Capítulo XXII

Paul Bramont

No habían sido las condenatorias palabras del padre Gregorio las que habían cambiado mi opinión, por más que me impactaran y desagradaran, pero sí la brevísima reseña que Marionne había hecho del objeto de sus conversaciones con él, porque me hizo comprender algo en lo que yo, imperdonablemente, no había caído: que ella no sería feliz de otra forma. Visioné a una controvertida Marionne buscando en el viejo cura consuelo y apoyo espiritual por haberse entregado a mí con quebranto de sus principios, y me vi a mí mismo a través de los ojos del sacerdote mientras intentaba consolarla. Era inaceptable. Yo quería a Marionne lo suficiente para desear su dicha, y si ésta pasaba por que la desposara, no podía ser yo, a mi vez, más afortunado, así que no había vuelta de hoja.

Ahora bien, una vez concertado el matrimonio, necesitaba casarme enseguida. Desde que se había levantado la veda, vivía en un infierno de deseo insatisfecho. Marionne me besaba, me abrazaba haciéndome notar el volumen mullido de sus pechos, se tumbaba encima de mí en la hierba del prado, su bajo vientre contra el mío mientras hundía sus manos en mi cabello y me besaba en la boca… Ya sabía yo que ése sería el efecto de la parcial liberalización y por eso había querido evitarlo. Si sólo el verla ya me alteraba, aquello era demasiado. Porque, además, esos días, la exultante felicidad que irradiaba Marionne tras nuestro compromiso la había elevado a la condición de criatura sublime. Yo me consumía en un deseo y un enamoramiento obsesivo y ansioso. Necesitaba amarla con normalidad para volver a recuperar el equilibrio y la serenidad.

El casamiento podía tener lugar en la capilla del castillo, oficiado por el padre Gregorio, con Vincent y algún otro de testigo, y ya está. Rápido, sin pompa ni boato. Era un trámite y cuanto antes pasara, mejor.

Seguramente Marionne, como la mayoría de las mujeres, había soñado con una ceremonia más festiva y con un hermoso vestido de novia de los que tardan no menos de un mes en confeccionarse. Pero si era así, me lo ocultó hábilmente y aseguró estar encantada con la sencillez de la propuesta por mí. Sólo tenía una petición, y era innegociable: no podía casarse sin haber invitado a la boda a su madre. No podía matarla del disgusto obviándola en algo tan importante, me dijo. Me avine sin discutir y envié con un mensajero urgente la carta a su familia. Fue inevitable entonces la paralela: suponía Marionne que… ¡no se me ocurriría casarme sin notificárselo a mis padres…!

Había pensado en ello y decidido no hacerlo. Por un motivo claro: estaba seguro de que no aprobarían este casamiento. Mi intención era comunicar el hecho consumado y evitar toda discusión al respecto. Pero no quería decírselo a Marionne con tanta crudeza por temor a herirla, máxime cuando, por alguna incomprensible razón, ella estaba convencida de que mi madre la veía con buenos ojos.

—¿Y por qué crees eso? —le pregunté—. Si no te conoce…

—Pero se interesó por mí.

—¿Mi madre?

Marionne me explicó entonces una extrañísima visita que había recibido de la baronesa de Ostry, al parecer motivada por el secreto interés de mi madre en casarme. La excusa era absolutamente increíble para mí, que por supuesto conocía a mi madre, y debo decir que también a la baronesa. La interrogué sobre el suceso y empecé a abrigar oscuras sospechas sobre las intenciones de ésta. Marionne leyó en mis ojos y su creencia en la buena fe de la mujer desapareció súbitamente. La tristeza ensombreció su semblante y no volvió a mencionar a mis padres. No obstante, decidí notificárselo para no demostrarle que temía un rechazo tan frontal.

Pero las dos sencillas cartas, la dirigida a la madre de Marionne y la dirigida a mis padres, tuvieron una repercusión que confieso sobrepasó todos mis cálculos.

La vi llegar antes de que la anunciaran. Divisé su carroza acercarse a través de los ventanales de la galería del primer piso. Después de haber comunicado a mis padres mi propósito de contraer matrimonio con Marionne, sabía que habría alguna reacción por su parte, pero no había supuesto que la enviaran a ella. Aunque si la dignidad no les permitía venir personalmente, sin duda no hubiesen encontrado a nadie más dispuesto a entrometerse en las controversias ajenas.

