Capítulo XXV

Vizconde De Saltrais

Me hallaba en Auvernes, mi ciudad natal, adonde había llegado tras mi frustrado encuentro con Courtain. Estaba allí desesperando de la proximidad de la apertura de los Estados sin poder regresar a París por temor a ser detenido, cuando llegó la noticia del desastre de la llamada Revuelta de Réveillon. Un comentario de un enemigo personal del lugarteniente general de policía, De Crosne, presuponiendo lo comprometido de su situación tras tan lamentables y nefastos sucesos que había sido incapaz de controlar, me dio la idea. Quizá De Crosne estuviera dispuesto a hacer algún esfuerzo por rehacer su maltrecha imagen ante el rey, si es que realmente le habían afectado aquellos acontecimientos, algo que no podría saber hasta que no hubiese puesto en práctica el plan que acababa de concebir.

Me trasladé a París, donde debía ocultarme de Courtain. Y me faltaba llegar hasta De Crosne, a quien no conocía, y que además tenía la obligación de detenerme en cuanto me viera, pues existía una orden de arresto contra mí que debía respetar y que sin duda conocía. Y para conseguir ambas cosas recurrí a mi vieja y querida amiga Charlotte Lymaux.

Charlotte era el recuerdo constante del precio que tuve que pagar por mi insensatez juvenil. La expulsión de la corte fue el menor de los males. En aquella época hubiese podido desposar a una Charlotte joven y heredera de una cuantiosa fortuna. Aunque mi posición económica no era la deseada por su familia, mi título nobiliario les brindaba la oportunidad de entrar a formar parte de la nobleza, de forma que me aceptaron y hasta señalaron fecha para anunciar el compromiso. En el ínterin tuvo lugar el deseado beso robado a la reina y el escándalo de mi expulsión de la corte. Charlotte, que tenía carácter suficiente para autodesgarrarse el corazón a fin de salvar su dignidad, no me lo perdonó. Y aún hubo una tercera secuela: mi posterior matrimonio con Claire, la hija de un barón campesino empobrecido. En otras circunstancias no hubiese aceptado tan desfavorable enlace, pero necesitaba con urgencia el dinero anticipado de la herencia que mi padre había prometido darme cuando me casara, pues en la corte había acumulado deudas, y tras mi expulsión los acreedores se me echaron encima. Si hubiese esperado, si hubiese permanecido soltero, estado que en realidad era mi vocación natural, quizá hubiese tenido una segunda oportunidad con Charlotte tras su prematura viudez, y hubiese podido convertirme en un hombre rico, además de tener por esposa a una mujer que me gustaba y por la que seguía sintiendo un admirativo respeto. Sólo una cosa me consolaba: el pensar que Charlotte no me hubiese perdonado mis infidelidades como había hecho Claire, y yo no hubiese podido limitarme sólo a ella.

—¡Denis! —exclamó sobresaltada cuando me subí en su coche a la salida de la ópera.

—Siento, querida, presentarme de esta forma —repliqué descubriéndome la cabeza y cerrando la portezuela a mis espaldas—. Pero he vuelto a perder mi libertad de movimientos en la capital. Supongo que sabes que Courtain ha regresado a París y que tiene la irritante obsesión de detenerme.

Sonrió oblicuamente.

—El precio por tus malas acciones.

—Este castigo que sufro debería redimirme ante ti. —Sonreí meloso, intentando ganármela—. Te libré de sufrir pareja suerte.

—Lo dudo —desdeñó—. Yo no hubiese sido tan torpe. A mí no me hubieran descubierto.

—Puede —condescendí—. Aunque no deja de ser una conjetura.

—Ni siquiera conseguiste tu principal objetivo. Supongo que sabes que La Motte ha vuelto a redactar sus Memorias prescindiendo totalmente de ti y de tus amigos.

Lo dijo con placer. No podía reprochárselo; Charlotte nunca había aprobado mi iniciativa de manipular ese documento. Y sí, lo sabía. El hurto del borrador no sólo había comportado la pérdida material de éste, sino también de la confianza de la fugada, que había prescindido de nosotros desde entonces y las había redactado por su propia cuenta. Confiaba en que algo de nuestras directrices hubiese quedado impregnado en el ánimo de la autora, pero sin duda el resultado estaría muy lejos del que se hubiese podido obtener con nuestra intervención. Una verdadera lástima.

