Marionne Miraneau
Tras la boda, volvimos a París.
Instalamos nuestro domicilio en la residencia de Paul. Después de Coboure, el palacete de Saint-Jacques, que tanta impresión me había causado la primera vez que lo visité, me parecía amable y acogedor. No emprendí ninguna reforma personal de las que se esperan de una esposa recién casada, ni intenté tomar ningún control sobre su gestión. Ésta estaba bajo la dirección de Rocard, jefe absoluto de todo el personal, que desempeñaba funciones tanto de secretario privado de Paul, como de mayordomo mayor y hasta de gestor de su patrimonio con el asesoramiento de maître Desmond.
El estirado señor Rocard era medianamente competente. Digo competente porque era leal y responsable en el desempeño de su cargo, y digo mediano porque tenía espíritu burócrata y no era ni emprendedor ni imaginativo ni luchador. Hacía lo que debía hasta que se encontraba con el primer obstáculo, en cuyo caso se detenía como si nada más le fuera exigible. Medidas extraordinarias y de urgencia no eran concebibles para él. Sin embargo, yo aceptaba las limitaciones que ello suponía porque en general la casa estaba bien dirigida, y, además, no me interesaban demasiado los asuntos domésticos. Pero otra cosa era la gestión del patrimonio. Sobre esa cuestión tomé las riendas enseguida, y he de reconocer que no encontré resistencia alguna por su parte. Creo que incluso se sintió aliviado de librarse de esa responsabilidad.
Rocard puso a mi disposición todos los libros de cuentas y demás documentación relativa a los bienes y propiedades de Paul. El orden era irreprochable, pero la ignorancia sobre la situación de fondo, evidente. Rocard no sabía prácticamente nada. Ni lo que rendían los inmuebles, ni las tierras, ni los costes de unos y otros. Cuando le preguntaba arqueaba las cejas, como si la consulta fuera de lo más excéntrica y hasta descortés, y luego consultaba sosegadamente sus libros, con el monóculo en el ojo izquierdo, pasando página tras página sin entender en realidad ni las letras ni las cifras. Sus respuestas eran siempre vagas y solían iniciarse con un «por lo que parece…», «según consta aquí…». Y siempre acababa: «Tal vez maître Desmond pueda facilitarle más detalles, condesa.» La palabra «condesa» la pronunciaba con una entonación peculiar, como si quisiera recordarme que mi reciente posición no casaba bien con tales intereses materialistas.
Acudí, pues, a Desmond, a quien visité en su despacho. Me acogió con una cortesía exquisita, también con un esforzado distanciamiento. Me felicitó por mi matrimonio, con corrección pero sin calor ni afecto, manteniendo siempre esa frialdad que parecía serle necesaria a su dignidad. Sólo algunas miradas esquivas y algún traidor rubor delataron la controlada turbación que le produjo su reencuentro conmigo después de tanto tiempo. Pero cuando le dije que a partir de entonces iba a ser yo, y no Rocard, quien despacharía con él, su expresión de preocupada aflicción fue tan transparente que todo disimulo anterior resultó inútil, y sólo pude confiar en que la regularidad de las reuniones de trabajo y la aceptación de mi nuevo estado acabaran por atemperar sus sentimientos hacia mí y hacerle nuestros encuentros mucho más llevaderos.
En apenas media hora Desmond me presentó un cuadro resumen de la situación, y ésta requería de cierta atención. Los bienes inmuebles de Paul, que se cifraban en unas diecisiete fincas en París y el dominio de Coboure, no eran despreciables; pero las dificultades económicas de los habitantes del condado, que habían comportado una notable reducción del aprovechamiento de éste, eran padecidas también por los arrendatarios de la ciudad, que renqueaban pagando lo que podían y cuando podían, de forma que el capital anual con el que Paul se había acostumbrado a vivir en sus mejores tiempos se habían visto reducido a algo menos de la mitad, y con tendencia a disminuir más. Puse a mi esposo al corriente de la mengua de los ingresos, y le comenté la necesidad de hacer economías, así como de trasladar, por prudencia, el grueso del capital ahorrado a un banco londinense. Asintió con relajada aceptación y se limitó a besarme y a decirme que lo dejaba todo en mis manos.
Él tenía otras preocupaciones que lo absorbían. Necker, al volver a ocupar el ministerio, había repuesto las anteriores funciones de los parlamentos, y el 25 de septiembre el de París iba a pronunciarse sobre la composición y el funcionamiento de los Estados Generales. París y toda Francia tenían los ojos puestos en los Padres de la Nación. ¿Seguirían éstos comportándose como tales ahora que estaban en juego sus intereses de clase?
Ese día, mientras se celebraba la célebre sesión, acudí al taller. Ahora era el señor Bontemps quien se sentaba tras la mesa del despacho, y yo la que lo hacía en la silla de las visitas, y ambos sabíamos que la situación había devenido definitiva. Como yo ya no necesitaba los ingresos de ese negocio, les había cedido mi parte a él y a mi hermana. Sin embargo, la participación en beneficios que Paul había acordado conmigo en su momento me servía de excusa para seguir involucrándome, y el señor Bontemps parecía encantado de ello y feliz de comentarme sus proyectos. Éstos consistían en hacer trabajos más lujosos y delicados para poder vender a las casas ricas. En su opinión, sólo las clases adineradas seguían gastando sin contención; a los demás la crisis los inducía a ahorrar y reducir al máximo las reposiciones. Tapizar muebles, confeccionar cortinas y revestir paredes a juego de los elegantes salones era lo único que ahora permitía mantener los ingresos. Requería telas más costosas, bordados más finos y contratar un par de oficiales de tapicero; una inversión si, pero era la única apuesta posible. Lo contrario era dejarse morir poco a poco, porque esta maldita crisis no se superaría en dos días.
Edith llegó entonces. Se quitó el sombrero y se sentó, aún con las mejillas sonrosadas por la agitación de la marcha.
—¿De dónde vienes? —le pregunté.
—Del Parlamento.
—¿Acabó la sesión? —pregunté con interés.
—Así es —dijo, con un hondo suspiro—. Señores… volvemos a ser huérfanos. La nación se ha quedado sin padres.
Comprendí y pensé en Paul. Sabía que habría tenido un grave disgusto.
—Sólo podemos confiar en nosotros mismos —dijo Edith—. Ningún aristócrata nos ha ayudado ni nos ayudará nunca. Bien, me voy. Tengo un artículo que escribir.
Se levantó y me besó fugazmente en la mejilla.
—Por cierto —me dijo cuando estaba ya junto a la puerta—, añadiré una anécdota a mi artículo. Después del pronunciamiento del Parlamento un magistrado tuvo la decencia de dimitir. Indicaré su nombre porque lo merece. Supongo que sabes a quién me refiero.
Me miró un instante para asegurarse de que era así, pero como sólo descubrió en mí una expresión de asombro, no tuvo paciencia y desapareció tras la puerta. Me volví entonces hacia el señor Bontemps para comprobar si había entendido lo mismo que yo, pero el buen hombre ya había vuelto a enterrar su atención en los libros de cuentas.
