Paul Bramont
La fiebre electoral se había extendido por todo el país. Desde la publicación de su Reglamento regulador todos los rincones de Francia se preparaban para el gran acontecimiento. Las elecciones a unos Estados Generales, los últimos de los cuales habían tenido lugar hacía 175 años, era algo que nadie había vivido con anterioridad y, dada la agitación política del momento y las enormes expectativas que habían levantado, la población entera se había volcado en ellas con entusiasmo.
Hasta la fecha, los ocasionales Estados Generales celebrados habían carecido de competencias legislativas. Los diputados habían sido meros mandatarios de sus electores, y frente al monarca, meros peticionarios, sin capacidad alguna para proponer o dictar leyes. Su función era comunicar al rey la lista de quejas que sus electores les habían facilitado por escrito, e intentar conseguir alguna gracia real para eliminar o aliviar los males que las ocasionaban, gracia cuya concesión era discrecional. Pero el sentir general era que estos Estados no debían limitarse a formular peticiones al rey, a la sazón completamente desautorizado y sin credibilidad alguna, sino que tenían el ingente cometido de regenerar todo un sistema político, y por consiguiente era esencial conceder a los diputados una capacidad de obrar y de decisión muy superior a la tradicionalmente concebida.
Aprovechando que el Gobierno se había inhibido en la labor de 592 organizar y dirigir las elecciones, los partidos, asociaciones y grupos de opinión se apresuraron a redactar y publicar sus recomendaciones sobre el apoderamiento de los diputados y el listado de quejas. El primero debía contener términos lo más generales posibles y las facultades más amplias, y el listado de quejas debía ser meramente enunciativo, no exhaustivo ni limitativo. Y respecto de éste, llamado Memorial de Quejas y Peticiones, se elaboraron, por iniciativa privada, numerosos modelos que contenían lo que en opinión de sus autores eran las cuestiones cruciales a resolver por los Estados Generales, los cuales se distribuyeron entre los diferentes municipios y distritos electorales, aunque de forma algo irregular, por lo que en algunos tuvieron donde escoger y en otros quizá no recibieron ninguno.
Las elecciones, en el caso del Tercer Estado, no eran directas. Los ciudadanos de cada municipio elegían, de entre ellos, a unos electores. los cuales, a su vez, se reunirían con los demás electores de los demás municipios de su división electoral, y elegirían en asamblea a los diputados por el Tercer Estad. de su demarcación. Por otra parte, no se celebraban en todo el país el mismo día, sino que cada municipio lo hacía cuando mejor le convenía, generalmente en domingo, pues así se aprovechaba la congregación originada con motivo de la celebración de la misa para, a continuación, convertirla en asamblea electoral, que se solía desarrollar en la misma iglesia.
Por el contrario, como los dueños de feudos éramos menos que los habitantes del estado llano, los nobles teníamos el privilegio de gozar de sufragio directo y poder elegir directamente a nuestros diputados; así que fui convocado a la asamblea de mi orden que se celebraba en Tours con ese fin.
Programé llegar a Coboure con unos diez días de antelación, pues quería conocer de antemano a los posibles candidatos para decidir mi voto. Era ésta una cuestión para mí nada sencilla, ya que la mayoría de los nobles de la zona eran declarados aristócratas. La nobleza de provincias, que no se había visto tan favorecida como la nobleza de la corte, ansiaba aún más que ésta el resurgimiento de la antigua influencia señorial. Encontrar entre ellos liberales no era tarea fácil, y menos aún que aquellos pocos que hubiese contaran con el respaldo de los demás para ser elegidos.
Pero apenas nos instalamos y comencé a organizar mi estancia, recibí la inesperada visita de tres habitantes de Coboure. Se trataba de Descault, el boticario; Bertrand, el empleado municipal, y Simount, el veterinario. El comité lo encabezaba, cómo no, el padre Gregorio, que entró en mi despacho con soltura y seguridad, observando con una sonrisa de complacencia la respetuosa reverencia que me hicieron sus acompañantes, como si se estuviera limitando a presentármelos y él mismo no me debiera signo de respeto alguno.
—Bien, caballeros —comencé—, ¿qué puedo hacer por ustedes?
—Verá —inició con alegre decisión el padre Gregorio—, estos señores desean hacerle una proposición.
—¿Una proposición? —Sonreí extrañado, paseando la vista por los tres individuos—. ¿La proposición es también suya, padre? —me temí.
—No —se apresuró a tranquilizarme—. Me limito a acompañarlos.
—Me alegro. Hagan el favor de tomar asiento, por favor.
Lo hicieron así los cuatro, el padre Gregorio manteniéndose intencionadamente en segunda fila. Yo hice lo propio, tras la mesa de mi escritorio, y esperé a que alguno hablara. Intercambiaron miradas entre ellos, como preguntándose quién debía asumir esa responsabilidad, y por fin el boticario dijo:
—Señor conde…, como sabe, hace unos días celebramos la asamblea electoral de Coboure. Nosotros tres hemos tenido el honor de ser designados electores.
—Mi enhorabuena —felicité.
—Gracias, gracias, señor. Hemos redactado el Memorial de Quejas de nuestra comunidad tomando como modelo uno recibido de París, al que hemos añadido algunas peticiones singulares de los habitantes del condado —dijo poniendo sobre mi mesa un librillo de octavillas—, y quisiéramos rogarle que lo examine. Es sólo un borrador. Nosotros no somos hombres de tantas luces e ilustración como usted, y nos sometemos a su guía y consejo.
