Capítulo XXVIII

André Courtain

Sin miramientos. Ordené que ambos ingresaran en el Châtelet y que fueran encerrados en una de las celdas comunes compartidas por más de quince presos. Para unas personas de la calidad de Durnais y del conde de Mounard, y especialmente para éste, que estaba ya viejo y enfermo, ese habitáculo era el infierno. Los presos que permanecían en las celdas comunes eran los que no tenían los medios para procurarse algo mejor. Estas pobres gentes, prácticamente indigentes, vestían con harapos malolientes, pues la prisión no les facilitaba ropa ni les lavaba la que llevaban sin mudar durante días y semanas y meses e incluso años. Sus cuerpos, también carentes de higiene, apestaban a suciedad, orines, sudor, porquería. Todos ellos tenían parásitos y estaban cubiertos de eccemas y costras resecas de las picaduras. Dormían en el suelo, sobre paja vieja infecta de piojos y pulgas, unos junto a otros, lanzándose mutuamente sus alientos pestilentes provocados por sus malestares gástricos y sus caries. El exiguo alimento no aportaba en absoluto los nutrientes que el organismo necesitaba para conservar la salud, y propiciaba enfermedades como el escorbuto y la ictericia. Miccionaban y defecaban en unos cubos rociados de vinagre en la propia celda, en los que se acumulaban durante todo el día la orina y las heces de los diversos presos, impregnando el aire de un hedor insoportable. Allí es donde encerré a Durnais y a Mounard. Sin alivio alguno. No podían tener visitas, no podían recibir alimentos ni ropa limpia. No podían disponer de papel ni tinta para escribir. No podían salir de la repugnante celda en todo el día, ni siquiera media hora a pasear por el patio y respirar algo de aire puro. Y no fui a verlos. No se les interrogó. Quedaron abandonados, sin noticias del exterior, cual si hubiesen sido enterrados en vida en aquella estancia en la que la sola permanencia era en sí misma una tortura.

Mi intención era animarlos a colaborar. Calculé que una semana en esas condiciones era suficiente. Yo había pasado un solo día encerrado en una celda individual infinitamente más confortable que aquélla y aun así había desesperado. Y más tiempo podía comportar un riesgo importante para su salud. Si contraían alguna enfermedad grave o morían, no servirían a mis fines. Pero Mounard no soportó ni una semana. Al cabo de tres días ya se retorcía de fiebre y escalofríos con la gota a punto de reventarle el pie. Lo llevaron a la enfermería de la prisión, donde tardó cerca de cinco días en recuperarse. Después decidí interrogarlo.

Cuando lo vi, me compadecí de él. Estábamos en uno de los despachos de la Prefectura de Policía del Châtelet, adonde lo habían trasladado. Había perdido mucho peso, estaba demacrado y surcado de arrugas de sufrimiento, el rostro macilento. A pesar de tenerme delante, no me miraba. Su vista era opaca, muerta; su expresión también.

—¿Sabe por qué ha sido detenido, conde? —empecé.

—No —repuso con un murmullo.

Puse sobre la mesa el borrador de las Memorias de La Motte y le mostré una página señalada donde figuraba su letra.

—Usted colaboró en la redacción de este documento. Es inútil que niegue su caligrafía pues su autoría ya ha sido comprobada.

—¿Así que las tenía usted? —reaccionó alicaídamente.

—También se le acusa de haber participado en la fuga de La Motte. Usted esperó a la presa fuera de la prisión en un carro de mercancías. Condujo el vehículo hasta un local sito en la calle Saint-Denis. Allí pasó la noche ocultando a la evadida y al día siguiente la llevó hasta las afueras de París, donde subió al carruaje en el que la esperaba Fillard.

—Veo que conoce todos los detalles —confirmó con la misma apatía.

—Aún sé mucho más. Sé que hizo cuanto estuvo en sus manos para impedir que detuviera al vigilante de la Salpêtrière a quien perseguí hasta Lisboa. Utilizó toda su influencia ante el embajador británico para entorpecer mi misión. Recibió una carta de Fillard, que imprudentemente ha conservado usted, en la que éste lo felicita por su labor. ¿Quiere verla?

—No —declinó.