Paul Bramont
El Parlamento se pronunció a favor de que la composición y funcionamiento de los Estados fuera como en 1614. Pero ¿qué autoridad creían que tenían? ¿Qué peso esperaban que tuviese semejante pronunciamiento en abierta oposición al reclamo popular? El apoyo y aclamación de la opinión pública los había deslumbrado, les había hecho creer que podían dirigir la nave, cuando su único éxito se debía a que hasta entonces habían dicho y hecho lo que aquélla quería y ansiaba. En el mismo momento en que el presidente hizo público el resultado de la votación, supe que aquella institución de la que yo formaba parte había perdido drásticamente la confianza del pueblo. El Parlamento de París acababa de autoexcluirse de aquel proceso de cambio.
Fue entonces, todavía quieto en mi asiento mientras los demás pares y magistrados se levantaban para salir de la sala, cuando comprendí la absurdidad de permanecer en el cargo. ¿Para qué? Había aceptado el que mi padre me cediera porque buscaba compromisos, aunque tal necesidad fuera incomprensible para muchos. Impartir justicia y formar parte de una institución con pretensiones reformistas, satisfacía con creces esa aspiración personal. Pero ahora volvía a sentir que no estaba donde me correspondía. ¿Qué hacía, en realidad, sino colaborar con un régimen que consideraba obsoleto y degradado?
—Si ésa es su voluntad —me dijo el presidente cuando le presenté mi dimisión—, se le dará a esto el curso que corresponde. Lamento decirle que me ha decepcionado, y sin duda a su padre también.
Sus palabras no me afectaron en lo que a su persona se refería. Pero sí en cuanto al anuncio de la reacción de mi padre. Mi padre era aristócrata hasta la médula, y aún más de lo que detestaba el despotismo de un monarca que negaba a la nobleza su participación en el gobierno del país, aborrecía las pretendidas aspiraciones democráticas de esa vilmente enriquecida y vulgar burguesía que se hacía llamar «pueblo» y estado «llano», arrogándose con tales apelativos la, representación generalizada de toda la población, que en realidad no le correspondía. Y más que a los burgueses, a los que despreciaba pero no condenaba, odiaba a los nobles que hacían causa común con ellos, que los arropaban y defendían, en traición flagrante a su clase y a su condición. Que yo pudiera ser uno de ellos era tan insoportable para su mentalidad que hacía tiempo que había optado por no hablarle del tema. Pero ahora no bastaron elusiones ni silencios. Tuve que comunicarle que acababa de renunciar al cargo que él me había cedido con tanto orgullo y enfrentarme a su sucesiva incredulidad, consternación y honda decepción. Pero yo no podía hacer nada. Debía actuar de acuerdo con mis propias convicciones.
El pronunciamiento del Parlamento produjo el aluvión de sangrantes críticas que era de esperar. La prensa fue inclemente, más aún por la confianza que se había depositado en aquellos presuntos defensores de la causa popular. Traidores a la nación, tiranos que no querían sino seguir manteniendo al pueblo bajo el yugo del sometimiento y la explotación; aristócratas, en fin, fueron algunos de los calificativos que sancionaron su decisión y que lo enterraron políticamente.
A la par, las voces reclamando la duplicidad del Tercer Estado y el voto por cabeza se hicieron ensordecedoras. Por todas partes se exigían tales requisitos. Los escritos estaban repletos de justificaciones sobre su procedencia, pero por encima de las discusiones más o menos académicas, la única realidad que se imponía es que ésa era la voluntad popular.
Ésa era la voluntad popular que Necker no podía desoír. Necker, el favorito del pueblo, el ministro ensalzado, aquél en quien toda la nación había puesto sus esperanzas. Necker se veía en la necesidad de decidir. No quería enfrentarse a los aristócratas, no quería perder el favor de la opinión pública, y con la simpatía de los monarcas nunca había contado, de forma que se balanceaba en la cuerda floja sin atreverse a saltar. Y entonces tomó una determinación incomprensible: decidió someter la cuestión a una nueva Asamblea de Notables. Una Asamblea de Notables compuesta, naturalmente, por una mayoría significativa de privilegiados y cuyas ideas no podían diferir mucho, como no habían diferido con anterioridad, de las del Parlamento de París. Y con ello alargar aún más el debate, exaltar aún más los ánimos y alentar una revolución que estaba ya en puertas.
A nivel personal, mi dimisión comportó cambios en mis relaciones sociales. Los círculos conservadores me cerraron las puertas, y los liberales me acogieron con el mismo entusiasmo que en su momento me habían manifestado los otros. Unas reuniones por otras, unos cafés por otros salones. Pero aquel partido era también demasiado heterogéneo para que su unidad se mantuviera durante mucho tiempo. Sin duda en el futuro se escindiría de nuevo, y luego otra vez, y así sucesivamente. Constaté una vez más que la política era el lazo más quebradizo y cambiante que podía unir a las personas, y unas arenas muy movedizas para poder construir en ellas cualquier tipo de amistad. E incluso de enemistad.
André Courtain
Lucile no tardó en quedar encinta. La noticia me produjo una alegría profunda. Sin embargo, pronto vino el sobresalto: sufrió pérdidas y una amenaza de aborto, de forma que tuvo que guardar reposo absoluto. Aunque ya había pasado el tiempo suficiente para que pudiera considerar seguro mi regreso a París tras el duelo, ella no estaba en modo alguno en condiciones de realizar un largo viaje y yo me sentía incapaz de dejarla sola en ese estado. Me entristecía la posibilidad de perder aquel embarazo pero, por encima de todo, estaba aterrorizado con la idea de que esa pérdida resultara fatal para la propia Lucile. Me arrepentía de habérselo pedido, y sabía que si algo malo le ocurría me culparía de ello toda mi vida.
Gracias a Dios mis preocupaciones fueron vacuas y mi hijo nació, felizmente, el 9 de diciembre de 1788. Los nueve meses de embarazo habían sido para mí angustiosos, y para ella largos y pesados, y quizá en compensación el parto fue relativamente rápido y sin complicaciones. El nacimiento tuvo lugar en la casa de los padres de Lucile, adonde nos habíamos trasladado en cuanto se quedó en estado. Aunque médico y suegra quisieron dejarme aislado al otro lado de la puerta del cuarto donde mi mujer y futuro hijo intentaban superar un trance arriesgado en el que otros habían perecido, no lo consiguieron. Cuando ya no pude aguantar más la ansiedad, entré con decisión en la habitación y me coloqué a la cabecera de la cama de Lucile, que sufría ya los dolores del parto y que me asió la mano con una sonrisa de bienvenida mientras se contraía y sudaba de dolor. Al fin, tras el consecuente suplicio, el doctor sacó de su interior una criatura rebozada en sangre y otros fluidos, y manejándola con manos expertas, le dio pequeñas palmadas y el recién nacido rompió a llorar. Cuando oí por vez primera la voz de aquel ser diminuto que era mi hijo, la emoción y felicidad me anegaron, y cualquier angustia anterior quedó del todo borrada.
Era un varón, y decidimos llamarlo Gérard André.
