Capítulo XXVI

Informe de los agentes Riseau y Monteará sobre las actividades del conde de Coboure el 3 de mayo de 1789

[…] Tal y como se nos había ordenado, estuvimos vigilando la residencia del conde de Coboure durante toda la madrugada del 2 al 3 de mayo, sin que nada señalado ocurriese.

En la mañana del 3 de mayo, hacia las nueve horas, Paul Bramont se trasladó en carruaje hasta el muelle de Orsay, que recorrió después a pie un trecho, hasta detenerse frente a una barcaza atracada en la orilla del Sena, de unos cien pies de eslora, de color negro, con una caseta cerrada en cubierta. Pareció estudiarla y dio voces al barquero para que se le aproximara. Estuvieron conversando unos minutos y al cabo el conde le entregó unas monedas.

Tras ello, el agente Riseau, quien suscribe el presente, lo siguió, pero el sospechoso se limitó a regresar a su residencia, de donde no volvió a salir en todo el día. El agente Montcard, por su parte, interrogó al barquero, pudiendo enterarse de que el conde había alquilado para la noche siguiente, 4 de mayo, la barca, que el interrogado debía conducir por el Sena hasta unas cinco millas de París.

Lo anteriormente narrado es compatible con la posibilidad de huida del conde por el Sena en la noche del 4 de mayo, de lo que se da cuenta a los efectos de la adopción de las medidas de prevención oportunas.

París, a tres de mayo de 1789

Extracto de las Memorias de Paul François Bramont, conde de Coboure

El 4 de mayo tuvo lugar el acto solemne de celebración de la apertura de los Estados Generales. Todos los diputados habíamos sido citados en la iglesia de Notre Dame, situada en la parte antigua de la ciudad de Versalles, y de allí nos trasladaríamos en formal y protocolaria procesión hasta la iglesia de Saint-Louis, donde se celebraría la misa solemne que bendeciría la apertura de los Estados.

Al fin había llegado el gran día. El día esperado por toda una nación y reivindicado durante meses. Era lunes y durante todo el fin de semana la ciudad de Versalles había estado recibiendo visitantes procedentes de todas partes, que querían acudir como público a la ocasión. Las pensiones, hoteles, casas de huéspedes… estaban completos, pues, además de al público, debían asimismo acoger durante varias semanas, quizá durante meses, a la gran mayoría de los mil doscientos diputados de los Estados Generales. Sin embargo, los de la ciudad de París no participarían en la procesión de ese día, pues las elecciones de la capital se habían retrasado mucho y aún no habían concluido.

En torno a la iglesia de Notre Dame, construida por orden de Luis XIV cuando el palacio sólo disponía de una capilla, nos acumulamos los diputados a la espera de que se nos asignase el lugar que debíamos ocupar en el interior del templo. Era una cargada sobreexcitación la que dominaba mis colegas, los miembros del Tercero. Creíanse, o quizá debiera decir más exactamente, sabíanse, los verdaderos representantes del pueblo, los llamados a regenerar todo un sistema político, aquellos sobre cuyos hombros caía la enorme responsabilidad de vencer la férrea oposición de los privilegiados a las reformas y la vulnerabilidad y debilidad del monarca. Eran en su mayoría inexpertos en política, llegados de todos los rincones de Francia, abogados y notarios locales, cargos administrativos de poca relevancia, médicos, librepensadores sin experiencia de gobierno, que debían enfrentarse al alto clero y la nobleza que desde siglos dominaban todas las instituciones del Estado. Se habían alejado de sus familias y de sus hogares, dejado sus trabajos, profesiones y oficios, y de percibir los ingresos que éstos les reportaban; habían tenido que destinar fondos económicos que quizá no tenían a alquilar una habitación en un hotel o una casa de alquiler en Versalles. A pesar de esos sacrificios, sentíanse honrados con el cargo que ostentaban, pues eran conscientes de la carga histórica de aquella crucial institución de la que iban a formar parte. Estaban insuflados de energía, de entusiasmo y de fuerza, y a su vez de una desasosegante inquietud, nerviosismo y temor al fracaso. ¿Qué pasaría si nada conseguían, si los privilegiados ganaban al fin y los Estados se disolvían sin apenas cambios? ¿Y qué era, en concreto, lo que perseguían conseguir? ¿Una nueva Constitución, un nuevo Régimen? ¿No era acaso una ambición descabellada?