Bajé a recibirla al propio patio del castillo. Yo mismo abrí la puerta de su vehículo, adelantándome al movimiento de su sirviente.

—Es un honor recibirla en mi casa, baronesa —la saludé.

—Eso será si antes puedo salir de esta caja infernal —protestó la mujer, hundida en el fondo de su asiento, mientras se balanceaba esforzadamente para conseguir enderezarse.

Esperé a que lo consiguiera, a pesar de que sus balanceos no habían modificado ni un ápice su inicial posición, hasta que mirándome huraña explotó:

—Joven, si no me ayuda, nunca conseguiré la hazaña de salir de aquí.

Me introduje medio cuerpo en el coche, y asiendo con firmeza a la anciana por un brazo y por la espalda, la impulsé vigorosamente hacia mí. Con tal esfuerzo conseguimos que avanzara hasta quedar sentada en la punta del asiento. Nos detuvimos ambos para tomar aliento y de nuevo otro empuje similar consiguió ponerla en pie.

—¡Ah! —suspiró con una mezcla de cansancio y regocijo cuando consiguió pisar tierra firme—. Hubo un tiempo —me dijo mirándome con picardía— en el que cualquier caballero se hubiese sentido feliz de tenerme en sus brazos como usted ahora.

—Y feliz me he sentido, señora, de poder serle de utilidad —reverencié.

—Ésas son las virtudes de la buena educación —contestó—. El arte de pronunciar evidentes mentiras y resultar grato con ellas. Gracias conde, por su gentil mentira. —Sonrió con amabilidad—. Son mis huesos, ¿sabe? —aclaró—. Ya no me sostienen como antes. Debería perder peso. ¡Pero me gustan tanto los dulces…! A mi edad, ¿qué otro goce me queda? ¡Ay, señor! —suspiró, subiendo pesadamente los cuatro escalones que precedían la puerta de entrada—. La vejez es un castigo divino. Pero a los jóvenes no les gusta oír las quejas de los viejos. Alegría, alegría. Sólo alegría quieren los jóvenes. Alegría, diversiones, y más alegría y más diversiones. ¿Y quién puede culparlos? Es por aquí, supongo… —inquirió, señalando el sombreado interior del vestíbulo.

—Adelante, por favor —la invité—. Está usted en su casa. ¿Ha tenido un viaje agradable?

—¿Y qué viaje es agradable? —protestó—. ¿Cómo puede ser agradable ser sacudida y bamboleada durante horas y horas y acabar con el cuerpo molido? ¿Y cómo alguien puede tener buen viaje con este calor? Hace mucho calor en su provincia —me reprendió, como si fuera una falta mía—. Mucho más que en París. Y en este maldito campo, no hay ni una sombra que proteja a los viajeros de la impiedad del sol. Todo son cultivos y cultivos y cultivos.

—También hay bosques, señora.

—¡No junto a los caminos! —se alteró de pronto—. ¡No junto a los caminos! ¡No me discuta esto, joven, que lo he estado padeciendo todo el trayecto! ¡Cuatro infernales días de viaje sin una bendita sombra! ¡Bosques… bosques…! ¿Dónde están los bosques? ¡Donde no prestan servicio a nadie!

Sin que le indicara el camino, ella misma comenzó a subir las escaleras hacia el primer piso. La baronesa nunca había estado en Coboure desde que era mío, pero tal vez lo había visitado alguna vez en vida de mi abuelo. Y si era así, podía acordarse perfectamente de su distribución. Aquella mujer tenía una memoria reconocida, a pesar de que a menudo jugase a hacerse la olvidadiza.

—¿Quién fue el que habló de las cualidades del campo? —desdeñó, en clara alusión a la exaltación rousseauniana de la Naturaleza—. ¿Quién dijo que en el campo florece la virtud y en la ciudad la corrupción? ¡Tonterías! No hay más virtud en el campo que en la ciudad, se lo digo yo. ¡Lo que encontrará más y más abundantemente en el campo son moscas y avispas y arañas e insectos de todas clases, a cual más molesto o más horripilante! Hace tiempo que me obligué a no viajar en verano, y menos al campo, a pesar de que París, en verano, es aburridísimo. ¡Y heme aquí! Y ciertamente he pagado mi propia desobediencia. Tengo el corsé tan pegado al cuerpo que mi doncella necesitará arrancarme la piel para quitármelo. Disculpará usted que le mencione una prenda femenina tan íntima, pero la ventaja de mi edad es que puedo permitirme ese tipo de licencias. ¡Y el polvo del camino! No quiero molestar su sensibilidad evocando humedades ingratas, pero cuando me sueno en mi pañuelo, ¿sabe lo que veo en él? ¡Polvo! Tengo la pituitaria rebozada. ¡Que me hablen a mí de los maravillosos perfumes del campo! ¡Y los baches…! ¡Dios del cielo! ¡Pero cómo tienen esas carreteras!

