar fuerzas.
—Y dígame, ¿qué vamos a hacer ahora exactamente? —preguntó.
—Yo, detenerle.
—¿Y si no me dejo?
—Entonces tendré que reducirlo.
—¿Y si no me dejo reducir? ¿Está dispuesto a arriesgar la vida en este estúpido intento?
—Sí.
—¿Y qué le dirá mi cuñada a mi sobrino si usted muere? Valió la pena que te quedaras sin padre antes de cumplir el año, hijo; gracias a su sacrificio la nación se libró de un terrible delincuente.
—No va a salir de ésta con discursos —repliqué, desviando un instante la vista hacia la cabecera de la cama, cuya tela ardía. El humo empezaba a esparcirse por la habitación.
—Creo que tengo derecho a saber por qué es tan importante para usted detenerme. ¿Cree, en verdad, que fue tan criminal lo que hice?
Sabía que debía atacar. Él sólo estaba ganando tiempo. Pudiera ser que pronto el aire fuera irrespirable. O que el incendio se extendiera. O que él supiera que estaba a punto de llegar alguien que pudiera ayudarle. El tiempo jugaba a su favor y en mi contra. No obstante, desobedeciendo a mi propio sentido común, le seguí unos instantes el juego y contesté:
—Sí condeno lo que hizo. Pero lo que me guía no es mi propio juicio al respecto. Di mi palabra y la cumpliré.
—Ah —exclamó—. ¿No se trata, entonces, de algo personal? ¿Sólo de cumplir una obligación?
—Efectivamente. No me importa la suerte de usted. Sólo quiero cumplir mi compromiso.
—¿Y cuándo lo habrá cumplido y se sentirá libre?
—Está claro. Cuando lo meta entre rejas.
—¿Y si me escapo al día siguiente? Soy un experto en fugas, como sabe —ironizó.
Consideré la posibilidad. Me había comprometido a descubrir y detener a los culpables, no a garantizar la seguridad carcelaria.
—Supongo que ése ya no sería mi problema.
—¿No se sentiría obligado a detenerme de nuevo?
—No —repuse con convencimiento. Sólo me faltaba pasarme la vida tras aquel individuo. Éste era mi último esfuerzo.
—Y, aparte de la detención, ¿hay alguna otra forma de que me deje en paz?
—No, salvo su muerte o la mía.
Arqueó las cejas.
—¿Se está usted oyendo? —se burló—. Habla como un obseso desquiciado. ¿Tan poco arbitrio tiene? ¡Es usted un hombre, no un perro de caza! Las circunstancias en las que dio su palabra han cambiado radicalmente. Hace tiempo que la razón le ha liberado de una misión tan estéril.
—No pienso discutirlo —zanjé—. ¿Se entrega o voy a por usted?
—Lo estoy pensando.
Sonreí, incrédulo.
—¿Está dispuesto a entregarse?
—¿Está en condiciones de garantizarme que seré encarcelado preferentemente en una prisión de Estado, por ejemplo en la Bastilla, y que se me aplicará un régimen penitenciario benigno, como mínimo tan benigno como el que debe de haberle procurado a Bramont?
—¿Y qué más? —pregunté, identificando el olor a madera quemada. Como temía, el fuego había impregnado el mueble.
—Nada más. Si está en condiciones de garantizarme eso, me entrego ahora.
Lo miré, escudriñador, como si su rostro pudiera revelarme dónde estaba el engaño. Algo tramaba, tenía pleno convencimiento. Pero era incapaz de adivinar qué. Y, obviamente, era absurdo no detenerlo sólo porque se entregaba él mismo. Mi única opción era extremar las precauciones.
—Suelte el arma —le ordené—, y apague ese fuego.
—Aún no me ha confirmado las condiciones —quiso asegurar—. ¿Tengo esa palabra suya inquebrantable e inamovible aunque caiga el Diluvio Universal?
—Sí —ratifiqué.
Me mantuve atento, aún esperando alguna extraña maniobra por su parte, pero tomó la espada por la hoja y aproximándose lentamente a mí, me la ofreció por la empuñadura. La cogí.
—El fuego —recordé.
Saltrais no protestó. Descolgó con un movimiento de arranque brusco las cortinas del dosel, y ahogó a golpes, y entre toses, las llamas de la cabecera, hasta que se extinguieron y sólo brillaron aisladas brasas en el interior carbonizado. Mientras, yo había llamado con un grito a Criseau, que se presentó corriendo, temiendo una emergencia.
—Átalo —le indiqué.