En ese estado de alteración cualquier detalle los exasperaba. Haber sido citados a las siete de la mañana, tres horas antes de la llegada del rey, fue interpretado por algunos como una muestra de servidumbre intolerable. Otro de los motivos de amarga queja fue la diferente indumentaria que había sido establecida para distinguir a los diferentes órdenes: los cardenales debían vestir con su capa roja; los arzobispos y obispos con collar y sotana violeta; los nobles con adornos en hilos de oro sobre sus trajes negros y alados sombreros de plumas; el Tercero, por el contrario, debía vestir sencillamente de un riguroso negro, medias y corbata incluidas. Para algunos, una nueva humillación, una muestra más del intento de rebajar la importancia de los diputados del Tercero frente a los privilegiados.

En cualquier caso, si el trato despectivo, la sencilla indumentaria o el ostentoso y deslumbrante cortejo del rey y de la reina, llegando en sus carrozas de gala acompañados por todos los príncipes y princesas de sangre y custodiados por los guardias suizos, pudo crearles algún sentimiento de inferioridad o complejo, éste quedó inmediatamente superado en cuanto la procesión se puso en marcha. Las calles estaban repletas de un público festivo, entusiasmado, adornado con flores, plumas, sombreros y pañuelos que agitaban al paso, amontonado tras la fila de guardias franceses y suizos que guarecían el camino por el que debíamos pasar, y abarrotando las ventanas, balcones, tejados, desde los que exhalaban sus gritos y vítores. Y éstos no se dirigían ni al clero ni a la nobleza. Tan sólo el Tercer Estado levantó el clamor popular, tan sólo sus diputados fuimos objeto de apasionados saludos y proclamas desde la misma salida de Notre Dame hasta la llegada a la iglesia de Saint-Louis. Ninguno de los demás estamentos recibió un solo «¡Viva!», una sola voz de reconocimiento o apoyo. A pesar de sus deslumbrantes indumentarias, de su inflamada importancia, fueron completamente ignorados, y pudo comprobarse que la afirmación del Tercero de que él era el verdadero representante de la nación no era mera presunción.

En la iglesia de Saint-Louis se celebró la obligada y solemne misa y soportamos el tedioso discurso del obispo de Nancy, que duró una hora y media. Tras las correspondientes bendiciones, la ceremonia se dio por concluida.

Mañana tendrá lugar la verdadera sesión de apertura de los Estados Generales. Lo de hoy no ha sido más que una ceremonia previa de celebración. Pero yo no tendré el gusto de relatar ese acontecimiento, porque no podré estar allí presente, muy a mi pesar. Asuntos personales ajenos al contenido de estas anotaciones me lo van a impedir, y sólo puedo consignar cuánto lamento que haya de ser así.

Informe de los agentes Riseau y Montcard sobre la huida del conde de Coboure el 4 de mayo de 1789

En la mañana del 4 de mayo seguimos al conde hasta Versalles, donde participó junto con el resto de diputados en la procesión de apertura de los Estados Generales. Terminada ésta, lo vigilamos estrechamente ante la posibilidad de que aprovechara la coyuntura para no regresar ya a Paris e iniciar su huida. No obstante, el temor no se confirmó, pues volvió a su residencia.

Acechamos ésta durante horas sin novedad. Pero hacia las tres de la madrugada, una calesa sencilla se detuvo frente a una puerta lateral del edificio y fue cargada con un baúl por dos sirvientes. Al poco, un hombre cubierto con capa y sombrero subió al vehículo.

Siendo más que sospechosa tal actuación, seguimos al coche que, como conjeturamos la víspera, se dirigió al Sena. A la altura del Pont Royal, el sujeto bajó, seguido por los dos sirvientes que cargaban el baúl, y descendió al muelle de Orsay.

La barcaza que habíamos visto la víspera estaba atracada en el lugar esperado. El conde y dos sirvientes subieron a bordo sin necesidad de intercambiar palabra alguna con el barquero, que se apresuró a soltar amarras. El sospechoso se ocultó rápidamente en el interior de la caseta y la barca inició su avance por el río.

Dada la situación, el agente Montcard partió al galope hacia un punto previamente establecido, al final de la Cours de la Reine y frente a la île des Cygnes, donde lo esperaba una patrulla de la Guardia Francesa dispuesta allí por si se cumplía la hipótesis de la huida del conde por el Sena. Al llegar a destino, encontró al sargento Sincard con sus hombres, a quien advirtió de lo ocurrido.