—Espero poder compensarla de tan amargos sinsabores.

La baronesa se detuvo en el último escalón y me miró con una sonrisa maternal acompañada de un destello de astucia en sus ojos cansados. Comprendí que había captado el leve tono socarrón que latía bajo mi cortés amabilidad.

—Lo encuentro muy apaciguado, conde —repuso regañona—. Casi se podría decir que está dispuesto a aceptar cualquier crítica o censura con la mayor docilidad. Eso es ideal a mis proyectos. Espero que no cambie de talante.

La conduje hasta sus aposentos. Las habitaciones de invitados las había decorado mi abuela, que tenía un gusto muy semejante al de la baronesa: nada de pesados tapices antiguos ni de madera oscura, como las estancias de mi abuelo. Moda rococó, con muebles modernos lacados en colores claros y ribeteados en dorado, seda en tonos pastel y cuadros revistiendo las paredes. Todo claridad y luz, y el sol que a aquella hora entraba por las amplias ventanas ayudaba a que el aspecto fuese elegante, alegre y acogedor.

—Magnífico, magnífico —aprobó la anciana después de examinarlo todo con su exigente mirada—. Es todo lo que tengo que decir. Magnífico.

—Celebro que sea de su agrado —repuse—. Con su permiso, me retiraré para que pueda reposar. ¿A qué hora desea almorzar, señora?

—A la que usted tenga por costumbre, conde —replicó enérgica—. No he venido aquí a alterar las normas de nadie. Yo siempre me amoldo a las de las casas a las que me convidan, del mismo modo que espero de mis invitados que se amolden a las mías. Pero le ruego que me haga compañía un rato más —solicitó—. Ayúdeme a sentarme en aquel sillón. Creo que mi reputación podrá soportar el que ambos nos quedemos a solas unos minutos más en mis apartamentos privados.

Hice lo que me pedía, sabiendo que su solicitud tendría algún objetivo. La sostuve del brazo mientras se dejaba caer con pesadez sobre el asiento. Aunque no recordaba haberme fijado en ello, ahora me pareció que, en efecto, había ganado peso, y que estaba más inflada y redonda que la última vez que la había visto. Luego tomé una silla y la coloqué cerca de ella.

—Bien, bien… —comenzó la mujer—. ¿Así que va usted a casarse?

—Sí —contesté. Luego añadí, a modo de sarcástica advertencia—: Espero que haya venido a felicitarme.

—¿Y dónde está su prometida? ¿Cómo es que no ha venido a saludarme?

—Se la presentaré con mucho gusto en cuanto usted desee.

—Bien, después, primero quiero conversar a solas con usted. Sus padres me han enviado para que intente disuadirle de su proyectado casamiento —espetó abiertamente.

—Entonces lamento decir que su viaje, además de desagradable, ha sido en balde.

—Ya lo sé, joven. —Sonrió—. ¿Cree que soy tonta? Ya se lo dije a sus padres. ¿Creéis, les dije, que un hombre independiente, con su propia fortuna, acostumbrado a hacer su voluntad, va a renunciar a la mujer que ama, y a su felicidad, porque esta pobre anciana se lo pida? Por eso no, me dijeron, porque se lo piden sus padres, dile, de rodillas, dile, con lágrimas en los ojos, dile. Dile que si es necesario, se arrastrarán ante él para suplicarle que no haga algo de lo que luego se…

—¿El discurso se lo ha dictado mi madre?

Conseguí sorprenderla. Esperaba resistencia, pero no aquella burlona indiferencia.

—¡Está bien, está bien! —reaccionó—. Por lo que veo, no le importa ni el qué dirán ni el rechazo social que puede despertar con su acción. Un hombre libre, ¿no es así?