—Otro motivo para que me abras tu corazón —dije dulzón, apoyando mi brazo en el respaldo del asiento por detrás de ella—. Ya ves cuán necesitado estoy de consuelo.

—¿Cómo está tu joven amiga periodista? —me cortó.

—No lo sé —respondí con aire indiferente, retirando el brazo—. Hace tiempo que no la veo. Ni siquiera sabe que estoy en París.

—Pero te has acostado con ella, ¿verdad?

—No. ¿Y tú, con quién te acuestas ahora?

—Está bien —admitió seca—. Dejemos ese tema y vayamos al grano. Supongo que si te has arriesgado a volver a París y me abordas con nocturnidad y secretismo, es porque tienes algún favor que pedirme.

—Dos —concreté.

—Son menos que tres —ironizó—. Bien, habla.

—El primero es que me ocultes en tu casa. Serán sólo un par de días.

—Ese favor es viejo —aceptó—. ¿Y el segundo?

—Consígueme una entrevista con el lugarteniente general de policía, con De Crosne. Necesito entrevistarme con él bajo garantía de que no me prenderá.

—¿Qué pretendes?

—Mi libertad, Charlotte. He sido elegido diputado de los Estados Generales. Pero los diputados carecen de inmunidad, como sabes.

—Vaya, qué pena. Tu carrera política en peligro por tu afán de protagonismo y por robar proyectos ajenos.

—¿Me perdonarás alguna vez? —protesté, ahora cansado.

—Creo que he demostrado haberlo hecho ya —musitó agria—. Y no percibo haber ganado algo con ello. En fin —decidió dejarlo de lado—. Te equivocas. No puedo ayudarte. No conozco a De Crosne.

—Pero conocerás a quien lo conozca. No hay nadie en París que te sea inaccesible.

—Puedo mover hilos, sí. Pero no estoy segura de querer hacerlo. Dame una razón para que me tome esa molestia.

—Lo necesito —ratifiqué contundente—. Lo necesito de verdad.

—Quizá sólo me interesa lo que yo necesito.

—Pues pide. Pide lo que quieras.

—Lo que quiero no me lo podrás dar nunca —sentenció.

—Pero —contesté, imaginando a qué se refería— habrá alguna otra cosa que desees y que te pueda dar.

Pensó unos instantes, sin apartar sus ojos de los míos. Por fin hizo un gesto de resignación, como si en verdad no hubiese nada digno que pudiera ofrecerle, y terminó por formular:

—Si te ayudo quiero que defiendas en tu condición de diputado lo que yo te pida, aunque no converja con tus ideas o aunque no lo creas importante.

—¿Derechos para las mujeres? —adiviné—. Si se trata de eso, con mucho gusto. Nada tengo en contra de las mujeres. De hecho, no podría vivir sin ellas —añadí zalamero, tomando su mano, que retiró bruscamente.

—¿También estás en contra de su discriminación?

—He dicho: todo lo que quieras —confirmé solemne.

—Está bien —capituló—. Veré lo que puedo hacer.

Charlotte no me falló. Me ocultó en su casa y compartí su lecho. Ambos sabíamos que ocurriría, como siempre que pasábamos la noche bajo el mismo techo, pero antes ella necesitaba recriminarme un rato mi falta de amor o de lo que sea, y mostrarse dura y resentida. Aquella vez me resultó algo más molesto, quizá porque lo comparé con la entrega desinteresada, dulce y exquisita de mi nueva amiga. Pero tuve motivos para volver a estarle agradecido porque, aunque no sé cómo lo consiguió, me brindó la entrevista solicitada.

—Bien —comenzó De Crosne mientras se deshacía de la capa que lo había ocultado, más que abrigado—. Debo decirle que no me complace en absoluto este encuentro. Si he acudido es sólo en atención a la persona que me lo ha solicitado. Así que le ruego prescinda de toda ceremonia y lo hagamos lo más breve posible.

Estábamos en el gabinete privado de Charlotte, en su presencia, que ella se esforzaba en hacernos olvidar sentada quieta y muda en un extremo. Yo hubiese preferido que no oyera cuanto iba a decir, pero no estaba en condiciones de imponerle mis condiciones.