Pocas semanas después, el duque nos invitó a pasar las Navidades en Nuartres. Regresaba de París, donde había sido llamado de nuevo para formar parte de la segunda Asamblea de Notables que se había iniciado el 6 de noviembre y se había disuelto el 12 de diciembre. Y volvía verdaderamente afectado e impresionado por los acontecimientos vividos. La presión de la calle intentando doblegarlos había sido indecente. ¿Habíamos leído los escritos del abad de Sieyès, ese seguidor de Satanás? ¿Cómo un ensayo tan poco fundamentado había tenido tanto éxito y soporte popular?
—«¿Qué significa el Tercer Estado?[13] —leyó—. Todo.» ¡Todo! —repitió indignado—, ¡todo! ¿Qué han hecho esas ratas de ciudad no preocupadas en otra cosa que en ganar cuatro miserables monedas?
¡Todo! —despreció—. «¿Qué ha representado hasta ahora en el orden político? Nada.» ¿Cómo que nada? El Tercer Estado ha tenido representatividad en los Estados Generales desde siempre. «¿Qué pretende? —siguió leyendo—. Convertirse en algo.» ¡Yo os diré lo que quieren! Quieren nuestros puestos en el Ejército y en la Administración, quieren nuestros bienes y propiedades. ¡Convertirse en algo! ¡Lo quieren todo, en nombre de la nación! La Asamblea de Notables se ha declarado favorable a la igualdad de las cargas fiscales. ¿No era eso lo que querían el Gobierno y la burguesía? Pero ahora ya no les basta. Se han vuelto avariciosos ¡y quieren más, y más! Decidme, ¿en qué más esperan que cedamos? ¿Dónde estará el límite de su ambición? La situación es preocupante, creedme. La ira que existía contra el Gobierno se ha volcado contra nosotros. Ahora al Gobierno tan sólo se lo desdeña, mientras que a nosotros nos odian.
No quise resaltar que había sido la imprudencia de la primera Asamblea de Notables y del Parlamento de París, que se habían negado a aprobar la igualdad fiscal que ahora se apresuraban a ofrecer, la que nos había llevado a todos a aquella inquietante situación. Soliviantar a la opinión pública para oponerse a la Corona en defensa exclusiva de sus derechos de clase había sido un craso error sólo a ellos atribuible que pagaríamos todos.
A los pocos días de aquella conversación, llegó a nuestro conocimiento la decisión de Necker al respecto. Había sido fruto del Consejo del Rey celebrado el 27 de diciembre, al que, según se decía, había acudido la propia María Antonieta para apoyar al ministro que tanto detestaba contra la oposición aristócrata de los demás. La resolución anunciaba la duplicación del Tercer Estado, pero seguía sin resolver la cuestión relativa al voto. La brecha seguía abierta y la cuestión principal sin resolver.
Tras el período navideño, volvimos al caserón de los padres de Lucile. Corría ya el mes de enero de 1789 y hacía un frío como nunca había vivido. El aire gélido cubría de nieve los campos y congelaba los ríos, filtrándose por las rendijas y hasta por el tiro de las chimeneas. Las gentes del lugar no habían conocido un invierno tan duro como aquél. Nuestro regreso a París fue otra vez pospuesto por dicha causa. Muchos de los caminos vecinales debían de estar impracticables por la nieve o el barro, y el frío era tan cortante y feroz que no podía someter a mi hijo recién nacido a esas condiciones climatológicas extremas. Por otra parte, las noticias que llegaban de la capital no invitaban a lo contrario. La ola polar la había invadido también, y decían que hasta el Sena se había helado.
Y quizá hubiésemos pasado allí todo el invierno, si una inesperada visita no me hubiese arrojado de nuevo al mundo y me hubiese recordado que nadie puede aislarse completamente de él y dar la espalda a las propias responsabilidades por mucho tiempo.
Edith Miraneau
Regresé a París después de la boda de Marionne sin esperar siquiera el final de los festejos, y eso a pesar de que mi estancia allí había sido mucho menos árida de lo que esperaba. Al principio había estado aislada de todo y de todos, pensando sólo en el vizconde, pero al poco trabé conocimiento con un joven que, sin llegar a aliviar mi pena, consiguió al menos endulzarme un poco la vida.
Lo conocí una tarde, al regreso de un corto paseo en solitario. De camino hacia mi dormitorio del castillo de Coboure, pasé por la galería y me detuvo la visión de la espectacular puesta de sol. Quedé hipnotizada con la vista fija en el horizonte, dándome cuenta de la versatilidad y fugacidad del espectáculo que se me ofrecía, cambiante a cada instante, del que surgían rosados fluorescentes, violáceos soberbios en el contorno del escenario, con un astro refulgente ocultándose segundo a segundo tras los prados. El sol se había puesto del todo, aunque su luz aún no se había apagado, cuando volví accidentalmente el rostro y lo descubrí mirándome. No me había percatado de su presencia hasta ese mismo instante, pero supe que me había estado observando desde que me detuviera allí. Extrañada, le pregunté a bocajarro:
—¿Me estaba usted mirando?
—Sí, lo confieso —respondió levantándose, pues había estado sentado en un banco—. Espero no haberla molestado.
—No, si tiene la amabilidad de explicarme el motivo —protesté—. ¿Hay algo inconveniente en mí? ¿Alguna mancha en mi vestido, algún insecto adherido, algo ingrato en mi aspecto?
—No —dijo aproximándose—. Todo lo contrario. La observaba por el mismo motivo por el que usted contemplaba la puesta de sol.
Para un corazón castigado como el mío, aquella simple frase, pronunciada con cristalina sinceridad, sonó a música celestial. Ahí se inició nuestra amistad, que se prolongó durante toda mi estancia en Coboure. Nunca había tenido un admirador más incondicional ni volcado que aquél, y aunque a mí no me inspiraba la atracción que él deseaba, reconozco que me resultó agradable dejarme acunar por su ternura y su romanticismo adolescente. Me miraba con embeleso, me cubría de atenciones, me halagaba constantemente, y, en definitiva, me elevó la moral y el espíritu. Era pariente del conde de Coboure, por eso estaba también allí con motivo de la boda. Su nombre era Didier Durnais.
—La he visto escribir —me susurró una noche en un rincón del salón, al que me había conducido para aislarme del resto de los presentes—. Mi habitación está en el piso superior, perpendicular a la de usted.
—¿Que me ha visto en mi propio dormitorio?
—Sí —admitió—. Se sienta usted frente a la mesa, con un candelabro de tres velas sobre ella, y escribe cartillas y cartillas. Yo me coloco junto a mi ventana y la observo en la oscuridad, y a veces fantaseo imaginando qué y a quién escribe.
—Me deja usted de piedra —lo amonesté, en el fondo divertida—. ¿Y sólo me ve escribir? —pregunté con picardía.
—Sí. —Se sonrojó al captar mi insinuación—. La doncella de usted siempre corre las cortinas cuando se retira a dormir —añadió con ingenuidad.
—¡Ah! Veo que no es una medida inútil… —Durnais se encendió al punto de que hubiésemos podido prescindir de la chimenea—. Y dígame —desvié risueña—, ¿qué imagina que escribo?
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizá un diario. Quizá cartas de amor… —sondeó.
