Capítulo XXI

Paul Bramont

Quise que fuera Marionne quien intermediara en mi relación con el padre Gregorio. La animadversión recíproca que ambos nos teníamos no iba a favorecer el entendimiento. Por el contrario, ella podía facilitarlo mucho. Era mujer, joven y hermosa, y cualquier hombre, incluso uno seco y viejo como el padre Gregorio, sería sensible a sus encantos; además Marionne no era noble, lo que desarmaría su desconfianza, y por ende era amable y respetuosa con él, como había podido apreciar. Era la baza que necesitaba.

Marionne sonrió refulgente ante la proposición. Que contara con ella la satisfacía enormemente. También me animé a solicitarle que examinara los libros de contabilidad, los que le había pedido al administrador Beltran.

—Temo que existan irregularidades —comenté—. Es lo que quisiera descubrir. Pida cuantos comprobantes necesite. Y también deseo conocer la situación económica de ingresos y gastos, por supuesto.

—Claro —replicó segura—. No se preocupe, me puedo encargar.

—He solicitado una reunión con un agrónomo que reside en Tours —revelé al cabo—. Quiero pedirle un estudio sobre la posibilidad de mejorar el sistema de regadío.

Lo dije porque era cierto, pero también porque quería ganármela, quería borrar de su concepción sobre mí cualquier rastro de las descalificaciones que me había dirigido tras la entrevista con el padre Gregorio.

Las jornadas no se sucedieron vacuas. Enseñé a Marionne el condado. Y ella visitó al padre Gregorio en su vivienda, sita junto a la iglesia del pueblo. Prefirió tener esa muestra de condescendencia que exigirle a él que se trasladara al castillo. Era un hombre mayor, me dijo, su edad merecía ciertas consideraciones. Reconozco que yo no hubiese tenido ese gesto, pero no me opuse. Precisamente había delegado en ella porque no me fiaba de mi actitud con el cura. El entendimiento entre ambos fue inmediato, como también suponía que ocurriría. Marionne era sensible a la penuria ajena. Había vivido el terror de la pobreza en carnes propias y su interés en que nadie sufriera de miseria debió de parecer sincera a los ojos y oídos del padre Gregorio. Sin que ella planteara nada en concreto, salvo la vaguedad de que el conde, o sea yo, estaba dispuesto a considerar con generosidad la situación de cada una de las familias del condado, el sacerdote la creyó y le prometió que de momento apaciguaría a los campesinos y que no tendría lugar ninguna nueva acción contra el castillo o contra mí. A aquel primer encuentro siguieron varios más, en los que ambos se reunieron para estudiar la situación económica de cada familia, pues el padre tenía el detalle de los ingresos y gastos de cada una, ya que necesitaba saberlo al ser el encargado de distribuir la cuota del impuesto de la tall. correspondiente al municipio entre los miembros de la comunidad. Tras dichas sesiones, Marionne me presentó un listado exhaustivo y volvió a sugerirme que plantease el aplazamiento de pago a quien lo solicitase, con devengo de intereses moderados.

Paseé la vista por el listado. Estábamos ambos sentados en mi despacho, en los sillones que había frente a la chimenea, apagada en aquella tarde de verano. Marionne me miraba con atención, esperando mi respuesta.

—Necesito que gane tiempo con el padre Gregorio —contesté—. Dígale que está intentando convencerme. Que lo estoy pensando, pero que está segura de que acabaré por avenirme. Gane tiempo.

Había estado pensando mucho en aquella cuestión y tenía mis propias ideas. La visión de la casi indigencia de las familias más necesitadas, el conocimiento de la oposición de las más pudientes al pago de las rentas feudatarias, la comprobación del funcionamiento del régimen feudal en sí mismo, me habían descubierto la realidad. Mejor dicho, me habían visionado el futuro. Este sistema no se sostendría. Había tenido sentido en una época en que los castillos ofrecían amparo defensivo a las gentes en tiempos de frecuentes guerras e invasiones, pero hoy en día no tenía más razón de ser que el de beneficiar a los dueños de los feudos, perteneciesen a la nobleza o a la Iglesia, y la pujante burguesía lo atacaría a fondo en cuanto pudiera. Los Estados Generales acabarían con este régimen. Propondrían y conseguirían no sólo la igualdad fiscal, sino también la abolición del feudalismo y de las rentas feudatarias. Dentro de tres años, a lo sumo, ya no existirían.