—En cuanto a su participación en la fuga de La Motte, me lo explicó la propia La Motte, pero además tengo una confesión completa de Didier Durnais redactada de su puño y letra —añadí extrayendo las páginas de la supuesta declaración—. En ella explica cómo se planeó y ejecutó la fuga y quiénes fueron sus participantes. ¿Quiere que se la lea?

—¿Durnais ha hecho eso? —preguntó Mounard mirando el documento, asombrado.

No lo había hecho. Era una falsificación. Pero una buena falsificación.

—Así es. ¿Quiere verla?

—Supongo que estoy perdido. —Sonrió roto, amasándose los canosos y desaliñados cabellos—. Pero prefiero morir que volver a esa repugnante celda. ¿Qué he de hacer para ser ejecutado?

—Ser juzgado. Pero mientras espera el juicio permanecerá encerrado aquí, en el Châtelet, salvo… —sugerí.

—Salvo qué. Si tiene usted humanidad —suplicó en un hilo de voz—, no me dejará allí, marqués…

—Salvo que haga usted como Durnais. Si hiciera de igual forma lo dejaría libre hasta el juicio. Piense que, tal y como está la situación, nadie sabe cuándo se celebrará ese juicio. Quizá incluso no llegue a celebrarse nunca o quizá en ese momento lo que ha hecho sea contemplado como una hazaña y no como un crimen. No se sabe. La inestabilidad política posibilita cualquier desenlace. Lo único que es seguro es que si se queda usted aquí no sobrevivirá ni un año.

Mounard guardó silencio. Confesar la propia culpa y delatar a los demás era completamente contrario a su instinto de conservación y a sus principios, pero yo confiaba en la eficacia de la amenaza.

—Lo dejaré solo durante una hora —le dije—. Aquí tiene papel, pluma y tinta. Si cuando vuelva ha redactado usted un relato de todo lo ocurrido con nombres y datos, podrá salir de aquí acto seguido y volver a su casa. En caso contrario, lo devolveré a su celda comunitaria y lo abandonaré a su suerte. Usted decide.

Me levanté y salí de la estancia, que dos guardias custodiaban al otro lado de la puerta, con la completa seguridad de que a mi regreso tendría aquella confesión.

Tras conseguir la declaración de Mounard y ponerlo en libertad, hice llamar a Durnais. Al igual que me había impresionado el aspecto de aquél, el de éste también lo hizo, pero por una causa completamente contraria. Había perdido peso pero, aparte de eso, su talante era vivo, despierto, casi alegre. Sólo verlo adiviné que mi tarea no iba a ser tan fácil como con su compañero.

—¿Sabe por qué ha sido detenido? —inicié, al igual que había hecho con Mounard.

—Por causa de una falsa acusación —replicó con aire de abogado en ejercicio—. Nada he hecho que justifique esta arbitraria detención.

Le mostré el borrador de las Memorias y algunas de las páginas en las que constaba su caligrafía.

—No había visto nunca antes este documento —se defendió.

—Es inútil que lo niegue. La autoría de las anotaciones ha sido comprobada por expertos.

—Es una argucia. Todo es falso.

Me interrumpí y lo observé, estudiándolo. Era obvio que la estrategia debía ser otra que la empleada con Mounard.

—¿No quiere recuperar la libertad?

—Desde luego. Pero no a costa de inculparme falsamente o delatar a otros.

Callé. Su entereza no era normal. Él, a diferencia de Mounard, que había estado unos días en la enfermería, no había salido de aquella apestosa celda insufrible. Sin embargo, estaba inusitadamente aliñado, incluso su ropa estaba mucho más limpia de lo esperado. Una sospecha me asaltó.

—Creo que necesita recapacitar —suspendí—. Lo devuelvo a su celda. Si cambia de actitud, hágamelo saber.

Durnais nada dijo. Golpeé la puerta y dos agentes entraron en el despacho. Ordené que lo trasladaran de nuevo a la prisión y después hice llamar a Criseau, mi fiel agente, el que en su día había delatado a Gosnard, el espía de Fillard. Desde entonces había promovido su ascenso y el agradecimiento del hombre se manifestaba en una entregada lealtad.

—Creo que está recibiendo visitas a pesar de la orden contraria que he dado —le confié—. Puede que el carcelero haya sido sobornado. ¿Puedes comprobarlo?