—Nada de eso. Escribo artículos para un periódico. Unos amigos míos tienen uno y colaboro con ellos. El Despertar. ¿Lo conoce?
—¡Sí! —exclamó con entusiasmo—. ¡Lo conozco! Lo distribuyen por el Palais Royal.
—¿Va a menudo por el Palais Royal?
—Por supuesto. Formo parte del círculo próximo al duque de Orleans —presumió.
—¡Ah, sí? —me asombré—. Entonces… —Dudé unos instantes pero al final aventuré—: Yo conozco a uno de sus miembros; el vizconde de Saltrais. ¿Lo conoce?
—El vizconde… —asintió con una sonrisa de desencanto.
—Un día presencié una de sus intervenciones en el Café de Foy que me pareció extraordinaria.
Didier desvió la mirada.
—El vizconde tiene la facultad de despertar admiración —dijo—. Yo reconozco haber sido víctima de ella. Pero me utilizó. Las personas no le interesan sino como medio de alcanzar sus fines. Me he sentido engañado, y debo aconsejarle que no confíe en él, menos siendo mujer.
Lo miré con cierta desazón. La confesión de su admiración parecía poner en evidencia la mía propia. ¿Tan común era? ¿Tan inevitable? ¿Tan general?
—¿Menos siendo mujer? —remarqué la matización—. ¿Y por qué?
—Es muy conocida la fama de mujeriego de Saltrais —explicó—. La evidencia muestra que es un peligroso seductor. Ninguna joven está segura a su lado, por decente que sea.
—A lo mejor es él quien no está a salvo cerca de las mujeres. —Sonreí, cuestionando el papel de víctimas que el bueno de Durnais les atribuía—. ¿Y por qué se sintió usted engañado?
—Bueno… —murmuró bajando la voz—, por el asunto de La Motte…, ya sabe…
—Ya sé ¿el qué?
Se extrañó al ver mi expresión.
—Su hermana, ¿no le ha explicado nada?
—¿Explicarme el qué?
—Pues… —quedó suspenso— ¡el encuentro que tuve con ella en el bar Marie! —exclamó al fin—. Ya sabe… ¿o no?
Lo miré atónita. ¿Qué? Así que el misterioso individuo del Marie, que yo había convertido en mi imaginación en un ser misterioso y enigmático, ¿era el inofensivo de Didier Durnais? Ni que decir tiene que en cuanto superé mi inicial sorpresa lo cosí a preguntas hasta conseguir desmenuzar el gran secreto de mi hermana: ¡¡¡Marionne involucrada en el asunto de la fuga de La Motte…!!! Increíble. No obstante, dejé pronto de pensar en ello, porque Durnais captó toda mi atención al desahogarse con amargura por el desprecio e indiferencia con los que el vizconde había pagado su lealtad y su desinteresada entrega. Ni siquiera le había escrito cuando estaba exiliado en Londres, ni había contado con él para nada en las ocasiones en que había vuelto furtivamente a París. Se había desentendido de él en cuanto no lo había necesitado.
Lo lamenté por mi joven amigo, pero yo no me sentí concernida. Mi interés por el vizconde era ligeramente distinto del suyo, y, a ese respecto, sus palabras más bien tuvieron el efecto de alentarme. Si las mujeres eran la tentación de Saltrais, yo estaba de suerte, pues era mujer, y si tan mujeriego era, no debía de ser muy exigente.
Así que en cuanto volví a París, me centré en el objetivo de volver a verlo y conseguir despertar su deseo por mí. Pero ¿cómo? La única excusa que tenía para aproximarme a él eran los artículos, por lo que decidí enviarle uno por correo con el pretexto de recabar su opinión, petición a la que añadía otra de índole mucho más personal: «Con el artículo adjunto un retrato de mí misma que mis colegas me han pedido permiso para publicar. Yo me resisto por una cuestión de pudor. Pero ¿tengo derecho a ello? ¿No debo desear ante todo la máxima difusión de nuestro periódico y de nuestras ideas?. El retrato era el cebo. Nadie lo había visto. Nadie me había pedido publicarlo. Había sido encargado exclusivamente para los ojos del vizconde y sólo a él exhibido. Había acudido en secreto al estudio de un pintor y encargado uno al carbón representando una escena algo peculiar: me estaba desnudando frente a un espejo; me había liberado ya del corsé, caído en el suelo como pieza inservible, y desabrochado la parte superior de la camisola, cuya apertura permitía la visión parcial del pecho izquierdo y total del derecho. La imagen estaba congelada en el momento en que deslizaba esa última prenda por los hombros.
Se lo envié acompañando a la carta, y esperé. Ningún hombre inteligente creería que el verdadero motivo era el consejo pedido. No podía ofrecerme con más claridad. Era tan inequívoco el mensaje, que ahora no podía ir a su encuentro sin perder mi dignidad. Él podía localizarme si lo deseaba. ¿Lo desearía lo suficiente para molestarse en buscarme?
No. Esperé un día, y otro, y otro más, y nada pasó. La vergüenza me impedía incluso asistir al Café de Foy por miedo a encontrármelo. Pero, tras dos semanas de no tener respuesta suya, opté por hacerme la desentendida y le escribí una nueva carta en la que, quejándome de su descortesía por no haberme contestado, le adjuntaba el último ejemplar de El Desperta. y el nuevo artículo que íbamos a publicar en el siguiente número. Tampoco obtuve respuesta, pero seguí manteniendo mi unilateral envío con frecuencia semanal. Y lo que ya nunca más hice fue acompañarle ningún retrato ni ninguna insinuación que pudiera avergonzarme si casualmente me lo encontraba. Aunque esto último tampoco ocurrió, y no puedo decir que no lo lamentara.
Una tarde regresaba a mi domicilio para comer. Volvía del taller, donde las ventas disfrutaban de un repunte tras la campaña de suministro a casas ricas particulares. En ello estaba mi mente concentrada cuando mi corazón dio tal salto que tuve que interrumpir la marcha. Delante de la portería de mi casa estaba detenido el carruaje del vizconde.
Me acerqué a él titubeante, y lo vi en su interior a través de la ventanilla. Él no me divisó a mí en un primer instante, ocupado en la lectura de algo que tenía entre manos, hasta que golpeé con los nudillos el cristal cerrado. Entonces elevó la vista, esbozó un gesto de saludo al reconocerme y abrió la portezuela.
—Entre un momento —me invitó—. Hace mucho frío para conversar en la calle.
Así lo hice, ocupando el sitio que él dejara libre al trasladarse hacia el otro extremo del asiento.
—Hola —pronuncié, aturdida—. ¿Qué… qué hace aquí?
—He venido a darle los consejos que me pidió, algo tardíos quizá, y a agradecerle su tesón enviándome ejemplares de su periódico. También a despejar una incógnita; reconozco que aún no estoy muy seguro de lo que quiere usted de mí. Pero he perdido tanto tiempo esperándola, que ya no me puedo entretener más. Parto ahora mismo de viaje y tengo prisa. Lo máximo que le puedo ofrecer es invitarla a acompañarme un trecho. Hasta la primera posada.