—Muy amables. Lo leeré, pero pueden dar el texto por definitivo, porque ninguna enmienda introduciré en él. No me compete inmiscuirme en la redacción de este documento.
Los tres asintieron con sonrisa de agradecimiento y yo, dando el objeto de la visita por concluido, iba ya a levantarme cuando el padre Gregorio, adelantándose a mi gesto, dijo:
—Espere, hay algo más.
Miré a los tres visitantes, que se limitaron a afirmar con la cabeza.
—Estoy a la escucha, señores —los invité a continuar.
—Verá, señor… —reanudó esta vez el veterinario—, quisiéramos decirle, sin que ello deba considerarse adulación, que goza usted de gran popularidad no sólo en nuestro municipio, sino también en los alrededores y en la propia ciudad de Tours.
—¿Ah, sí? —repliqué gratamente sorprendido—. ¿Y a qué es debido?
—Es evidente, señor. —Se animó ahora el empleado municipal—. Su trayectoria política y sus actos avalan su pensamiento liberal y democrático. Abandonó la corte voluntariamente, fue magistrado del Parlamento de París mientras éste se opuso al despotismo del rey, renunció a dicho cargo cuando sus decisiones fueron contrarias a la voluntad popular, es afín al Partido de los Patriotas y, lo que ha impresionado más, ha condonado las rentas a los habitantes de Coboure. Su nombre se pronuncia con admiración y respeto en todas las comarcas de los alrededores.
—Me honra —respondí cortés.
—Por eso consideramos —continuó el funcionario— que sería una gran aportación a la nación que alguien de su elevada educación, experiencia política y conocimiento de las altas instituciones del Estado y de la Administración de Justicia, de demostrado pensamiento liberal y de credibilidad y prestigio, ocupara un asiento en los Estados Generales.
Lo observé unos instantes, asimilando su exposición, y después rompí a reír. Era una risa amable, por supuesto, porque la propuesta no podía por menos de halagarme. Y mi hilaridad también obedecía al intento de refrenar mi posible ilusión ante un proyecto que, aunque me atraía irresistiblemente, era irrealizable y sólo podía haberse concebido en las mentes ingenuas y quizá algo ignorantes de aquellos tres bienintencionados pero modestos individuos.
—Gracias por sus palabras, señores. Pero la nación tendrá que prescindir de mí, lo que sin duda no supondrá una gran pérdida. Precisamente todo lo que ensalza mi comportamiento a sus ojos me desmerece irremisiblemente frente a la mayoría de los nobles de la región. Ahora se esfuerzan en recordar mi odioso pasado cortesano, mi amistad con la «austríaca» y los enormes favores de los que me he beneficiado a costa del Tesoro. De forma que, salvo alguna honrosa excepción, a duras penas me siguen dirigiendo la palabra, con lo que mucho menos cabe esperar que deseen elegirme.
Los tres hombres se miraron desconcertados, y hasta dirigieron su mirada hacia el padre Gregorio, como esperando de él, como estaban acostumbrados desde hacía décadas, la solución a su conflicto.
—Todo eso lo sabemos —los socorrió éste—. Pero no ha entendido. El Reglamento electoral permite que los miembros de la nobleza y del clero se presenten por el estado llano. Nos consta que en algunas bailías nobles y clérigos han sido elegidos como diputados en tal representación. Y estos señores tienen el deber de elegir a sus diputados en la próxima asamblea de Tours. De ahí su propuesta —hizo una pausa observándome, y viendo que yo todavía no reaccionaba y me limitaba a mirarlo con extrañeza, añadió con energía—: Señor, no le están proponiendo que se presente por la nobleza. Le están proponiendo que se presente como diputado a los Estados Generales por el Tercer Estado.
André Courtain
No teníamos casa en París.
Yo había dejado la que alquilé en Versalles, porque dada mi prolongada ausencia resultaba un despilfarro mantenerla, y Lucile hacía tiempo que había abandonado la suya. Mi situación financiera había empeorado gravemente con la crisis. Entre las economías que introdujo Necker para intentar sostener las arcas del Estado hasta la apertura de los Estados Generales, le llegó el turno a mi pensión. Por suerte algo tenía ahorrado y la estancia en la casa de campo de los padres de Lucile había permitido reducir al máximo los gastos. Pero el ritmo de vida en París era muy distinto. Aquí era necesario que ella y yo tuviéramos residencias oficiales separadas, por convencionalismos sociales, lo que duplicaba el gasto, y que aparentaran el lujo que se esperaba en personas de nuestra clase. Demasiado dinero que no teníamos, porque además a Lucile su marido le había suspendido el pago de su pensión desde que tuviera un hijo conmigo. Lo poco que sus padres le podían dar a ella, y lo poco de las rentas del marquesado de Sainte-Agnès de lo que yo podía privar a mi familia era todo lo que teníamos.
Qué hacer y dónde acudir. Volvíamos a París antes de tener esa crucial cuestión resuelta, y Lucile recurrió una vez más a su vieja amiga, la baronesa de Ostry.
La respuesta de ésta fue todo lo generosa que cabía esperar de ella. Lucile podía hospedarse en su propia residencia todo el tiempo que desease, su vida entera si era menester, y a mí me cedía su mansión de la isla de Saint-Louis. Y, por supuesto, no nos cobraba suma alguna en concepto de alquiler, lo cual deducimos de los términos de su invitación. No se podía pedir más, y tuve que sentir, inevitablemente, agradecimiento hacia ella. Desde ese momento la baronesa pasaba a ser una de las personas con las que me sentía en deuda.