—Puedo ayudarle a recuperar el favor del rey —introduje— después del desastre del otro día.

De Crosne resopló con irritación.

—Viniendo de usted, eso es una impertinencia. ¿Qué fiabilidad puedo esperar de un amigo del duque de Orleans? Fueron el duque y sus amigos los que organizaron la revuelta. Fue aclamado por sus seguidores y les lanzó monedas.

—Eso —contesté con calma— no son más que rumores y habladurías. Pero lo que es una realidad es que la residencia de Réveillon fue arrasada sin que la policía lo evitara, y que después ésta añadió daño al daño disparando contra la multitud indefensa y ocasionando centenares de muertos.

—La situación estaba controlada —replicó De Crosne ronco—. Nada hubiese pasado si la duquesa de Orleans no nos hubiese obligado a abrir la barricada.

—Es probable, pero es extraño que la guardia haya obedecido sus órdenes en lugar de seguir las de usted.

—¿Insinúa que fui yo quien ordenó que abrieran las barreras? —explotó.

—Sólo que las apariencias le son desfavorables —lo apacigüé—. Pero yo puedo ofrecerle la posibilidad de rehabilitarse a los ojos del rey deshaciendo una injusticia de la que tengo conocimiento.

—Déjeme adivinar —pronunció De Crosne con ligera sorna—, ¿es usted la víctima de la injusticia?

—Qué sagacidad la suya. El rey nunca debió confiar un asunto tan delicado como el de la fuga de La Motte al marqués de Sainte-Agnès ni apartarlo a usted del caso. Además de ocasionarle una humillación que no merecía, su criterio fue equivocado. El marqués no sólo ha fracasado, sino que está encubriendo al verdadero culpable, y para hacerlo ha encontrado un chivo expiatorio en mi persona.

De Crosne volvió a suspirar con despectiva paciencia.

—Como usted bien ha dicho, este asunto fue encargado personalmente por el rey al marqués de Sainte-Agnès. Así que nada tengo que decir ni hacer al respecto.

—El verdadero culpable —insistí— es el conde de Coboure, y el marqués lo está encubriendo por puro amiguismo. Lo que le estoy diciendo es que el propio Courtain tiene pruebas de la culpabilidad de Paul Bramont, y a pesar de ello no lo detiene y me acusa a mí, que nada tuve que ver con el asunto. Le pido justicia, y al mismo tiempo le brindo la oportunidad de demostrar al rey la traición del marqués y desquitarse de la humillación sufrida.

De Crosne guardó un silencio que interpreté como frío interés.

—Aunque fuera cierto que hubiese pruebas contra el conde de Coboure —objetó—, el que Courtain no lo haya detenido no sería calificado necesariamente de traición.

—Pero si recibe orden de detener al conde y lo advierte a tiempo para que huya, sí habrá cometido traición.

—¿Y cree que lo advertiría? —cuestionó.

—Sin duda alguna.

—Sólo el rey o la reina podrían dar al marqués una orden así. Yo no podría. Este asunto no es de mi competencia. Precisamente fui relegado de él.

—Pero le puede usted exponer el caso al secretario de la reina. Estoy seguro de que valorará su aportación.

De Crosne suspiró.

—No tengo nada en contra del marqués de Sainte-Agnès —concluyó.

—En mi opinión, no se trata de eso. Es usted el lugarteniente general de policía: si hay un criminal libre, es su deber prenderlo, y si hay un traidor, es su deber descubrirlo. Aunque bien es cierto que hacerlo le restaurará la confianza del rey, no es ésa la principal motivación, ¿no?

De Crosne clavó la vista en mí, con desconfianza.

—Bien, vizconde —dijo recogiendo su capa—, lo he escuchado. Y de momento no espere nada más de mí.

Charlotte Lymaux

De Crosne no creyó en la inocencia del vizconde, ni tampoco en la culpabilidad de Paul. Pero casualmente tenía cita aquella misma tarde con el secretario de la reina para despachar varios asuntos, y después de hacerlo, como por mera curiosidad, le preguntó por el affair. de la fuga de La Motte. Es de suponer que prefirió tantear el respaldo con el que seguía contando el marqués antes de inmiscuirse en forma alguna. Y, sin duda para su sorpresa, el secretario lanzó pestes contra André Courtain, acusándolo de la mayor incompetencia y mostrando el profundo enojo que sentía contra él. Dicha inesperada reacción animó a De Crosne a ofrecer su colaboración, oferta que fue inmediatamente aceptada. Hasta le pidió que actuara con rapidez, pues quería ver resuelto dicho asunto de una vez por todas.