Allí podré alquilarle un coche o dejarle el mío para que pueda regresar.
Estaba tan sorprendida que no supe qué decir.
—Tengo los minutos contados —me apremió—. Decídase.
—De acuerdo —acepté—. ¿Partimos ahora mismo?
—Sí. Pero supongo que tendrá a alguien de su familia a quien advertir de su marcha. Si me acompaña estará ausente algunas horas, puede que no regrese hasta mañana. No quiero que me acusen de rapto.
—Ahora vuelvo —prometí.
Subí a casa, que por suerte estaba vacía, me proveí de dinero, preparé una bolsa de aseo en previsión de la insinuación, que no me había pasado desapercibida, de que no volviera hasta el día siguiente, y dejé una escueta nota a mi madre que garabateé a toda prisa. Después me lancé por las escaleras. En la calle el vizconde seguía esperándome.
Subí y el vehículo se puso en marcha. Él había reiniciado la lectura interrumpida, y apenas intercambió conmigo un par de frases fugaces mientras salíamos de la ciudad. Yo opté por cederle toda la iniciativa hasta en lo que concernía al momento y objeto de cualquier posible conversación. Así estuvimos, él centrado en su trabajo y yo en mis pensamientos, por lo menos una hora entera de reloj.
—No es usted muy habladora —comentó de pronto, doblegando los papeles y guardándolos de nuevo.
—Tampoco usted.
—Aunque no le he dicho nada, he estado leyendo sus artículos.
—Hubiese agradecido su opinión.
—Era innecesaria. Se defienden muy bien.
—Gracias —respondí sin ninguna satisfacción—. Me extraña que después de tanto tiempo haya venido a buscarme. Ya no lo esperaba.
—Hasta ahora no me había ido bien dedicarle a usted mi atención. —Me miró zumbón—. ¿Es demasiado tarde?
—¿Demasiado tarde para qué?
—Eso quisiera saber yo. —Sonrió—. Ya le he dicho que no tengo todavía muy claro lo que quiere usted de mí.
Desvié la mirada por la ventanilla.
—¿Puedo preguntarle adonde se dirige? —tercié.
—A mi ciudad. Ahora que han publicado el Reglamento Electoral debo estar allí. Quiero presentarme como diputado para los Estados Generales.
Enmudecí de admiración. ¡Diputado de los Estados Generales!
—¿Por la nobleza? —especifiqué, aunque era obvio.
—Sí, claro. Tengo esperanzas. Fui expulsado de la Corte hace años, lo que me granjea simpatías entre los nobles, y aunque soy afín al duque de Orleans nunca he alardeado de ello, así que confío en no ahuyentar el voto conservador.
—Estos días he conocido a un amigo suyo: Didier Durnais —solté sin pensar. La mención del duque de Orleans me lo había recordado.
—Enhorabuena —respondió con indiferencia.
—Nos conocimos en la boda de mi hermana con el conde de Coboure —quise decirle, para ganar algo de relevancia a sus ojos.
Y algún efecto tuvo, porque clavó la mirada en mí con reconocible sorpresa.
—¿Es usted hermana de…? Sí, claro, me dijo que se llamaba Miraneau. ¡Vaya! ¡Qué casualidad! Porque…, es casualidad, ¿no?
—¿A qué se refiere?
—¿También usted participa en los negocios de su hermana? —inquirió, con todo el doble sentido posible.
—Estoy al corriente de todos ellos, sí —aclaré con intención, sin detallar que hacía de ello apenas unos días y gracias precisamente a Didier—. Creo que tiene alguno en común con usted.
—¿Es por eso que se acercó usted a mí? —sospechó.
—Es usted quien se acercó a mí —rebatí.
Reflexionó unos momentos, supongo que sopesando si mi condición de cuñada de Bramont debía de ponerlo en alerta sobre mis intenciones respecto de él, pero debió de descartarlo, porque no hizo comentario alguno.
Cuando llegamos al desvío de la posada, había caído la tarde. El carruaje abandonó la carretera principal y siguió un sendero estrecho y en penoso estado aprisionado por la vegetación, que a duras penas podía transitarse. Tras unos eternos minutos de sacudidas, llegamos por fin a la puerta del edificio.
—Buenas noches —nos recibió el posadero desde detrás de su mostrador—. ¿Desean alojamiento?
—Sí —contestó él—. La habitación número ocho. ¿Está libre?
—Ah —se congració el hombre—, es usted un cliente asiduo…, sí, creo reconocer su rostro, caballero. Pues… —dudó—, veamos. He de consultar el libro. A ver…, pues no, no. —Elevó la vista hacia el vizconde y repitió—. Lo siento. Está ocupada. Si hubiese reservado…; admitimos reservas solicitadas por correo. Hasta las seis de la tarde. Más tarde ya no porque más de una vez nos…
—Hable con quien la ocupa —ordenó con suavidad—. Trasládelo de habitación. Dígale que ha habido un error, que la tenía reservada. Yo le pagaré el doble de su precio, por adelantado. ¿Es buen negociante, posadero? —lo retó.
—Lo intento.
—Lo veremos. Vaya. Lo espero.
Así lo hizo, titubeante al principio, pero enderezando los hombros a medida que avanzaba por el pasillo hasta el comedor, donde a aquella hora se estaba sirviendo la cena.
—¿Por qué ese interés? —me atreví a preguntarle.
—Es la mejor alcoba.
—¿Siempre es usted tan caprichoso?
—Hay quienes me califican de sibarita —aceptó, y en ese momento me dirigió una rápida mirada lasciva que me repasó el cuerpo entero. Noté una corriente de agitación que debió de reflejarse en mi rostro, porque sonrió con socarronería.
El posadero regresó.
—Todo arreglado. Lo he invitado a vino. Tenemos un buen vino aquí. Tiene que probarlo. No tendrá que pagar de más. Nos gusta contentar a nuestros clientes habituales, especialmente a los caballeros como usted. Ahora mismo me ocuparé de trasladar el equipaje de habitación. Pueden ustedes cenar mientras tanto, si lo desean.
El vizconde me hizo una señal para que avanzara hacia el comedor y así lo hice. El salón era pequeño y habíamos llegado a la hora punta, de forma que las mejores mesas, las cercanas a la chimenea, estaban ocupadas y tuvimos que contentarnos con una próxima a la cocina. El ruido de las conversaciones era elevado, especialmente a causa de dos familias numerosas y de un grupo de cazadores alborotadores. De la cocina nos llegaba también el estruendo de las ollas, cazuelas y voces.
—Apacible lugar —se quejó distraído el vizconde mientras fijaba la vista en la camarera, una muchacha joven que nos traía dos platos humeantes de sopa—. Lo mejor es que comamos rápido y acabemos con este suplicio lo antes posible. Pero le recomiendo que saboree la comida. La cocina es remarcable.