—Todo lo contrario. —La miré penetrante y añadí—: Soy un esclavo del amor.

La baronesa explotó en una carcajada sincera y alegre que la hizo balancearse ligeramente sobre sus posaderas como una peonza.

—¡Ay conde…! —se serenó enjugándose las lágrimas—. Es usted incorregible. En fin —asintió con suavidad—, no seré yo, en verdad, quien critique su decisión. Voy a contarle un secreto —añadió—. Un verdadero secreto que deberá guardar confidencialmente. Mi esposo, el barón de Ostry, que Dios tenga en su gloria, era un hombre extraordinario. —Me miró, sonrió con tristeza y continuó—: Pero yo amaba a otro. Ocultaré su nombre por respeto a su intimidad. Este hombre pidió mi mano cuando mi corazón sangraba ya de amor por él. Pero fue rechazado por mi padre porque me había prometido a otro, al barón de Ostry. Supliqué, pero mi elegido era de peor fortuna, y mi padre consideró que mi juventud me impedía decidir correctamente sobre mi conveniencia. Lloré con desconsuelo, pero me sometí. El destino quiso que mi marido y él se hicieran buenos amigos. Cuando ambos estaban en París, yo lo veía casi a diario. Jamás dejé de amarlo. Y creo que él a mí tampoco, o, al menos, ésa es la dulce esperanza que me consolaba. Mas nunca fuimos el uno del otro. Él por lealtad a su amistad. Yo por respeto a mi esposo —hizo una pausa, me miró con una calidez dulce, y continuó—: Si ahora volviera a nacer, no me sometería. Huiría, si fuera necesario. Haría lo que fuera por no soportar toda la vida esta renuncia que me ha carcomido por dentro.

Guardé un respetuoso silencio, sin apartar la vista de la anciana, dándome cuenta, por la sencillez y brevedad con la que había explicado su historia, que me acababa de hacer partícipe de su única y auténticamente sentida confidencia personal.

—No ceda, conde —continuó, con ojos secos—. Cásese con aquélla a la que elija. Y no tema nada. Sus padres sienten por usted tal debilidad, que no podrán mantener su enfado ni dos meses. En cuanto a los demás… —negó con la cabeza—, no se someta a los dictámenes de los que, en realidad, ningún derecho tienen a decidir sobre la felicidad de usted y cuya opinión es del todo voluble.

—Le agradezco su comprensión.

—En esto sí, ¡pero en otras cosas, no! —me riñó, sacudiendo su índice—. ¡En otras cuestiones sí que tendrá que oírme! ¡¿Pues no he oído que ha perdonado las rentas a sus campesinos en recompensa por osar lanzarle piedras?! ¡¿Dónde está esa autoridad y firmeza de carácter de las que alardea delante de mí?! ¡Sólo de pensar que pueda cundir el ejemplo se me ponen los pelos de punta! No, no se librará de mis reproches. Pero —añadió levantando una mano para contenerme— antes vamos a terminar esta cuestión. Con independencia de cuál sea mi opinión personal, tengo que cumplir el encargo que me han hecho, de forma que me veo en el deber de transmitirle la propuesta y ruego de sus padres. Ellos, basándose en que ninguna de sus anteriores relaciones ha durado más de dos años, consideran que debería esperar uno más a casarse, y si así lo hace y respeta este ruego suyo, apoyarán sin reserva alguna el enlace que celebre entonces. Eso es lo que le piden en esta carta que me han encargado le entregue.

¿Esperar un año?, sonreí. Pobres padres. No sabían lo que pedían.

—Gracias —repliqué tomando la misiva—. La leeré con mucho gusto después de mi boda.

—¿Sabe, conde? —Sonrió brevemente la mujer, tocándome juguetona el hombro con el puño de su bastón—. Creí que su prometida era una mujer afortunada, pero empiezo a dudar de ello. Me parece que no va a ser usted un marido fácil de manejar —tras una leve pausa añadió, devolviendo su bastón a su posición marcial—: Bien. También yo he cumplido ya mi misión. Ahora tenga la amabilidad de descubrir dónde se esconde mi doncella. Necesito un baño con urgencia.

—Por supuesto. Pero antes quisiera formularle un par de preguntas.

—¡Ah! —se sorprendió—. Me encanta que me hagan preguntas. Demuestra que despierto curiosidad, y aunque eso no sea lo mismo que el interés, se le parece lo suficiente para crear la ilusión. Adelante, joven, haga sus preguntas.

—Gracias. La primera es, ¿asistirá usted a mi boda?

—¡Naturalmente! —exclamó—. ¿Cree que he hecho todo este via je para nada? ¡Y con lo que me gustan las bodas! Siempre lloro, no lo puedo evitar. Es delicioso.

—Gracias de nuevo. La segunda pregunta es, ¿por qué entregó a la señorita Miraneau al marqués de Sainte-Agnès con ánimo de que me delatara?

Su benévola sonrisa quedó congelada en su rostro. Durante apenas un escaso segundo, el tiempo de abrir y cerrar una puerta, se le cayó la máscara y vislumbré a la verdadera baronesa de Ostry. Duró poco, pues enseguida se rehízo y me dirigió una mirada cargada de sorpresiva indignación.

—¡Joven!, qué pregunta más impertinente.

—Al contrario, señora —repuse—. A mí me parece de lo más pertinente. ¿Sabe mi madre que ha mandado en su representación a quien intentó enviarme a la cárcel, para que no me case con quien me libró de ella?

Ahora la preocupación de su mirada era sincera.

—Su madre —contestó— es amiga mía desde hace muchos años. Nunca creería esa acusación.

—¿Y cree usted que se comportó como una amiga?

—Supongo que está usted dispuesto a responder de sus propios actos —replicó digna.

—Sí, pero no de los que no lo son. Yo nada tuve que ver con ese asunto.

La baronesa bajó la cabeza. Mantuvo la vista fija en el suelo unos momentos, tras los que se levantó pesadamente, ayudándose de su bastón. Se enderezó con lentitud y se acercó hasta mí, mirándome de frente.

—Me alegro de oír eso. Pero yo hice lo que debía hacer y dejé las consideraciones personales al margen. Ése es el motivo, querido conde, por el que yo nunca pido excusas, porque siempre he hecho aquello que creía que debía hacer. Y este caso no fue distinto. No le deseo mal alguno, ni a usted ni a su prometida. Y francamente.

en nada le beneficiará el guardarme rencor. Y menos el manifestarlo.

Me sonreí. Resultaba admirable esa facultad que le permitía, con toda tranquilidad y sin turbarse un ápice, reconocer su culpa, solicitar que no se le tuviese en cuenta a pesar de no molestarse en pedir disculpas, y encima hasta amenazar veladamente.

—¿Por qué lo hizo?

—Recibí órdenes —admitió con llaneza.

—¿De Courtain?

—¿De Courtain? —descartó—. No, por Dios. ¿Cree que el marqués puede darme a mí órdenes? ¡De mucho más arriba! ¡Prácticamente de la reina!

—Entiendo. Y dígame, ¿qué nuevas actuaciones he de temer?

—Ninguna que yo sepa. Ya estoy apartada de este desagradable asunto. Tuve una intervención puntual solamente. Y créame, celebro que no le haya pasado nada.

—Es cierto. A mí nada me pasó, gracias a la señorita Miraneau. Pero a ella sí. Fue sometida a tortura, como sin duda sabe usted.

—Esa no fue decisión mía, gracias a Dios.

—No, pero cuando la acusó debía de saber a lo que la exponía. ¿Ha pensado en cómo compensarla?

—Nada me complacería más —elevó el mentón—. Pero no se me ocurre qué podría hacer por ella.

Cogí la regordeta mano de la anciana cargada de joyas, la agasajé con un beso y sugerí:

—A mi prometida le apenará sentir el rechazo de mis padres. Sé que yo no conseguiré que vengan a mi boda, pero confío ciegamente en sus manipuladoras habilidades.

La mujer rompió a reír, aliviada de comprobar que el episodio de su actuación no iba a comportarle mayores contratiempos, y replicó:

—Joven, ¡no sabe hasta qué punto! Si me lo propongo —añadió señalándome con su bastón, cual si fuera una advertencia— puedo conseguir que acuda a su boda hasta el mismo papa de Roma.

Sonreí pensando en mi pobre madre. No me había costado mucho convertir a su embajadora en la mía propia y precisamente frente a ella. Algún día debería recordarle que el propio Luis XIV contrajo matrimonio secreto con una burguesa, la venerada Madame de Maintenon.

Marionne Miraneau

Paul hubiese querido casarse de inmediato, en un acto sencillo y rápido. En mis sueños de niña mi boda había sido algo más ceremoniosa, con música, flores, invitados, convite y vestido blanco. Pero me pareció acertada la opción de una sencilla teniendo en cuenta la clase social a la que pertenecía mi prometido. Con excepción de mi madre, mi hermana, el señor Bontemps y quizá Alain, no había nadie que me importara lo suficiente para desear que acudiera al enlace y, por el contrario, los compromisos de Paul atraerían a un enjambre de estirados miembros de su sociedad entre los que yo no me sentía nada cómoda. Por otra parte, aunque Paul había intentado pasarlo por alto, yo sabía que sus padres se oponían a su matrimonio conmigo, y una celebración aparatosa pondría en evidencia su ausencia, lo que supondría, sobre todo, un oprobio para mí.

Así pues, nos casaría el padre Gregorio en la pequeña y austera capilla del castillo. Desde que Paul se había avenido a condonar las rentas de sus feligreses, las relaciones con éste habían cambiado radicalmente. Yo le había anunciado el aplazamiento de los pagos con el devengo de intereses, pero cuando Paul cerró un acuerdo con las familias pudientes para capitalizar sus rentas y liberar sus tierras, condonó de forma definitiva, y no sólo por aquel año, las rentas de las familias más necesitadas. Según Paul, nada perdía pues nunca podrían pagarle. Pero el padre Gregorio quedó de una pieza, sin dar crédito a lo que oía, y desde entonces se había convertido en un ferviente defensor del buen conde que Dios en su infinita misericordia les había enviado en sustitución del déspota de su abuelo. Paul además había aceptado sufragar la rehabilitación de la escuela, había ofrecido a la comunidad el aprovechamiento del bosque para obtención de leña de consumo particular y caza menor, había renunciado a sus derechos de molienda y había eximido del pago de tasas de circulación a los habitantes del condado. El cura besaba el suelo que pisaba, y aunque Paul no acudía nunca a sus oficios religiosos, en todos sus sermones el agradecido sacerdote bendecía su nombre. Sin duda su actitud había reblandecido a Paul por completo. Se reía cuando se lo explicaba, pero bajo las carcajadas yo veía el hielo derretirse y el rencor evaporarse hasta desaparecer.

La ceremonia debía tener lugar en cuanto llegaran mi madre y mi hermana. Pero se adelantó la baronesa de Ostry. Llegó un par de días antes, se encerró a conversar con Paul mientras yo moría de angustia imaginando que pretendía disuadirlo de nuestro casamiento, y después se mostró conmigo amigable y ostentosamente afectuosa, como cuando había acudido a mi taller a visitarme con falsos pretextos. Lo sorprendente fue que tomó las riendas de la situación con absoluta aquiescencia de Paul. Decidió que la boda quedaba pospuesta hasta que ella lo decidiera, bajo la sonrisa cómplice de éste, como si tuvieran los dos algún secreto que no quisieran participarme. Al principio me sentí algo inquieta por el aplazamiento, qué duda cabe, pero cuando manifesté mis dudas a Paul, se limitó a decirme, con una sonrisa risueña y un beso derretidor, que confiara en él, y lo cierto es que lo hice y dejé de preocuparme, con el convencimiento de que tarde o temprano me enteraría de lo que quiera que se trajeran entre manos.

En realidad, la que se traía algo entre manos era sólo la baronesa.

Comenzó su quehacer visitando a todo el mundo y obligando a todo el mundo a que la visitara, en una actividad social frenética e incansable, en apariencia sin ninguna otra finalidad que la mera cortesía. Y, naturalmente, en cada reunión se le escapaba la gran confidencia, lamentándose luego de su incapacidad para guardar secretos: el conde de Coboure se casaba con su prometida, la señorita Miraneau, en la catedral de Tours. Una gran ceremonia. El propio obispo, por supuesto, la oficiaría. Acudirían los padres del conde, los duques de Toulanges, y representantes de las familias más sobresalientes de Francia. Todavía no conocía la lista de invitados, pero confiaba en que contarían con ella, porque imagínense el desprestigio de no ser convidado a semejante ocasión. Se celebraría un gran banquete y una gran fiesta en el castillo que duraría varios días. Ella se había enterado por casualidad en París y había hecho ya su regalo a los novios para que no tuviesen más remedio que invitarla. ¿A que había sido una buena astucia?, decía, riéndose alegremente. Sin duda ése era el motivo por el que la habían convidado a Coboure. Pero bueno, sus interlocutores no debían preocuparse; seguro que la familia Coboure Toulanges se acordaría de ellos siendo como eran de tan respetable posición.

Así que de pronto empezaron a llegar felicitaciones y regalos y más felicitaciones y más regalos. Los más osados hasta los traían en persona esbozando sonrisas de felicidad y examinándome con curiosidad maliciosa. Cuadros, tapices, objetos exóticos, porcelana, bandejas de plata… De repente, todo se había desbordado.

Yo no salía todavía de mi sorpresa, cuando recibimos una carta del obispo de Tours. Por supuesto que la catedral sería un escenario digno de tan digno acontecimiento, y para él un honor que lo distinguiéramos eligiéndolo para oficiar el casamiento. Miré a Paul, entre ilusionada y aturdida. Pero él mantenía una absoluta reserva respecto de lo que opinaba de todo aquello. Parecía dispuesto a dar carta blanca a la baronesa y hasta a seguirle pasivamente el juego, pues aunque ninguna iniciativa le era atribuible a él, no desmintió tampoco las falsas expectativas que la mujer estaba levantando con sus manipulaciones. Y me pregunté cuál era el precio o la recompensa que esperaba obtener por ello.

Y al poco llegó una carta de los padres de Paul. Le reprochaban no sólo su decisión de casarse con su oposición, sino además su osadía de, a pesar de ésta, celebrar una boda por todo lo alto. ¿Cómo era posible que tuviera tan poca consideración? Desde hacía días les llovían las felicitaciones, y el eco de la boda había llegado al mismo París, donde sus amistades esperaban ser invitadas y no cabía otra cosa si no querían ofenderlas. ¿Cuántas habitaciones le quedaban disponibles? ¿Los vecinos de los alrededores prestarían sus residencias para acoger a los que no cupieran en Coboure? ¿Quién lo estaba organizando todo? ¿Ya se estaba dejando aconsejar por la prudencia y buen hacer de la baronesa? Una celebración de esa envergadura comportaba un sinfín de detalles. Paul no tenía experiencia en estas cuestiones, y a mí ni se dignaban mencionarme. Se trasladaban de inmediato a Coboure. ¡Pobre de él que fijara la fecha antes de su llegada!

Si las bendiciones del padre Gregorio le había arrancado carcajadas, la carta de sus padres le hizo esbozar una risa contenida cargada de reconocimiento a la astucia de la baronesa. Y supe entonces que eso era lo que ambos habían tramado, aunque para conseguir el objetivo Paul hubiese renunciado a su deseo de una boda rápida y sencilla.

Yo esperé a mis futuros suegros con el estómago encogido. Su llegada no fue precisamente discreta. «¡Jesús!», fue la escueta exclamación que Paul murmuró cuando los vio llegar. Venían con una comitiva que hubiera podido parecer la de un rey. A su carroza, enorme, pesada, de puro estilo barroco de mediados de siglo, la seguían otras diez más sencillas y cinco carromatos cargados con equipaje. Los duques traían consigo nada menos que a treinta sirvientes, que presuponían el mínimo refuerzo necesario para atender la horda de invitados convocados.

El encuentro con el hijo, que tuvo lugar en el vestíbulo de entrada, fue en apariencia frío y distante. Los duques conservaban su expresión adusta de padres ofendidos. Un beso en la mejilla fue lo que le permitieron, con expresión seria, labios apretados y barbilla altiva. A mí una leve y desdeñosa inclinación de cabeza. Mas adoptaron la postura de quien nunca perdonará pero ha desistido de seguir discutiendo la cuestión y viene dispuesto a tratar otros temas. A media tarde, tras el esfuerzo organizativo de acomodar a todos los recién llegados y a ellos mismos, a quienes Paul cedió sus propias habitaciones, el duque parecía haberse olvidado ya de todo mientras examinaba la biblioteca y comentaba con su hijo algunos de su volúmenes y, en cuanto a la duquesa, empezó a sonreír mientras la baronesa de Ostry le contaba anécdotas de sus visitas de los últimos días. Por la noche, en la cena, todo enojo parecía haber desaparecido, y el entusiasmo por la celebración de la inmediata boda, así como la urgencia de fijar ya una fecha definitiva, se impusieron sobre todo lo demás. La madre de Paul incluso, en un descuido, me dirigió el cariñoso apelativo de «querida mía».