De forma que a su regreso, De Crosne citó al marqués en su despacho de la Prefectura solicitándole, con autorización del secretario de la reina, que le exhibiese el expediente. Y el citado acudió, sin suspicacia alguna, con la carpeta bajo el brazo.

De Crosne sabía lo que buscaba, y allí estaba, con más claridad de lo que esperaba. Un minucioso informe, elaborado gracias a las pesquisas e investigación del propio Courtain, detallaba que la evadida se había refugiado la noche de su fuga en un inmueble propiedad del conde de Coboure. ¿Se había interrogado a Paul Bramont, preguntó De Crosne, sobre tal sospechosa circunstancia? El marqués no debía de esperarse la pregunta, y sólo supo defender categóricamente la inocencia de Paul, pero sin dar una explicación lo bastante convincente a quien ya estaba advertido de su falta de imparcialidad. Por el contrario, no había nada en el expediente que acusara al vizconde de Saltrais: no estaba el comprometedor borrador de las Memorias, no constaba su identificación por el vigilante de la Salpêtrière, no había testimonio ni prueba alguna en su contra. Courtain argumentó todos los indicios de la culpabilidad de Denis que estaban en su conocimiento, pero De Crosne ya no lo escuchaba. Había pruebas contra el conde de Coboure y no las había contra el vizconde de Saltrais. Tenía base suficiente para actuar, marcarse méritos y rehacerse del descrédito sufrido. Así que le dijo que no le parecía adecuada la forma en que se había llevado aquel caso y que era su deber dar inmediata cuenta de ello al secretario de la reina.

André Courtain

Después de mi entrevista con De Crosne, éste y el secretario me citaron en el despacho del segundo en Versalles.

Acudí sin sospechar nada. Pensé que se trataba de un mero trámite de rendición de cuentas, de aquéllos a los que ya me tenía acostumbrado el secretario y en los que invariablemente me tildaba de incompetente, negligente, inútil, vago etc., pero sin dejarme renunciar al caso, para lo cual no había escatimado ni siquiera el uso de la coacción. Por eso me quedé estupefacto cuando, de pie detrás de su escritorio y adoptando aire marcial, me espetó:

—Marqués, en muchas ocasiones le he puesto de manifiesto mi descontento por la forma en que ha llevado este asunto. Creo que se le ha dado suficiente oportunidad para demostrar su competencia, oportunidad que ha desperdiciado reiteradamente. Seguimos sin ningún resultado positivo, en vísperas ya de la apertura de los Estados, cuando la autoridad del rey debe estar sólidamente afianzada. Yo solicité al señor De Crosne que examinara su expediente para ver si podía arrojar una nueva luz sobre el caso que permitiese llevar a cabo alguna actuación como muestra de que aquélla no puede ser burlada. Y, después de su valiosa colaboración, he de poner incluso en duda, no sólo la capacidad de usted, que ya estaba en entredicho, sino incluso su objetividad e imparcialidad. ¿Puede explicarme, marqués, por qué no ha cursado orden de detención contra el conde de Coboure a pesar de que está claramente involucrado en el caso?

—Porque es inocente —me precipité. Y dándome cuenta de que la mera afirmación no bastaba, añadí—: Hay una declaración de la inquina del local en la que se ocultó la evadida, vertida en el curso del proceso de questio. a la que fue sometida, que lo prueba.

Hice gesto de buscar el documento en el expediente, pero De Crosne, crecido ante mí, preguntó, con burla:

—¿Se refiere usted a la declaración de la condesa de Coboure?

—Entonces no era la condesa de Coboure —repliqué.

—Marqués —intervino el secretario—, ¿quiere que demos credibilidad a la declaración de una mujer, única prueba de la inocencia del conde, que poco después contrae matrimonio con él?

—El principal organizador, el vizconde de Saltrais, me confirmó la falta de participación de Paul Bramont, y además, tengo la convicción personal de su inocencia. En cuanto a los demás sospechosos…

—Ninguno de los cuales ha sido detenido… —censuró el secretario.