—¿Es necesario? —protestó Saltrais al oírlo—. Le doy palabra de que no huiré.
—¿Qué palabra? —desprecié—. ¿Ésa que cambia con las circunstancias según su racional arbitrio?
Permití que Saltrais se vistiera, sin dejar de apuntarlo con una de las pistolas de Criseau, todavía cargada, y éste le ató las muñecas a la espalda. Le pedí entonces que fuera a buscar el carruaje y lo estacionara frente a la portería mientras yo vigilaba a Saltrais y a las dos personas de su servicio. Cuando Criseau regresó con el coche, bajamos los cinco. Temía que el mayordomo o la cocinera dieran la alarma de lo ocurrido, de forma que tuve que llevarlos con nosotros hasta atravesar el Canal. Los liberé en Calais.
Después los tres iniciamos viaje hacia el monasterio de los Pirineos donde estaba escondido el vigilante de la prisión, a fin de conseguir mi última prueba contra Saltrais, tras lo que volveríamos a París y podría encarcelarlo definitivamente, dando por concluida, al fin, mi misión.
Edith Miraneau
Tuve conocimiento de la liberación de Didier Durnais por el registro de la prisión del Châtelet, al pretender hacerle una nueva visita. Deduje, sin dificultad, que la causa había sido su declaración acusatoria contra el vizconde. Mi irritación contra él fue inevitable. El muy cobarde y el muy traidor, pensé, se había doblegado al fin, había cedido a pesar de las promesas de liberación que le había hecho y de mis instancias para que resistiera. Envié al vizconde carta tras carta, pues no me eran contestadas y no sabía si las recibía todas, ninguna o sólo alguna, advirtiéndolo una y otra vez de las adversas circunstancias y aconsejándole, muy a mi pesar, que no se acercara a París.
Mientras tanto, aquí la tensión había llegado a unos niveles insostenibles.
Las calles estaban llenas de gentes sin hogar ni medios de subsistencia. No había trabajo, y el precio del pan era prohibitivo, además de ser de una calidad pésima. La ciudad se había vuelto terriblemente insegura. La mayoría de los atropellos quedaban sin castigo alguno. La policía estaba desbordada y se veía incapaz de mantener el orden. Los que tenían negocios u ocupación temían la ruina ante la crisis producida por la carestía del pan y de los alimentos, y aquellos que habían invertido en deuda pública, grandes o pequeños rentistas, por la caída de su valor.
Ante todas nuestras penurias, sólo teníamos dos salvadores, y en ellos confiábamos y en ellos estaba depositada nuestra esperanza: la Asamblea Nacional y el ministro Necker. A este último se atribuía el mérito de evitar la bancarrota del Estado, el desplome de la deuda pública y el hambre. De la primera se esperaba una profunda regeneración que nos llevara a una situación de igualdad y de supresión de los abusos. Después de que tras la sesión real del veintitrés de junio, nobleza y clero se uniesen a los comunes, y de que el rey se hubiese avenido a mantener a Necker en el ministerio ante las peticiones del pueblo, parecía que el complot de los aristócratas había sido superado.
—«[…] La naturaleza ha hecho a los hombres libres e iguales»[18] —decía el marqués de La Fayette mientras leía ante la Asamblea Nacional su propuesta de Declaración de Derechos—. «Todo hombre nace con derechos inalienables, imprescriptibles […]. El principio de toda soberanía reside en la nación […]. Todo gobierno tiene por único objeto el bien común; este interés exige que los poderes legislativo, ejecutivo y judicial sean distintos […]. Las leyes deben ser claras, precisas, uniformes para todos los ciudadanos […].»
Nunca antes de que la Asamblea Nacional iniciara sus trabajos sobre la Constitución y la Declaración de Derechos, se habían pronunciado ni escuchado palabras semejantes de igualdad, libertad, legalidad y democracia en el seno de una institución oficialmente reconocida.