Al día siguiente Criseau me dio su primer informe. El preso constaba oficialmente en la celda comunitaria, pero en realidad ocupaba una individual que no estaba asignada a nadie, y además gozaba de casi una hora diaria de patio.

—Es el vigilante de la celda comunitaria. Probablemente tiene usted razón y ha recibido una recompensa por dispensarle tal privilegiado trato.

—¿Recibe alimentos o ropa de alguien? ¿Visitas?

—Aún no lo sé, señor.

—Sigue vigilando. Debe de haber algo más.

Transcurrieron cuatro días sin ninguna noticia. Yo desde entonces acudía diariamente a la Prefectura para facilitar los informes de Criseau. Ocupaba mi tiempo encerrado en el despacho que tenía asignado leyendo y releyendo los documentos que había incautado a los tres: Durnais, Mounard y Saltrais. Los dos primeros habían sido unos incautos y conservaban la correspondencia cruzada entre ellos y Fillard: y, por el contrario, nada comprometido conservaba Saltrais ni poseían los demás de él. Pero la medida de poco le había servido, pues en la de los otros se lo mencionaba tan a menudo que no sólo no cabía duda de su participación, sino que incluso se hacía más que evidente que había sido el organizador de la fuga. Conseguir el borrador de las Memorias con aquellas anotaciones manuscritas me había abierto todas las puertas probatorias en aquella dificultosa investigación. Y pensar que hacía tiempo que Bramont las tenía en su poder… ¡cómo me hubiese facilitado las cosas el haberlas tenido antes!

Criseau entró súbitamente en mi despacho, sin apenas llamar.

—¡Ahora, señor! —anunció excitado—. ¡Una visita! ¡Está ahora mismo con él en la celda individual que ocupa! Es una mujer.

Me precipité al pasillo. Corrí por escaleras, corredores y salas detrás de Criseau hasta llegar a la prisión y a la puerta de la celda de Durnais.

Era de hierro macizo con una pequeña apertura enrejada en forma de ventanuco a la altura de los ojos cubierta por una chapa de hierro corredera. La abrí silenciosamente apenas un dedo y fisgué por la pequeña ranura. La mujer era nada menos que Edith Miraneau. Bien había percibido yo el interés de Durnais por ella cuando lo había estado vigilando con motivo de su detención. Y ahora recordaba que en el informe de su arresto se mencionaba que en ese momento se encontraba en compañía de una dama en actitud «cariñosa», según describían, aunque no se especificaba el nombre. Y esa actitud se descubría también ahora entre ellos. Durnais asía a Edith por la cintura y le daba besos esporádicos en el rostro y el cuello, mientras ella lo toleraba pero parecía esforzarse en mantenerlo a raya. La celda era muy pequeña, de una anchura que apenas permitía encajar el camastro y de no más de cuatro pasos de largo. Edith y Durnais, por tanto, estaban a escasa distancia de la puerta a través de la que los estaba observando, y sus palabras llegaban hasta mí del todo inteligibles.

—Pienso en ti a todas horas —gemía él—. Si no pudiera verte me volvería loco.

—Has de ser fuerte, Didier —le decía ella, intentando desasirse de su abrazo suavemente.

—Sólo puedo ser fuerte estando contigo —pronunció con fervor buscando su boca, que ella eludía volviendo levemente el rostro—. Dime que me amas o me moriré.

—Ten paciencia. Ya te he dicho que pronto saldrás de aquí, —repuso ella, retirándole las manos para separarse—. Ahora tengo que irme.

—¿Cuándo? —se desesperó él.

—Dentro de muy poco. Ten confianza.

—No confío en el vizconde —protestó mientras intentaba volver a abrazarla—. Sólo se mueve por su propio interés.

—Pues piensa que le interesa liberarte para que no le acuses.

—Si lo acusara podría salir de aquí hoy mismo —masculló Durnais con rencor—. Mounard ya está libre.

—¡Pero tú no eres un delator! —le reprochó ella con un deje de profunda alarma.

—¿Cuándo volveré e verte?

—No delatarás al vizconde, ¿verdad?

—No respondo de mí si no puedo volver a verte pronto. ¿Por qué has de irte ya? Aún no ha venido el vigilante.

Edith golpeó la puerta por toda respuesta, en una llamada que me sonó a petición de auxilio. Él la abrazó por la espalda y la besó en la nuca, por debajo de su recogido. Edith, que creía que nadie la veía, pero que estaba frente a mí al otro lado de la puerta, elevó los ojos en inequívoco gesto de agotada paciencia. Por el contrario, el rostro de Durnais estaba consumido por la pasión. Era ella, y el amor que le inspiraba, lo que le insuflaba aquella entereza, que no hubiese podido provocar exclusivamente los beneficios penitenciarios recibidos. Pero Edith, ¿qué buscaba Edith? Era evidente que no le correspondía.

Dudé unos instantes sobre si descubrirles, ya que habían sido descubiertos, o mantenerlos en la creencia contraria por el momento. Opté por lo último. Antes de actuar quería saber qué perseguía Edith Miraneau.

—Síguela cuando salga de aquí —ordené a Criseau, apartándome de la puerta—. Síguela con mucha atención.

—¿Hago que el preso vuelva a su celda común?

—De momento no. Dejemos que siga soñando un poco más. Ya lo despertaremos a su debido tiempo.

Al día siguiente, Criseau, con aire triunfal, dejó caer una carta sobre la mesa de mi despacho.

—La entregó esta tarde en la estafeta. Pagó un servicio de urgencia. La hemos rescatado, pero podemos devolverla mañana a primera hora antes de la salida de la diligencia de correos.

Tomé la misiva y leí el destinatario: «Posada del Pescador, Calais, a la atención de V. S.». Pudiera significar, y sin duda significaba, vizconde de Saltrais. Dirigí una mirada de aprobación y reconocimiento a Criseau. Era un buen agente.

—¿Cree que se aloja en esa posada? Podríamos ir a detenerlo —sugirió Criseau, animado por sus repetidos éxitos.

—Primero vamos a leer la carta —le participé.

Rompí el sello y la abrí. Se iniciaba con un «querido amig.», sin mencionar nombre alguno. «En mi segunda visit.… —continuaba— he insistido para que no firme nada, pero temo que su resistencia es muy débil. Es necesario sacarlo de allí lo antes posible. Yo puedo encargarme, pero necesito fondos. ¿Puede proporcionármelos? Con el otro hemos llegado tarde: declaró y está en la calle. Parece que, además, tienen cartas y otros papeles. No vuelva a Francia. No por el momento. Cuando acabe con esto quisiera reunirme con usted. No me importa abandonarlo todo. Lo seguiría al fin del mund..»

A pesar de que la autora había evitado escribir nombre alguno, su contenido era tan transparente e inteligible para mí como para el vizconde, a quien sin duda iba dirigida. Y las revelaciones que contenía eran de enorme valor.

Crucé una mirada de inteligencia con Criseau y sonreí con satisfacción.

—¿Vigilamos la posada? —insistió.

—No. De momento consígueme una entrevista con el director de la prisión del Châtelet.

—Sí, señor. ¿Hacemos algo con la carta?

—Me la quedaré yo. Me va a ser de mucha utilidad.

Criseau sabía dónde estaba su límite, y llegado a este punto, me saludó y se retiró.

Ella desvelaba que Saltrais no estaba en Francia, luego no estaba en la posada de Calais, que debían de utilizar únicamente para intercambiar correspondencia. La población de Calais señalaba a Inglaterra, y si Saltrais estaba en Inglaterra, sin duda se ocultaba en Londres, como en todas las demás ocasiones en que había huido de mí. Ahora sólo faltaba confirmarlo y saber dónde residía exactamente.

Me senté en mi escritorio, extraje papel del cajón y tomé mi pluma. También yo iba a escribir una carta.

«Mi querida baronesa: —la inici.—. ¿Cómo le sienta su estancia en Londres? […

Tras mi entrevista con el director de la prisión del Châtelet, el vigilante corrupto fue destituido y encarcelado, y Didier Durnais fue conducido a una de las celdas de máxima seguridad de los húmedos y horrendos sótanos. En el traslado, al que lo acompañé yo mismo, le hice saber que había sido descubierto el soborno y la cábala para liberarlo, por lo que podía olvidarse de visitas y de fugas. Permanecería eternamente en aquella tumba viviente hasta que entrara en razón o hasta que se celebrara el juicio de su causa, que con la cantidad de pruebas que tenía en su contra derivaría con toda probabilidad en una condena.

Dos días de encierro fueron suficientes para que el desquiciado solicitara verme.

—¿Dispuesto a colaborar? —lo conminé.

—Necesito ver a una persona —respondió él con voz suplicante. Había perdido la seguridad y el desafío de su actitud anterior. Tampoco su aspecto era ya tan ufano.

—¿A Edith Miraneau? —Lo sorprendí al acertar—. Ha estado intrigando para liberarlo. Como usted sabe, liberar a un preso es un delito. Va a ser detenida y encarcelada en la prisión de mujeres de la Salpêtrière.

Durnais palideció.

—No puede… —dijo aturdido— Ella no… no puede…

—Ya lo creo que puedo —aseveré—. Tengo pruebas. ¿Conoce su letra?

—Sí.

—Pues lea —ataqué, exhibiéndole la carta de Edith.

Durnais empezó a leerla. Esperé a que terminara y entonces dije, haciendo caso omiso a su expresión de desolación y sorpresa:

—Es una confesión clara. Iba a salvarlo a usted para proteger a su amante, el vizconde de Saltrais.

Durnais parecía haberse convertido en piedra, piedra caliza, blanca y quebradiza. Releía las últimas líneas una y otra vez, hasta que decidí apartar el papel que yo mismo sostenía frente a su vista. Entonces sus ojos se velaron de lágrimas.

—Es falsa. Esta carta es falsa. No la ha escrito ella. O la ha obligado a escribirla bajo coacción.

—No me importa lo que usted crea —repuse con indiferencia—. Es la verdad, quiera aceptarla o no. Ella ha sido seducida y utilizada por el vizconde de Saltrais para a su vez manipularlo a usted y conseguir que no lo delate. Y usted, ¿qué gana? Nada. Hay tantas pruebas en su contra que en poco puede dañarle una confesión. Quizá hasta le exima en algo teniendo en cuenta su juventud si sabe descargar sobre Saltrais la verdadera iniciativa y organización de la fuga. Pero, en lugar de eso, se empeña en no colaborar frustrando su posibilidad de quedar en libertad y propiciando la del vizconde para que la joven Edith pueda correr a echarse a sus brazos. Así él se queda con todo, incluida su amada, y usted, como un estúpido, se pudre solo aquí dentro mientras ellos dos gozan juntos.

Los ojos de Durnais se habían secado.

—Déjeme ver la carta de nuevo —pidió, traspuesto y sudoroso.

La desdoblé otra vez ante sus ojos. Ahora le dejé todo el tiempo que necesitó para convencerse de su autoría.

—¿Desde cuándo…? —preguntó absorto.

—Desde cuándo… ¿qué?

Desde cuándo ellos se amaban y desde cuándo lo estaban engañando. Era la pregunta. Pero su dignidad no le permitió formularla.

—Dígame una cosa, Durnais —no pude evitar reprocharle—, ¿qué siente al saber que su primo, el conde de Coboure, está encarcelado en la Bastilla por su culpa? ¿Es posible que no sienta la más mínima obligación moral hacia él?

Durnais me miró turbiamente.

—¿Puedo ayudarlo?

—Por supuesto. Puede declarar también su inocencia.

—Culpándome a mí mismo —objetó.

—Eso podía haberlo perjudicado antes, antes de que cayera en mis manos el borrador de las Memorias. Pero ahora… la verdad, con confesión o sin ella, es francamente difícil que quede exonerado, pero como mínimo podría reparar el daño que le está causando al conde.

Durnais bajó la vista, abatido, mientras aspiraba los fluidos nasales que el llanto le había provocado.

—¿Quiere pensarlo un poco más? —incité a lo contrario—. Yo no tengo prisa. Es usted el que está metido en ese agujero irrespirable. ¿Cuánto tiempo se ve capaz de vivir allí? ¿Cree que aguantará hasta el juicio?

—Si confieso… ¿quedaré libre?

—Inmediatamente. Bajo juramento de que se presentará a juicio y de que no saldrá del país.

—¿Y Edith Miraneau será detenida?

—Detenerla por urdir la liberación de un preso que ha quedado legítimamente en libertad no parece tener mucho sentido. Si usted confiesa retiraré los cargos contra ella.

—No tengo muchas alternativas…

—Lógicas no.

Durnais suspiró hondo y dijo:

—Facilíteme papel y pluma. Le redactaré mi confesión.

Paul Bramont

Courtain había solicitado que se me aplicara el régimen penitenciario más benigno posible pero, a pesar del aceptable trato, vivía angustiado. Llevaba ya casi un mes y medio encerrado y aunque me mantenía la esperanza de ser liberado, mis circunstancias dependían casi exclusivamente de Courtain. Si a él le pasaba algo, si las suyas variaban, podía quedar enterrado de por vida entre aquellos tenebrosos muros. El temor a no recuperar nunca la libertad era lo peor, la peor de mis pesadillas.

Aquella noche mi padre estaba conmigo, pues se me permitía recibir visitas con gran flexibilidad. Era tarde, ya habían tocado las once. Él sabía, claro está, el motivo por el que había acabado allí, circunstancia que, según dijo, no había concebido que pudiera ocurrir en la vida, y tenía, en este aspecto, toda su solidaridad. Había intentado hacer valer sus influencias para conseguir mi libertad, no en vano era amigo del actual ministro Barentin, pero sólo había conseguido largas y buenas palabras. Barentin no quería indisponerse con el secretario de la reina ni meterse en el espinoso asunto del collar. Otro motivo que incrementaba mi inquietud y me confirmaba lo precario de mi situación.

De vez en cuando cruzábamos algún comentario. Él estaba sombrío, preocupado. Desde que me encarcelaran, ésa era su expresión habitual, pero aquella noche, a su tragedia personal, pues así vivía mi prisión, se añadía la política. La declaración del Tercero de autoproclamarse Asamblea Nacional los había dejado, a él y a sus amigos conservadores, perplejos y asustados. Hasta ese momento habían confiado en su posición ventajosa. Sus derechos estaban reconocidos. Eran la nobleza del país. No tenían intención de ceder en la cuestión del voto, los precedentes apoyaban su tesis. Pero con lo que no habían contado era con que el Tercero rompiera con la legalidad. Si se quebraba la legalidad, ya nada los protegía. Nada excepto el rey. Pero había sido contra el rey contra el que habían estado luchando desde hacía tres años, desde la sentencia por el asunto del collar. Luis había sometido a la primera Asamblea de Notables la reforma fiscal, que ésta había rechazado. Después se la había presentado a los parlamentos, que la rechazaron nuevamente exigiendo la convocatoria de los Estados Generales. Y ahora que el rey, cediendo a sus presiones, había convocado éstos, ahora la nobleza veíase corriendo a sus pies a suplicarle protección contra un Tercero indómito al que no podían controlar.

—La situación es grave. Barentin está preocupado. Ha solicitado al rey que reciba a una diputación de la nobleza. Creo que hoy ha recibido a la del alto clero. Pero el rey no está en su mejor momento —se lamentó mi padre—. El pequeño delfín ha muerto. Supongo que ya lo sabías.

Me había llegado la noticia, sí. Yo recordaba al niño doliente de mirada apagada y tez pálida, y no pude por menos que entristecerme.

—María Antonieta está destrozada —explicó—. Nunca he sentido simpatía por ella, pero en estos momentos es digna de compasión. También el rey está sumamente afectado. A la tragedia de tal inconmensurable pérdida deben añadir la maledicencia de quienes especulan con la delicada salud de su hijo menor, el nuevo delfín, poniendo en duda la sucesión de la Corona, en un oportunismo tan cruel como despreciable. El conde de Artois y el conde de Provenza aspiran al trono más de lo que muestran. Pero, aunque pueda comprender su dolor de padres, tendrán que sobreponerse. Hay que poner al Tercero en su sitio —mordió, mirándome de reojo con encono.

No tuve tiempo de contestar, porque en ese momento se abrió la puerta de mi celda. Era algo inesperado y la observé con inquieta curiosidad. Entraron dos guardias uniformados y armados marcando pasos marciales. Más allá del umbral vislumbré, en el pasillo, a mi amigo el carcelero, en cuya figura se reflejaba la luminosidad de una antorcha que avanzaba por el corredor y que no tardó en hacer su aparición de la mano del marqués De Launay, gobernador de la Bastilla. Ahora sí me levanté, carcomido por la duda.

—Buenas noches —saludó amable De Launay—. Perdone la intromisión a estas horas, pero el marqués de Sainte-Agnès me ha entregado esta notificación proveniente de Versalles y creí que le interesaría conocerla cuanto antes.

Cogí el documento que se me entregaba. Era una carta dirigida a él. El lacre estaba roto, ya había sido leída por su destinatario. Leí rápidamente.

—Enhorabuena, conde —me felicitó el gobernador con formal cortesía—. Es usted libre.

Esta vez no pude controlar una amplia sonrisa involuntaria, que mi alegría me obligó a esbozar, y miré inmediatamente a mi padre, en cuyo rostro se reflejaba también un jubiloso alivio.

Cuando pisé la calle minutos después, suspiré hondo y elevé la vista hacia el cielo. No se veía, pues era tan sólo un manto negro, pero no importaba. Representaba el infinito, la ausencia de límites, la libertad. Mi padre no pudo contenerse y a los pies del carruaje me abrazó. No abrazaba a mi padre con frecuencia, en realidad, no recordaba la última vez que lo había hecho, y quizá pasaría muchísimo tiempo antes de que volviera a hacerlo. Eso pensé, mientras apreciaba ese momento único. Mi padre, cuya emoción amenazaba con desbordarse, decidió cortar súbitamente y subió con rapidez al coche, evitando que viera su rostro. Cuando yo lo hice tras él, estaba haciendo uso de un pañuelo que se apresuró a guardar.

—Antes de ir a casa quisiera pasar por la residencia de Courtain —le dije—. Mi libertad se la debo a él. Tengo que agradecérselo.

—Por supuesto —asintió.

Durante los siguientes minutos permanecimos en silencio, mientras el carruaje atravesaba las calles de la ciudad. Pero cuando ya nos aproximábamos a nuestro destino, mi padre preguntó, censurador:

—¿Qué piensas hacer mañana?

—Ya lo sabes —no quise discutir—. O no me harías la pregunta.

—Si yo te pidiera que no fueras, no me harías caso, ¿verdad?

—Sin una razón, no.

Me miró de frente.

—Puedo darte razones, pero antes quisiera saber si estoy hablando con mi hijo o con un diputado del Tercero.

Lo miré a mi vez. Conocía a mi padre y lo adiviné enseguida. Era amigo del ministro Barentin, y tenía información reservada.

—Soy ambas cosas. Pero la cuestión es —repuse—, ¿podría un miembro del Tercero cambiar el curso de los acontecimientos si supiera tus razones?

Mi padre suspiró y dijo:

—El rey vuelve esta noche a Versalles desde Marly. Mañana ordenará clausurar la gran sala del Menus-Plaisirs. Los diputados del Tercero encontrarán su sala cerrada. Así que no vale la pena que te traslades hasta Versalles.

—¿Y por qué ordena cerrarla?

—¿Crees —se soliviantó de pronto— que el Tercero puede saltarse las normas tan tranquilamente? ¿Crees que puede autoproclamarse Asamblea Nacional y dejarnos a los demás fuera? Pero ¿quiénes se han creído que son?

—¿Por qué cierra la sala? —insistí con calma.

—¡Pues está claro! Para que no se sigan reuniendo hasta la sesión real que piensa celebrar dentro de pocos días, una sesión en la que pondrá de nuevo las cosas en su sitio. ¡Y cuarenta mil efectivos tomarán Versalles ese día para asegurar el cumplimiento de sus órdenes!

—¿Va a disolver los Estados? —me inquieté.

—Si no entran en razón, es lo que debería hacer. Así que mi consejo, hijo, es que, ya que todavía no has pisado el Palacio de Menus-Plaisirs, no lo hagas precisamente ahora que vienen tiempos revueltos. Te vaticino que dentro de una semana los Estados Generales ya no existirán. Espera a ver cómo se desarrollan los acontecimientos.

Sonreí.

—No imaginé, padre —dije con cariño—, que algún día me aconsejarías la cobardía.

—Acabas de salir de la Bastilla —se enardeció—. ¿No tienes suficiente?

Habíamos llegado frente a la puerta de la residencia de Courtain y no respondí. Bajé del vehículo y llamé a la puerta. El carruaje de mi padre esperaba a mis espaldas.

—¿El marqués? —pregunté al hombre que me abrió.

—No está, señor, lo siento. Ha salido de viaje.

—¿De viaje? ¿Adónde?

—No lo ha dicho, señor.