—El señor Fillard ha muerto y no tengo suficientes pruebas para detener al conde de Mounard —justifiqué.

—Pero sí para dictar una orden de arresto contra el vizconde de Saltrais. Y no veo aquí —indicó señalando el expediente— más pruebas contra él que contra el conde de Mounard, y sí, por el contrario, contra Paul Bramont, respecto del que no ha dictado orden alguna.

—Si detengo al vizconde de Saltrais lo someteré al reconocimiento de un vigilante…

—De la Salpêtrière, sí —continuó el secretario, cortante, que no me daba cuartel. Me di cuenta entonces de que no buscaba explicaciones, sino que se estaba limitando a fingirlo para justificar una decisión que ya tenía tomada—. ¿Dónde está, por cierto, ese presunto detenido?

—En lugar seguro —contesté seco, viéndome ya en una encerrona pero sin alcanzar a entrever en qué consistía.

—¿Esa elusiva respuesta significa que no está usted dispuesto a revelar su paradero para que podamos confirmar su existencia y su detención? —intervino De Crosne.

—¿Confirmar? —me revolví—. ¿Pone usted en duda mi palabra o se trata simplemente de ofenderme? No revelaré su paradero por su propia seguridad. Pero existe y está detenido y no consiento que se ponga en duda.

—¡No consiente! —se burló el secretario, sonriendo—. Bueno, marqués. Basta. Ya que usted se mueve por convicciones personales, comprenderá que yo también lo haga. Tengo la convicción personal de que está protegiendo al conde de Coboure por motivos de amistad personal, lo cual no puedo consentir. Y tengo la convicción personal de que para encubrirlo ha acusado sin prueba alguna al vizconde de Saltrais, lo que tampoco puedo consentir. De forma que, con la autoridad que la reina me ha conferido —añadió elevando el tono— he levantado la orden de arresto dictada contra el vizconde de Saltrais y he dictado esta otra contra el conde de Coboure, de la que le hago a usted entrega —pronunció con solemnidad mientras extendía su brazo derecho en toda su longitud, apuntándome con el amenazante documento—, la cual deberá ser debidamente cumplida en el plazo máximo de tres días. En caso contrario, el señor De Crosne se encargará de hacerlo, pero entonces tendrá también en su poder una orden de arresto contra usted por desacato al rey. ¿Lo ha entendido?

Quedé mudo, mirando el hosco rostro de ambos hombres, sin acabar de creerme lo que me estaban diciendo.

—Comete usted un gravísimo error —fue todo lo que se me ocurrió replicar.

—Permita que lo ponga en duda. Le recomiendo que no lo cometa usted y que cumpla con su deber.

Vizconde De Saltrais

Faltaban dos días para la ceremonia de la apertura de los Estados Generales. Era el 2 de mayo de 1789. Aquel día, sábado, los miembros elegidos en representación de los tres órdenes íbamos a ser presentados ante el rey: primero los pertenecientes al clero, después los de la nobleza, y por último los del estado llano. Y yo iba a poder participar, después del milagroso levantamiento de la orden de arresto dictada contra mí. Casi no podía creer en mi buena estrella mientras subía, junto con los demás diputados de la nobleza, la escalera de la Capilla Real, la entrada al Palacio de Versalles que nos había sido asignada.

Formábamos una alborotada y ruidosa procesión. Para muchos de los que se agolpaban a mi alrededor, ataviados con sus trajes de gala de casaca negra bordada con hilos de oro, cuellos y puños de encaje, capa de seda y sombreros de plumas, ésta era la primera vez que iban a ser presentados ante el rey. Toda una aspiración para cualquier noble, por muchas voces que se hubieren alzado contra el soberano.