—Oh, no, no, queridos —nos dijo al recibirnos en su casa a nuestra llegada—. El favor me lo hacéis vosotros a mí —tuvo además el tacto de decir—. Me causaba pavor y una tristeza inmensa dejar mis casas solas y vacías. Pensaba en todos esos indigentes que han venido a la ciudad, en los saqueadores y en los malhechores, y las veía ultrajadas sin remedio. Por suerte os tengo a vosotros, que cuidaréis de ellas.
—¿Cuidar de ellas? —le preguntó Lucile—. ¿A qué se refiere, Catherine?
—¡Pues a que yo me marcho de París, naturalmente! —exclamó, como si debiéramos estar al corriente de sus proyectos y los hubiésemos olvidado con imperdonable descuido—. Oh, queridos, ¿no lo sabíais? Llevo días anunciándolo, pero claro, vosotros estabais ausentes y acabáis de llegar. Ya hace mucho tiempo, cuando empezaron los desórdenes, decidí que si llegaban a convocarse los Estados Generales abandonaría Francia y me refugiaría en lugar seguro. Entonces todos creyeron que era una alarmista exagerada. Pero peino ya muchas canas, y os digo que la anarquía precede al caos, y que en el caos sólo los que no tienen nada pueden ganar algo, a los demás sólo nos queda perder. Los bienes, la integridad, la libertad, hasta la propia vida. Sí, sí, miradme como a una vieja chiflada. Pero yo os aseguro que otros me seguirán. Dentro de poco Inglaterra no dará abasto para acoger a los emigrados franceses. Un año. Os doy a todos un año para seguir mis pasos. Y me encontraréis bien aposentada, con todos mis bienes a salvo, excepto mis fincas claro, que desgraciadamente no me puedo llevar, y con mi integridad, mi libertad y mi vida intactas. Ahora todavía seré una novedad en Londres y se me acogerá bien. Y no soy egoísta. A todo el que quiera oírme le aconsejo que me imite. ¡Pero la juventud se cree fuerte! ¡Cree que nada puede abatirla!
—¿No cree, Catherine, que se precipita?
—No —respondió rotunda—. No. Ha llegado el momento. Quería esperar hasta la apertura de los Estados Generales, por si acaso ocurría un milagro y sobrevenía un cambio que devolviera la estabilidad y la cordura a este país. Pero —añadió negando con la cabeza— no hay solución. Duplicidad de miembros del Tercer Estado. Y apoyada la moción por la propia María Antonieta. Qué ciega está. La devorarán. Nos devorarán a todos. Conseguirán el voto por cabeza, no me cabe duda, conseguirán las riendas absolutas del poder. Y si hubiese entre ellos un líder destacado, un cabecilla que pudiera reinstaurar rápidamente el orden y la autoridad… aún estaría yo dispuesta a perder algo a cambio de quedarme. Pero se arrancarán los ojos entre ellos hasta que alguien consiga imponerse. Se avecina una inestabilidad como no habéis conocido nunca. ¿Es que no veis sus signos ya? Mirad las calles de nuestra ciudad. En cada esquina se arriesga uno a ser atracado. Y no sólo es la capital. No hay ni un rincón de Francia que se libre de las sublevaciones, de los ataques, de los altercados. En Aix el primer cónsul ha tenido que saltar por una ventana del Ayuntamiento para huir de las turbas. En muchas otras poblaciones se han saqueado los graneros, los molinos, hasta los conventos. ¿Y en Marsella? Han instaurado una milicia ciudadana. Los propios ciudadanos convertidos en agentes de la autoridad. ¡Dios nos asista! —La baronesa suspiró—. No, amigos míos. Éste ya no es mi país. Quiero vivir tranquila los últimos años de mi vida. Yo ya no puedo saltar por las ventanas, y no estoy dispuesta a esperar a que en cualquier momento un grupo de manifestantes o amotinados entren en mi casa, la saqueen, la destrocen y a mí me arrastren por el suelo cogida por los pelos. Me voy. Es definitivo.
—Pero… —protestó Lucile—. En fin, estamos atónitos. No cuestionamos sus motivos pero… la noticia es para nosotros tan repentina e inesperada… Yo pensaba que iba a convivir aquí con usted…
—¿Y para qué me quieres a mí, querida mía, con un joven guapo y gallardo a tu lado? Ya sé bien que no me echarás de menos, por mucho que ahora sueltes un par de lágrimas. Aunque aún tendrás que aguantarme un par de semanas. Mis bienes van por delante. No quiero trasladarme a mi nuevo piso de Londres hasta que todas mis cosas estén debidamente instaladas. Voy a encontrarme sola allí, al principio. Todas mis amistades más queridas están en París. Tú, por ejemplo. Hasta usted, querido joven —añadió apoyando su mano en mi antebrazo con un tono melancólicamente afectuoso—, a quien también considero ya un amigo. Por eso es indispensable que, como mínimo, mis cosas estén allí. Me ayudará a sentirme menos desarraigada. Tengo varios conocidos en Londres, pero tienen la desagradable costumbre de hablar en inglés y es un idioma que se me resiste. Además, me molesta que se rían de mi acento, cosa que estoy segura que hacen a mis espaldas. Pero sólo me queda aceptarlos, a ellos y a su eterna niebla, y aun estarles agradecida por acogerme. —Miró de pronto a Lucile con viveza y sonrió—. Pero pronto os tendré a todos allí. Podremos hablar nuestra lengua y criticar la comida inglesa. Entonces será casi como estar en casa. Casi. Porque Londres no se puede comparar con París, naturalmente.