Con este convencimiento, la idea de aplazar su pago no me parecía la mejor. Los que actualmente no podían hacer frente a las corrientes tampoco estarían en condiciones de satisfacer las acumuladas más sus intereses en años venideros, y si alguna de las familias que sí podían pagar solicitaba el aplazamiento, pudiera ocurrir que cuando éste venciera ya no fueran exigibles. Aprovechando que mi previsión no era compartida por la gran generalidad de la gente, decidí intentar llegar a un acuerdo con las familias bien situadas para redimir definitivamente las rentas feudatarias a cambio de su importe capitalizado a, por ejemplo, diez años. El pago anticipado de la renta de sólo esos años, a su importe devaluado actual, a cambio de su redención definitiva y de la supresión del riesgo de perder el pleito iniciado por mi abuelo, era una solución apetecible para quienes podían permitirse su satisfacción. Si llegaba a ese acuerdo, el dinero lo emplearía en implantar un sistema de regadío que hiciera más productivas mis propias tierras y, por supuesto, condonaría definitivamente las rentas de las familias empobrecidas que ni ahora ni nunca podrían pagarme. Pero si esa condonación la planteaba ahora, las familias ricas no aceptarían el acuerdo. Debía cerrarlo con éstas antes, y para ello era esencial que Marionne consiguiera que el padre Gregorio esperara.

—¿Puedo demostrarle su buena voluntad con algo tangible? —planteó ella—. Temo que en caso contrario desconfíe, que crea que la dilación es una mera excusa.

—Tengo la impresión de que está pensando en algo concreto.

—Rehabilitar la escuela, por ejemplo. No costará mucho porque es pequeña. Hay que instalar cristales en las ventanas, que ahora cubren con pergamino, pavimentar el suelo y arreglar el techo.

Sonreí.

—Ya está empezando a confabularse con él. Seguro que esa petición procede del padre Gregorio. El mantenimiento de la escuela no es de mi competencia, es de la comunidad.

—Es cierto —admitió encogiéndose de hombros—. Pero los niños necesitan una escuela decente y la comunidad no tiene fondos para repararla.

—Pídale al padre Gregorio un presupuesto y veremos —acepté—. Eso lo mantendrá distraído.

Las conversaciones con el padre Gregorio no eran la única ocupación de Marionne. También examinó las cuentas, como le pedí, pero no sólo las del condado, sino también las del castillo. Mantenía sesiones frecuentes de trabajo con el administrador, señor Beltran, y con Vincent, y me trasladaba sus conclusiones. Las cuentas del condado eran aparentemente correctas, salvo algunos errores menores, me dijo, pero eso no demostraba que reflejaran todos los ingresos. Quiso contrastar los datos con los del padre Gregorio, y el resultado fue el esperado: el señor Beltran había estado distrayendo fondos en una cuantía aproximada de una décima parte anual, ingresos que no anotaba en los libros de cuentas y que se embolsaba directamente. Sobre la gestión del castillo también caían sombras de sospecha, pues se mantenía el mismo gasto, o incluso se había incrementado, que en la época en que mis abuelos vivían, a pesar de que yo no lo había habitado. Pero así como decidí prescindir de Beltran, con Vincent me limité a formular la correspondiente advertencia y a hacerle saber que habían terminado los tiempos de licencia. No en balde había servido a mi abuelo toda su vida.

Marionne recibía además cada semana un abultado paquete de Bontemps con prolijas explicaciones y legajos de números relativos a su taller, que ella analizaba aplicadamente tras horas de trabajo y respondía en otra larga réplica, amén de atender a la correspondencia con su familia, especialmente con su madre. Los ratos libres los pasaba en mi biblioteca, leyendo tratados de economía, estudios sobre textiles, su confección y su tratamiento, y otras extravagancias que yo ignoraba poseer, además de alguna buena novela, que en ocasiones la absorbía durante horas.

A mí tampoco me sobraba el tiempo. Atendía la correspondencia de mis colegas parisinos, suspendidos en sus funciones como yo mismo, así como ejemplares de periódicos y artículos que desde diversas fuentes me hacían llegar. Inicié los diversos encuentros con los representantes de las familias con las que quería negociar la redención de las rentas, y a quienes quise tratar una a una, para evitar que se aunaran y me plantasen un frente común. Recibí también en un par de ocasiones al agrónomo, y recorrí con él las tierras para que me explicara sobre el terreno sus proyectos.

Algunas de dichas actividades me resultaban incluso gratas. Las que había empezado a detestar eran las sociales. Recibía visitas de otros nobles de la comarca, visitas que debía corresponder. Me invitaban a cacerías, cenas, bailes, conciertos. En los meses de verano la alta sociedad desertaba de París y se trasladaba a sus palacios y residencias en el campo, y en el valle del Loira y alrededores los había en abundancia. Intentaba eludir dichos compromisos en lo posible, pero debía guardar el equilibrio entre mi deseo y la obligación que me imponía la cortesía. Lo que me los hacía tan ingratos era el hecho de que Marionne no quería acompañarme, y yo entendía el motivo: aparecer públicamente con ella sin haber anunciado un compromiso matrimonial era lo mismo que presentarla como mi amante, lo que ella no aceptaba. Y también evité, en lo posible, celebrar acontecimientos sociales en mi castillo precisamente porque ella, por el mismo aludido motivo, permanecía recluida en sus habitaciones sin querer participar, y esa situación aún me incomodaba más. Había llegado un momento en que cualquier diversión sin ella dejaba de ser tal para convertirse en un tedio del que deseaba librarme cuanto antes. Tan sólo las sobrias reuniones de signo político con los magistrados del Parlamento de Tours, que también mantenía semanalmente, me complacían.