Hice como me indicaba y comí en silencio. Me sentía algo humillada y confundida. Había subido al carruaje sin saber muy bien lo que me esperaba y, en realidad, dispuesta a todo, y era cierto también que yo me había insinuado enviándole aquel retrato, y persiguiéndolo con mis misivas no correspondidas durante todas aquellas semanas, y acompañándolo a una posada a pesar de que él ya había insinuado que no volvería hasta el día siguiente. Pero había esperado de su caballerosidad cierta cortesía, cierto disimulo, aunque sólo fuera por delicadeza. Mas había solicitado un solo dormitorio para ambos sin ni siquiera consultarme, y me había mirado con la seguridad de quien sabe que va a disfrutarme, como si yo fuera algo así como una profesional que ya tuviera contratada.
Trajeron el segundo plato, la carne estofada que había dado gusto a la sopa anteriormente servida. Dimos cuenta de ella en el mismo silencio, yo empecinada en ni siquiera levantar la vista de mi plato.
—Percibo en usted cierto cambio de humor —dijo, en un tono meloso que me sonaba a mofa—. ¿Puedo saber el motivo?
—Estoy bien, gracias —murmuré, alicaída.
—¿He de creerlo?
—No ha pedido una habitación para mí.
—No, naturalmente —fingió desconcierto—. No sabía que quisiera pasar la noche aquí. Mi idea era cederle mi coche para que volviera a París después de cenar. Puede llegar a su casa a las doce de la noche lo más tardar. El carruaje volverá a buscarme a mí durante la madrugada. Pero… si quiere quedarse… Sin duda tienen más habitaciones. ¿Por qué no lo dijo cuando estábamos en el mostrador? Oyó que sólo pedía una. ¿Cómo es que no dijo nada entonces?
No podía con él. Era listo como un zorro. Se burlaba de mí, por supuesto. Ridiculizaba mi enojo, ponía en evidencia lo pretencioso de mi sospecha, me acusaba de connivencia por haber callado en el momento oportuno. Y todo ello sin réplica posible.
—Bien, ¿quiere que pidamos ahora una habitación para usted?
—Lo pensaré.
—Como quiera —sonrió, con una sorna desesperante—. De amigo a amiga voy a contarle una confidencia —añadió inclinándose hacia delante, en la mesa, de la que ya habían retirado los platos—. Sólo una vez en mi vida he estado enamorado. ¿Y sabe de quién?
—¿De su esposa?
—No. De la reina, de María Antonieta.
—¿De verdad? —me fasciné.
—Palabra de honor. Yo era muy joven. Y ella también. Yo por entonces estaba en la corte y estaba loco por ella. Y María Antonieta era coqueta y nos incitaba a todos. Su esposo, el rey, no podía satisfacerla en la cama. Dicen que padecía fimosis. ¿Sabe lo que es?
—Sí.
—Otros hacían también lo que podían, pero ninguno de ellos la tuvo. Al menos, que yo supiera. Yo tampoco. Un día, jugando en los jardines, hice trampa y oteando a través de la venda que me cubría los ojos observé hacia dónde se dirigía. Equivoqué la trayectoria intencionadamente al principio, hasta que todos se hubieron dispersado algo, y entonces fui a por ella. Fue fácil cogerla porque se dejó pillar. «Os tengo», le dije, fingiendo que, ciego, no sabía de quién se trataba, pero la abracé y la besé. Luego me hizo jurar que no levantaría la venda hasta contar hasta diez, se escabulló de entre mis brazos y corrió hacia los demás. Aquel beso me prometía muchas delicias pero, por el contrario, pagué un alto precio por él. Fui un incauto. Alguien debió de vernos y al día siguiente fui expulsado de la corte. Demasiado peligroso cortejar a una reina virgen. —Se retiró hacia atrás—. Y ésa es toda la historia. Hay quien dice que si ataco ahora a la reina es por rencor. Pero no es cierto. Estoy seguro de que ella no fue la artífice de mi expulsión. Supongo que tampoco debió de defenderme en exceso, pero hay que tener en cuenta que su situación era comprometida. Las Memorias de La Motte son falsas. Falsas, injuriosas, deleznables. Pero ni sus sentimientos personales, ni siquiera su dignidad, están por encima del bien de toda una nación formada por millones de almas que también tienen derecho a buscar y encontrar la felicidad.
—Y después, ¿no se ha vuelto a enamorar nunca?
—No. Pero no como secuela de esa experiencia, sino simplemente porque me hice adulto, me hice hombre. Aquello fue una locura de juventud. El amor es para los adolescentes y las mujeres.
—No es cierto —quise creer.
—Puede ser. —Sonrió para no discutir—. Posiblemente no sé un comino de ello. Bien, ¿ha terminado su cena? Entonces, si hace el favor, acompáñeme arriba. Deseo enseñarle algo. Así no se le hará demasiado tarde para regresar a París.
Regresar a París. ¿Quién quería regresar a París?
Me cedió el paso en las escaleras de madera crujiente, desgastadas en su centro, que conducían hasta el piso superior. La puerta número ocho estaba al final del pasillo. El vizconde la abrió y entró. Sobre la cama, que era de matrimonio, estaban su maletín de viaje y mi bolsa de aseo. También la chimenea estaba ya encendida. El posadero debía de haberse quedado muy impresionado por su exigente cliente.
—Pase —me invitó, pues yo permanecía prudentemente en el quicio de la puerta.
Así lo hice, cerrando por instinto ésta a mis espaldas.
—Siéntese —me indujo de nuevo, señalando uno de los dos sillones que había frente al hogar.
Él, por su parte, abrió su maletín y extrajo un rollo de papel. Se acercó a mí, por el respaldo del sillón en el que ya me había sentado, y lo desenrolló ante mis ojos manteniéndolo extendido con las dos manos, en medio de las que estaba mi cabeza. Los cerré deseando que me tragara la tierra. Era el retrato de mi desnudo.
—¿Lo publicaron? —me preguntó.
—No —repliqué seca.
—¿Por qué me lo envió?
—Ya se lo dije en la carta.
—Sí, pero no dijo la verdad —sentenció.
Soltó el papel por uno de sus extremos y éste recuperó su posición inicial. Con él todavía en la mano se dirigió hacia la mesa escritorio que había junto a la ventana y apagó con los dedos, una a una, las cinco velas de su candelabro. Después hizo otro tanto con las del aplique de tres brazos que había junto a la chimenea. Tras ello sólo nos iluminaba el resplandor de ésta. Se sentó entonces en el otro sillón y volvió a desplegar el dibujo, pero esta vez sólo ante él.
—¿Es usted? —preguntó, observando el retrato.
—Sí —admití—. Es bastante reconocible.
—El rostro sí, desde luego. Me refiero al cuerpo. ¿Es el suyo?
—Por supuesto.
Me miró tibiamente.
—Pudiera ser que no —cuestionó—. Pudieran haberse añadido sus facciones a un cuerpo ajeno predibujado. Igual hay decenas de mujeres exhibiendo su rostro en el mismo cuerpo.
—Pudiera ser, pero no es. Soy yo, de arriba abajo.
—Ah. ¿Quiere decir —inquirió— que se desnudó ante el pintor?
—¿De qué otra forma me hubiese podido retratar?
—¿Y por qué se lo hizo? —me apretó aún más—. ¿Por qué sintió la necesidad de hacerse retratar desnuda?
—No estoy desnuda —fue todo lo que se me ocurrió decir.
—Casi.