La baronesa marchó, como había prometido, al cabo de dos semanas. Organizó una espléndida velada de despedida, con cena, música y baile. Lloró tanto como pudo. De todos sus conocidos se despidió como si cada uno de ellos fuera el hijo de sus entrañas y aún estuvo llorando durante una eternidad cuando todos hubieron marchado. Lucile tuvo que acompañarla a su dormitorio y quedarse a su lado consolándola hasta que la buena mujer cayó rendida de sueño. Al día siguiente, no obstante, se levantó de un humor excelente. Tomó un largo baño, desayunó copiosamente con nosotros y después, tras una retahíla de recomendaciones sobre el cuidado de sus muebles y de su casa, nos obsequió con un maternal abrazo y, con ojos secos y expresión radiante, subió a su carruaje tras hacernos prometer que le escribiríamos a diario. La víspera había cerrado un capítulo de su vida y ahora iniciaba entusiasmada una nueva aventura.
Por mi parte, apenas hube resuelto el esencial problema de mi residencia, me trasladé a Versalles, donde solicité dos audiencias. La primera con el secretario de la reina. La segunda con la reina misma. Del primero pretendía el milagro de que me restituyera mi pensión de consejero. De la segunda, la no menos milagrosa liberación del encargo de descubrir y detener a los autores de la fuga de La Motte. Los motivos que me habían impulsado en su día a presentar mi dimisión seguían tan vivos como entonces. Olvidarlo todo hubiese sido mi deseo, pero había dado mi palabra y asumido un compromiso, y sólo la reina podía liberarme de él.
Esperé algunos días la respuesta a mi petición. Y ocurrió lo contrario de lo que esperaba. Del secretario no obtuve más que veladas e indefinidas promesas que no eran sino una forma cortés de rechazarme. Y contrariamente, de la propia María Antonieta obtuve el honor de una entrevista.
Me recibió en su gabinete interior privado. Era la primera vez que obtenía ese privilegio. El saloncito era pequeño, con paredes y puertas profusamente decoradas con relieves dorados sobre fondo blanco. María Antonieta vestía un traje ocre, sin joyas llamativas. Quien antes iluminaba los salones con su sola presencia, parecía buscar ahora la discreción. Tras la ceremonia del saludo y recibimiento, me invitó a tomar asiento en una butaca frente a la pequeña mesa de centro redonda.
—Cuánto tiempo sin verlo, marqués —inició.
—Es un honor que me recordéis, Señora.
—Me quedan muy pocos amigos —se lamentó—. No necesito tener demasiada memoria para recordarlos. Desde que ya no puedo dispensar favores, han ido desapareciendo. Espero que usted no pretenda pedirme alguno. Ya no estoy en condiciones de concederlos. Ahora ya no gobiernan los reyes, gobierna ese monstruo intangible llamado «opinión pública» que exige economías. Sólo podemos hacer lo que a ella satisface.
—No, Señora. No vengo a solicitar ningún favor. Venía a interesarme por vuestra salud y a informaros del estado de aquel asunto que me encomendasteis.
—Mi salud… —repitió con los ojos súbitamente empañados—. Mi salud es buena, marqués, gracias. Pero mi hijo, el delfín, se muere. Padece una horrorosa enfermedad que lo consume… —no continuó porque notó que su voz flaqueaba. Bajó unos instantes los ojos, suspirando hondo y parpadeando en un claro intento de superar un amago de llanto—. En fin… ¿cuál era el otro asunto?
—La fuga de aquella estafadora… la condesa de La Motte —indiqué rápidamente, para distraer su atención de su tragedia personal.
—Sí, por Dios, qué pesadilla… el cardenal de Rohan… y aquella horrible mujer… y sus abominables calumnias. Ahí empezó todo, marqués. Después de aquella humillación del Parlamento, aquella sentencia afrentosa…, levantaron al pueblo contra mí. Sí, así es. El pueblo es bueno, pero manipulable, y ellos, la nobleza, llena de envidia, despecho, maldad y ambición, ellos utilizaron al pueblo para oponerse a la Corona y me convirtieron a mí en blanco de todos los odios. «Madame Déficit», «la Austríaca», y otros calificativos que prefiero no repetir… ¿Cree que no sé bien lo que me llaman? —suspiró con amargura y añadió—: Bien, dígame, ¿quiénes fueron?
—Señora…, he dedicado grandes esfuerzos personales a este asunto, pero no todos se han visto coronados por el éxito —inicié—. Tengo pruebas contra el organizador principal, pero aún no he conseguido detenerlo. También he descubierto a otros colaboradores suyos que intervinieron materialmente en la operación. En cuanto al inductor de esa acción, a quien debió apoyarla e incitarla…, no he conseguido prueba alguna, sino tan sólo sospechas. Ésa es la situación.
—Dos años después… —remarcó.
—Sí, Señora —reconocí—. Dos años después.
—No puedo juzgar su diligencia. Ni tampoco quiero hacerlo. Que esté hoy aquí demuestra que aún me es leal, y eso, hoy en día, es mucho más de lo que puedo esperar de la mayoría. Cuénteme pues, ¿de quién sospecha? ¿Quién es el máximo responsable?
—Los partícipes materiales formaban parte del círculo afín al duque de Orleans. No tengo prueba alguna, pero mi sospecha es que fue el duque, o sus partidarios, quienes debieron inducir la acción.