Y así iban pasando los días, y las semanas, casi sin darme cuenta.

En cuanto a mi relación con Marionne, estaba claro que ella había temido perder su virtud en mis brazos sin que yo la honrase con el matrimonio. Courtain lo había adivinado enseguida. A mí me había costado más por dos motivos: primero, porque yo no concebía que se pudiera desconfiar de mí, percepción ilusa, sin duda, pero bastante inevitable; segundo, porque yo no me veía atraído por la institución del matrimonio y no me resultaba fácil adivinar ese interés en los demás. A mi parecer, el matrimonio sólo era útil en dos circunstancias: si se deseaba conseguir o incrementar el patrimonio, o si se deseaba tener hijos. Y yo no sentía ninguna de ambas necesidades. Fuera de ellas, no servía para nada, salvo para privar de libertad. No demostraba amor, ni lealtad, ni unión, ni aseguraba ninguno de esos valores. Y, por el contrario, ataba cuando se perdían. Pero tampoco estaba en contra si ello servía para hacer feliz a la mujer amada, si bien entonces yo exigía un requisito ineludible: que el amor fuera correspondido. Y eso no era tan fácil de constatar. ¿Cómo estar seguro de ello sin una previa convivencia? Yo me sabía en ventaja en mi relación con Marionne. Mi posición y riqueza, muy superiores a las de ella, me permitían deslumbrarla. Pero habiéndome enamorado, la ventaja se convertía en desventaja. Era obvio que yo la amaba a ella por sí misma, pero no era tan obvio en su caso, y, lo que me parecía peor, si ella confundía una cosa con otra, pudiera ser que ni siquiera fuera consciente de ello. Y yo concedía al matrimonio la suficiente trascendencia como para temerlo.

Mi estrategia, si es que se le puede llamar así, perseguía seducirla. Quería amarla en libertad, sin compromisos, y, sobre todo, quería que me amase sin esperar nada a cambio salvo a mí mismo. Después, cuando la madurez de nuestra relación me diera tal convencimiento, no tendría inconveniente en casarme si ella lo deseaba. Pero después. Cuando el tiempo y la costumbre hubiese matizado el brillo de cuanto de material y honorífico me rodeaba, cuando la ilusión basada en la ambición no engrandeciera engañosamente la que sólo debía basarse en el amor. Entonces y no antes.

Sabía que ella no se iba a prestar con facilidad a lo que yo pretendía, máxime cuando, para su eficacia, era menester ocultarle la parte más bondadosa de mis intenciones. Pero, precisamente porque era conocedor de las reticencias de su mentalidad, la posible cesión por su parte tendría un enorme valor en cuanto a la significación de sus sentimientos hacia mí. Antes, no obstante, yo debía ganarme esa cesión, debía aplicarme en ganar su amor y su deseo en intensidad bastante como para que, por conseguirme, ella fuera capaz de renunciar a sus propias intenciones, que buscaban, no me cabía duda, el compromiso matrimonial.

Mi juramento, que tenía toda la intención de respetar, había tenido el objetivo de darle la seguridad necesaria para que aceptara acompañarme a Coboure y propiciarme campo para mi campaña de conquista. Había sido un arma útil, pues había conseguido no sólo que aceptara la invitación, sino además que en lugar de mostrarse precavida disfrutara abiertamente de mis insinuaciones al saberlas inofensivas y hasta que participara de ellas con atrevimiento, lo que sin darse cuenta iba despertando su sensualidad. Pero a la vez, ese juramento me ataba de manos, y en ese escenario en el que me veía limitado a desempeñar el papel de provocador sin poder ejercer el de atacante, mis avances se convertían en un arma contra mí mismo, pues cuanto más incentivaba yo su voluptuosidad y más voluptuosa se mostraba ella, más rendido estaba yo, sin que ella diera el paso decisivo que yo pretendía con mis provocaciones. En ocasiones incluso me invitaba claramente con su actitud a besarla, o a tomarme alguna pequeña licencia que su moralidad podía permitir, llevándome al límite de la tentación, que me costaba horrores superar, y a la que, sin embargo, debía resistirme, no sólo en honor a la palabra dada, sino también porque sabía de antemano que si caía en ella sería para ser frenado a la mínima extralimitación, y yo no estaba dispuesto a castigarme durante semanas espoleando mi encendido deseo con superficiales caricias o esporádicos besos. Ya había comprobado el efecto que los de Marionne me producían. Yo quería mucho más. Pero cada renuncia equivalía a cien latigazos, y llegó un momento en que la piel de mi voluntad estaba tan hecha jirones que creí que había perdido la guerra, pues estaba dispuesto a todo, a cualquier cosa, por tenerla.