La escalera nos condujo hasta el Salón de la Capilla, situado en la primera planta, desde el que podía observarse toda la espléndida nave de la iglesia, y de éste pasamos al espacioso Salón de Hércules, contiguo al anterior. Ahí se produjo el primer atasco. El joven marqués Dreux-Brezé, que ostentaba el título de gran maestro de ceremonias, tenía el ingrato deber de recibir a los componentes de la horda de visitantes, y lo hacía, además de con la lentitud propia de todo burócrata, con la altivez y paciente desgana de quien debe organizar a un grupo de provincianos ignorantes del protocolo de la corte. Pero mis colegas no estaban dispuestos a dejarse tratar con el mínimo desaire. Sabiéndose despreciados por los cortesanos, pero conscientes de su importancia por su condición de diputados de los Estados Generales, hablaban fuerte y ostentaban, en general, una actitud protestona e intolerante. Era pues un ambiente ruidoso y confuso el que creábamos con los hombros erguidos y la voz recia, mientras el marqués de Dreux-Brezé intentaba superar las dificultades de ordenarnos por bailías, esfuerzo que estaba ralentizando la entrada y que originó airados reproches. Y éstos se convirtieron en encendida indignación cuando el maestro de ceremonias pretendió impedir el paso a los que no vistieran el traje de gala preceptivo, pues había sido precisamente la tardanza de la corte en especificar sus detalles lo que había impedido a algunos encargarlo con la suficiente antelación. El tono de las protestas fue tan elevado que el mismo Luis XVI fue informado del episodio, y el sentido común provino de él, quien manifestó que recibiría con placer a los miembros de la nobleza fuera cual fuese la indumentaria que llevasen.

Por fin quedó el cortejo organizado y pudimos ponernos en marcha, con Dreux-Brezé a la cabeza, recorriendo, uno tras otro, los suntuosos salones del Palacio de Versalles hasta el gran Salón de los Espejos. Allí estaba formada la corte, separada en dos hileras de cortesanos, entre los cuales avanzamos. Nos miraban éstos con soberbia curiosidad, que demostraba lo poco conscientes que eran de su propio descrédito. Pero su estupidez me tenía sin cuidado, y si los miraba con atención era porque buscaba entre ellos un rostro en particular.

La procesión estaba desfilando ya ante el rey. Estaba éste en su gabinete, de pie, entre sus hermanos el conde de Provenza y el conde de Artois, con los demás altos dignatarios detrás de él. Un ujier pronunciaba el nombre de cada diputado, éste marcaba una reverencia ante Su Majestad, y continuaba la marcha para no interrumpir el cortejo. Por la mañana habían desfilado los miembros del clero, y después lo harían los del Tercer Estado.

Estaba a punto de traspasar la puerta de la Galería de los Espejos que conducía al gabinete del rey, cuando de pronto lo vi. Estaba en segunda o tercera fila, blanco como el papel, la ira y la incomprensión reflejados en la mirada que tenía clavada en mí. Marqué un cortés saludo con la cabeza, cargado de burla y de intención. El color del rostro de Courtain pasó del blanco al rojo, y entonces sonreí, lo que provocó que reflejara la rabia e impotencia que le podía suponer.

El gesto tenía su objetivo. Courtain aún no debía de sospechar que yo estaba detrás de toda aquella maniobra. Debía de pensar que el vuelco que había dado la situación se debía a las conclusiones erróneas a las que había llegado el lugarteniente de policía al examinar el expediente. Y no quería que, en su caballerosa ingenuidad, creyera que todo se debía a un mero error interpretativo y que razonables explicaciones y motivos de justicia devolverían la situación a su cauce. Porque de ser así, era capaz de desgastarse ante el despacho de De Crosne y del propio secretario de la reina, o incluso ante ésta misma, hasta convencerlos de sus razones. Era necesario que supiera que todo era un complot, y que como tal no cabían explicaciones ni razonamientos. O Bramont era detenido en el plazo indicado, o lo sería por la policía.

Por eso había querido que me viera. Por eso lo había provocado, para que aquel hombre, que no era tonto, pero sí impulsivo, irreflexivo y temperamental, y que ya estaba siendo vigilado por agentes secretos de policía, se cegara por la ira y la impaciencia y actuara sin pensar, cayendo de cabeza en mi trampa.

André Courtain

Cuando vi a Saltrais, lo entendí todo. Lo creía en Auvernes, escondiéndose de mí, y ahí estaba, restregándome en la cara su recién ganada impunidad, cuando yo apenas acababa de salir del despacho donde se la habían concedido.

Impaciente, notando una rabia creciente que hacía cada vez más insoportable la inactividad, esperé a Bramont a la salida de la procesión del Tercer Estado. Por fin, tras lo que me pareció una eternidad, surgieron del edificio los comunes como una riada negra, pues tal era el color de su indumentaria.