—El duque de Orleans… —Sonrió tristemente María Antonieta—. Nuestro querido primo. La rama destronada de la familia. No me extraña lo que me dice, marqués, ni pongo en duda su veracidad, aunque no tenga pruebas. Es bien conocida la postura hostil que el duque mantiene contra Nos, ya ignoro si por mero deseo de popularidad, por animadversión ancestral, o por ambicionar personalmente la Corona que tanto ataca. Pero sí, es del todo verosímil. Hubiese querido tener pruebas contra él para desacreditarlo ante la Historia. Ella lo juzgará, y juzgará también la traición que nos ha hecho y toda la que todavía es capaz de hacer. Pero de todas formas hubiese sido imposible detenerlo. Está tan encumbrado en el favor popular, que cualquier acto en su contra se volvería contra Nos —hizo una pausa y añadió—: ¿Quién más?
—Los participantes materiales son individuos de poca monta. Uno de ellos es el conde de Mounard.
—¡El conde de Mounard! —Sonrió la reina, por vez primera—. No sabía que aún existiese. Lo recuerdo sí… No le guardo rencor. Un pobre hombre sin suerte en la vida. Aunque ahora pienso que quizá mejor que la mía. No se lo trató demasiado bien aquí, en la corte. También yo a veces reflexiono y me arrepiento de ciertos actos… Pero en fin. Hechos están.
—Otro fue el señor Fillard. No sé si lo conocéis.
—No. ¿Es a quien abatió usted en un duelo?
—Compruebo con agrado que estáis al corriente de todo. —Sonreí—. Pero por mi seguridad debo negarlo.
—No tiene por qué. Perseguir duelistas no es mi función. ¿Quién más?
—El organizador, el principal cabecilla ejecutor… es el vizconde de Saltrais.
María Antonieta clavó en mí la mirada unos instantes, como si esa fijación permitiera a su mente remontarse al pasado.
—El vizconde de Saltrais… —evocó lánguidamente—. ¿Ve usted, marqués, como no puedo fiarme de nadie? Los amigos de antaño son los enemigos del presente. El vizconde de Saltrais… Si supiera lo que en el pasado… Bien. No merece la pena hablar del pasado. Pero no le voy a negar que he sufrido una pequeña decepción. Él no tiene motivo alguno para odiarme. Ninguno. Lo favorecí mientras pude y aunque fue expulsado de la corte no fue a instancias mías y ni siquiera hubiese podido evitarlo. ¿Y así que también él me ha traicionado? —remarcó—. Por desgracia nada puede extrañarme ya. ¿Lo ha detenido?
—No, Señora. Huyó un tiempo a Inglaterra, sólo volvió a París cuando yo estaba ausente, y ahora que estoy aquí, ha vuelto a huir. Pero puedo detenerlo. Es sólo cuestión de tiempo. Sin embargo, previamente he querido saber si ése seguía siendo vuestro deseo, dado el tiempo transcurrido, o si puede contar con vuestro perdón.
—¿Con mi perdón? —espetó—. ¿Con mi perdón dice? ¿Acaso ha venido a solicitar mi perdón? ¿Acaso ha confesado ante mí su culpa, mostrado su arrepentimiento y solicitado mi gracia? ¿Qué perdón, marqués? ¿De qué perdón está hablando? ¿Cree que el trato que he recibido puede incitarme al perdón?
—No, Señora —acepté desalentado.
—No hay perdón que valga. Si es culpable, deténgalo, marqués. Deténgalo.
María Antonieta se levantó, dando así por concluida la entrevista. Había todavía mucha fuerza y mucha resistencia en esa mujer, y también determinación y orgullo regio. Nada conseguiría con insistir. Pronuncié una reverencia, en señal de respeto y obediencia, con la que reafirmaba la antigua promesa de la que me había intentado librar sin éxito.
No me quedaba otro remedio. Tendría que detener a Saltrais.
Edith Miraneau
A nadie confié mi experiencia con el vizconde, ni siquiera a mi madre, ni a Marionne, pues sabía que la desaprobarían aún más que mi relación con Daniel. Y eso que hubiese necesitado desahogarme con alguien, porque la noche que había pasado con él, lejos de consumir mi deseo y curarme de mi torturador enamoramiento, lo había potenciado hasta niveles catastróficos para mi estabilidad emocional. Al día siguiente, él había continuado su viaje sin muestra alguna de pesar por la separación, mientras yo me había visto obligada a volver a París en un coche de alquiler con el corazón henchido y dolido, sin saber si a su regreso querría volver a estar conmigo alguna otra vez.
Sobrellevé mi ansiedad continuando con mis actividades habituales, repartidas entre el taller y el periódico. La ciudad estaba alborotada con la organización de las elecciones y de los distritos electorales. El Reglamento electoral del 24 de enero afectaba a toda Francia excepto a París, que había estado esperando hasta entonces el suyo propio. Cuestiones burocráticas relativas a la competencia de una u otra institución (preboste de París o preboste de los comerciantes) lo habían detenido en una red de borradores e informes. Y ahora que por fin veía la luz, era para añadir indignación al descontento provocado por el retraso: el reglamento establecía el sufragio indirecto incluso para la nobleza, al contrario que en el resto de Francia, y mayores requisitos para votar a los electores del Tercer Estado que en el resto del país, de suerte que sólo podían hacerlo los inscritos en gremios o corporaciones o que pagasen como mínimo seis libras de impuesto de capitación. Las protestas se dejaron oír, pero ello no impidió que la norma se aplicara y que se organizaran las asambleas primarias de los sesenta distritos electorales en los que se había dividido la ciudad.