—¿Y usted por qué me hace todas esas preguntas? ¿Qué le importa, en realidad?
Guardó silencio, cobijado en las sombras vacilantes.
—No creo que sea usted —repuso al final—. No creo que una muchacha recatada se desnude delante de un pintor para hacerse este tipo de retrato. Creo que ha pretendido ofrecerme la imagen de mujer liberal, pero que es una falsa imagen. Usted en realidad está encorsetada con los mismos prejuicios y estrechez de miras que todas las jóvenes de su condición que han recibido una estricta educación religiosa.
—Se equivoca —contradije—. Yo no pretendo aparentar lo que no soy. Incluso aunque no guste cómo soy.
—Pues entonces demuéstremelo —pronunció a reglón seguido.
—¿Que le demuestre el qué?
—Que es usted. Si se desnudó ante el pintor, puede hacerlo también ante mí, ¿no?
Ahora fui yo la que guardó silencio unos instantes. Lo hice para ocultar mi sensación de triunfo. Hasta ese instante había considerado la posibilidad de que estuviera dudando de mi autenticidad. Pero no. Ni me juzgaba ni me cuestionaba. Él buscaba lo que yo había provocado enviándole aquella imagen.
—Usted no es pintor —jugué a resistirme.
—Si ése es el requisito, puedo hacerle un retrato.
—¿Sabe dibujar? —me sorprendí.
—En absoluto.
Posé mis ojos en él. Respiré hondo en silencio un par de veces, para serenarme. Hasta ese momento había estado nerviosa y crispada. Quería ser sensual ante él, quería obtener de sus bajas pasiones lo que no podía conseguir despertando sus elevados sentimientos. Me daba igual el motivo por el que me tomara; quería ser suya.
Me levanté lentamente y me detuve delante de él, a pocos pasos de su persona. Me di la vuelta y coloqué los brazos en jarras.
—Tendrá que desatarme el corpiño.
Oí el susurro de su movimiento de aproximación, que hizo inclinando el cuerpo hacia adelante sin levantarse, y noté sus movimientos en mi espalda al tiempo que percibía aflojarse la prenda. Me despojé del corpiño y me volví de cara a él, que había recuperado su relajada pose de observador. Me desabroché la falda, que con un leve empujón y movimiento de caderas dejé caer en torno a mis pies. Aún me cubrían la blusa y mi camisola de hilo blanco, de tirantes, larga hasta los tobillos. Tomé los extremos de la primera y la levanté pasándola por la cabeza y brazos, para arrojarla luego sobre el sillón que había ocupado. Empecé entonces a desabrocharme la camisola en su larga sucesión de botones, descubriendo en el lento avance la parte central de mi cuerpo, hasta que el corte de la prenda quedó del todo abierta. Después deslicé el tirante derecho por mi hombro, de forma que quedó el pecho de ese lado al descubierto, y me detuve en la pose que representaba el retrato.
—Bájese el otro tirante también —lo oí musitar.
Lo hice. La prenda resbaló por mis brazos y mis caderas, arremolinándose asimismo a mis pies. Quedé del todo desnuda, excepto por las medias blancas que sujetaba con ligas por encima de las rodillas.
Él me contempló largamente, sin moverse.
—¿Qué edad tiene? —espetó de pronto.
—Diecinueve.
—Yo, más de cuarenta —comparó.
—No me importa —obvié.
—No le importa porque tiene diecinueve. Cuando traspase los cuarenta, empezará a importarle.
—Es usted joven aún.
—Aún. —Sonrió lánguido—. A los veinte años no me hubiese entretenido a conversar con una mujer bonita que se acabara de desnudar para mí.
Se levantó. Posó sus manos calientes y acariciadoras sobre mis hombros desnudos, deslizando su vista desde mis ojos hasta mis pechos para volver de nuevo a aquéllos.
—Dígame, ¿qué busca una joven en un hombre que le duplica sobradamente la edad?
Tuve la certeza de que sería incapaz de comprenderlo.
—Usted ocúpese de lo que usted busca, y yo me ocuparé de lo que busco yo —fue mi respuesta.
Pareció complacerle, porque esbozó una sonrisa.
—¿Quiere decir que se hace única responsable de sus propios actos?
—Así es —ratifiqué—. Seré joven, pero no soy una niña. Sé lo que me hago y lo que quiero. Y esta noche lo quiero a usted.
—Bien —celebró sedoso—. En ese caso, me lavo las manos.
Se inclinó sobre mi y me besó, al tiempo que oprimía mis senos.
Dos años de relación con Daniel me habían otorgado suficiente experiencia como para saber proporcionar placer a un hombre y saber disfrutar en sus brazos. Pero con el vizconde me entregué como nunca había hecho antes, pues mi deseo y pasión eran tan encendidas que, a pesar de que no suelo creer demasiado en mí misma, estoy convencida de que nunca tuvo en su cama amante mejor, pues probablemente nunca nadie le había hecho sentirse tan deseado; tanto que no dudo de que por esa noche se reencontró con sus perdidos veinte años.
André Courtain
Hacía poco que habíamos regresado a la casa. Volvíamos del pueblo, si es que se podía llamar así a la diminuta aldea de cuatro casas y una ermita que había a unas dos millas de distancia. Nada más entrar nos refugiamos en la cocina, la pieza más cálida, donde Lucile dio su toma de leche al niño. Cuando terminó, colocó al bebé saciado en mis brazos y lo mantuve derecho sobre mi hombro para ayudarlo a expulsar el aire. Con él a cuestas atravesé el vestíbulo de entrada y me dirigí hacia el salón de la planta baja para comprobar si el fuego del hogar que habíamos encendido antes de salir requería ser avivado. Pero, nada más abrir la puerta, me quedé inmóvil en su umbral, paralizado por el susto.
Dos hombres armados, desconocidos, aguardaban silenciosos en su interior, y se pusieron en pie al entrar yo. No exhalaron ni un solo sonido, pero mostraron de inmediato sus armas de fuego, para hacerme comprender mi situación. Supuse que eran bandoleros, que por desgracia abundaban en aquellos tiempos de agitación y necesidad, y me culpé por no haber tenido nunca la precaución de cerrar la casa con llave, acostumbrados como estábamos a que nadie pasase por aquel apartado paraje en medio del campo. Pero entonces divisé una figura sentada en un rincón, que al contrario que los demás, no se había levantado ni mostraba actitud alguna amenazante. Era Saltrais.
Verlo me alivió en parte, en lo que a las mujeres se refería. Saltrais no cometería ni permitiría cometer ningún abuso contra ellas. A mi hijo, por cuya vida había temido hacía unos instantes, también podía considerarlo a salvo. Pero yo me di por muerto. Había venido a matarme y me había cogido completamente desprevenido. Con mi bebé en brazos y dos hombres armados atentos al menor de mis movimientos, no tenía opción alguna de reacción. Me haría subir a un carruaje y a mitad de camino me mataría dejándome tirado en algún bosque, aparentando haber sido víctima de asaltantes. Era la mejor solución para él, sin duda, después del fracaso de Fillard, y yo debí haberlo previsto.