París, a cinco de mayo de 1789

Informe del sargento Sincard de la Guardia Francesa sobre la detención del conde de Coboure

[…] Tras escuchar el informe del agente Montcard, ordené el bloqueo del río en el punto más estrecho, entre la orilla en que nos encontrábamos y la île des Cygnes. Para ello cinco barcas ya preparadas maniobraron hasta quedar atravesadas a lo ancho del río, de forma que todo paso quedó trabado. A esas horas el tráfico fluvial era escaso, pero aun así tuvimos que obligar a detenerse a un bote que circulaba en sentido contrario. Sobre las barcas distribuí a mis hombres en estado de alerta.

A los veinte minutos vislumbramos la barcaza negra. La noche era clara, pero a pesar de ello el barquero no divisó la barrera hasta que estuvo demasiado cerca para maniobrar. Mis hombres lo apuntaron a la voz de mi mando y le ordené el alto. El sujeto pareció espantado al verse blanco de diez fusiles y levantó los brazos en señal de rendición. Le ordené que atracara, y a mis hombres replegarse hasta allí sin dejar de apuntarle. Cuando la nave arribó, la abordé con cinco guardias; los otros cinco nos cubrían desde tierra. Mientras uno de ellos se bastaba para detener y maniatar al barquero, que no ofreció resistencia alguna, conminé desde el quicio de la puerta de la caseta a quienes estuvieran en su interior a que se entregaran. Tras repetir la amenaza, un caballero salió al exterior. Su porte era altivo y grave. Cuando le informé de que debía proceder a su detención, pues existía una orden contra él, nada replicó y se sometió al arresto sin oponer resistencia.

El señor Paul François Bramont, conde de Coboure, ingresó en la prisión del Châtelet a las seis y diez minutos de la mañana del cinco de mayo de 1789.

De ello informé seguidamente al señor De Crosne, cual tenía encomendado.

París, a cinco de mayo de 1789

Informe del sargento Sincard sobre la detención del marqués de Sainte-Agnès

Tras la detención del conde de Coboure, el lugarteniente de policía, señor De Crosne, me entregó una orden de arresto, firmada por el secretario de la reina y fechada la víspera, contra el marqués de Sainte-Agnès, y me ordenó que procediera a su ejecución de manera inmediata.

Acudí con mis hombres a la residencia del marqués en la isla de Saint-Louis. Eran las siete de la mañana. Nos abrió la puerta un sirviente, abordamos la casa y le ordené que me condujera hasta el señor André Courtain. Nos llevó hasta el dormitorio, en el que irrumpimos. El marqués estaba en el lecho en ropa de cama junto a una dama que no se identificó y a quien no se pidió identificación, y expresó indignadas protestas por la incursión. Le notifiqué la orden de arresto, a la que no quiso dar crédito y que solicitó leer por sí mismo. Cuando al parecer reconoció la firma, quedó aún más perplejo. Preguntó entonces si el conde de Coboure había sido detenido. Le contesté que no estaba autorizado a facilitarle dicha información. Pidió permiso para que la dama se retirara y él pudiera vestirse. Se le concedió lo primero pero no lo segundo, salvo para cubrirse con su capa y calzarse. Se le maniató y se procedió a su arresto.

El señor André Courtain, marqués de Sainte-Agnès, ingresó en prisión del Châtelet a las ocho y treinta y cinco minutos de la mañana del cinco de mayo de 1789.

París, a cinco de mayo de 1789

Lucile De Briand

Apenas hube visto desaparecer por la ventana de mi dormitorio el carruaje de detenidos en el que habían encerrado a André, me precipité hacia mi secrétair. y extraje la carta a medio redactar que tenía ya preparada y a la que sólo debía añadir los recientes acontecimientos desconocidos la víspera, cuando la inicié. Veinte minutos después un mensajero salía al galope hacia Versalles con la instrucción de entregarla lo antes posible en mano a la princesa de Lamballe y con una gratificación extraordinaria si lo lograba en menos de dos horas.

Posteriormente me vestí y yo misma partí en carroza hacia Versalles. Este medio de transporte era bastante más lento que el caballo y era esencial que la misiva llegara lo antes posible, de ahí que hubiese adelantado al jinete.