Sin embargo, tales alentadores avances sólo habían sido un espejismo. Poco a poco, provenientes de diversas plazas fronterizas, habían ido llegando, y se habían ido concentrando alrededor de Versalles y de París, regimientos militares de infantería, de caballería, de húsares y dragones, de guardias franceses, con sus carros de artillería, sus cañones, sus mosquetones y bayonetas, su lucimiento de uniformes, sus pasos marciales; ocupaban puentes, caminos principales, colinas, acampaban o se acuartelaban incluso en el interior de las ciudades. Las tropas del rey nos envolvían por todas partes. Un ejército compuesto por decenas de miles de soldados, algunos hablaban de treinta mil, otros de cuarenta mil, otros de cincuenta mil, pudiera ser que todos tuvieran razón pues su número aumentaba de día en día, nos rodeaba como si fuéramos una ciudad sitiada a punto de ser tomada por la fuerza armada. Se decía que el mariscal Broglie, al mando de las tropas, había convertido sus departamentos del Palacio de Versalles en los propios de un Estado Mayor en tiempos de guerra, reuniendo en ella a los altos oficiales de los regimientos como si tuviera que idear estrategias de conquista; que los jardines de Versalles se habían convertido en un campamento militar, y, desde luego, eso era ahora el Campo de Marte en París; que habían sido tomados los puentes de Sèvres y de Saint-Cloud y controlado todas las comunicaciones entre Versalles y París. Y lo cierto es que veíamos soldados por todas partes, la mayoría de ellos extranjeros, alemanes y suizos contratados por el Gobierno para defendernos de los enemigos, pero que ahora parecían destinados a atacar a la ciudadanía.
Nosotros, la población civil, hambrienta y desarmada, estábamos espantados. ¿Para qué ese ejército? Nunca se había visto un despliegue semejante. Un rey absoluto, un régimen despótico, podía cometer impunemente cualquier exceso. ¿Iba a volar la ciudad con sus cañones? ¿Iba a masacrarnos mientras su caballería nos encerraba en callejones sin salida? ¿Iba a incendiar nuestras casas y fusilarnos mientras huíamos por las plazas públicas? ¿Qué pretendía el Gobierno?
Al temor a un ataque, se unía el desespero por el desabastecimiento de la ciudad. Se decía, y probablemente con razón, que las subsistencias destinadas a la capital eran desviadas hacia los campamentos militares y cuarteles para cubrir las necesidades de los soldados antes que las nuestras; y además los parisinos debíamos pagar un impuesto aduanero en las puertas de las barreras de la ciudad. Por mucho que los comerciantes intentasen bajar los precios, éstos se mantenían necesariamente altos por culpa de esos malditos impuestos.
Suponer que aquel despliegue militar pretendía cubrir una decisión impopular del rey era casi obligado. Y que dicha decisión era de tal trascendencia que se temía un levantamiento generalizado, era lo único que podía explicar que se considerara necesario recurrir a todo un ejército para sofocarlo. ¿Y qué medida podía ser tan grave y tan impopular? La destitución de Necker y la disolución de la Asamblea Nacional. Acto seguido el rey ordenaría la detención de los diputados que más se habían destacado en la lucha por las libertades, el ejército reprimiría con contundencia a la población que osara oponerse, masacraría a los manifestantes, fusilaría o ahorcaría a los detenidos, mermaría con el hambre y la carestía el espíritu de rebeldía que subsistiese y daría una lección ejemplar para someter de nuevo bajo el despotismo a los que sobrevivieran. La catástrofe estaba en puertas. El rey no podría mantener por mucho tiempo la concentración de tropas. Su golpe era inminente.
Era necesario hacer algo, ¡había que defenderse! Pero ¿cómo organizarse? ¿Cómo los habitantes de una ciudad podían organizar la resistencia, la defensa contra su propio ejército?
Tres focos de representación popular existían en esos momentos, los tres precarios y carentes de poderes reconocidos oficialmente. Uno era la Asamblea Nacional, con sede en Versalles, rodeada de tropas, amenazada su propia existencia por su posible inminente disolución, y sus diputados con su posible inminente detención. Otro, la Asamblea de los Electores de París. Una vez concluidas las elecciones en la capital, los electores designados por los habitantes de cada distrito decidieron continuar reuniéndose para seguir dando instrucciones a los diputados elegidos y mantener comunicación con ellos. Al principio lo hicieron en una sala, llamada del Musée, de la calle Dauphine, mas solicitaron poder hacerlo en el Ayuntamiento, en el Hôtel de Ville, y les fue concedido. Pero estos electores, a pesar del lugar de reunión, no ocupaban ningún cargo municipal, ni estaban investidos de ninguna autoridad. Y el tercer foco era el Palais Royal. Allí tampoco había autoridad alguna, ni oficiosa ni oficial, pero era un centro de agitación tal, que se había erigido en una ágora popular. Los más extremistas lanzaban en él sus discursos, animando a la gente a la resistencia y a la rebelión, en medio de un público que les aplaudía con fervor.
En el Palais Royal también se identificaba y señalaba a los enemigos del pueblo. Éstos eran, en general, los aristócratas, a los que se acusaba, entre otras cosas, de conspirar para conseguir la destitución de Necker y de haber confabulado aquella extraordinaria medida de represión militar que se cernía sobre nosotros. Eran enemigos del pueblo declarados: el conde de Artois, hermano del rey; la camarilla de la reina, con la Polignac y su grupo a la cabeza; el ministro Barentin, el diputado por la nobleza Eprémesnil, y otros con nombres y rostros conocidos. En el Palais Royal se representaban farsas en las que se les juzgaba y sentenciaba, y las condenas a castigos diversos se imprimían y se colgaban en paredes y muros.
—Conozco a los pérfidos consejeros de estos atentados contra la libertad pública —exclamó el conde de Mirabeau desde la tribuna de la Asamblea Nacional—, y juro por mi honor y mi patria que algún día los denunciaré.[19]
—Pido que se desvele —le había seguido el diputado abad Grégoire— […] a los autores de estas detestables maniobras, que se les denuncie a la nación como culpables de un crimen de lesa majestad nacional […].
«¡Oh, ciudadanos —había escrito un tal Marat en un folleto— [20] […] observad la conducta de los ministros para regir la vuestra! Su objetivo es la disolución de nuestra Asamblea Nacional; su único medio es la guerra civil. […] Nos rodean con el aparato formidable de los soldados, de las bayonetas […]. ¡Los miserables! […]. ¡Dejad colmar la medida: el día de la justicia y de la venganza llegará!»
Pero no sólo teníamos enemigos. También teníamos amigos. Y éstos se encontraban, precisamente, entre las tropas. Los guardias franceses estaban a favor del pueblo, o, mejor dicho, eran pueblo. Lo eran sus padres, hermanos, esposas, hijos…, lo eran ellos mismos. Los soldados y suboficiales, al igual que el resto, deseaban la igualdad que, entre otras cosas, les permitiera acceder a los grados superiores, que actualmente les estaban vedados. Ellos, al igual que nosotros, tenían puestas sus esperanzas en la Asamblea Nacional, y deseaban una nueva Constitución. La posible orden de cargar contra su propia gente, de atacar la institución en la que tenían, como los demás, puestas sus esperanzas, no podía ser más contraria a sus sentimientos. Había sido descubierta, recientemente, una asociación secreta en el seno del cuerpo en la que sus miembros habían jurado que no acatarían ninguna orden que entrañara un ataque a la Asamblea Nacional. Un grupo de guardias franceses habían sido detenidos y encerrados en la prisión de la Abadía, y desde el Palais Royal, pasando por la Asamblea de los Electores de París, y hasta por la misma Asamblea Nacional, había habido una movilización popular generalizada para lograr su liberación. De tal resonancia y amplitud había sido ésta, que el rey se había visto obligado a indultar a los rebeldes insumisos y dejarlos en libertad. Eso había ocurrido hacía apenas unos días, y desde entonces, el vínculo de hermandad entre la ciudadanía y los guardias franceses era inequívoco.
Tampoco estaba muy clara la posición del resto de las tropas, de los regimientos extranjeros. Con frecuencia se veía a patrullas enteras confraternizar con la gente, fuera en la calle o en tabernas, donde se las invitaba a beber a la salud del Tercer Estado y de la Asamblea Nacional. Pero, en su caso, la posible simpatía que pudiéramos inspirarles, ¿sería suficiente para provocar un motín generalizado, para que rompieran la inercia de la obediencia a sus superiores y se negaran, masivamente, a obedecerles? Desde luego, no podíamos confiar en ello. No era prudente, ni siquiera razonable, confiar nuestra suerte en algo tan improbable.
Los electores de París no lo hacían. Ni, aunque no se confesara, confiaban tampoco en el éxito de la petición elevada al rey por la Asamblea Nacional para que alejara las tropas de la ciudad. Había que procurar la propia defensa.
«La Asamblea de los Electores de París —decretó ésta—, no pudiendo disimular que la presencia de un gran número de tropas en esta capital y sus alrededores, lejos de calmar los espíritus y de impedir las emociones populares, no sirve, por el contrario, sino para producir vivas alarmas en los ciudadanos […], está convencida de que el solo y verdadero medio que puede proponer en semejante circunstancia para mantener la tranquilidad es el de establecer la Guardia Burguesa |…].»[21]
La Guardia Burguesa suponía armar a la ciudadanía. Hasta este extremo se había empujado a la población de París. Creo que no había ni un ciudadano que no estuviera dispuesto a coger un arma para defender a su familia, su vida, sus propiedades, la libertad de su patria y su futuro.
Se nos había llevado al límite, y el polvorín estaba a punto de estallar.