—¿Qué ocurre? —preguntó cuando me acerqué a él, al ver mi expresión transpuesta.

Lo llevé hasta un lugar apartado y por toda contestación le alargué la orden que había recibido. La desplegó ante sí con extrañeza y la leyó. Permaneció con la vista fija en el papel tiempo después de haber terminado su lectura. Luego, con lentos movimientos, la enrolló de nuevo y me la devolvió.

—Se la puede quedar —rechacé.

—¿Va a detenerme ahora? —preguntó.

Su sola suposición de que yo fuera capaz de cumplir aquella orden contra él me dejó desconcertado. Yo confiaba plenamente en Bramont, no había nadie a quien considerara más fiable, pero, al parecer, esa confianza no era mutua.

—Tiene que huir —me limité a decir—. Esto es una maniobra de Saltrais. No sé de qué influencias se ha valido, pero detrás están el secretario de la reina y el lugarteniente general de policía. Si no lo detengo yo en el plazo que indica, lo harán ellos.

Bramont sonrió sombrío.

—Vaya —se lamentó—. Yo que estaba empezando a creer que me había preocupado en exceso viéndome involucrado en este asunto…

—No es tiempo de caer en el victimismo, conde. Hay que actuar —lo incité.

—Ah —murmuró molesto—. Actuar. ¿Y cómo sugiere que actúe?

—Ya se lo he dicho. Tiene que huir.

—Si huyo, lo responsabilizarán a usted.

—Ya lo he pensado. Se escapará mientras intento detenerlo. Lo haré con mucha parafernalia por la puerta principal de su residencia, y mientras usted huirá por la de atrás. Me tildarán de incompetente, pero a eso ya estoy acostumbrado. Sólo hemos de acabar de perfilar los detalles.

Bramont bajó la vista y no replicó. Esperé unos instantes, pero como lo vi absorto, exclamé, ansioso:

—¿Y bien?

—Hay que pensarlo con calma —dijo amortiguadamente.

—Bramont…, no hay nada que pensar, no hay otra salida.

—Mañana encontraré el modo de ponerme en contacto con usted —dijo, iniciando su retirada. Había avanzado ya un par de pasos cuando se volvió hacia mí—. Ah, y gracias por la advertencia.

Charlotte Lymaux

No volvió. Ni siquiera me advirtió de que no lo haría. Sólo había estado conmigo una noche, la de su llegada a París, cuando vino a pedirme ayuda, cuando necesitaba que lo ocultara y le consiguiera la entrevista con De Crosne. Me había amado una noche. Debía de imaginar que con ello había pagado el precio por los favores recibidos. Y ahora que había conseguido su preciada libertad gracias a mí, ahora que no me necesitaba, me dejaba de lado de nuevo sin una sola palabra, sin ni siquiera prever que pudiera estar esperándolo, como así era. Y como no creía que lo hiciera por maldad o crueldad, la única explicación es que él ya había dejado de pensar en mí, me había olvidado por completo.

Creía que ya estaba inmunizada. Creía que con la madurez me había hecho fuerte, que había conseguido enterrar mis ilusiones. Pero allí, de pie junto a la ventana desde la que había estado esperando la llegada de su carruaje, toda la amargura enterrada durante los últimos años brotó. Me permití soltar unas lágrimas de rabia, de amor propio herido y de frustración.

Cuando me hube tranquilizado, me lavé la cara, esperé hasta que los rastros del llanto hubieron desaparecido, me cubrí con mi capa y pedí mi carruaje.

Paul Bramont, cuyos besos aún recordaba, no merecía convertirse en otra víctima de Denis. Y yo me había hartado de ser inofensiva.