El tráfico en el interior de esta ciudad era lento, pues muchos curiosos permanecían aún en ella tras la ceremonia de apertura de los Estados celebrada el día anterior. Ese acontecimiento era uno de los posibles obstáculos. ¿Tendría eco mi llamada de auxilio en medio del estruendo de aquel suceso?

Me dirigí directamente a los apartamentos de la princesa de Lamballe. Había salido, me informaron, haría media hora. ¿Había llegado mi mensaje? Sí, fue la respuesta. La señora había salido al leerlo. ¿Podía esperarla allí? Por supuesto, aunque pudiera ser que estuviera ausente durante horas…

Me senté y esperé, nerviosa. Por fin, hacia mediodía, Marie Thérèse entraba por la puerta. Apenas me vio se lanzó a abrazarme.

—¡Mi querida amiga! —exclamó trágica—. ¡Qué cosa tan horrible! ¿Cómo ha podido ocurrir algo tan disparatado! ¡El marqués, detenido! Pero ¿qué ha ocurrido?

—¿Le has dado la carta a la reina? —pregunté impaciente, sin apenas entregarme a su abrazo.

—Claro, querida, por supuesto, he salido disparada en cuanto he leído tu misiva. María Antonieta quedó pasmada al saber lo ocurrido y me dijo que esperara noticias suyas. De momento no podemos hacer nada más. ¿Has comido?

La miré como si hubiese dicho un dislate. ¿Comer? Intenté serenarme, consciente de que mostrar histeria no iba a ayudar en nada. Yo no pasé bocado, pero acompañé a mi amiga durante su frugal almuerzo, obligándome a mantener una correcta compostura, aunque nunca me había costado tanto permanecer enhiesta en una silla. Su congoja, al contrario que la mía, parecía haber desaparecido por completo mientras comentaba a mis oídos sordos y desinteresados los últimos chismorreos. Pero por fin llegaron, como había predicho, noticias de María Antonieta. Nos citaba en el gabinete del rey a última hora de la tarde.

Llegado el momento, acudí acompañada de Marie Thérèse, mi inestimable embajadora. Había ya oscurecido. En la antesala confluimos con el secretario de la reina y con el marqués De Launay, gobernador de la Bastilla, pero apenas intercambiamos breves saludos. Cuando estuvimos los cuatro, nos hicieron pasar. En el interior nos esperaban Luis y María Antonieta. Tras las preceptivas reverencias, el rey, sentado tras su mesa escritorio, dijo, dirigiéndose al secretario:

—Veamos, me han informado de que el marqués de Sainte-Agnès ha sido detenido por una orden suya. ¿Es cierto?

El secretario arqueó las cejas, sorprendido, y me miró con altivo reproche. Era evidente que hasta ese instante no había sabido, ni siquiera adivinado, cuál era el motivo de su citación. Tras la sorpresa inicial enrojeció devolviendo la mirada al monarca.

—Así es, sire —se envalentonó—. El marqués ha cometido traición contra la reina y era mi obligación…

—¿Se había informado a la reina de esa supuesta traición y de que se iba a detener al marqués?

El secretario eludió mirar a María Antonieta que, de pie junto a su esposo, contraía levemente los labios.

—No quise molestar a Su Majestad con un asunto tan desagradable precisamente cuando Sus Majestades tienen tan trascendentes temas entre manos y tan grandes preocupaciones.

—Puede que consideremos al marqués un tema trascendente —replicó Luis—. Eso no es algo que deba juzgar usted. Como bien recordará, fui yo mismo quien le encargó la investigación de la fuga de la señora de La Motte y puede fácilmente suponerse que sólo yo puedo quitarle las atribuciones que le di. Porque otra cosa que he oído es que ha apartado usted al marqués de la investigación del caso y se la ha traspasado al señor De Crosne, precisamente a quien yo descarté para llevar este asunto, y todo ello sin consultarme, ni a mí ni a la reina. Dígame, ¿qué autoridad creía usted que tenía para ello?

El secretario empezaba a transpirar y, con evidente sofoco, optó por marcar una profunda reverencia.

—Sire, os debo a vos y a la reina una disculpa. Mi única excusa es que me dejé arrastrar por el celo. En cuanto supe que el marqués había cometido un acto de traición, mi indignación fue tal que sin pensar siquiera…

—¿Qué acto de traición? —no pudo contenerse más María Antonieta—. ¿Podemos saber cuál fue ese acto que le hizo a usted olvidar a quién debe obediencia?