Yo pude participar un poco en un acontecimiento tan importante gracias a la señora Lymaux. Era ésta una rica banquera a cuyas tertulias fui inesperadamente invitada al haberle sido recomendada como una «joven periodista de talento» nada menos que por el vizconde, con el que al parecer tenía amistad. Al principio acudí sólo por curiosidad, pero sus sesiones me interesaron enseguida, pues estaban dedicadas a la redacción de un listado de quejas de mujeres. La señora Lymaux había solicitado la colaboración de las corporaciones profesionales de lavanderas, floristas, costureras, plumajeras, así como de asociaciones benéficas que ayudaban a viudas, madres solteras o niños huérfanos, o directamente de trabajadoras como obreras, camareras o criadas. Cuando el cuaderno estuvo concluido, encargó a varias de sus habituales que hablaran con los presidentes de las asambleas electorales para asegurarse su lectura y su defensa. A mí me correspondió la labor de escribir diversos artículos exponiendo y justificando sus principales capítulos y hasta de publicar el cuaderno entero, lo que me costó una ardua discusión con August y Jacques, quienes no lo consideraban de suficiente interés ni una prioridad. Pero, por el contrario, los ejemplares de estas impresiones se vendieron con suma facilidad, principalmente entre un público femenino que se sorprendió e interesó de verse protagonista por una vez.
Nuestro proyecto no fue el único que intentó hacerse oír en las asambleas de los electores. Corrillos de gente esperaban a éstos a la salida de las sesiones para exponerles sus problemas y rogarles que los tuvieran en cuenta al confeccionar los cuadernos de quejas. La agitación política se respiraba en el aire y una tensa inquietud flotaba en todas partes. La cotidianidad de la vida se mantenía casi intacta, pero danzando en un compás de espera nervioso y expectante, sabiéndose en vísperas de un importante acontecimiento que pronto la alteraría. Y cada día amanecía con la incertidumbre de qué nuevo altercado o violencia había estallado en alguna parte del país o de la propia ciudad.
Una mañana estaba en el sótano puliendo con Alain y August un artículo que habíamos escrito entre los tres. Trataba de los desórdenes y manifestaciones que habían tenido lugar los días inmediatamente anteriores, el 26 y 27 de abril, ocasionados por las palabras de dos empresarios, llamados Réveillon y Henriot, que al parecer habían dicho algo relativo a que era necesario bajar los salarios. Tal comentario, aunque seguramente se había sacado de contexto, había provocado la reacción airada de los más desesperados, que se habían congregado en numeroso grupo en el barrio obrero de Saint-Marcel, en la orilla izquierda del Sena, para marchar después en manifestación hasta la plaza de la Grève, donde quemaron dos muñecos colgados de horcas que representaban a los dos empresarios, e ir hasta la casa de uno de ellos, Henriot, que por suerte encontraron vacía, de la que destruyeron cuanto no pudieron llevarse.
Ya habíamos entregado el artículo a Gérard para la impresión, cuando Jacques y Daniel entraron apresuradamente en el sótano, bajando las desiguales escaleras agrandes saltos.
—Esto no ha acabado —anunció Jacques sudoroso y alterado—. Hoy se está preparando una movilización mucho mayor que la de ayer. Es un gentío inmenso el que está ahora concentrado ante la fábrica de Réveillon. Los guardias la protegen con barricadas. Hay que volver allí. Olvidad ese artículo. Lo que ocurra hoy será mucho más importante.
Discutimos sobre quién debía ir. Alain y August se negaron. Yo estaba indecisa, pero Daniel, que me conocía y debió de adivinar mi titubeo, se acercó en dos zancadas hasta mí y me cogió de la mano para arrastrarme acto seguido hacia la puerta.
—Vamos —me ordenó—, nos lo vamos a perder.
No opuse resistencia y salimos con Jacques al exterior. Fuimos serpenteando por las calles hasta la fortaleza de la Bastilla, y luego continuamos por la calle Saint-Antoine, hasta encontrarnos con la aglomeración.
La manifestación no se movía. Había llegado al final de su trayecto y las gentes estaban detenidas, apelotonadas unas con otras. Pero ni Jacques ni Daniel estaban dispuestos a quedarse en retaguardia, y penetraron entre los manifestantes, abriéndose paso a empujones. Yo los seguía aprovechando la brecha que iban abriendo, y así, penosamente, avanzando un palmo aquí, otro palmo allá, conseguimos llegar a las proximidades de la esquina con la calle Montreuil.
Hubiésemos seguido más allá, pero entonces se produjo un movimiento en la marea humana, porque varios carruajes, incomprensible e imprudentemente, intentaban abrirse paso. «Los aristócratas» se oyó pronunciar. Se celebraban carreras en Vincennes, y debían atravesar el barrio de Saint-Antoine para llegar hasta allí. Las gentes se apartaron, abriendo un canal en medio de la manifestación, y fueron arropando a los coches a medida que se iban sumergiendo en ella, lanzándoles insultos y haciéndolos víctimas de una lluvia de golpes y zarandeos mientras continuaban su penoso avance.
Nosotros estábamos algo alejados del paso de los carruajes, observando de lejos las incidencias que estaban sufriendo. Sólo cuando llegó la carroza del duque de Orleans, que fue reconocida por los manifestantes, tuve suficiente interés para aproximarme. Había oído hablar mucho del duque, como todo el mundo, pero además el vizconde formaba parte de su círculo, de forma que tenía gran curiosidad por verlo en persona. Su coche, al contrario que los demás, fue vitoreado y aclamado, hasta el extremo de que el duque descendió de él e instó a la calma recordando que faltaban escasos días para la apertura de los Estados Generales. Luego, como oyera quejas de que mientras tanto no tenían qué llevarse a la boca, sacó su bolsa y esparció su contenido entre los que lo rodeaban.
Los vehículos, a pesar de todo, consiguieron pasar, y nosotros continuamos nuestro avance por la calle Montreuil hasta las proximidades de la fábrica. Allí la vía estaba cortada por la barricada tras la que los guardias se parapetaban con sus fusiles cargados. Probablemente las barreras no hubiesen resistido el ímpetu de toda aquella masa si nos hubiéramos decidido a cargar al unísono, pero las armas imponían su respeto, y a pesar del enojo y la frustración que encendían los ánimos, nadie parecía dispuesto a arriesgar la vida en el intento.
Así que permanecimos detenidos durante horas, sin nada que hacer, pero sin disolvernos tampoco. La mayoría no tenía ocupación, algunos ni siquiera un sitio adonde ir. Allí, agrupados, unidos, juntos, sentían que se defendían de algo, que no abandonaban la lucha. Hubo tiempo de estar de pie, sentado, de andar, de entablar conocimiento con otros, y hasta de debatir si valía la pena permanecer allí.
En esa indecisión estábamos cuando se oyó cierto alboroto detrás de las barricadas. Jacques me ayudó a encaramarme a sus hombros, y por encima de las cabezas, más allá de los guardias, vi una carroza que pretendía se le abriera paso a través de la barrera y se supone que también a través de la manifestación. Las carreras de Vincennes debían de haber terminado ya, pero no se esperaba que tras el recibimiento de la ida los asistentes tuviesen deseos de volver a pasar a su regreso por la calle Saint-Antoine, y mucho menos por la calle Montreuil, donde estaba la fábrica de Réveillon y que ni siquiera les venía de paso. ¿Qué hacía entonces allí aquella carroza? ¿De quién era y qué pretendía?
—Es la duquesa de Orleans —se oyó.
Lo incomprensible fue que, en una situación de tal riesgo, con una muchedumbre frente a ellos, los guardias decidieron abrir la barricada para dejarle paso. Y al instante la masa se movió, aprovechando aquella asombrosa imprudencia. Jacques me bajó precipitadamente, tanto que a punto estuve de perder el equilibrio y hubiese caído de no haberme auxiliado Daniel. La carroza había traspasado la barrera, pero ahora estaba detenida rodeada por la multitud, como un aluvión en medio de la impetuosa crecida de un río cuyas aguas lo esquivan y sobrepasan sin prestarle atención. La brecha que había abierto no había sido desaprovechada, y por ella habían penetrado los manifestantes, primero por la estrecha apertura, pero después desbordando sus límites y sobrepasando la barricada entera. El abordaje había sido masivo, imparable. En una exhalación, los guardias se habían visto sumergidos en el gentío. Cuando llegamos, saltamos los obstáculos que aún permanecían allí, desparramados, perdida su función, y vimos a los militares desperdigados entre los manifestantes, con las armas en las manos pero con expresión de desconcierto, sin poder actuar.
La horda traspasó los lindes de la residencia de Réveillon y penetró en ella. Nada ni nadie podía detenerla ya. Me vi dentro de la casa, adonde la corriente de gente me había llevado, sin saber muy bien por dónde había entrado. Conseguí detenerme arrimándome a una pared. Allí intenté situarme, pero el desorden y caos que había a mi alrededor no me ayudaron a ello. La manifestación compuesta de miles de personas se había convertido en una avalancha de igual número que no cesaba de entrar y esparcirse por todas partes. Lo hacían con una mezcla de ímpetu e ira, de entusiasmo y odio que daba miedo porque no tenía contención. Todo a mi alrededor empezó a derrumbarse. Los cuadros de las paredes fueron descolgados. Los jarrones y adornos de los muebles arrojados al suelo y hechos añicos. Tres hombres, a quienes encaramaron otros tantos, se colgaron de los brazos de una enorme lámpara de techo y se balancearon hasta que consiguieron hacerla caer. Tuve que apartarme porque una estatua fue mutilada de cabeza y miembros al ser estrellada contra la pilastra de la que había sido derribada. Intimidada por aquella brutalidad, entré en la primera habitación que encontré al paso. Un grupo de individuos habían cogido una gran mesa de madera y tomando carrerilla la estrellaron contra una amplia ventana. Los cristales se rompieron y éstos y la mesa cayeron por la balconada. Le siguieron otros objetos: un carillón, sillas destrozadas, cuadros rasgados…, todo cuanto encontraban, con un frenesí destructivo y arrasador. Pronto empezó a esparcirse olor a quemado. En algún sitio, decían que en jardín, habían encendido hogueras alimentadas con los papeles de la fábrica y a las que arrojaron también muebles y los libros de la fabulosa biblioteca de Réveillon, de la que luego se dijo que tenía miles de volúmenes. Cuántos objetos valiosos, cuántas obras de arte, cuantos incunables insustituibles debieron de ser destruidos aquella noche.
Estuve allí, pero no participé. Me horrorizaba lo que veía, la destrucción sin sentido, el placer por el desenfreno, la violencia sin razón. El griterío, el ruido ensordecedor y estrepitoso de los objetos al romperse, el caos. Para culminar la fiesta algunos encontraron la bodega y el vino empezó a correr. Pronto estarían borrachos, porque bebían sin saborear, tragaban a chorro, estrellando el resto de las botellas semillenas contra la pared. Pero no era la sed lo que los movía, sino el deseo de sobrepasar todo límite, toda cordura. Acabarán por incendiarlo todo, pensé, toda la casa, y habrá víctimas.
Ese pensamiento me resolvió a abandonar aquel infierno antes de que la pesadilla llegase a su fin. Aún me animé a buscar a Daniel para arrastrarlo conmigo fuera de allí. Tras recorrer toda la casa lo encontré en el jardín, junto a una de las hogueras, contribuyendo a arrojar libros a sus llamas. Me acerqué a él e intenté convencerlo de marchar de allí. Al principio no quiso escucharme. Es posible que ni siquiera pudiese hacerlo. Parecía febrilmente obsesionado en destruir todos los libros que estaban a su alcance, y los restos de muebles, y las telas, y los papeles, y cualquier cosa que estuviese a su alcance. Fue Jacques quien, apareciendo por sorpresa, me ayudó en mi empeño.
—Hay que marcharse de aquí —me dijo, corroborando mis temores—. Esto se ha desbordado. Las fuerzas del orden no tardarán en aparecer.
No fuimos los únicos en abandonar el lugar. Poco quedaba ya por hacer, salvo ver consumirse las hogueras. La fábrica y residencia de Réveillon había quedado arrasada. Sólo quedaban en pie las paredes. La gente había empezado a desfilar paulatinamente, como una riada de aguas tranquilas tras la tormenta, algunos llevándose algún que otro objeto robado, pero la mayoría con las manos vacías y el mismo descontento y la misma desesperación que los habían empujado a aquel vandalismo.
Cuando llegamos a la plaza de la Bastilla aparecieron de pronto los pelotones de las fuerzas del orden anunciadas por Jacques. Se oyeron gritos de sobresalto en nuestro entorno y nos detuvimos, buscando escapatoria a nuestro alrededor. Otros reaccionaron de igual modo y empezaron a retroceder, pero la visión de los guardias avivó la rabia de los más violentos, que les arrojaron objetos o se lanzaron contra ellos exhibiendo palos o armas blancas. Los militares prepararon las suyas para responder.
—A la pared, ¡rápido! —exclamó Jacques, empujándome hacia un edificio de la calle Montreuil.
Apenas alcanzábamos nuestro objetivo, cuando oí disparos de armas de fuego. A la detonación siguió la estampida de gente despavorida y el griterío de pánico. Entré en una portería seguida de Jacques y de muchos otros que me sobrepasaron por las estrechas escaleras empujándome sin contemplaciones. Algunos penetraron en las viviendas de los incautos vecinos que abrieron la puerta movidos por la curiosidad, y el resto siguió hasta la azotea. Yo conseguí apartarme en el primer rellano. Fuera seguían oyéndose detonaciones, exclamaciones, alaridos. Daniel había quedado atrás, y me preocupaba. Me preocupaba que se hubiera enfrentado a los guardias, de forma que, cuando pude, retrocedí sobre mis pasos y me acerqué con precaución al quicio de la puerta.
—¿Estás loca? —oí a Jacques a mis espaldas, desde el primer tramo de las escaleras—. ¡Vuelve!
Asomé la cabeza a la calle, con precaución. Los guardias estaban casi encima, disparando a discreción sobre las personas que desde ventanas y terrados les tiraban tejas y piedras. Un hombre ensangrentado se precipitó desde lo alto, herido o muerto. Otros cuerpos caían desde los edificios y en plena calzada mientras corrían en su huida. Entonces vi a Daniel. Estaba refugiado en el entrante de una portería, con otros individuos, en un edificio del otro lado de la calle, con un fusil en la mano que habría quitado a algún guardia, presto a disparar. Lo vi hacerlo una sola vez, pues no tenía munición para recargar el arma. De pronto se apoyó en la puerta, la mano al vientre, y se dejó caer lentamente, hasta que quedó de cuclillas en el suelo. El pelotón ya estaba casi a mi altura y me refugié corriendo escaleras arriba para esconderme. No me asomé a la terraza, ni a ninguna ventana. Seguía oyendo las detonaciones, los gritos, las consignas, los objetos contundentes arrojados por los manifestantes. Yo me quedé en el último rellano, esperando. Esperando que todo pasase y esperando salir ilesa de tanta violencia.
Los guardias avanzaban hacia la fábrica de Réveillon y acabaron pasando de largo. Los refugiados sobrevivientes fueron saliendo poco a poco. Yo lo hice también, cuando me aseguré de que ya no había peligro.
La calzada estaba salpicada de cuerpos heridos o sin vida. Eran numerosos, a lo largo de toda la calle Montreuil. Había sido una masacre. Algunos eran guardias, pero la mayoría eran civiles. Me quedé sobrecogida. El aire olía fuertemente a pólvora. Algunos de los que estaban a mi alrededor reconocían entre los caídos a algún familiar o a algún amigo y empezaron a oírse gritos y llantos de dolor. Entonces miré hacia donde viera a Daniel por última vez. Seguía allí, en la misma postura, en cuclillas, apoyada la espalda contra el portalón. Los ojos abiertos. Inmóvil. Y comprendí que estaba muerto.