Lucile De Briand

Hacía muy poco que había tenido la ocasión de conocer a la reciente esposa de Paul. Cualquier mujer que hubiese contraído matrimonio con él habría despertado mi curiosidad, pero Marionne Miraneau lo hacía más de lo que lo hubiese hecho cualquier otra, porque hacía tiempo que oía hablar de ella y siempre con relación a acontecimientos impactantes: su detención e interrogatorio, su intervención salvadora en el ataque de André, la decidida regencia del negocio paterno…

Hubiese deseado asistir al enlace, mas mi embarazo me lo impidió, pues no podía viajar. Y al parecer me perdí la boda del año, porque los ecos del enlace aún resonaban en París cuando volvimos a la capital. Y no precisamente en sentido favorable a ella. Excepto su belleza, cuyo reconocimiento no tenía detractores, se referían sus sencillos orígenes y se presuponía el interés, por su parte, como causa de su casamiento; críticas que, sin embargo, no impedían que todo el mundo hablase en todas partes de la nueva condesa de Coboure.

Como yo no podía formarme una opinión personal, recabé la de André. Éste, fiel a su estilo, no se había enterado de ninguno de los malévolos comentarios que se decían al respecto, de forma que, cuando se los participé, se indignó a niveles inesperados. Por su cólera y la defensa a ultranza que de ella hizo, deduje que la había colocado en el altar de los intocables. Lo que ella había hecho por él era determinante en su consideración; que además fuera la mujer de Paul Bramont la convertía en objeto de veneración. Valentía, lealtad, arrojo, entereza, ésos eran sus fundamentales atributos, que en la expresión de André alcanzaban la categoría de virtudes absolutas.

Así que, a esas alturas, mi deseo de conocerla había alcanzado ya el grado de necesidad. ¿Cómo era? Nada más aposentarnos en la residencia que la baronesa nos había cedido, sugerí organizar un pequeño convite para celebrar nuestro regreso. No podíamos permitirnos un gran dispendio, de forma que los invitados apenas alcanzaron el número de diez, y entre ellos se encontraban, por supuesto, los condes de Coboure.

Y Marionne Miraneau apareció, por fin, ante mí. En un primer instante no se me antojó tan hermosa como decían, lo que me reconfortó algo, y esa beatífica impresión me indujo a saludarla con calidez, a lo que ella respondió con modoso agradecimiento y sonrojo, grata reacción que me incitó a acentuar mi manifestación de afectuosa bienvenida. Pero mi primera apreciación había sido engañosa. Había oído ensalzar tanto su hermosura que esperaba que ésta fuera agresiva, imponente, de las que dejan impresionado a primer golpe de vista. Y no era el caso. La suya era una belleza dulce, gentil, de las que calan poco a poco, como agua filtrándose en suelo poroso, de forma que el confiado interlocutor, tras departir con ella, quedaba encandilado sin comprender muy bien lo que le había ocurrido. Y de ese encanto fui yo también víctima. Durante la cena no pude dejar de observarla con disimulo, y cuando terminó, no resistí la tentación de acercarme a ella a conversar. Me senté a su lado en el sofá y principié por felicitarla por su matrimonio. Ella tuvo el acierto de darme la enhorabuena por mi reciente maternidad y de preguntarme por el niño, y dado lo que me pareció su sincero interés, acabé por conducirla al dormitorio del pequeño, en cuya penumbra ambas nos introdujimos con sigilo para observar al angelito entregado a su relajado sueño. El rostro de Marionne se enterneció al mirarlo, y desde ese instante la coloqué, yo también, en el altar de los intocables.

Pero ahora debíamos encontrarnos por una cuestión muy distinta.

Vislumbré su silueta donde habíamos convenido, ante la catedral de Notre Dame. Nos saludamos y paseamos por sus alrededores, en apariencia con tranquilidad y aire ocioso. Pero yo le estaba trasladando el plan de André, y Marionne a mí, a su vez, las reflexiones a las que Paul y ella habían llegado tras una madrugada de insomnio. Éramos nosotras las que debíamos intermediar en la comunicación entre ellos, porque la víspera Paul se había enterado, gracias a una confidencia de su ex amante, Charlotte Lymaux, de que ambos estaban siendo vigilados.

Si a mí me había angustiado la preocupación, en Marionne descubrí un espíritu aún más atormentado. André corría peligro, pero cabía la esperanza de que se librara del riesgo que lo amenazaba. El destino de Paul, sin embargo, le era en todo caso perjudicial. En el peor de los supuestos sería detenido, pero en el mejor debería huir, refugiarse en un país extranjero. Intercambiamos los mutuos planes, perfilamos sus detalles, y cuando nos separamos tres horas después, mi nerviosismo e inquietud no podían ser mayores.