—Sí, Señora —replicó sumiso el soberbio secretario—. Analizando el expediente de la fuga descubrí indicios de culpabilidad del conde de Coboure, contra quien, sin embargo, el marqués no había adoptado ninguna medida. Para tener la seguridad de que no lo estaba encubriendo, dicté contra Paul Bramont una orden de arresto que entregué en mano al propio marqués, e hice vigilar a ambos. Como sospechaba, el marqués advirtió al conde aquella misma noche, y dos días después el segundo intentó huir sin que el primero adoptara medida alguna para impedirlo. El conde fue detenido in fragant. durante su huida por los agentes de De Crosne y encerrado en el Châtelet. Encubrir a un culpable, ignorar una orden de arresto que tiene el deber de ejecutar y advertir al presunto delincuente para que huya, máxime cuando se tiene encargada la investigación del caso precisamente por el rey es, a mi juicio, traición, y por eso ordené su arresto inmediato sin ni siquiera tiempo de poderlo comentar con Sus Majestades no fuera a ser que huyera también.

—Pues parece que hay versiones contradictorias —dijo Luis, a quien el relato del secretario no parecía haber impresionado lo más mínimo—. ¿Tiene usted algo que aclarar al respecto, señor De Launay? —preguntó dirigiéndose al gobernador de la Bastilla.

—Sí, sire. La noche del 4 de mayo el conde de Coboure se presentó en la Bastilla a entregarse pues, según manifestó, le había sido notificada por el marqués de Sainte-Agnès una orden de arresto contra él firmada por el secretario de la reina, orden que me dio. La he traído por si Sus Majestades quisieran verla.

—Nosotros no —declinó Luis—, pero quizá usted —continuó, dirigiéndose al secretario— quiera comprobar si es la que firmó.

La expresión del secretario se había fundido. Intentaba mantener una serenidad imposible dándose cuenta de la trampa que se le había tendido. También debió de comprender que los Monarcas habían sido informados de todo con carácter previo a aquella reunión, como así había sido mediante mi carta, pues era la única forma de explicar la presencia allí del gobernador de la Bastilla.

—Así pues, señor —intervino lacerante María Antonieta—, parece ser que no se ha enterado usted de nada. Permitió que el señor De Crosne arrestara a un desconocido y lo encerrara en el Châtelet cuando hacía horas que el conde de Coboure se había entregado voluntariamente al gobernador de la Bastilla. Y no contento aún con tanto desatino dictó usted una orden de arresto contra el marqués acusándolo falsamente de traición. Dígame, ¿tiene usted idea de a quién tiene el señor De Crosne encerrado en el Châtelet?

El secretario mantuvo un derrotado y contrito silencio. Al cabo pronunció:

—Es obvio que he sido deliberadamente engañado con ánimo de hacerme errar.

—Y es obvio que quien haya tenido tal intención lo ha conseguido con absoluta facilidad —lo castigó María Antonieta.

—Bien —concluyó Luis—, supongo que sabe lo que tiene que hacer.

—Preferiría no dejarlo a mi torpe deducción, sire.

—Pues está claro. Deje en libertad al marqués y restitúyalo en sus funciones hasta que la reina o yo ordenemos lo contrario.

—Se hará conforme a vuestra voluntad, sire —reverenció el humillado secretario.

André Courtain

Había sido encerrado en una celda individual de la prisión del Châtelet. Podía dar medio paso a lo ancho antes de toparme con el catre, y dos para recorrer la estancia a lo largo. Me faltaba el aire, que apenas parecía entrar por el mísero ventanuco enrejado. Rezaba para no tener que pasar un solo día más en aquel horrible lugar. ¿Cómo podían sobrevivir los demás presos? ¿Cómo se podía vivir sin libertad?

Cuando por fin oí el cerrojo de la puerta y apareció en su umbral el secretario, supe que el plan había funcionado, al menos en su primera parte.

La idea había sido de Bramont. Se enteró de que su huida era lo que esperaban que organizáramos para poder detenerme a mí y apartarme del caso, y de que ambos estábamos siendo vigilados, de modo que una posible fuga era sumamente arriesgada. ¿Y qué pasaría si ellos conseguían su propósito? Seríamos encarcelados sin esperanza alguna de liberación, pues ni De Crosne ni el secretario tendrían el mínimo interés es aclarar una situación que comportaría reconocer que ellos estaban equivocados y yo en lo cierto. La dejarían así hasta que fuéramos juzgados sin pruebas que defendieran nuestra inocencia.