Todo lo relativo a la organización del casamiento quedó fuera de nuestra competencia. El comité estaba liderado por mi futura suegra, con la inestimable colaboración de la baronesa de Ostry. Ésta tuvo la delicadeza de incluir a mi madre, a la que llamaba constantemente «mi estimada amiga», como si antes de la llegada de la duquesa de Toulanges hubiesen sido íntimas. En cuanto a mí, no intenté recuperar las riendas. Prefería no asumir esa responsabilidad. No tenía deseos de discutir con mi futura suegra, y si algo salía a disgusto suyo era preferible que no me lo pudiese atribuir. En lo único que me mantuve firme fue en mi vestido y mi retoque personal. E incluso en eso tuve que transigir. A la dama no le parecía acorde la sencillez de mi indumentaria con el boato de la ceremonia, y tuve que aceptar el añadido de una cola de quince pies y un velo que me cubriera el rostro.

La boda tuvo lugar en la catedral de Tours el 10 de septiembre de 1788. Cuatrocientos veinte fue el número de asistentes, cincuenta los componentes de orquesta y coro, de colores las flores que lo inundaban todo, y dos horas duró la ceremonia. Entré en el templo del brazo del señor Bontemps, orgullosísimo y emocionado de desempeñar tal papel. En el interior, la estilización de la espléndida arquitectura gótica, el tenue olor a incienso, la luz matizada que incidía a través de las vidrieras policromadas, el silencio respetuoso de los asistentes, y, sobre todo, la música, ese indescriptible estallido de voces celestiales que se elevaban y descendían, se añadían y restaban, en cascadas de fuegos artificiales que estremecían el alma y trasladaban a otro mundo de paz y perfección absoluta, me hicieron sentir por fin que estaba viviendo una experiencia única e inolvidable. A partir de ese momento todo se sucedió con total armonía. A los pies del altar Paul tomó mi mano y en su expresión vi que hasta él se sentía en esos momentos feliz y transportado. La ceremonia siguió con solemnidad, sucediéndose los salmos, las lecturas, los cánticos. Y nuestra promesa de mutua aceptación y entrega.

El banquete que se ofreció aquella noche en Coboure fue como yo había ideado, al aire libre, pero multiplicado por diez en su dimensión. Más de treinta platos se sucedieron cubiertos uno tras otro, entre vino de la mejor calidad. Manteles bordados de encaje, vajilla de porcelana, cubertería de plata, copas de fino cristal. Servicio suficiente. Nada faltó. Mi suegra sonreía, satisfecha. A mi madre se le saltaban las lágrimas de vez en cuando, sin creerse todavía lo que estaba sucediendo. Paul me miraba con enamoramiento. No, nada me faltaba. Nada más podía pedir.

Aquella noche nos amamos por fin al completo y en total libertad. Paul parecía desear y adorar cada pulgada de mi cuerpo con tal anhelo que consiguió hacerme superar todo mi pudor y hasta hacerme sentir extraordinaria. Me besaba y acariciaba con tal sensualidad, exploraba y cumplimentaba mis partes más íntimas con tal ternura y naturalidad, y manifestaba tal amor y excitación en todos sus actos que no creo que mujer alguna se haya sentido en el lecho más deseada y amada que yo aquella inolvidable noche. No ansiaba yo menos su cuerpo que él el mío y no perdí la ocasión de abordarlo, conocerlo y aprehenderlo cuando pude, henchida de un deseo que el enamoramiento convertía en ávido y posesivo. El sol nos sorprendió sin apenas haber dormido, y a pesar de la mutua satisfacción, con la pasión renovada apenas intacta.

Las fiestas continuaron durante los dos días siguientes. Juegos campestres, conciertos, baile de gala y un festival espectacular de fuegos artificiales que las culminó. Durante el día tenía que compartir a Paul con todos los demás, pero por las noches era sólo, y por entero, mío. A todas horas estuve borracha de felicidad y apenas era consciente de lo que ocurría a mi alrededor. Sentía un júbilo interior constante y sostenido como nunca antes había sentido, y como no creo que nunca más vuelva a sentir.