—¿Qué ocurre, marqués? —pronunció Saltrais cuidándose de no elevar la voz—. ¿Ha enmudecido? Ya veo, está sorprendido —añadió al tiempo que se levantaba—. Pero eso no le excusa de presentarme a mi sobrino. He venido de muy lejos para conocerlo.
—¿Su sobrino?
—Mi sobrino, sí. —Sonrió mientras se aproximaba—. El hijo de la hermana de mi esposa. Soy el tío de su hijo. ¿No había caído en la cuenta? Ahora somos parientes, Courtain. Qué vueltas da la vida, ¿verdad?
—No se acerque —dije, mientras instintivamente apartaba al niño.
—Pero ¿qué le ocurre? —se burló—. ¿A qué viene ese nerviosismo? ¿Me cree capaz de hacer daño a mi tierno sobrino? ¿O a usted, estando presentes en la casa mi querida suegra y mi cuñada? ¡Por favor…! Es una visita cordial. Tranquilícese.
—Sus acompañantes no tienen un aspecto muy cordial —objeté.
—¿Y qué otro remedio me queda que protegerme? Me han dicho que quiere detenerme. Comprenderá que ante esas habladurías haya tomado mis precauciones. Aunque si me asegura que no son ciertas…
—¿Qué quiere? —espeté secamente, empezando a creer que no tenía, en verdad, intención de atentar contra mí, al menos en aquella ocasión.
Me miró con fijeza, borrando la sonrisa falsa que había esbozado hasta entonces.
—Pactar mi libertad. Es una oportunidad que le doy. Ya ve que no me es difícil llegar hasta usted. Hoy la visita es cordial, pero otro día puede no serlo. Me he cansado de desempeñar el papel de ratón en este juego de persecución eterno. Tengo mis planes y usted me estorba. O llegamos hoy a un acuerdo, o acabaré con usted de la forma que sea.
—Supongo que eso es una amenaza.
—He de poner fin a esto, marqués. Quisiera hacerlo de la mejor de las maneras, por eso estoy aquí, pero si no es posible, lo será de cualquier otra. Si eso es una amenaza para usted, nada tengo que contradecir.
Era obvio que tendría que escucharlo, me gustara o no.
—Bien —empecé—, acabemos cuanto antes. ¿Qué quiere proponerme?
—Siéntese, haga el favor —me invitó, como si fuera él el anfitrión, señalando una silla junto a la cabecera de la gran mesa de centro.
Ambos nos sentamos, algo apartados de los dos hombres que permanecían de pie en el fondo de la estancia como soldados haciendo guardia. La criatura se había adormecido tumbada en mi brazo derecho.
—¿Qué quiere a cambio de olvidarme? —preguntó Saltrais—. ¿Puedo comprarlo con dinero? Me han dicho que Versalles le ha retirado su pensión. Ahora que tiene una familia a su cargo y que las cosas en la campiña no van demasiado bien, quizá le ayudarían unas cuantas decenas de miles de libras.
—¿Decenas de miles de libras? —Sonreí escéptico, casi divertido por el intento de soborno—. No sabía que fuera tan pudiente.
—Yo no. Pero mis amigos sí. Y se preocupan por mí.
—Es usted afortunado.
—¿Sesenta mil libras, por ejemplo?
—No está mal —me resentí, porque la tentación, en verdad, mordía. Sesenta mil libras bien dosificadas podían durar unos pocos años, los suficientes para superar la crisis—. Aceptaría encantado —respondí para disuadirlo de seguir insistiendo— pero he de advertirle que no soy de fiar. Me lo gastaría y luego volvería a chantajearlo.
—No lo haría si me diera su palabra —dudó.
—Quien acepta un soborno —apuntillé— pierde su honor y su palabra.
Saltrais calló. Posiblemente nunca había confiado en el éxito de tal intento, así que suspiró hondo y abordó su segunda opción:
—Yo no fui el único que intervino en la fuga de La Motte. Supongo que lo sabe.
—Lo sé, sí.
—No lo sabe todo. Unos cuantos intervinimos activamente, pero otros nos respaldaron y nos ayudaron a su consecución. A cambio de mi persona, puedo entregarle a todos los que participaron activamente y a algunos de los que lo hicieron intelectualmente.
—Ahora sí que lo escucho.
—Activamente intervinimos Mounard, Didier Durnais, vuestro amigo Fillard y yo. Se los puedo entregar a todos.
—¿Didier Durnais? —remarqué, pues no estaba en mi lista.
—Así es. Fue él quien aportó el local de Bramont.
—Entiendo —musité—. Luego Bramont no tuvo nada que ver…
—No. ¿Qué tal sienta equivocarse, marqués?
—Dígamelo usted; sin duda sabe mucho más que yo al respecto. ¿Y qué piensa hacer para entregármelos?
—Le firmaré una declaración, si quiere. Testificaría contra ellos en el juicio.
—Veamos: a cambio de usted, me ofrece a Durnais, un joven manipulable que debió de limitarse a seguir instrucciones, al anciano de Mounard que a nadie interesa, y a un fallecido. No sé si se da cuenta, pero la balanza no queda equilibrada. Tendrá que ofrecerme a alguien más. Alguien realmente de peso. Alguien a cuyo lado sea usted el insignificante. ¿Comprende?
—Eso será fácil. —Sonrió, en un alarde de falsa modestia—. Puedo hacerlo. Hay un par de individuos de relevancia, declarados enemigos de la Corona, que contribuyeron y apoyaron la idea.
—¿Quiénes?
—No puedo decírselo antes de cerrar el acuerdo. Después le facilitaré los nombres. Sólo con una condición: en este caso mi participación debe quedar totalmente oculta. No firmaré declaraciones, ni testificaré. Si se supiera que los he delatado, perdería todos mis apoyos y arruinaría mi carrera política, que es lo que me interesa en estos momentos.
—Si no va a testificar, ¿de qué me servirá tener los nombres? ¿Qué pruebas tendré?
—Búsquelas usted mismo. Yo lo pondré sobre la pista, que ya es bastante.
—No suficiente. Acláreme al menos algo, para que comprenda la importancia de lo que estamos hablando: ¿uno de ellos es el duque de Orleans?
Saltrais sonrió enigmáticamente, pero no contestó. Nos miramos unos instantes, y al cabo me tendió la mano, invitándome a que se la estrechara.
—Espere —interrumpí cauto—. Los nombres sin las pruebas no me sirven de nada. Hagamos una cosa, vizconde: encuéntrelas usted. Deme nombres y pruebas, y le doy palabra de que ocultaré su participación y de que borraré su nombre de cualquier sospecha relativa a este asunto. Quedará del todo libre. Ése es el único pacto al que puedo llegar con usted en este momento.
El rostro de Saltrais se cerró. Me mantuvo una mirada opaca unos instantes y luego se levantó cansinamente. Hizo un gesto a sus acompañantes para que abandonaran la estancia y recuperó la capa y los guantes que había dejado en una silla.
—Recuerde que lo intenté —me dijo, ya a punto de salir—. Que intenté llegar a un acuerdo con usted.
Dicho esto abrió la puerta y salió, dejando tras de sí un frío remolino de viento y nieve.