Por tanto Bramont pensó que la única baza que podíamos jugar era la de conseguir que yo siguiera en la investigación. Para ello era necesario desacreditar a De Crosne, que el secretario hiciera el ridículo por culpa de éste, y que mi autoridad saliera reforzada de todo ello. De ahí la huida ficticia protagonizada por Rocard, el secretario de Bramont, a fin de provocar la errónea detención y, aún peor, la evidente falsa acusación levantada contra mi por el secretario. El plan era arriesgado porque tenía un factor azaroso: la intervención de María Antonieta. Mi autoridad sólo podía ser restituida por ella, y la reina tenía demasiadas graves preocupaciones en esos momentos como para poder tener la certeza de que se ocuparía de mí. Afortunadamente había mantenido una entrevista personal con ella hacía poco, por lo que tendría mi recuerdo reciente, y le había expuesto con sinceridad el resultado de mi labor. Si ella nos fallaba, estábamos perdidos los dos; por ello mi angustia durante las últimas horas había rayado el desespero.

—Tétrico lugar —comentó el secretario echando un rápido vistazo mientras se descubría—. Supongo que me esperaba. Ciertamente lo he menospreciado. Se ha burlado de mí y me ha puesto en entredicho ante los reyes. Lo felicito.

—Usted me ha encarcelado —respondí agrio.

—Por poco tiempo. He venido, como sin duda habrá usted previsto, a devolverle su libertad. Es usted libre.

—Gracias.

—Pero antes de que nos separemos quisiera aclarar algunas cosas —añadió mirándome por vez primera a los ojos—. El rey me ha ordenado su libertad y que lo reponga en la investigación, pero nada más. Así que mantendré la prisión del conde de Coboure y la revocación de la orden de arresto contra el vizconde de Saltrais.

—El vizconde es culpable y Bramont inocente.

—Puede ser, ¡pero tendrá usted que demostrarlo! —estalló—. No ha menoscabado mi influencia tanto como cree, y no se burlará de mí una segunda vez. No voy a consentir que siga dilatando este asunto negligentemente como ha hecho hasta la fecha. Sé que el conde es amigo suyo. ¡Así que seguirá en prisión hasta que demuestre usted su inocencia! ¡Y Saltrais quedará libre hasta que me demuestre usted su culpabilidad! Y le aconsejo que esta vez no envíe usted a su amante a llorarle a la reina porque entonces sabrá lo que es tenerme como verdadero enemigo —me amenazó.

No le contesté. Ni siquiera objeté que si no podía detener a Saltrais no podría someterlo al reconocimiento que me serviría de prueba para sustentar una acusación formal contra él. No valía la pena desgastar argumentos con un hombre que estaba tan deseoso de castigarme como fuese. Recogí mis escasas pertenencias y, sin sensación alguna de triunfo, antes bien, con inconmensurable alivio, abandoné aquel espantoso lugar sin dirigirle ni una mirada de despedida.

Paul Bramont La Bastilla.

Era ésta, de todas las existentes, la prisión más odiada y temida por la ciudadanía de París. Su ingrata construcción, una mole intimidatoria de ocho torres unidas por sendos muros, había sido levantada a finales del siglo XIV como una fortaleza defensiva en una de las puertas de la ciudad amurallada, la Puerta de Saint-Antoine, y de hecho había sido ciudadela militar durante bastante tiempo, hasta que el crecimiento de la ciudad la absorbió. Entonces la construcción perdió su utilidad contra ataques externos y sus cañones se convirtieron en una amenaza para la propia ciudad, pues, aunque sólo habían sido utilizados para lanzar salvas en ocasiones especiales, parecían prestos a descargarse contra la población en caso de insumisión.

Además de por esa causa, los parisinos la odiaban como prisión de Estado que era y en lo que se había convertido tras perder su papel defensivo. En ella habían sido y eran encarceladas las víctimas de las lettres de cache., y aunque por lo general se trataba de nobles o personajes políticos de relevancia y no de gentes sencillas, que tenían por destino las prisiones comunes, se la odiaba incluso más que a éstas por lo que representaba de tiranía y opresión. Dichas lettres de cache., órdenes de arresto selladas, no comportaban necesariamente un juicio posterior, de forma que el preso podía permanecer indefinidamente encerrado, a veces durante décadas, sin que nadie lo juzgara y sin que su causa se conociera. La indefensión tras aquellos gruesos muros era total para el desgraciado que en ellos caía, pues no sólo no podía hacerse oír por ningún medio, sino que además el régimen de aquella prisión imponía el máximo secretismo respecto de la identidad de los presos. Cuando un detenido traspasaba sus lindes, su nombre permanecía oculto hasta para sus propios carceleros, que lo denominaban por el de la torre en la que estaba su celda y el número de ésta, de tal suerte que nadie sabía a ciencia cierta quiénes eran los sujetos en ella encerrados, y el tiempo pasaba para éstos inexorable, olvidados del mundo exterior y del interior. El caso más legendario, por su teatralidad, había sido el del hombre de la Máscara de Hierro, en realidad un antifaz de tela, encerrado durante el siglo anterior y que había ocultado su rostro hasta su muerte en la prisión varios años después.

Tal secretismo, tal opacidad, no ayudaba a confiar en la justicia del rey. Ni tampoco el que hombres ilustrados, entre ellos el mismo Voltaire, hubiesen sido objeto de encarcelamiento en persecución por sus ideas o como castigo por sus publicaciones. Los deseos de libertad chocaban frontalmente con todo lo que aquel fantasma de piedra representaba, y ya hacía algunos años que se estaba pensando en la conveniencia de su derribo.

Pero seguía en pie, y en su interior había caído yo, en una celda del segundo piso de la Torre de la Bertaudière.

No había elegido la Bastilla sin reflexión. Podría haberme presentado en el Châtelet o en cualquiera de las otras prisiones comunes. Había optado por ella por tres motivos: porque al ser una prisión de Estado estaba fuera de la jurisdicción de De Crosne y bajo la más imparcial de su gobernador, el marqués De Launay; porque no había en ella más que unos pocos presos, a diferencia de la masificación de la prisión del Châtelet, que por esa causa propiciaba las constantes y mortales epidemias; y, por último, porque su régimen penitenciario era algo más benévolo que el de otras prisiones comunes. Y esperaba que, quedando Courtain en libertad, yo no caería en el olvido ni en el anonimato que amenazaba a todos los encarcelados en esa prisión.

Permanecí casi cuarenta y ocho horas sin que me llegara mensaje alguno del exterior. No fue hasta la tarde del segundo día que la blindada puerta se abrió. Dormitaba yo en mi cama y me levanté como empujado por un resorte, sediento de noticias. El primero que atravesó su linde fue un carcelero, pero como se apartara a un lado como cediendo el paso a alguien, miré con expectación hasta que una alegre esperanza casi me ahoga al ver a Courtain.

Se acercó hasta mí y me tendió la mano, que me estrechó con fuerza.

—¿Lo apresaron? —pregunté.

—Sí —repuso—. En el Châtelet. Me han liberado hace dos horas. He venido directamente a verlo. —Soltó mi mano y miró a su alrededor—. Esta celda es mejor que la que yo ocupaba. Mucho más amplia. Me hubiese asfixiado allí, Bramont —confesó acto seguido, como si reconociera una debilidad—. No hubiese podido soportarlo.

—Bien. —Lo golpeé, animado, en el hombro—. Está libre. Me alegro por usted. Ahora me toca a mí.

—Sí, por supuesto —replicó—. Voy a sacarlo de aquí enseguida. He recuperado mi autoridad en la investigación. El secretario quiere mantener la prisión contra usted hasta que presente pruebas de su inocencia, pero ahora quien manda en este asunto soy yo.

Me quedé perplejo. Había abrigado la esperanza, quizá demasiado optimista, de que la libertad dictada a favor de Courtain se extendiera también a mí o, como mínimo, que no se mantuviera expresamente lo contrario. Eso no había entrado en mis cálculos. El secretario, que yo supiera, nada tenía contra mí para aferrarse a esa orden de arresto después de haber recibido la reprimenda de los monarcas. Pero, al parecer, sí lo tenía contra Courtain, y me utilizaba a mí para castigarlo y para ponerlo a prueba. Me derrumbé en una silla.

—¿Qué ocurre? —preguntó Courtain.

—¡No puede ponerme en libertad! —opuse agrio—. ¿Es que no lo ve? No sin antes demostrar mi inocencia. ¡Es la prueba que el secretario espera de que actúa por afinidades personales! Hay un indicio claramente acusatorio contra mí. ¡¿Qué explicaciones va a dar para justificar mi puesta en libertad contra las órdenes del secretario sin haberlo rebatido antes?!

—Pero… ¡no puedo dejarlo aquí! —exclamó Courtain como si fuera una evidencia indiscutible.

—¡No! —corroboré nervioso—. No. Claro que no puede dejarme aquí. Pero va a tener que demostrar antes mi inocencia, marqués. Y rápido, ¡porque aquí me voy a pudrir!

—Es fácil de decir —se defendió él—, ¿Y cómo sugiere que lo haga? Lamento recordarle que realmente La Motte se ocultó en su local la noche de su fuga. No se trata de ningún error.

—Hay algo que puede ayudarlo —respondí imponiéndome calma. No me había lanzado a aquella aventura completamente desarmado. Yo tenía una carta que había conseguido en su momento y que había llegado la hora de jugar—, Marionne se lo facilitará.

—¿Qué es? —preguntó con curiosidad.

—Prefiero no hablar de ello aquí. Hable con Marionne.

—De acuerdo —aceptó con sorprendida resignación. Guardó silencio y continuó—. Si va a quedarse, intentaré mejorar en lo posible las condiciones de su estancia aquí. Prepare una lista de lo que desee e intentaré conseguirlo.

—Papel, tinta y libros —repliqué de inmediato—. Un colchón nuevo, ropa limpia de cama y mudas de ropa. Agua, jabón y navaja de afeitar. Y velas. También quisiera mantener correspondencia y poder pasear por el patio de la prisión. Y visitas, en especial de mi esposa.

—Veo que ha pensado en ello. —Sonrió tristemente—. Bien. Lo conseguiré.

—Gracias.

Courtain volvió a tenderme la mano en señal de despedida. Luego se dirigió hacia la puerta, la golpeó dos veces y ésta se abrió de la mano del carcelero.

—¡Ah, Courtain! Y una cosa más… —dije cuando ya estaba a punto de salir—: mi libertad.

André Courtain

Marionne Miraneau extendió el precioso documento ante mis extasiados ojos. Lo hizo sobre la piedra histórica y torturada de su jardín que había sido en sus tiempos el altar de un templo griego.

—Es un borrador manuscrito de las Memorias de la señora de La Motte —reveló con trascendencia, tocando las hojas expuestas como si se tratara de un incunable de Platón—. Como puede apreciar —señaló mientras las pasaba con delicadeza—, hay anotaciones de diferentes caligrafías. Creemos que algunas de ellas pertenecen a Saltrais, a Mounard y posiblemente a Fillard.

—¿Desde cuándo tienen esto en su poder? —exclamé dolido, con atónito reproche—. ¿Sabe lo que hubiese podido hacer con esto?

—Había una pequeña complicación —explicó ella—: otra de las caligrafías es de alguien a quien Paul no quería perjudicar.

—¿Didier Durnais? —adiviné, recordando la información que me había dado Saltrais.

Marionne no contestó, pero la falta de negación fue suficiente confirmación. No podía apartar los ojos del documento pensando en las posibilidades que su tenencia me proporcionaba.

—¿Sabe las puertas que esto me abre? —exclamé entusiasmado—. ¡Dios Santo! ¡Si lo hubiese tenido antes…! ¡Todo lo que nos hubiéramos podido evitar!

—Sí —asintió con pesar Marionne—. Pero ya se lo he dicho…

—Respecto de eso… —advertí— no puedo demostrar la inocencia de Bramont y al tiempo proteger a Durnais: la intervención de éste es la que explica la falta de la de Bramont. Y si encima su caligrafía consta también en este documento…

—El bueno del primo de Paul. —Sonrió ella con amargura—. Mi esposo encarcelado en la Bastilla por su culpa y el muy cobarde sigue sin dar la cara. ¿Qué quiere que le diga? ¿Que me preocupa Durnais?

Asentí en silencio y recogí el documento. Marionne pareció sudar sangre mientras veía cómo yo lo guardaba en su cartera de piel y lo sujetaba bajo el brazo.

—Marqués —murmuró, apoyando su mano en mi antebrazo—, mi esposo confía en usted, se ha puesto en sus manos…

—Esa confianza me honra —dije sincero y amable, percibiendo intranquilidad en su frase. Cubrí su mano con la mía y añadí—: Les debo mucho a usted y a él, lo tengo cada día presente. Le juro que no cejaré hasta que Bramont quede en libertad.