—¿Y la señorita Miraneau? —fue lo primero que pregunté a Vincent mientras le tendía el sombrero y me aplanaba el pelo.

Regresaba de Tours, de una de las reuniones habituales que tenía con algunos de los magistrados de su Parlamento.

—En sus apartamentos, señor. Con el señor Mallet.

—¿Con quién? —me sorprendí.

—Con el señor Mallet, el maestro, señor.

—¿El maestro de qué?

—El maestro de la escuela señor, de la escuela de niños. Llevan tiempo reunidos. El señor Mallet ha venido varias tardes cuando el señor conde estaba ausente. Encuentra muy agradable la compañía de la señorita, señor.

Clavé los ojos en Vincent.

—¿Intentas decirme algo?

—En absoluto, señor. —Lo acusó monocorde—. Sólo que el señor Mallet tiene la amabilidad de entretener a la señorita Miraneau cuando usted no está. Es un joven muy atento.

—¿Dónde dices que están?

—En el gabinete privado de la señorita. ¿Quiere usted que lo anuncie?

No respondí a aquella sarcástica pulla. Subí de dos en dos las escaleras. En apenas un minuto estaba en el segundo piso y me precipité hacia las habitaciones de Marionne. Principiaban éstas por una antecámara, tras la que estaba el dormitorio, y una vez atravesado éste, el gabinete interior. Abrí la puerta de la alcoba bruscamente. No sé qué esperaba ver, pero dirigí la mirada de inmediato hacia el lecho. Estaba vacío, al igual que el resto de la pieza. La crucé procurando no hacer ruido. La puerta del gabinete estaba entreabierta y miré por su rendija antes de abrirla.

Marionne estaba allí, en compañía de un hombre que aún no tendría los treinta años. Ambos estaban sentados en el canapé, inclinados sobre una mesa baja redonda en la que descansaba un libro abierto. Marionne observaba el volumen y comentaba algo relativo a su contenido. Pero él la contemplaba a ella. Me bastó ver su expresión para comprenderlo. Estaba embelesado, tragando saliva y conteniendo la respiración ante su proximidad.

Irrumpí en la estancia y después golpeé la puerta para advertir de mi presencia.

Ambos se volvieron, casi al unísono. Marionne sonrió, con el rostro iluminado. Él se levantó como empujado por un resorte, con el azoramiento del culpable que ha sido pillado in fraganti.

—¡Conde! —me recibió ella con espontánea alegría—. Creí que no volvería en tres días.

—Decidí hacerlo antes de que me echara de menos. Por suerte, el señor Mallet estaba aquí para aliviar su espera —añadí.

Mallet y yo cruzamos la mirada y fue bastante para que quien comprendiera ahora fuera él. Enrojeció aún algo más y balbució:

—Creo que me voy. Es tarde. Ya nos veremos, Marionne —se despidió con camaradería. Luego, volviéndose hacia mí, agregó—: Ha sido un honor saludarlo, señor conde.

No pronuncié ni una palabra más. Me limité a marcar una levísima inclinación de cabeza mientras me mantenía rígido.

—Hasta mañana, Marc —correspondió ella con naturalidad—. ¿Quieres que te acompañe?

—No hace falta —excusó él mientras se arrimaba a la puerta al pasar detrás de mí, que permanecía inmóvil detenido frente a ésta—. Conozco el camino.

Esperé quieto y en silencio mientras oía cómo se alejaba a mis espaldas. Marionne empezaba a adivinar que algo pasaba, porque me observó arqueando las cejas con curiosidad. Tras parecer descubrirlo, se recostó sobre el canapé, los brazos abiertos, el busto enarbolado, el rostro encendido en una expresión jocosa mezcla de triunfo y desafío.

—¿Marc? —repetí burlón, remarcando que a mí aún no se dignaba llamarme por mi nombre.

—Sí —parpadeó ella—. Un nombre precioso, ¿no le parece?

—No tanto como el sujeto que lo ostenta, supongo.

—¡Ni de lejos! —canturreó—. Es el hombre de mis sueños.

Me sonreí, vencido. Era un estúpido. Me acerqué hasta el sillón que había junto al sofá y me senté en él, mirándola con complacencia y cansancio. Con la complacencia de saberla, en el fondo, mía. Con el cansancio de no tenerla aún.

—Creo que la dejo demasiado sola —reflexioné.

—Estaba sola antes de venir aquí, y trataba diariamente con hombres a causa de mi trabajo. ¿Qué es lo que lo inquieta?

No me inquietaba nada. Eran celos. Era mi talón de Aquiles, lo sabía. Desearía no sentirlos, pero no podía evitarlo. Tan sólo controlarlo y disimularlo.

—¿Qué hacía aquí? —formulé.

—Hablar de la escuela. Del sistema de enseñanza. Considera que es muy deficitario.

—¿Cree usted, de verdad, que es de eso de lo que él hablaba?

Me miró analítica.

—¿Y qué me dice de usted? —contraatacó—. ¿Cuántas mujeres lo cortejan cuando me deja aquí sola para divertirse en esas fiestas a las que lo invitan?

—¿Cree que me divierto en esas fiestas?

—Por supuesto. ¿Por qué va, si no?

—No, no me divierto —aclaré con sinceridad—. Voy porque no es voluntaria la asistencia. O se está o no se está. O estás integrado o te dejan al margen. No se puede ir sólo cuando apetece. Es así de simple.

—Y es muy grave no estar integrado.

—Si eres un ermitaño, no.

Me dirigió una mirada nacarada y cruzó los brazos en señal de recogimiento. Había cesado en su actitud de reto.

—Y a mí no me cortejan mujeres —continué con relajamiento—. Me cortejan sus padres. Les interesa mi título, mi patrimonio y mi herencia. Yo no les intereso en absoluto.

—Bueno. —Se encogió ella de hombros—. Yo sufro algo parecido.

—¿Usted? —Sonreí—. ¿Quiere decir que Marc —remarqué intencionadamente el nombre— está interesado en su taller?

—En mi taller no —clarificó ella—. En mi cuerpo.

La miré asombrado unos instantes y luego sonreí.

—Marionne —dije llevándome la mano al corazón—, le confieso abiertamente que yo también.

—¿Es lo único que quiere de mí?

Retuve la respuesta unos segundos. La sospecha que ella esbozaba planeaba sobre mí desde el día del albergue y, por lo que parecía, yo aún no había sido capaz de destruirla.

—Lo único, no —contesté sobrio—. Pero disociarla a usted de su cuerpo es un ejercicio bastante difícil, ¿no le parece?

Bajó la vista y apretó levemente los labios.

—Dígame —quise cambiar de tema—, si es con Marc —volví a remarcar— con quien habla de la escuela, ¿por qué sigue viendo al padre Gregorio? Ya no tiene nada que tratar con él, ¿no?

—Hablamos.

—¿De qué?

Se encogió de hombros.

—De cosas diversas. A veces de usted.

—¿De mí? ¿Habla de mí con el padre Gregorio?

—Bueno… —se corrigió—, no de usted, sino de mí. De lo que yo siento por usted.

—¿Le dice al padre Gregorio lo que siente por mí? —No podía creerlo—. Y dígame, ¿por qué no me dice a mí lo que siente por mí?

—No puedo. Tampoco usted me dice lo que siente por mí.

—¿Ah, no? ¿No se lo digo?

—No —ratificó.

—La quiero —anuncié lisa y llanamente—. La quiero, Marionne. Estoy enamorado de usted.

Marionne abrió los ojos y se arreboló.

—¿Lo dudaba? —le pregunté, con dulzura—. No creo que pueda mirarla sin que se me note.

—Sabía lo que quería de mí —cuestionó suave, mas firme y franca—, pero no estaba segura de que me quisiera a mí. Gustar es una cosa, pero ser querida es otra; y serlo no es fácil, ni tan evidente.

—Pues la quiero —despejé contundente—. Y perdone que la contradiga, pero quererla a usted sí es fácil.

Marionne reprimió una sonrisa de felicidad y tuvo que desviar la vista para ayudarse a ello, consciente de que yo la observaba. Cuando creyó haberlo conseguido, se atrevió a volverla de nuevo hacia mí. Yo le correspondí con una expresión prendada y amable, pero nada añadí. Al cabo de unos segundos, se animó a musitar:

—¿Y…?

—Y, ¿qué?

Bajó la cabeza, constreñida, y recogió con pulso alterado un rizo de pelo tras la oreja. Estaba emocionada, pero al mismo tiempo decepcionada sin poder reconocerlo. Una declaración semejante solía ir seguida de algo más, algo que yo no estaba todavía dispuesto a conceder.

—Bien… —cambié de tercio—, como no me dice lo que le cuenta al padre Gregorio tendré que preguntárselo a él mismo. A lo mejor, a cambio de la condonación de unas cuantas rentas me lo revela…

—No puede —soltó ella—. Se lo dije en secreto de confesión.

—¿Ah, sí? —me asombré—. ¿Se ha tenido que confesar de los pensamientos que le inspiro? Esto sí que es interesante —comenté jocoso—; el padre Gregorio se lo debe de pasar muy bien con usted.

—No le explico nada que lo pueda divertir —se enardeció.

—Pero se ha confesado. Luego ha pecado.

Lanzó un suspiro mezcla de resignación y desafío, y soltó:

—Está bien, se lo diré: le he dicho que estaba tentada de… de entregarme a usted.

No me miró al pronunciar esa confesión. Y me alegré de ello porque, probablemente, quien enrojeció en esos momentos fui yo.

—Pues si le ha pedido opinión al padre Gregorio, estoy apañado. ¿Y qué le ha dicho?

Marionne dudó en responderme. Por fin dijo:

—Que rece y me confíe a Dios.

No era cierto.

—El padre Gregorio no es un sacerdote mojigato de ese tipo —repliqué, alertado por el amago de ocultación—. ¿Qué le dijo?

—Nada —respondió de inmediato—. Nada. Ya se lo he dicho.

—Dígamelo —la conminé, más que le pedí.

—Dijo —cedió— que su abuelo dejó el condado plagado de bastardos, y que tuviera cuidado con usted, que después de todo es sangre de su sangre. Eso es lo que dijo.

Marionne no se atrevía a mirarme. Yo, por el contrario, dejé la vista posada en ella, aturdido. Tras unos momentos me levanté lentamente, como si de pronto tuviera ochenta años, y salí de la sala en completo silencio.

Marionne Miraneau

A aquellas alturas conocía bien a Paul François Bramont. Y creía en él. Creía en la estabilidad de su carácter, en el equilibrio de su personalidad, en la constancia de su comportamiento. Él no se dejaba arrastrar por caprichos momentáneos, por pasiones combustibles, por arrebatos efímeros. Era centrado, reflexivo y sensato. Si me había dicho que me quería, es que era cierto. Y no era cierto sólo por hoy. Lo sería mañana y pasado mañana. Lo sería dentro de un año y de dos, podría serlo incluso siempre. No dudaba de eso. No dudaba porque creía en él.

Él, sin embargo, no creía en mí. Pero a mí no me ofendía esa falta de fe. Era normal que no creyera. Debía de haber una lista de miles de jóvenes que se convertirían sin dudarlo un instante en la condesa de Coboure. Esa certeza le planteaba la duda racional de que yo lo amase de verdad. Pero ¿cómo convencerlo de lo contrario?

Soportaba que se cuestionara la autenticidad de mis sentimientos. Pero lo que detestaba, lo que no podía asumir, era que pudiera llegar a pensar que mi negativa a entregarme a él era una artimaña para forzarlo al matrimonio. Mi actitud parecía tan culpable, incluso a mis propios ojos, que había tenido que detenerme a analizar con profundidad si inconscientemente estaba actuando de esa forma.

No, me decía, y creo que con sinceridad. No me entregaba a él porque no podía hacerlo, porque me estaba prohibido. Me lo prohibía la Iglesia, que me acusaría de pecadora en caso contrario. Me lo prohibía la sociedad, para quien una mujer sin virtud equivalía a un hombre sin honor. ¿Perdería él su honor por mí? Sin duda no. ¿Debía yo perder mi virtud por él? Virtud no es sinónimo de castidad, parecía escuchar. Para la sociedad sí, en el caso de las mujeres solteras, y sinónimo de fidelidad en el caso de las casadas. Pudiera ser que en los estratos sociales más altos las aventuras extramatrimoniales fueran consideradas un lujo extravagante, pero sin duda no las prematrimoniales. Una mujer casada que quedara embarazada de su amante estaba cubierta por el marido cornudo, pero una mujer soltera encinta no tenía quién la amparara, ni a ella ni al desheredado e ilegítimo de su pobre hijo. No era una broma. Edith era como era, aventurera y rebelde hasta en eso, pero había perdido para siempre la reputación de mujer decente. Se la consideraba una excéntrica porque se codeaba con un sector que se consideraba a sí mismo fuera de las normas preestablecidas y alardeaba de ello. Pero en los salones burgueses, entre la gente burguesa, Edith había dejado de ser una joven que los padres desearan como prometida de su hijo. Así era. Ésa era la presión social.

Para los hombres era distinto, claro, porque para ellos no había castigo a la promiscuidad y no podían quedarse encinta. Así que, un hombre como Paul Bramont, ¿qué interés podía tener en el matrimonio? Ninguno. Yo lo sabía y hasta lo entendía. Los hay que desean fundar una familia, tener hijos, esposa que les confiera respetabilidad y la estabilidad de un hogar. No era su caso. Él no tenía esa necesidad. Se sentía completo y satisfecho en su soltería. Si amaba a una mujer, convivía con ella, como había hecho con la duquesa de Nuartres, o la visitaba esporádicamente, como había hecho con la Lymaux. No necesitaba ni quería complicarse más. Todo esto lo había ido descubriendo yo en el curso de las conversaciones que habíamos mantenido durante las veladas que seguían a las cenas, o durante las excusiones, o por pensamientos que se le escapaban a veces. No creo que él supiera que me lo había revelado, pero a poco que se lo quisiera comprender, resultaba evidente. Y yo no quería arrastrarlo a algo que no deseara. No quería arrastrarlo al matrimonio si él no lo deseaba. Pero quería amarlo. Y no podía hacerlo fuera del matrimonio. ¿Cómo salir de esa encrucijada?

La situación, de todas formas, requería encontrar una solución. La actual era insostenible. Yo ya no podía más. No sólo lo quería. Me moría porque me tocara. Como fuera. Necesitaba que me besara como había hecho en París, o como mínimo, que me cogiera la mano, o que me acariciara el pelo o que me abrazara… Pero no lo hacía. Se mantenía en la distancia y por mucho que yo lo provocara, por mucho que con mi comportamiento le pidiera a gritos un beso, un bendito beso, sus labios se mantenían inalcanzables, y sus manos… adoraba esas manos que se resistían a posarse sobre mí. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué para él tenía que ser todo o nada? ¿Qué tenía de malo un beso, de vez en cuando? ¿Por qué un beso no podía quedar sólo en eso?

Me preguntaba si, así como yo pudiera parecer que con mi reserva intentaba arrastrarlo al matrimonio, ¿estaría él, al obligarme a tan exagerada castidad, intentando arrastrarme a la entrega completa? ¿Era sólo eso lo que perseguía? Lo había dudado, seriamente, hasta que él me lo había desmentido. No, no quería sólo eso, pero tampoco quería casarse, o me lo hubiese propuesto. Quería una convivencia extramatrimonial. Quería convertirme en su amante, como me había dicho cuando con tono juguetón formuló su apuesta.

En su amante. Quizá no era consciente, o no pensaba, en la deshonra y en la humillación que eso suponía para mí. Pero yo tendría que ceder. Ceder o renunciar a él.

A la mañana siguiente me levanté temprano porque el mal sueño me hacía desear abandonar la cama cuanto antes. Pero él había sido mucho más madrugador. Había salido de caza al despuntar el día, según me informaron. Y había ido solo, sin compañía alguna, ni siquiera del sirviente que solía asistirle.

Sabía que aquel arranque se debía a la conversación del día anterior. Sabía que se debía a las palabras del padre Gregorio transmitidas a través de mi boca. Apoyada en el marco de la ventana, observando a través de sus cristales el bosque en el que posiblemente él estaría, intuí su consternación. No debería habérselo dicho. Me arrepentía de ello.

Lo esperé. Desayuné en mi dormitorio y me aposté junto a la ventana con un libro, alzando la vista intermitentemente para descubrir su regreso. Lo hizo una hora después. Lo vi avanzar por el camino a lomos de su caballo, en mangas de camisa arremangadas, sombrero de fieltro, chaleco de cuero, botas de caña alta, la escopeta colgada a la espalda, y sin ninguna pieza de caza. Estuve observándolo durante todo su recorrido hasta que mi posición me lo impidió. Dudé entre salirle al encuentro o esperar a que se mudara de ropa, como sin duda haría después de montar. Opté por esperar. Lo hice un tiempo prudencial, impaciente, y al final me decidí a ir a sus habitaciones.

Llamé con firmeza a la puerta de su dormitorio principal. Su ayuda de cámara me la abrió.

—¿El conde? —pregunté.

—Se está bañando —me informó.

—Deja que entre —lo oí.

El hombre se apartó y traspasé el umbral. La bañera de bronce había sido colocada en el centro de la estancia, frente al gran ventanal. Él estaba sumergido de medio cuerpo en su interior, las manos colgando de sus laterales, la cabeza apoyada en su respaldo y los ojos cerrados. No supe qué hacer. Me detuve en la distancia, al otro lado de la enorme y suntuosa cama de baldaquín. Su criado volvió a aproximarse a él y con una jarra le vertió agua de un barreño en la cabeza.

—Gracias, Gilles —pronunció él sin abrir los ojos ni moverse, mientras el agua se escurría por su cabello—, pero la señorita te sustituirá. ¿Le importa, Marionne?

Gilles, que sin duda había entendido más de lo que se le había dicho, dejó la jarra en el suelo, marcó una reverencia que su destinatario no vio, y salió de la habitación, dejándonos solos.

—Puede acercarse —me animó él—. El agua está enjabonada. No verá nada desagradable.

Desagradable. En fin… Ahogué un suspiro y avancé hasta él. Como seguía con los párpados entornados fijé con curiosidad la vista en el agua, pero era cierto que la película flotante de espuma impedía cualquier visión. Sólo sus brazos y la parte superior de su pecho quedaban al descubierto. Sin mediar palabra me senté en la pequeña banqueta que ocupara antes el tal Gilles, cogí la jarra, la hundí en el barreño de agua clara y empecé a verterla con delicadeza sobre su pelo, intentando que no se desparramara sobre su cara. Para ayudarme a ello utilicé la mano libre, que apoyé en el inicio de su cuero cabelludo retirando el líquido hacia atrás. Tras esos tímidos movimientos, me animé a hundir la mano en su cabello, mientras el agua se escurría entre sus mechones y yo observaba su rostro. Suspiró y emitió un apagado ronroneo. Seguí masajeando su cabeza y jugando con su pelo, comprobando por su expresión el relajante placer que le proporcionaba, sin dejar de apartar mi mirada, hasta que estuve tan henchida de él que no pude contenerme y le dije:

—Yo también lo amo. También estoy enamorada de usted.

No se movió. Un suspiro retardado, algo más profundo, fue la única señal de haberme oído. Yo me mantuve asimismo en silencio, conteniendo la respiración a la espera de que él lo rompiera. Quizá adivinándolo, acabó por semisonreír y dijo:

—Ha esperado a que estuviera indefenso para decírmelo.

—Por lo que veo, usted no lo dudaba —me quejé de su inmutabilidad.

—¿Eso cree? —Abrió los ojos, se enderezó y pidió—: ¿Me alcanza una toalla, por favor? Voy a salir.

Algo zaherida por su aparente indiferencia, obedecí. Las toallas estaban dobladas sobre una mesita auxiliar. Cogí una con manos expertas. Eran de buena calidad, de un blanco inmaculado. Me acerqué a él. No me pidió que me volviese de espaldas cuando inició el ademán de levantarse, de forma que no lo hice. Se puso en pie al tiempo que con un gesto me pedía la toalla. La retuve voluntariamente. Él quedó enderezado dentro de la bañera, pero ahora el agua sólo le cubría las pantorrillas. Permaneció con la mano tendida solicitándome la prenda, hasta que de pronto comprendió mi intención y bajó el brazo, soportando con estoicismo la exhibición a la que lo estaba sometiendo. Yo dejé resbalar mi vista por su cuerpo, con la respiración entrecortada por el rubor, y acabé por subirla hasta sus ojos, que clavó en los míos.

—La toalla, por favor —exigió grave.

La desdoblé y me acerqué hasta el borde de la bañera, hasta que casi podía rozarlo. La extendí e hice ademán de cubrirle con ella yo misma. Él se mantuvo impávido, mirándome con la misma seriedad, pero acabó por separar las manos de sus caderas para permitirme pasar la toalla alrededor de su cintura. Así lo hice, y terminé por manipularla con mis dedos en su costado hasta que quedó fijada. Cuando terminé me incliné sobre él, hasta que rocé con la nariz los rizos oscuros de su pectoral. Él estaba más alto de lo habitual respecto de mí al permanecer dentro de la bañera, elevada sobre sus cuatro patas de garra de león.

—Huele muy bien —susurré, borracha por la presencia de su cuerpo desnudo, por el deseo que me despertaba, por el amor que me inspiraba.

—Marionne… —advirtió.

Otro rechazo no, por favor. Apoyé la mejilla en su pecho mojado mientras lo rodeaba con mis brazos y oprimía con mis manos su espalda húmeda.

—No puedo más, Paul —supliqué—. ¿Qué tengo que decir para que me abraces?

No aparté la cara. Me apreté más contra él y cerré los ojos. Podía oír su corazón, como una cálida bomba de vida. Me quedaría allí, para siempre. Su latido era acelerado, única muestra de lo que debía de sentir. Al cabo noté la presión acariciadora de su mano sobre mi cabeza, la otra en torno a mis hombros. Y su abrazo. Ahí estaba, por fin. Elevé la cara en busca de su boca, y la encontré. Me besó, con un beso intenso que, sin embargo, abrevió de pronto con contención forzada. Aspiró hondo y me susurró:

—Llama a Gilles, por favor. Quiero vestirme.

Lo miré consternada, sin comprender.

—¿Ahora te vas a vestir? —pregunté, sin deshacer mi abrazo.

—Sí. Es lo que la gente hace a media mañana.

—Por favor, no bromees ahora. No lo entiendo…

—Perdí mi apuesta —declaró—. Tendremos que elegir fecha de boda.

—No —refuté con dignidad—. La he perdido yo.

—He hecho trampa —afirmó—. Los asuntos que me reclamaban aquí están resueltos. Ya podíamos haber vuelto. No lo he hecho todavía por ti.

—Es por lo que dijo el padre Gregorio —deduje, escudriñándolo—. Quieres demostrarle que está equivocado. ¿Vas a casarte conmigo por eso?

—No —desmintió suave, pero categórico—. Voy a casarme contigo porque te quiero, y porque me quieres. ¿Vas a rechazarme?

—¿Quieres que lo haga?

Se rió con alegría y me abrazó con calor.

—No, por favor. Sólo te pido —me dijo mirándome a los ojos— que sea pronto.