Capítulo XX

Edith Miraneau

La oposición del Parlamento de París a cumplir los edictos por los que se le privaba de la facultad de registro fue seguida por otros, y ello desencadenó rebeliones y ataques a las autoridades por doquier. En París se sucedían las manifestaciones y los altercados, pero se tenían noticias semejantes de otros lugares, como de Toulouse, Rennes, Pau o Grenoble.

Finalmente el Gobierno capituló. Durante meses los ministros habían capeado contra viento y marea para conseguir imponer su reforma y anular el poder político de los parlamentos; pero la resistencia había sido formidable y el rey estaba cansado de desobediencia civil, de desórdenes, y de carecer de fondos, así que el 5 de julio dictó un decreto por el que anunciaba la próxima convocatoria de los Estados Generales.

Cabe imaginar que acontecimiento tan reivindicado provocó el consecuente entusiasmo acompañado de un latente sentimiento triunfalista. Pero la euforia del primer momento no nos impidió comprender, casi de inmediato, que todavía no estaba todo ganado. El decreto no sólo no fijaba la fecha de la convocatoria, sino que tampoco se pronunciaba sobre la composición y funcionamiento de los Estados, sumiéndonos a todos en un debate que debía de saber no era en absoluto pacífico y que nos iba a enfrentar a unos con otros.

Sobre la composición y funcionamiento de los Estados se barajaban dos posibilidades, y ambas eran irreconciliables. Una era la tradicional, la que había regido los últimos celebrados en 1614. Los Estados Generales debían su nombre a la reunión de los tres estamentos reconocidos: el clero, la nobleza y los comunes, que se denominaban, respectivamente, Primer, Segundo y Tercer Estado. En los de 1614 cada uno de esos Estados, u órdenes, se componía del mismo número de miembros. Su funcionamiento era por votación entre los tres órdenes. Los miembros de cada uno de ellos deliberaba por separado en su propia cámara, votaban internamente, y luego cada orden emitía un único voto. Tres eran, pues, los votos posibles, uno por orden, y ganaba la mayoría de los tres. Este sistema convertía en inatacables los privilegios del Primer y Segundo Estado, porque si el clero y la nobleza hacía causa común, siempre estaban en mayoría de dos a uno respecto de los comunes. Los Estados Generales concebidos de tal forma constituían una institución ideal para las clases privilegiadas: por un lado no tenían nada que temer de los comunes, cuyas reivindicaciones no podrían progresar sin su aceptación, y por otra conseguían intervenir en el gobierno del reino y limitar el poder del monarca. Frente al gobierno de uno solo, el de unos pocos. Frente a la autocracia, la aristocracia.

La otra fórmula difería esencialmente de la anterior. Mantenía la existencia de los tres órdenes, pero abogaba por que el Tercer Estado tuviese doble número de miembros que cada uno de los otros dos, que el voto fuera por cabeza y no por orden, y que se deliberara y votara en común. Teniendo el Tercer Estado igual número de miembros que los del clero y la nobleza juntos, y siendo el voto por individuo, no prosperaría ninguna decisión que no aprobaran los comunes, y, deliberando y votando en común, cabría la posibilidad de captar el voto de algún miembro de los otros dos órdenes y conseguir así la mayoría. Este sistema ponía gravemente en peligro los privilegios de las clases favorecidas, que serían fácilmente atacados, y abría la puerta a importantes reformas. No sólo limitaba el poder absoluto del rey, sino que propiciaba el gobierno de todos frente al de uno o al de unos pocos. Democracia frente a autocracia y aristocracia.

Evidentemente, la elección de uno u otro sistema no era una cuestión baladí, porque de ello dependía el mantenimiento de los privilegios de unos o la consecución de la igualdad de todos. Y nadie estaba dispuesto a perder esa batalla. Si el Gobierno, despertando ese debate, había pretendido dividir a sus opositores, consiguió su propósito con creces. Individuos que hasta entonces se habían mostrado unidos en su lucha contra el poder absoluto se vieron completamente distanciados, porque no hay que caer en la simplicidad de suponer que todos los clérigos o nobles eran defensores del primer sistema. Algunos de ellos eran convencidos liberales dispuestos a renunciar a determinados privilegios a cambio de las profundas reformas que necesitaba el país.

Durante los días que siguieron a aquel 5 de julio, la discusión estuvo presente en todos los salones, cafés, clubs y en la misma calle. Eran discusiones encendidas que pusieron en evidencia los verdaderos fines de muchos de los que hasta entonces se habían presentado como enardecidos opositores del poder absoluto. Éstos ahora acusaban al Gobierno de pretender asustarlos para que desistieran de su propósito. Como el clero y la nobleza, decían, se habían opuesto al rey y al Gobierno, ahora los castigaban favoreciendo al Tercer Estado y amedrentándoles con la posibilidad de perder sus privilegios y el poder que acariciaban. Los demás, por el contrario, les acusábamos a ellos de buscar el gobierno de los privilegiados en contra del interés de la nación, de no pretender ni la libertad ni la igualdad, como falsamente habían propugnado, sino el mantenimiento y fortalecimiento de sus intereses.

La escisión entre la oposición estaba servida. Habíamos quedado partido. en dos, haciendo patente una división que ya se había ido perfilando desde hacía algún tiempo. Un partid. se llamaba a sí mismo «patriota» o «nacional». Al otro lado se le llamaba, despectivamente, «aristócrata».

La tormenta política no fue la única que se desató. Otra, climatológica, cayó el 13 de julio con su tromba de agua, su poder devastador y sus fatídicas consecuencias.

En la ciudad los daños fueron cuantiosos. Se hablaba de inundaciones, de tejados derrumbados y de accidentes por desprendimiento de objetos. Las calles se convirtieron en intransitables rieras que arrastraban en su fluir detritus y desperdicios, y cuyas aguas se filtraban por las rendijas de las puertas de bajos y locales. El taller, afortunadamente, se salvó, pero algo muy distinto ocurrió con el local de Daniel.

Él y sus compañeros se habían decidido finalmente a trasladar la imprenta a un local más espacioso. Habían concebido la idea hacía tiempo, pero después de recorrer todo el barrio en busca del lugar apropiado, casi habían desistido al comprobar el elevado precio de los alquileres; hasta que un bodeguero cuyo negocio había venido a menos les ofreció el sótano de su tienda. Como no tenía acceso directo al público, porque sólo contaba con una puerta en un estrecho y angosto callejón nada transitado, y como tras atravesarla aún debía descenderse un buen tramo de desgastados escalones hasta la nave propiamente dicha, y como además ésta era húmeda, oscura y carente de ventilación, y, en consecuencia, insalubre, su renta era muy módica.

Instalamos en él la imprenta que antes estaba en el apartamento de Daniel, y otra nueva que encargamos a un maestro carpintero, y teníamos proyectado instalar una pequeña fundición para confeccionar nosotros mismos las letras de molde. También habíamos colocado una rudimentaria pero amplia mesa sobre la que trabajar, y varios estantes para colocar el papel, los folletos ya impresos, los recipientes de tinta y todos los demás utensilios.

Parecía que la tormenta hubiese esperado a que lo tuviéramos todo adecuadamente habilitado para venir a visitarnos. Allí el agua entró a su antojo por el bajo de su roída y carcomida puerta y se remansó con toda comodidad entre las paredes hasta alcanzar una profundidad de casi dos codos. Al día siguiente el local era una balsa de agua fría y turbia en la que nadaban cuartillas y panfletos medio deshechos. Dos días nos llevó achicarla llenando y vaciando cubos y más cubos, y durante varias semanas los muros apestaron a una podrida humedad que impregnaba el ambiente con su aire malsano.

Pero, analizando el avatar con perspectiva, la pérdida fue sólo aparente porque, gracias a él, nuestra publicación dio un vuelco decisivo. Hasta la fecha no había sido más que un soporte material para la divulgación de cualquier género de mensaje susceptible de ser impreso. Eran cuartillas de papel que tanto podían contener artículos de cualquier tendencia, como anuncios, caricaturas, chistes, incluso cartas personales, cuentos y relatos breves; todo ello sin orden ni proporción en cuanto al espacio que ocupaba cada uno de ellos. La riada no sólo nos trajo desperdicios. En compensación condujo hasta nuestras puertas a un individuo que cambió nuestra concepción sobre nuestra propia publicación y que engendró en nosotros una aspiración nueva.

Nuestro inspirador era amigo de Alain. Se llamaba August, y aunque nos doblaba la edad, como el propio Alain, congenió inmediatamente con Jacques y los demás. Carecía del aire algo conformista y conservador de Alain, que, a pesar de su afición a escribir, era un hombre acomodaticio y acomodado en la clase media a la que pertenecía. August, por el contrario, participaba del aire bohemio y voluntariamente inadaptado de muchos pretendidos artistas e intelectuales que abundaban en el barrio en el que vivía, el de los Cordeliers, en la orilla izquierda del Sena, y, como la mayoría de ellos, era un convencido patriota. Su liberalismo exacerbado nos conquistó de inmediato porque, a diferencia del nuestro, no se trataba sólo de un sentimiento instintivo de rebeldía y descontento, sino de un discurso reivindicativo hilvanado con un razonamiento lógico y coherente. Soltero, avejentado, delgado, de manos huesudas y nerviosas y profundas ojeras bajo unos ojos que parecían adormecidos, nos dirigió a todos en cuanto llegó, con una autoridad no impuesta pero indiscutida.

A instancias suyas dejamos de imprimir todo lo que no fueran estrictamente noticias de acontecimientos y artículos de opinión, y ya no ofrecíamos nuestra imprenta a todo aquel que quisiera pagar para que algo le fuera publicado. Las noticias las redactaban los propios August y Alain, y los artículos de opinión eran también, en su mayoría, obra suya o de sus compañeros y colegas escritores. En poco tiempo, casi sin darnos cuenta, nuestra publicación había pasado de ser un mero panfleto divulgativo a convertirse en un modesto periódico; aunque la «periodicidad» no siempre era respetada, pues a pesar de que intentábamos que su edición fuera diaria, a veces no lo conseguíamos. Pero lo que sí habíamos logrado era que adquiriera una identidad propia y definida y fuera conocida por un círculo cada vez más amplio de personas que pagaban por ella. El Desperta. fue el nombre que le asignó Alain y con la que la divulgábamos.

Desde que el señor Bontemps había cerrado su propio taller y sus oficinas de la calle Saint-Marc, Alain se había desvinculado definitivamente del negocio de su padre y se había volcado en el periódico; al igual que August, que no tenía otra ocupación conocida que la de trabajar como ayudante de vestuario en el Teatro Francés, y a quien el naciente esbozo del periódico que estaba viendo crecer al ritmo de sus ideas lo acabó absorbiendo por completo. Cierto que encontró alguna resistencia a adueñarse de toda la iniciativa, dado que era inevitable que los que se sentían, y en realidad eran, verdaderos dueños de la imprenta, no quisieran vender tan barata su criatura. August tuvo que enfrentarse, de vez en cuando, a reticencias y oposiciones a sus propuestas que sólo se basaban en un mero instinto de conservación y de defensa; pero, afortunadamente, poco a poco la resistencia fue cediendo y acabó siendo, sin discusión, el director de la publicación.

De todos, yo era la única que no formaba parte integrante del equipo. La mayoría de mi tiempo la dedicaba al taller, a pesar de la presencia del señor Bontemps. Yo era quien se encargaba de las anotaciones contables y de la correspondencia. Y del trato con el personal, porque el señor Bontemps tenía una bondad huraña difícil de comprender, sobre todo cuando se irritaba, lo que ocurría a menudo. Aquel mal genio gruñón que encendía su rostro a la menor contrariedad, descargando culpabilidades imaginarias a diestro y siniestro y tildando de inutilidad a todo ser viviente, no habían despertado precisamente mis simpatías durante las primeras semanas que tuve que tratar con él. Se entabló entre nosotros una contenida rivalidad, porque yo replicaba con rebeldía a sus arrebatos de cólera, y a veces lo desobedecía sólo para no dar mi brazo a torcer. Pero un día, de improviso, vi el fondo de aquel buen hombre, como si el agua de un pozo negro se hubiese tornado cristalina en un segundo. Estábamos discutiendo, como otras veces, sobre el precio de un suministro que yo había concertado sin su aprobación. Él gruñía, como era habitual, blandiendo los brazos y tensando tanto el cuello que parecía le iba a explotar. Y entonces vi su miedo. Estaba ahí, ocupando su alma entera, tan visible que era incomprensible que no lo hubiese percibido antes. Todo su mal humor, su ira, sus exabruptos, no era más que la reacción nerviosa a un arraigado temor al fracaso. Había vivido el hundimiento de su propio negocio y zozobraba ante la posibilidad de ahogarse por segunda vez mientras regentaba el de otra persona que había depositado la confianza en él y le estaba dando la oportunidad de salvarlo de la ruina. Eso comprendí, en la inspiración de un instante, y desde entonces cambió completamente mi relación con él. No llegué a dispensarle el sincero afecto que sabía que le tenía Marionne, pero sí un cierto sentimiento de solidaridad.

Como dedicaba la mayor parte de mi tiempo al taller, no participaba en exceso en el periódico. Pero, en cuanto daba por concluida mi jornada laboral, acudía al sótano y colaboraba en lo que podía. Alain me encargó la revisión del primer ejemplar de cada una de las publicaciones. Curiosamente, nadie se había dedicado hasta entonces a esa labor; las páginas se imprimían tal como habían sido inicialmente construidas en las tablillas de la imprenta con la ordenación de las letras de molde, y la existencia de erratas se consideraba normal y tolerable. A partir de entonces las corregimos, porque al descubrirlas en el primer ejemplar tal acción no era costosa ni difícil y sin duda aumentaba la calidad de la edición.

Pero no me limité a remarcar las erratas. La revisión de los formatos comportaba la lectura de los artículos, y no me privé de comentarlos con Alain y con August. A August le costaba aceptar críticas y tendía a defender sus planteamientos con fervor, obcecación e inmovilismo. Afortunadamente Alain era de otra naturaleza, más abierta y flexible, y me escuchaba con atención e interés, recibiendo mis opiniones como una contribución y no como una descalificación a su trabajo. El propio August, ante su actitud, se suavizó un tanto, y, aunque en la mayoría de las ocasiones mis comentarios no eran aceptados, de vez en cuando tenía yo la satisfacción de ver en sus semblantes la expresión de quien reconoce que la opinión encontrada a la suya es mejor y más correcta, y en base a ella rectificaban sus escritos. Con la práctica y la asiduidad, el acierto de mis observaciones fue en aumento, su profundidad también, y noté que mi criterio ganaba peso hasta el extremo de ser solicitado incluso al tiempo o antes de la redacción de los artículos.

Casi sin darme cuenta, como una consecuencia natural de aquella colaboración, mi afinidad con Alain y con August fue en aumento. Cuando llegaba al sótano de la imprenta, nos reuníamos los tres en la mesa para hacer la lectura de los artículos redactados y programar el tema y enfoque de los siguientes. Y habitualmente los acompañaba al Palais Royal, o a las reuniones o cenas que alguno de sus amigos del barrio de los Cordeliers organizaba en su casa.

Daniel intentó desde un principio incorporarse a aquella relación, con la finalidad principal de mantener su ligamen conmigo y acompañarme en mi vuelo. Pero, aunque lo intentó, no pudo. Le faltaba el nivel cultural necesario. Daniel era espabilado y despierto, pero no había sido escolarizado y apenas sabía leer y escribir. Muchos conceptos políticos y económicos le eran desconocidos, igual que la mayoría de los nombres de filósofos y escritores que se mentaban; cuando quería expresar una idea le faltaba el vocabulario adecuado y tenía que recurrir a gesticulaciones que mutilaban su mensaje y hacía perder el interés de su interlocutor. Y de esa forma, por culpa de una deficiente educación, una mente inteligente se veía desaprovechada para todos, y una persona de buenas cualidades se veía limitada frente a quien había tenido mejores oportunidades que ella.

Quisiera decir que mi generosidad y nobleza de espíritu me hicieron apoyarlo y compensarlo con mi comprensión y lealtad. Porque lo conocía tan bien que podía sentir la amargura y desesperación de su inferioridad en mis propias carnes. Y su vergüenza. Cuando estaba conmigo era tan suya como mía. Los demás nos vinculaban de tal forma que disimulaban ante mí el desvalor que conferían a sus pronunciamientos y a sus actitudes como si provinieran de mí misma. En ocasiones notaba sus fugaces miradas de compasión, que se detenían en mí apenas unos instantes, pero que laceraban como punzones afilados. Y las peores eran las de silenciosa incomprensión. ¿Cómo es posible, parecían decirse, que se conforme con semejante patán? Y poco a poco, el desprecio de los demás fue calando en mí y, sin darme cuenta, todas las virtudes y atractivos que fluían de su personalidad y que antes me habían deslumbrado, empezaron a perder brillo, a desdibujarse, a apagarse.

De esa forma me fui alejando de Daniel, y él, tras un discreto y fracasado intento de retenerme, me dejó ir, con una pesadumbre tan vívida que casi podía tocarse. Mas fue inevitable. Mi amistad con Alain y August me abrió unos horizontes que me atraían con tal fuerza que sólo hubiese podido renunciar a ellos con rencor y resentimiento.

Ni qué decir tiene que mi madre acogió el cambio con satisfacción, porque tanto ella como Marionne siempre habían desaprobado mi relación con Daniel. Aunque, pobre madre, la suya fue una alegría efímera, sustituida enseguida por la preocupación de encontrar para mí un buen partido, lo que resultaba sumamente difícil, según ella, tras haber destrozado mi reputación ventilando a los cuatro vientos mi deshonrosa relación con aquel don nadie. Pero yo no pensaba por entonces en matrimonio ni en ligámenes. Me sentía liberada, fuerte y capaz de todo, dueña de mis actos y de mi futuro, y no quería limitaciones.

Porque, además, me había enamorado desesperadamente de alguien que, para variar, no me convenía lo más mínimo, y no estaba dispuesta a renunciar a mi deseo ni siquiera por mi propia conveniencia.

Lo conocí una noche en el Café de Foy. Estaba yo en compañía de Alain, August y una amiga de éste llamada Nicole Cambon, actriz secundaria del Teatro Francés. El primero, centrado en su vena artística, leía en voz alta, al tiempo que corregía, un artículo que había redactado aquella misma mañana. Pero la atención de su escaso auditorio había disminuido mucho. Era ya el tercer artículo que comentábamos, las bebidas estaban hacía rato consumidas, el local se había ido llenado de gente y el ruido ambiental había aumentado considerablemente; algunos escritores y poetas declamaban sus versos puestos en pie ante su corrillo de oyentes, otros recorrían las mesas repartiendo o intentando vender panfletos políticos; otros, al fondo, mantenían un debate sobre la composición de los futuros Estados. Todo contribuía a que nadie escuchara al esforzado Alain, que finalmente se dio por vencido y acabó leyendo para sí mismo sin que nadie protestara por el exclusivismo.

El debate mantenido entre los del fondo fue engrosando filas, tanto a uno como al otro bando, que se distinguían no sólo por su posicionamiento espacial, uno a la derecha y otro a la izquierda de una larga mesa, sino incluso por la indumentaria de sus miembros, de seda bordada y encajes los unos, de paños oscuros y austeros los otros. Aristócratas y patriotas se diferenciaban al primer golpe de vista. La atención que despertaban fue silenciando a los que estaban próximos a ellos, en una corriente que se fue extendiendo hasta llegar a nosotros, y luego hasta abarcar el local entero. Los poetas dejaron de declamar y se sentaron silenciosos en sus sillas, los vendedores de diarios y panfletos paralizaron su actividad y se convirtieron en espectadores.

Por un instante tuve la impresión de estar frente al ensayo de lo que yo imaginaba debía de ser una cámara parlamentaria. Los dos partidos, enfrentados; los líderes de ambos, rivalizando en oratoria; sus correligionarios, interrumpiendo los discursos del propio con escandalosas ovaciones y del ajeno con pateos y rechiflas. Mientras, el público, atraído al principio por el espectáculo, iba sumergiéndose poco a poco en el fondo de la cuestión y tomando partido, y hay que reconocer que los de seda y tafetán quedaron en una clara minoría.

De entre los oradores más destacados había uno especialmente brillante. No era propiamente tal, porque sus intervenciones, por su brevedad, no podían calificarse de discursos. Un par de frases intercaladas en momentos clave de la declamación del contrario, pero tan agudas, tan incisivas, que en ocasiones conseguían desmoronar por completo la argumentación de éste. Apenas iniciado el debate, ya se había ganado el respeto y temor de sus adversarios, el liderazgo entre los suyos, y las simpatías del público, que esperábamos con ansia la siguiente de sus intervenciones.

Volví a verlo en otras ocasiones. Acudía a menudo al Café de Foy. Iba siempre rodeado de un grupo de afines que se enzarzaban en pláticas en las que él, con cierta pose de desdén, no se molestaba en participar. Permanecía recostado en su asiento, con oídos y ojos vigilantes, y cuando entraba en el Café alguien que, por la causa que fuere, despertaba su interés, se aproximaba a él, se sentaba a su lado y entablaba conversación.

No tuve ocasión de presenciar de nuevo una de sus lucidas y admirables actuaciones, pero no lo olvidé. La impresión que me había causado el primer día no desapareció, y me acostumbré a buscarlo con la mirada cada vez que entraba en el local, o incluso cuando paseaba por el Palais Royal, porque también lo había visto entre sus arcadas. Pasaron los días y hasta las semanas, mas mi admiración se mantuvo incólume. En realidad, no tenía una pretensión concreta respecto de él, ni siquiera alimentaba la esperanza de conocerlo. Pero, un día, inesperadamente, el astro se puso a mi alcance; y desde ese día todo cambió para mí.

La víspera, yo había escrito un artículo. Era el relato del asalto a la panadería del señor Martin, el panadero con el que había trabajado Daniel.

Los estragos de la tormenta del 13 de julio en la ciudad habían sido leves en comparación con el desastre que había ocasionado en el campo y cuyas consecuencias se habían descubierto como una catástrofe de magnitud y consecuencias incalculables. La región parisina, y con ella los principales cultivos de trigo, habían quedado arrasados, destruida por completo una cosecha que ya había sido muy mala. Ello había comportado el aumento desmesurado del precio del pan: si se mantenía la tendencia, no tardaría mucho en duplicar su precio en apenas unas semanas. Empezaba a ser habitual ver colas delante de las panaderías antes del cierre, a la espera de que los panaderos bajaran los precios en el último momento. Por el contrario, los salarios de los obreros no habían sufrido incremento alguno. Tampoco nosotros, en el taller, habíamos aumentado los sueldos. ¿Cómo hacerlo con la inseguridad que provocaba aquella descontrolada subida? El precio del pan marcaba el de muchos otros productos, a los que podía hundir provocando la ruina. Era la prioridad de las gentes, seguida de la vivienda. Destinaban el sueldo primero a cubrir esas dos necesidades, y si no había excedente, no consumían ni compraban nada más. Era cierto que los teatros, los cafés, la ópera, las salas de conciertos, estaban siempre llenos, y era cierto que por los jardines del Luxemburgo y de las Tunerías se seguía la moda con escrupulosa puntualidad y exhibición de lujo y buen gusto. Pero la miseria empezaba a brotar en las esquinas de las calles, en los alrededores de los mercados, en los barrios obreros de la orilla izquierda del Sena y en el de Saint-Antoine y en los arrabales, debajo de los puentes donde gentes sin hogar buscaban techo, en las escaleras de las iglesias a la espera de una limosna, en las puertas de los comercios y pequeños talleres suplicando trabajo. Se veían ahora más manos sucias y vacías, más andrajos, más mendigos y pedigüeños, más miserables. Y mucho más miedo en los semblantes de los que estaban en el límite de la pobreza, en esa frontera que separa al pobre decente del marginado social, del paria, del indeseado, aquél en quien nadie confía y hasta a quien se niega la mirada. Producía temor la avalancha de arruinados y hambrientos que el campo había expulsado y que llegaban a París como luciérnagas atraídas por una luz que nada podía ofrecerles.

Habíamos oído que se habían producido asaltos a panaderías. Son historias que cuando se oyen suenan a rumores lejanos, sucesos que dadas las circunstancias parecen hasta inevitables. Pero que no ocurren en el propio barrio. No en la propia calle. No al lado de casa. No en la que uno ha acudido desde la infancia.

Yo no solía ir temprano a la panadería, ni necesitaba hacer cola. El señor Martin nos reservaba siempre un pan. No éramos las únicas que gozábamos de tal privilegio. También reservaba a otros vecinos que, como nosotras, eran clientes suyos desde hacía décadas. A diferencia de la extendida creencia popular, el negocio del panadero no era fácil ni seguro. El señor Martin tenía una producción pequeña y necesitaba un margen de beneficio amplio para obtener ganancias, pero tras la tormenta el precio de la harina había subido notablemente y él no tenía tanta facilidad para trasladar la subida a su clientela. Y, sin embargo, se veía en la necesidad de vender todo el pan, porque no podía conservarlo de un día para otro, y eso lo obligaba a bajar el precio antes del cierre, con la consecuente pérdida. Desde que había empezado la crisis, se rumoreaba que habían cerrado varias panaderías.

Un martes pasé por la tienda pocos minutos antes del cierre. Como era habitual, había una cola de unas veinte personas, la mayoría de ellas conocidas, gentes del barrio de Les Halles, que esperaban desde hacía horas la bajada de precios de último momento. En aquella ocasión, sí tuve que esperar, porque el señor Martin ya las estaba despachando. No obstante, sólo repartió cinco panes después de bajar un tercio el precio del día. Pero la cola no se disolvió. El señor Martin repetía que ya no quedaba más pan, y la cola seguía sin disolverse. Lo miraban como si no les hablase a ellos, como si se tratase de una broma. Y es que, tras el panadero, en la estantería, se divisaban todavía varios panes, aquellos reservados a los que íbamos a pagar el precio íntegro, sin rebaja de última hora. Miraban los panes que reposaban en los estantes, enharinados, crujientes, que todavía emanaban el suave olor a leña de horno y a harina cocida. Luego miraban al panadero y no se movían.

—¿Y eso qué es? —explotó una mujer.

—Ésos están reservados —contestó el señor Martin.

La cola por fin se había deshecho, pero no para disolverse, sino para formar una triple fila delante del mostrador. El señor Martin, como si temiera algo, retrocedió un paso.

—Seguramente encontrarán panes en los puestos del mercado de Les Halles —añadió.

—A estas horas ya han cerrado —replicó alguien—. ¡No puede dejarnos sin pan!

—Éstos están reservados —repitió el hombre.

—Pero ¿cómo se atreve, ladrón? —rugió un joven, Grillon, en paro desde que lo despidieran de su trabajo de dependiente hacía unas semanas—. ¿Es que cree que no sabemos lo que están haciendo? ¡Retienen el pan para subir los precios mientras nos matan de hambre!

—¡Eso es falso! —replicó Martin, ahora con más indignación que temor—. ¡Fuera de mi tienda! ¡Todos fuera!

—¡Y adulteran el pan! —secundó la señora Horlas, una lavandera del barrio, levantando una voz estridente y violenta—. ¿Creen que no tenemos paladar? El que nos vendió ayer tenía más maíz y patata que harina.

—La harina escasea —se defendió el señor Martin—. Cuesta a precio de oro.

—¿Y a qué precio nos cobra usted el pan sino a precio de oro? ¡Esos que tiene reservados para los ricos seguro que sí son de harina!

—Y también nos engañan con el peso —intervino otro hombre, el señor Clervé, obrero de una fábrica de tapices—. Antes un pan alimentaba, a una familia, ahora uno se levanta de la mesa con más hambre de la que tenía cuando se sentó.

—¡No dicen más que disparates! —contestó Martin, ronco—. ¡Todo eso son calumnias! ¡Fuera de mi tienda, he dicho!

—¡Desde luego! —exclamó Grillon—. ¡Nos iremos, pero no con las manos vacías!

A partir de entonces todo se sucedió con una asombrosa velocidad. Grillon, de un ágil salto, traspasó el mostrador y llegó hasta las estanterías. Dos hombres más, el obrero y otro, lo secundaron en apenas unos instantes y empezaron a coger los panes que había en los estantes. Cuando el señor Martin intentó impedírselo, lo golpearon. Bastó un puñetazo para que el hombre, asombrado de la agresión, retrocediera. Pero el obrero no quedó convencido de haberlo neutralizado, y le volvió a propinar dos puñetazos seguidos: uno en la cara, el otro en el vientre, y se detuvo sólo al ver que el señor Martin, inclinado sobre sí mismo, se doblegaba desapareciendo detrás del mostrador. Nadie lo ayudó. Nadie lo defendió. Los demás sólo miraban los panes, esperando que los tres hombres los repartieran, ávidos por cogerlos, dándose codazos y empujones entre ellos para ocupar una buena posición, porque no había unidades para todos. Grillon, viendo la barrera humana que amenazaba desbordar el mostrador o arrebatárselos a la fuerza, los empezó a lanzar bien lejos, al otro extremo del establecimiento, provocando que todos se arrojaran desesperados hacia ellos y se pelearan por arrancárselos de las manos unos a otros. Yo fui retrocediendo hacia la pared, atónita. En apenas unos minutos todos los panes habían desaparecido, enteros o desgarrados, y los iniciadores, Grillon, Clervé y otro desconocido, consiguieron salir de la tienda con dos panes cada uno bajo el brazo.

Tras el saqueo, sólo quedamos en la tienda la joven Adelaine, hija del zapatero remendón de la calle Saint-Denis, Charles, el hijo de uno de los tenderos del mercado, y yo. Nos miramos los tres, pero no nos dirigimos la palabra. Me asomé detrás del mostrador y vi al señor Martin. Estaba recostado en el suelo, apoyado sobre la cadera y el codo derecho. Con una de sus manos intentaba detener la hemorragia que le brotaba de la nariz, pero mantenía contraproducentemente la cabeza gacha. Y lloraba. Era un llanto sobrecogedor por su amargura, por la desgarrada impotencia que lo provocaba. Entre los tres nos organizamos para conducirlo hasta la consulta del doctor Duplais y avisar a su familia.

Cuando al día siguiente conté lo sucedido, Daniel sufrió un arrebato de rabia, y en un arranque de violencia quiso ir al encuentro de Grillon y de Clervé para, según sus palabras, arrancarles los ojos. Había trabajado con el señor Martin el tiempo suficiente para odiarlo y estimarlo a un tiempo, pero, especialmente, para considerarlo una especie de pariente suyo en una ciudad en la que no tenía familiar alguno. Los demás hicimos lo posible por detenerlo, pero quien lo consiguió fue Jacques, el único que tenía en verdad ascendencia sobre él. Para compensarlo de alguna forma, Alain sugirió escribir un artículo sobre lo sucedido, a modo de denuncia.

De ahí nació el relato, que, por ser de entre ellos la única testigo de lo sucedido, narré y supervisé en esencia.

Aquella noche habíamos llegado temprano y conseguido una buena mesa junto a los ventanales. Él llegó más tarde, en compañía de otros dos individuos. Pasó junto a nosotros, y todos lo vimos. A todos nos llamó la atención. Llevaba, enrollado en la mano derecha, un ejemplar de nuestra publicación. Nuestra tirada era escasa, y siempre nos emocionaba ver a alguien pasearse con uno de ellos. Lo dejó sobre la mesa, una vez se hubo sentado, y allí, abandonadas, permanecieron las cuartillas durante algún tiempo. Pero al cabo las cogió, las desplegó frente a sí y comenzó a leerlas. Por la distribución de los párrafos lo reconocí. Aquél era el ejemplar confeccionado la víspera, el que contenía el artículo sobre la panadería.

Tras leerlo, revisó el contenido del resto de las tres hojas que componían la publicación y dirigió la palabra a uno de sus acompañantes. Éste elevó la vista hacia nosotros y le dijo algo señalándonos con un leve gesto de cabeza. