Capítulo XXVII

Edith Miraneau

Yo había estado allí el 4 de mayo, entre el gentío, observando la procesión. Lo había buscado ansiosamente con la mirada y lo había descubierto, bajo su sombrero de plumas, y el corazón me había dado un vuelco. Tal fue la emoción de verlo que ese sentimiento eclipsó el que debiera haber sentido al presenciar al fin el inicio de los Estados. Pero sólo podía pensar en él. Ya había vuelto a París. ¿Vendría a mi encuentro?

No lo hizo aquel día, poco esperable en realidad, así que, por él y porque además me interesaba, acudí al día siguiente a la sesión de apertura de los Estados Generales.

El lugar asignado para su sede era el Palacio de Menus-Plaisirs, situado en el centro de la ciudad de Versalles, entre la calle Des Chantiers y la avenida de París. Era allí donde se habían celebrado también las sesiones de las dos Asambleas de Notables. No obstante, los miembros de éstas lo habían sido en número mucho más reducido. Los Estados Generales tenían unos mil doscientos diputados, y la sala más espaciosa no lo era lo bastante como para acogerlos a todos ellos, más un público que se estimaba en unas dos mil personas. Fue necesario acometer obras de ampliación que, haciendo de nuevo gala de falta de previsión, no se habían iniciado hasta hacía apenas dos meses, por lo que se tuvieron que ejecutar a toda prisa. Se rumoreaba que uno de los motivos de retraso de la apertura había sido precisamente la falta de terminación a tiempo del acondicionamiento del palacio.

La sesión inaugural se celebró en la gran sala. Yo estaba francamente emocionada, más incluso que la víspera, cuando había tenido lugar la procesión de celebración. Jamás había presenciado el funcionamiento de ninguna institución, y por primera vez iba a poder acudir a la solemne sesión inaugural de la, para mí, más importante de todas.

Cuando abrieron el recinto al público, entré en él, siguiendo la riada de los demás espectadores, y una vez aposentada, observé la sala, que me pareció espectacular. Era inmensa, no en vano era capaz de acoger a cuatro mil personas; de altísimo techo, franqueada a ambos lados y al fondo por filas de monumentales columnas circulares. En la parte frontal se alzaba el estrado, en el que resaltaba majestuoso el trono, bajo un dosel de cortinajes. Abajo, frente a éste, una larga mesa destinada a los ministros. En medio de la sala se alineaban los bancos de los diputados, distribuidos en tres claros grupos: uno a derecha y otro a izquierda del trono, colocados perpendicularmente a éste, y el tercero en la parte posterior, paralelo al estrado. El escenario era, sin duda, lo magnífico que aquella histórica ocasión requería.

Más público seguía llegando y ocupando entre conversaciones sus asientos. Las mujeres habíamos sido advertidas de no llevar ni sombreros ni plumas. Tras las puertas de la parte frontal de la sala, y otra en la parte posterior, se adivinaba movimiento y se percibía el rumor propio de aglomeración de gente. Los diputados. Allí estaban, esperando impacientes, e imagino que aún más nerviosos e ilusionados que yo misma, su entrada: por la solemne puerta delantera, los pertenecientes a los dos primeros órdenes; por la trasera, los comunes.

Cuando empezaron a entrar los miembros de la nobleza, no aparté la vista de ellos. Pero el desfile era exasperantemente lento. No entraban libremente, sino poco a poco a medida que los heraldos de armas los iban llamando: a algunos, los altos prelados, pares y príncipes, individualmente, pronunciando con grandilocuencia sus nombres y títulos; a los restantes, en grupo por bailías. Y cuando penetraban en la sala, un maestro de ceremonias les indicaba el asiento que les había sido asignado: en los bancos de la derecha, el clero; en los de la izquierda, la nobleza. Al fondo, el Tercero.

Tuve tiempo de escuchar las críticas que corrían de boca en boca a mi alrededor. La principal era el trato discriminatorio que estaba recibiendo el Tercero. A la sencillez de la vestimenta que se había decretado para éste, a la asignación de la puerta trasera para su entrada en la sala y al posicionamiento de sus bancos en la parte posterior, se sumaba el conocimiento de que a cada uno de los dos primeros órdenes se les había reservado, en el Palacio de Menus-Plaisirs, una sala privada donde podrían celebrar sus reuniones, pero, por el contrario, el Tercero no tendría otra que aquella en la que ahora nos encontrábamos, que en principio era la común para todos los órdenes. Sin embargo, las criticadas disposiciones a mí no me irritaban; todo lo contrario. Cuanto más evidente fuera la desigualdad, más tesón se emplearía en combatirla.

Tan lento fue todo, que se requirieron aproximadamente cuatro horas para acomodar a todos los diputados. ¡Cuatro horas! ¡Con la ilusión con la que había entrado, estaba ya sin saber cómo sentarme ni qué hacer! Hasta tuve tiempo de ver aparecer, y de aburrirme de mirar, al vizconde, que se entretenía conversando con uno y otro de sus colegas entre los bancos de la nobleza, sin molestarse en dirigir una sola mirada al público. Y aún no estábamos todos. ¡Aún faltaba el rey!

Por fin, a mediodía, se anunció su llegada, que ganó la atención de todo el mundo, y lo cierto es que su entrada no defraudó en espectacularidad. Lo hizo fornido con su atavío real y acompañado de su séquito de príncipes o de lo que fuera, porque a mí todos me parecían igual de impresionantes. Se le recibió con un estallido de entusiasmados aplausos y vivas. A continuación entró la reina, magníficamente vestida, también con su séquito de damas, que formaban un conjunto deslumbrante. María Antonieta, la Austríaca, Madame Déficit, la culpable de todos nuestros males. La odiada reina. Apenas unos escasos y apagados aplausos le fueron dedicados, aunque despertó tanta expectación como el mismo monarca. Si aquella muestra de frialdad, por no decir de hostilidad, le afectó, no lo demostró. Subió al estrado, a la izquierda del trono, mientras los miembros de los séquitos ocupaban también sus puestos detrás y alrededor de éste.

El rey se descubrió un momento, a guisa de saludo, se volvió a cubrir y se sentó. Iba a hablar. A pesar de la numerosa concurrencia, el silencio dominó todo el inmenso espacio, de punta a punta:

—Señores[14] —dijo Luis XVI—, este día, que mi corazón esperaba desde hace tiempo, por fin ha llegado, y me veo rodeado de los representantes de la nación que me honro comandar. […] Una inquietud general, un deseo exagerado de innovaciones se ha adueñado de todos los espíritus, y acabaría por extraviar totalmente las opiniones si no nos apresuramos a fijarlas en una reunión de pareceres prudentes y moderados. […] La esperanza que he concebido de ver los tres órdenes unidos en sentimientos concurrir conmigo en el bien general del Estado no se verá defraudada. […]. ¡Que pueda, señores, reinar un feliz acuerdo en esta Asamblea, y que esta época devenga para siempre memorable por la felicidad y la prosperidad del reino! […].

Cuando pronunció la última sílaba, estallaron calurosos y emocionados aplausos, aunque, en realidad, aparte de sentidas palabras y buenos deseos de concordia, no había expresado nada más. Para el rey los Estados Generales eran una institución más, después de la Asamblea de Notables y de los parlamentos, a la que someter la aprobación de la creación de nuevos impuestos y de las demás reformas que él había presentado y que habían chocado con la oposición de las anteriores. Poco más pretendía. Pero ¿cabía esperar que él pretendiera algo más? Tras él habló el guardasellos, que lo hizo básicamente en el mismo sentido.

Mas, después, se levantó Necker. El nuestro. El ministro del pueblo. De él esperábamos mucho más. Una llamada a reformas más profundas, tal vez a la promulgación de una Constitución, a la separación de poderes, a la instauración de un régimen parlamentario. Y, como mínimo, que se pronunciara sobre si los Estados debían funcionar con el voto por orden o por cabeza, cuestión todavía no decidida. El resultado de los Estados dependía de esa cuestión crucial, y aquél era el último momento para pronunciarse. Si no lo hacía, se rumoreaba que el conde de Mirabeau, famoso miembro del Tercero, formularía al rey la pregunta después de los discursos.

La concurrencia contuvo el aliento esperando sus palabras. Y Necker habló, habló y habló. Juro que intenté prestar atención, pero me costaba horrores seguir el hilo. Llegó un momento en que él mismo pareció cansado o aburrido de su discurso, porque le pidió a otro que continuara su lectura. Tres horas duró. Tres largas y soporíferas horas. Cuando acabó, descubrimos que no había dicho nada nuevo. Nos miramos unos a otros, para ver si entre tantas palabras nos habíamos perdido algo importante, pero no lo había habido. Habló de la necesidad de nuevos impuestos, de alguna otra reforma menor y de poco más. Por supuesto, ni mención al sistema de voto, a constituciones o a cambios de régimen.

En un murmullo volátil se confirmó que el conde de Mirabeau tenía intención de intervenir. Pero en cuanto acabaron los discursos oficiales, el rey se levantó y con ello dio por concluida la sesión. Se comentó, quizá con malicia, que lo había hecho precisamente para evitar que Mirabeau hablase. Las órdenes dadas fueron que al día siguiente los diputados debían reunirse a fin de exhibir y permitir el examen de sus poderes. Cumplida dicha formalidad, los Estados podrían considerarse válidamente constituidos e iniciar sus sesiones.

Los asistentes empezaron a evacuar la sala, después de la larguísima sesión. Pero yo no me moví de mi asiento. Esperé hasta el último momento que el vizconde alzase la vista hacia el graderío del público y me viera, pero no lo hizo. En cuanto desapareció, corrí hacia la salida, al objeto de encontrarlo. Lo conseguí en la calle, delante de la puerta. Iba él acompañado de otros dos diputados y, al verme, pues se topó conmigo de frente, interrumpió unos instantes su conversación, reanudándola inmediatamente después de superada la sorpresa. No obstante, detuvo su marcha para concluirla, y tras ello se acercó a mí.

—Hola —me saludó familiar y alegre—. ¿Qué haces aquí?

—He asistido, como público.

—Ah —respondió con indiferencia—, estupendo. Pero la guerra empieza mañana.

—Puede que también asista —se me ocurrió en ese instante.

—Bien —replicó mientras desviaba su atención hacia unos diputados que salían en ese instante—. Tengo que irme —cortó—. Ya nos veremos.

—¿Cuándo? —inquirí decepcionada.

—Te avisaré —dijo a modo de consoladora despedida mientras se alejaba tras los que viera antes.

Eso dijo, pero yo supe, intuí, que no lo haría.

Y efectivamente, ninguna noticia recibí de él. Ni un mensaje, ni una nota. Yo acudí al Palacio de Menus-Plaisirs al día siguiente y los sucesivos, aunque ya no lo esperaba a la salida, limitándome a estar localizable por si él quería encontrarme.

No era éste el único motivo que me empujaba a ese edificio. La trama política me apasionaba. La guerra empieza mañana, me había dicho el vizconde. Qué cierto. Pero ¿cómo se plantearía? ¿Y cómo se desarrollaría?

Se partía de una situación de desventaja. El ministro de Justicia había dado instrucciones claras la víspera: los diputados debían reunirse para la verificación de sus poderes, y había aclarado que, a pesar de haber acordado la duplicidad de los miembros del Tercero, el rey no había cambiado la forma de las antiguas deliberaciones. Todo parecía encaminado a la constitución de tres cámaras, a la deliberación por separado y al voto por orden. La nobleza entró en su sala, el clero en la suya y el Tercero en la gran sala común. Lamentablemente, ésta era la única que admitía público. No estuve sola. Dos mil espectadores ocupaban las graderías. Al principio la sensación fue de total caos y desorganización. Los propios diputados, que lo eran en el abultado número de casi seiscientos, rodeados por todo aquel público bullicioso, sin conocerse entre ellos, sin líderes destacados, sin reglamento interno, parecían desconcertados y desbordados por la situación. Con todo, el grupo de los de Bretaña y del Delfinado consiguió hacerse oír para abogar por no constituirse en cámara independiente ni revisar los poderes por separado, pues era el preludio de reconocer el voto por orden, y limitarse a invitar a los otros dos órdenes a unirse a ellos. Debía existir una sola cámara y los poderes habrían de verificarse en común. Se desató el debate. Algunos se oponían. Temían contrariar tan pronto al Gobierno. Pero cuando la cuestión se sometió a votación, ganó el voto rebelde, y decidieron autodenominarse «comunes» y no «Tercero», para manifestar que no aceptaban la existencia de los tres órdenes. Más tarde supe que en la sala de la nobleza la minoría liberal había propuesto la unión con el Tercero, lo que había originado encendidos debates, decidiéndose por amplísima mayoría constituirse en cámara independiente y proceder a la verificación de poderes por separado. La discusión se planteó también en la sala del clero, que por mayoría, pero ésta muy ajustada, votó a favor también del examen por separado, aunque, a diferencia de la nobleza, no se declararon constituidos.

AI final del día, una sola cámara, la de los nobles, se había declarado constituida. No lo habían hecho ni el clero ni los comunes, y éste incluso se había negado a la verificación separada de poderes. Los Estados Generales no podían considerarse operativos.

La situación no varió al día siguiente. Ni en los sucesivos. Cada uno se mantenía enrocado en su posición. En vista de la situación, aceptaron crear una comisión de conciliación, pero tras días de exposición de sus respectivas posturas, ya sobradamente conocidas, no consiguieron acercarlas ni un ápice. El intento de conciliación fue un auténtico fracaso.

Los días fueron pasando y los Estados seguían detenidos en el escollo fundamental de su funcionamiento.

Pero la opinión pública estaba al corriente de cuanto ocurría y de los intentos de sus diputados por ganar la partida. La asistencia de público a las sesiones lo facilitaba, pero también las cartas que los propios diputados dirigían a sus electores. Algunos de ellos se seguían reuniendo en las asambleas electorales de distrito, que se convertían en centros de información, de opinión y de debate. Contestaban a sus diputados insuflándoles ánimos y llamándolos a la resistencia. La gente, en general, culpaba a las clases privilegiadas del bloqueo de los Estados en los que tantas esperanzas se habían puesto, y acudían hasta el Palacio de Menus-Plaisirs para esperar a los miembros de la nobleza al pie de las escaleras y abuchearlos e insultarlos.

También en el Palais Royal las amenazas e insultos contra los aristócratas aumentaban cada día de tono. Allí acudía yo con frecuencia, y aunque a quien buscaba era al vizconde, con quien me encontraba era con mi leal, constante y único admirador, con Didier Durnais. Siempre estaba donde yo estuviese, fuese en el Café de Foy, fuera en cualquier otro, incluso si me detenía a conversar en las galerías. A él no tenía ocasión de echarlo de menos. Bastaba girar la cabeza y allí estaba, mirándome con embeleso. Incluso aunque aún no me hubiera encontrado con él, tenía la constante sensación de que me estaba observando o esperando.

Como me había ocurrido en Coboure, su devoción no me molestaba. Lo hubiese hecho sin duda si no hubiese sufrido el desamor del vizconde, pero no me encontraba en situación de desdeñar el aprecio ni la admiración de un hombre cuando me sentía dolorosamente rechazada por otro. Aliviaba mi amor propio, mi confianza en mi propio atractivo como mujer. Agradecía esa cura a mi vanidad que el bueno de Durnais restañaba cada noche, aunque yo sufriera por el olvido de mi verdadero amor, pero era más llevadero llorar sabiéndose con capacidad para agradar que sintiéndose además indeseable. Aceptaba, por tanto, su compañía y su conversación, recibía sin signo de agobio sus excesivas muestras de enamoramiento, y hasta acudí a veladas celebradas en su casa con conocidos suyos.

Una noche asistí a una de ellas pero, para mi sorpresa, en esta ocasión la mesa estaba dispuesta sólo para dos.

—¿No habrá más comensales? —pregunté, quejosa de que no me hubiese advertido.

Adiviné que había llegado el momento que había estado evitando. No quería que se me declarara, pues entonces debería rechazarlo y mi admirador desaparecería dejándome sin el consuelo que tanto necesitaba. Por ello, de haberlo sabido no hubiera acudido, pero ahora ya era demasiado tarde.

Dejé transcurrir la cena aceptando las deferencias y muestras de amable cortesía de Durnais. Al terminar me invitó a conversar en el saloncito contiguo. Me senté en el canapé que me ofrecía, a la espera de lo inevitable, sabiendo que él lo haría a mi lado y tan próximo como pudiera. Pero, en lugar de ello, se arrodilló directamente delante de mí, cogiéndome la mano.

—Edith —pronunció solemne y encendido—, la amo.

De haberme imaginado antes esa escena, probablemente me hubiese producido hilaridad, pero la expresión del joven, entregada, apasionada y expectante, no invitaba a ello. Lo miré con compasión. Yo sentía lo mismo por el vizconde, y él sentía por mí lo mismo que yo por Durnais. Eso pensé en ese instante. Apenada por el sufrimiento que estaba a punto de infligirle, que yo padecía en propias carnes, le ofrendé un beso; después de todo, era lo mínimo que su abnegada y constante devoción merecía. Él, que no se lo esperaba, quedó petrificado en su postura arrodillada mientras notaba mis labios sobre los suyos. Al cabo pareció darse cuenta de lo que estaba pasando, pues súbitamente perdió toda su contención, entreabrió la boca y me correspondió con apasionamiento. Ahora fui yo la que, habiendo pretendido un simple beso de consuelo, me vi sorprendida y desbordada por su reacción, que hasta me resultó seductora por su atrevimiento. Didier, sin despegar su boca de la mía, se había sentado a mi lado y me abrazaba con arrojo. Su deseo era tan vehemente que consiguió despertar el mío.

De pronto las puertas se abrieron de par en par. Durnais se apartó de mí sobresaltado. Cuatro guardias franceses de uniforme irrumpieron con brusquedad, exhibiendo sus armas. Didier se puso en pie, pálido como la cera. Yo hice otro tanto, sin comprender. Quien parecía de mayor graduación preguntó:

—¿Es usted Didier Durnais?

—Sí —murmuró con inseguridad.

—Queda detenido. Le aconsejo que no ofrezca resistencia. Tengo, además, orden de incautar todos sus papeles. Si nos dice dónde se encuentran, evitará que lo registremos todo.

—Pero ¿qué significa esto? —protesté yo ante el mutismo de Durnais—. ¿Quién ha ordenado esta detención?

—El marqués de Sainte-Agnès —aseveró el sargento exhibiendo la orden de arresto mientras uno de los guardias ya estaba maniatando a Didier bajo la salvaguarda de la bayoneta de su compañero—. Se le acusa —continuó firme dirigiéndose a Durnais— de haber participado en la redacción y publicación de una obra difamatoria contra la reina y de haber orquestado la fuga de la criminal evadida conocida como condesa de La Motte.

Miré a Didier, sin atreverme a pronunciar palabra, pues sabía que la acusación era cierta.

—¡Fui engañado! —exclamó con desespero mientras lo empujaban hacia la salida—. ¡Fui el instrumento inocente de los verdaderos culpables!

—No se preocupe —sonrió ladino el sargento—, sus cómplices también han sido arrestados. —Luego, mientras sus dos hombres conducían a Durnais fuera de la estancia, me miró a mí de arriba abajo—. ¿Su nombre, señorita?

—Edith Miraneau —espeté desafiante.

—Siento la interrupción. —Se sonrió lascivo—. ¿Puedo ayudarla en algo?

—¿Quiénes otros han sido detenidos? —pregunté, haciendo caso omiso a su ofensiva insinuación y pensando en el vizconde.

—Lo siento. No puedo facilitar esa información. —Me observó una vez más, calculando si podía extraer algún beneficio de su conversación conmigo, y debiendo de adivinar, por mi adusto semblante, que no sería así, dio media vuelta y salió a su vez de la estancia.

André Courtain

Quería detenerlos a los tres a la vez. En caso contrario el arresto del primero hubiese podido alertar a los otros dos. Durante varios días los sometí a vigilancia para conocer sus actividades y sus horarios, y tras ello decidí llevar a cabo las tres detenciones simultáneamente entre la una y las dos de la madrugada.

Distribuí a los quince hombres que me fueron asignados entre las tres residencias: la de Mounard, la de Durnais y la de Saltrais. Sus instrucciones eran sencillas. Debían detenerlos y registrar e incautarse de todos los papeles que encontraran. Esta medida tenía que servirme para conseguir documentos indubitados que permitieran el cotejo de las caligrafías que obraban en el borrador de las Memorias de La Motte. También cabía la posibilidad de encontrar correspondencia comprometida que involucrara a más copartícipes o que aportara más pruebas contra los detenidos.

Tenía tanto temor a las infiltraciones, a que alguno de los guardias que me habían sido destinados advirtiera a los sospechosos, que no impartí instrucción alguna hasta la misma madrugada en que las detenciones debían llevarse a cabo. Sólo entonces, en la Prefectura de Policía, cuando las patrullas ya estaban formadas y justo instantes antes de salir, entregué un papel lacrado a cada uno de los sargentos que debía comandar el arresto de Mounard y de Durnais. Yo me reservé el de Saltrais, y mis hombres me siguieron sin que les dijera adonde nos dirigíamos ni cuál era su cometido.

Llegamos a la vivienda del vizconde. Ocupaba el principal y primer piso de un edificio palaciego, que podía tener, y tenía con toda seguridad, puertas secundarias o de servicio por las que tendría opción de escapar. Por ello era importante detenerlo en la calle, antes de que traspasara el portal. A fin de saber con certeza cuándo tendría lugar su llegada, un agente lo estaba vigilando esa noche en las inmediaciones del Palacio de Menus-Plaisirs con la misión de seguirlo desde Versalles a París y adelantarse a él en cuanto atravesara las murallas de la capital para advertirme con algunos minutos de antelación.

El jinete llegó jadeante y con la montura sudorosa pasada la una de la madrugada. Haría unos veinte minutos que Saltrais había entrado en París y estaría al llegar, informó. Dispuse velozmente a todos mis hombres en su posición y esperamos expectantes. La circulación a aquellas horas era nula y la calle estaba vacía y silenciosa. Las órdenes consistían en rodear el carruaje en cuanto se detuviera y detener al vizconde. Para evitar que una acción irracional y heroica del cochero pusiera el vehículo a la fuga, un carro había sido atravesado unos pasos más adelante, a guisa de barrera.

Seguimos esperando. El tiempo parecía no pasar, haberse detenido. Pero en realidad seguía transcurriendo, y el vizconde no llegaba. Estábamos ocultos en los portales de los edificios colindantes. No era probable que nos hubiera visto a tiempo de huir. Algo pasaba. Algo se había torcido, me empecé a impacientar. Un sudor frío me cubrió la frente. No podría soportar que volviera a burlarme. Ahora que ya creía que era cosa hecha…, pero ¿qué demonios podía haber ocurrido? ¿Me había traicionado el agente a quien encargué su vigilancia?

—Puede que se haya entretenido —me susurró el hombre, parado a mi lado, como si hubiese leído mis pensamientos.

Me volví hacia él con rabia y lo cogí violentamente por el brazo.

—¿Lo advertiste tú, canalla?

—No, señor. —Estaba asustado—. Lo juro.

Lo observé por vez primera. No tendría apenas diecisiete años.

—¿Qué ha ocurrido entonces?

—No lo sé —contestó apurado—. Dejé de seguirlo a las puertas de París para venir a avisarlo a usted, como me indicó.

Llamé a otro de mis hombres con un gesto de cabeza. Salió éste de su escondite en una de las porterías cercanas y cruzó corriendo la calle como si estuviese atravesando zona de fuego en lugar de una calzada abandonada y silenciosa.

—Regístrale —le ordené—. Busca dinero. No olvides los bolsillos ni las botas.

Lo volvió hacia la pared, le alzó los brazos e hizo como le había indicado. Pero ya era mera precaución. Que lo hubiera advertido era en realidad menos probable que lo contrario. Saltrais podía haberse detenido en el Palais Royal, o quizá había ido a visitar a su amante, la señora Lymaux.

Esperaría aún un par de horas. Después tendría que actuar. Las detenciones de Durnais y de Mounard debían de haberse practicado ya. La noticia volaría rápidamente a sus oídos y no quería perder lo único que podía salvar entonces: los posibles documentos comprometedores que tuviese en su residencia.

¡Pero qué poca cosa era aquello en comparación!

¿Qué diantres habría ocurrido? ¿Dónde estaba Saltrais?

Vizconde De Saltrais

Había transcurrido más de un mes desde la apertura de los Estados y éstos seguían bloqueados. Quemada había quedado la ilusión y el entusiasmo de la sesión inaugural. Vacuos se veían ahora los deseos regios de concordia. La confrontación nos escindía en posturas cada vez más irreconciliables.

En el seno de la nobleza había un fuerte enfrentamiento entre la minoría liberal, apenas unos cuarenta y siete, y los conservadores a ultranza. Los discursos eran encendidos; a menudo, aunque sin llegar a perder las formas, hasta insultantes. Los liberales habíamos tenido que oírnos llamar traidores a nuestra orden, nosotros los llamábamos a ellos traidores a la patria.

El clero aún estaba más escindido, entre el bajo clero, curas y abades, y el alto, cardenales, arzobispos y obispos. Los primeros veíanse desdeñados por los segundos y los miraban con desconfianza y reproche, sintiéndose mucho más próximos a los comunes que a aquellos altos prelados. Éstos, que pertenecían en su casi totalidad a familias nobles, miraban a los individuos del bajo clero con desdén, los trataban con superioridad y eran afines a la línea conservadora de la nobleza. Pero, así como en el seno de la nobleza los liberales éramos clarísima minoría, las fuerzas estaban mucho más equilibradas entre el clero.

El propio Gobierno estaba dividido entre los ministros más progresistas, el más representativo de los cuales era Necker, y los más conservadores, encabezados por Barentin, el ministro de Justicia.

La división se trasladaba a la calle. Los liberales habían creado un club donde se reunían. Lo hacían también en salones privados, como en el salón de la señora Necker y en el de la señora Genlis, la antigua amante del duque de Orleans. En ellos nos informábamos mutuamente de lo ocurrido en la sala de cada orden, intercambiábamos opiniones, compartíamos temores, se fraguaban alianzas, se ideaban estrategias en medio de corrillos o en conversaciones de a dos mantenidas a media voz, con frecuencia mezclados los liberales de las distintas órdenes.

Los conservadores habían formado también el suyo propio. El núcleo duro de los ultraconservadores, el más peligroso, estaba en la corte. El grupo de los Polignac lanzaba sus tentáculos de captación entre los vulnerables nobles de provincias, diputados del Segundo. Los invitaban a sus veladas, los trataban como iguales, y éstos, que no parecían percibir el interés que se escondía tras ese trato, radicalizaban sus posturas hacia la línea más inmovilista. Después, cuando los invitados, a quienes en realidad despreciaban, marchaban, los anfitriones y sus allegados se quitaban la máscara de la hipocresía y entre ellos maquinaban para conseguir la disolución de los Estados, que era su objetivo.

No eran los únicos activistas. También nosotros preparábamos algo, pero de signo diametralmente opuesto. Los afines al duque de Orleans teníamos en el Palais Royal nuestro centro de operaciones. Allí nos dedicábamos a ganar a la opinión pública a favor del duque, y a éste a favor de sí mismo. En las paredes del Palais Royal lucían carteles ensalzando al duque como un nuevo Enrique IV, el monarca más, idolatrado que había tenido Francia, el defensor del pueblo, el salvador de la patria, y agitadores contratados hablaban por los cafés en su favor. Necesitábamos un monarca constitucional, y si Luis XVI no se amoldaba al papel, el duque nos serviría de reemplazo. Para ello era necesario que fuera querido y apoyado por el pueblo, y que él mismo, que a menudo navegaba entre su inercia a la inacción y la satisfacción y ambición por su protagonismo, se creyera su papel y tomara decididamente partido por su propia causa.

Los reyes eran los únicos que de momento parecían no atender a las llamadas de unos y otros. Una tragedia personal los tenía absorbidos. María Antonieta no se apartaba del dormitorio de su hijo, el delfín, donde el niño agonizaba. Se esperaba su fallecimiento de un momento a otro. Pero era evidente que si alguien los ganaba para su causa, sería la línea más conservadora, la cortesana que diariamente los rodeaba.

Y es que, si las cosas seguían así, ganarían sin duda los aristócratas. Cinco semanas habían transcurrido desde la inauguración de los Estados Generales sin que éstos pudieran ni siquiera considerarse constituidos. ¿Y de qué servía una institución bloqueada? De nada. El desenlace que ya se fraguaba era su disolución. Tantos meses insistiendo en la necesidad de su convocatoria y luchando para que se hiciera realidad, tanta ilusión depositada en ellos, para que no corriera otra suerte que la de este estrepitoso fracaso. ¿Y qué pasaría después? ¿Qué esperanza podíamos concebir de mejora, de salida de la crisis, de profunda reforma del régimen?

Pero ¿qué hacer para evitarlo? Se había intentado todo. Una y otra vez se había invitado a la nobleza y el clero a unirse a los comunes, se había trabajado infructuosamente para llegar a un consenso mediante la creación de comisiones conciliatorias, se había apelado a la mediación del rey…, se había esperado, pacientemente, un cambio de actitud. Pero no bastaba. Todo eso no bastaba. Y lo peor era que la inactividad sólo perjudicaba a los comunes y a los que hacíamos causa con ellos. Para el alto clero y para la línea conservadora de la nobleza la perspectiva de la disolución de los Estados era, atendiendo al alcance de nuestras reivindicaciones, una solución ideal. Sólo a nosotros, repito, perjudicaba.

Los liberales estábamos en tan franca minoría en el seno de la nobleza, que no teníamos margen alguno de maniobra. El bajo clero tampoco había conseguido imponerse en su cámara. Y los comunes sólo tenían, en apariencia, dos opciones: continuar en la inacción ensayando una y otra vez estériles negociaciones, lo que desembocaría en un callejón sin salida y en la consecuente disolución de los Estados; o aceptar la división de las tres cámaras y el voto por orden, lo que comportaría una reforma fiscal y poco más. ¿Teníamos que resignarnos con cualquiera de estos dos nefastos desenlaces?

No. No podíamos. Debía de existir una tercera opción, había que buscarla y encontrarla como fuera. Costara lo que costase. Había que dar el golpe y traspasar los límites. Si era necesario, incluso, había que romper con la legalidad. Y sólo el Tercero tenía la capacidad de hacerlo.

El miércoles 10 de junio alguien compareció con una propuesta en la Cámara de los Comunes ante los seiscientos diputados y los numerosísimos espectadores que seguían ocupando diariamente las gradas. El diputado en cuestión era el abad Sieyès, ya conocido por su famoso panfleto sobre el Tercer Estado («¿Qué es el Tercer Estado?»).

—[…] La Asamblea no puede permanecer más tiempo en esta inercia sin traicionar sus deberes y los intereses de sus comitentes[15] —proclamó, y, tras exponer sus motivos, propuso convertirse ya en Asamblea activa, previo requerimiento al clero y la nobleza para que se unieran a ellos, con la advertencia de que no iban a demorar más el comienzo de su misión.

La moción fue aprobada y el mensaje llegó, ciertamente, a la cámara de la nobleza y a la del clero. Pero la gran mayoría de sus miembros no comprendió la trascendencia de la propuesta que los comunes acababan de hacer. Contestaron que deliberarían sobre ello y darían una respuesta. Dilataban y ganaban tiempo, como en las ocasiones anteriores; pero esta vez ya no les iba a servir. Porque los comunes acababan de decirles que prescindían de ellos. Acababan de decirles que a partir de entonces iban a ser ignorados. Entrar en acción no significaba simplemente ponerse a trabajar; significaba ponerse a trabajar solos, sin el concurso de los otros dos órdenes, a los que daban la espalda, tras invitar a sus diputados a unirse a ellos. Los que lo hicieran serían bien recibidos y pasarían a ser miembros de pleno derecho de su Asamblea, pero a los que no lo hicieran les negaban la calidad de representantes de la nación, les negaban voz y voto, por lo que nada de lo que hicieran a partir de entonces nobleza y clero en sus respectivas cámaras sería considerado válido por los comunes.

¿Podían los comunes hacer esto? ¿Podían los comunes declarar unilateralmente que su Asamblea era la única que representaba a la nación, y negar representatividad a los otros dos órdenes?

A pesar de la importancia de esta moción, de su carácter vital, pues de ella dependía la supervivencia de los Estados mismos, aún los comunes perdieron un tiempo precioso discutiendo pormenores en eternos debates, como el que los ocupó respecto del nombre que debían dar a la Asamblea que naciera de esta resolución. Pero por fin eligieron uno y concluyeron la verificación de poderes. Y el 17 de junio, siete largos días después, conscientes e intranquilos ya por el peligro que suponía alargar más aquellos preámbulos dando pie a la reacción contraria de los otros dos órdenes, o incluso del rey, que pudiera abortar aquel intento, la cámara de los comunes aprobó, por una inmensa mayoría de votos, la siguiente resolución:

La Asamblea (…) reconoce que está ya compuesta por representantes enviados directamente por las noventa y seis centésimas partes, al menos, de la nación. […] La Asamblea declara, pues, que la obra común de la restauración nacional puede y debe comenzarse sin tardanza por los diputados presentes, y que ellos deben seguirla sin interrupción y sin obstáculo. La denominación de Asamblea Nacional es la que conviene a la Asamblea en el estado actual de cosas […]; ningún diputado, sea cual sea el orden o clase que haya escogido, tiene el derecho de ejercer sus funciones separadamente de la presente Asamblea […].

Ahí estaba. Lo acababan de pronunciar. Las órdenes del clero y de la nobleza quedaban anuladas, barridas, suprimidas. Los propios Estados Generales dejaban de ser tales para convertirse en una nueva institución, una Asamblea única de representación nacional y poder legislativo que nacía exclusivamente de la determinación de los comunes. Los Estados Generales habían dejado de existir. Ahora sólo existía la Asamblea Nacional.

Por fin entendieron. Entendieron todos. Y se les heló la sangre. Y la preocupación del alto clero y de la nobleza, por grande que fuera, estaba plenamente justificada.

Porque los comunes, con su decisión, acababan de detonar el estallido de la Revolución.

Esa noche, la del 17 de junio, tras la memorable sesión, me trasladé al Palais Royal en busca de Edith Miraneau. Edith colaboraba en un periódico, y el nacimiento de la Asamblea Nacional debía tener la máxima difusión posible. El apoyo popular era nuestro poder. Sin él los comunes no hubiesen osado hacer lo que acababan de hacer.

Me dirigí directamente al Café de Foy, pues sabía que era el local que Edith más frecuentaba. La busqué con la mirada entre las mesas y distinguí a su amigo, el tal Alain Bontemps del diario. Me acerqué y le pregunté por ella.

—Tenía una cita con Didier Durnais en su residencia. Una cena o algo así —me informó.

Decidí mi siguiente paso mientras salía del local. ¿Volvía a mi casa y le enviaba un mensaje para quedar con ella al día siguiente, o me presentaba en casa del estúpido de Durnais? El artículo tenía que escribirse aquella misma noche para que viera la luz al día siguiente, no había tiempo que perder. Una noticia como ésa no podía demorarse. Además…, me dictó el orgullo, ¿merecía Durnais disfrutar tan pacíficamente de la compañía de Edith?

Yo había huido, en general, de los enamoramientos de las mujeres, pues siempre iban acompañados de un sentimiento posesivo insoportable y de una reivindicación de fidelidad y correspondencia sentimental que me era imposible dar. En cuanto una amante me decía que me amaba sentía la necesidad de huir de ella y de no volver a verla. Pero tal vez me había hecho viejo, o me sentía viejo, y no combatía ese depresivo sentimiento el afecto ya tibio y algo resentido de mi esposa o de Charlotte, pues el caso es que de pronto eché de menos la adoración de mi joven amiga. ¿Iba a renunciar a ese grato sentimiento en favor del mentecato de Durnais?

Me trasladé hasta su residencia, pero tuve un susto mayúsculo. Mi cochero se detuvo en el cruce de su calle. Cuando asomé la cabeza por la ventanilla, algo airado por lo que consideré un inconveniente, avisté un piquete de cuatro guardias que estaban practicando una detención. El sujeto que con las manos atadas subía al carruaje de detenidos era nada menos que Durnais. En un acto instintivo me oculté en el interior de la caja y ordené a mi cochero que siguiera calle abajo y se detuviera en la siguiente bocacalle.

Toda mi tranquilidad y confianza desapareció. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué estaban deteniendo a Durnais y por orden de quién?

Permanecí agazapado en mi vehículo hasta que vi el coche de detenidos y a los guardias montados que lo custodiaban pasar junto a mi ventanilla. Cuando se hubieron alejado me apeé, y oculto con mi capa me aproximé a pie hasta la puerta de la residencia de Durnais. El portalón del edificio estaba abierto, lo traspasé y subí las escaleras. Sólo había estado una vez en su casa, pero recordaba que vivía en el primero. No había llegado todavía al rellano del principal cuando oí un portazo proveniente precisamente del piso superior y unos pasos apresurados que descendían por las escaleras. Por su ligereza, eran pasos femeninos. Me detuve y esperé, intuyendo que se trataría de ella. Edith bajaba deprisa y se sobresaltó al ver la oscura figura detenida junto a la pared. Cuando hube descubierto mi rostro quitándome el sombrero, pareció sobresaltarse aún más.

—¡Usted! —exclamó atónita—. ¿Qué hace aquí? ¿Ha tenido algo que ver?

—Vamos a mi coche. Tenemos que hablar y éste no es lugar.

Edith se avino. Estaba nerviosa y disgustada. Cuando ganamos la calle le pregunté:

—He visto cómo se llevaban a Durnais detenido. ¿Estabas con él?

—Sí. Quizá hubiese preferido estar con usted si hubiese tenido la delicadeza de verme, como prometió.

Ya estábamos. El reproche sentimental. No fallaba nunca.

—¿Por qué lo han detenido? ¿Por orden de quién?

—Por el asunto de La Motte, por supuesto. Por orden del marqués de Sainte-Agnès. Han dicho que estaban deteniendo a todos sus cómplices. Pensé que quizá también lo estaban deteniendo a usted. Pero si está aquí es que lo sabía…

¡Por orden de Courtain! ¿Cuándo lo habían liberado y cuándo lo habían repuesto en sus funciones? ¿Habrían ido también aquella noche a mi casa a detenerme? ¿Me había salvado de milagro? Miré a Edith. Aún no estaba tan resentida conmigo como Charlotte o mi mujer y podía serme de gran utilidad. Pero debía tener cuidado. También ella, a pesar de su enamoramiento incondicional, podía llegar a odiarme con tanta intensidad como me adoraba si se sentía emocionalmente traicionada.

—No sabía nada —decidí explicarle—. Había ido al Palais Royal a buscarte y tu amigo Alain me dijo que estabas aquí.

Ella pareció contener la respiración unos instantes, mirándome con ojos ilusionados e incrédulos.

—¿Es eso cierto? —se emocionó.

—Sí, te lo juro.

—Eso significa que… —pensó sus siguientes palabras y midiéndolas pronunció—. Creí que se había olvidado de mí.

En ese mismo instante decidí ocultarle el verdadero motivo por el que había ido en su busca y confirmar su ingenua creencia. Eso suponía renunciar al artículo, pero ahora ya no importaba. Resolver mi situación personal era mucho más acuciante.

—Ya ves que no —respondí contrito—. Sin embargo, ahora ya es tarde.

—¿Qué quiere decir?

Habíamos llegado hasta mi vehículo. No había querido detenerlo en las proximidades de la vivienda de Durnais para evitar que fuera reconocido. Invité a Edith a subir a él y ordené al cochero que nos condujera hasta su casa.

—Edith —pronuncié, estudiadamente cariñoso, cuando el carruaje se puso en marcha, complementando mi tono con una caricia en su cabello—, voy a necesitarte. ¿Me ayudarás?

Edith me echó los brazos al cuello y me abrazó con ojos llorosos mientras me besaba en la mejilla con fervor, humedeciéndola con sus lágrimas. La abracé a mi vez.

—Lo amo —declaró—. Lo amo. Haría cualquier cosa por usted.

Edith buscó mi boca y me besó. El raciocinio calculador se caldeó con una estimulante excitación. Me entretuve en el beso acariciando su rostro.

—Edith —llamé su atención al poco—, escúchame bien. —Como ella siguiera besándome, la aparté e insistí—: ¿Me escuchas?

—Sí —dijo sin convencimiento—. Creí que no volvería a estar con usted. Lo vi en la procesión del 4 de mayo. No me había dicho que había vuelto. Creí que nada quería saber de mí.

—Conmigo hay que tener un poco de paciencia —me limité a decir.

—¿Sabe por qué me había invitado Durnais a cenar?

—No —reprimí un suspiro. No me interesaba un rábano Durnais.

—Se me ha declarado.

Estuve a punto de sonreír, pero me contuve. Supuse que ella esperaba que me mostrara celoso.

—Lo habrás rechazado…

—¿Por qué debería hacerlo? Es joven, soltero, noble… y está enamorado de mí.

—Pero no te llega ni a la suela del zapato —objeté sincero—. Ni a mí. No consiento que una mujer se conforme con Durnais después de haber estado conmigo.

—Es usted muy modesto —se sonrió.

—Niégamelo —la miré directamente a los ojos—: dime que has estado en sus brazos sin pensar en mí para lamentar el no estar en los míos.

La sonrisa desapareció del rostro de Edith y desvió la mirada con embarazo.

—Eres aún muy joven. A lo largo de tu vida habrá más hombres que se enamoren de ti. Escoge bien.

Ahora sí me miró.

—¿Usted, por ejemplo?

—Yo estoy casado. No te intereso.

—Sólo me interesa que me quiera. ¿Me quiere?

—Claro —respondí superficial—. A mi manera…

—A su manera… —parafraseó ella con decepción.

Como su rostro se ensombrecía decidí abrazarla de nuevo y ganarla a besos. Su resistencia se derritió como esperaba. Suspiraba como si estuviera tocando el cielo y lágrimas de emoción se escapaban de entre sus párpados cerrados. Llegábamos ya a su casa. Tomé su rostro entre mis manos para fijar su atención.

—He de saber por qué han detenido a Durnais y si han detenido a alguien más. Quiero saber si hay alguna orden de detención contra mí. Necesito saber si Courtain está otra vez al frente de la investigación y por qué. Tengo que saber cuándo puedo volver a París.

—¿Volver? ¿Qué quiere decir? ¿Se va?

—Naturalmente. Ahora mismo. Escríbeme a la Posada del Pescador, en Calais. Yo enviaré regularmente a alguien allí para buscar la correspondencia.

—Quiero ir con usted —me abrazó.

—Ve a visitar a Durnais a la prisión —la seguí instruyendo—. Sonsácale cuanto puedas. Edith —continué grave—, estoy en tus manos. Eres lista y sabes moverte con audacia, además de conocer el caso y a las personas involucradas. Nadie más puede ayudarme tanto como tú. ¿Lo harás?

Edith asintió y se aferró a mí.

—No quiero perderlo —se lamentó—. No quiero separarme otra vez de usted.

—Es necesario —afirmé—. Pero cuanto antes resuelva mi situación, antes podré volver, y en parte dependerá de ti.

Debía pedirle que bajara del coche, pues tenía que partir enseguida de París. Cada minuto que pasaba aumentaba la posibilidad de que Courtain advirtiera a los agentes vigilantes de las puertas de la ciudad para que impidieran mi huida. Sin embargo, era cierto que me costaba separarme del cuerpo de ella y de sus entregados abrazos. Era dulce y sus besos tenían sobre mí un efecto excitante como no tenían los de otras. Pero no había tiempo para grandes cosas y la caja de mi carruaje no era lo bastante espaciosa como para practicar otra postura que la de permanecer incómodamente sentado. Así que opté por la solución rápida y que requería poco movimiento. La invité con una caricia en su cabello a que descendiera hacia mi entrepierna. Edith así lo hizo. Nunca se negaba a nada. En este campo era estupenda. Mientras duró el placer no pensé en nada más, y cuando hubo acabado me despedí de ella e inicié de nuevo mi exilio.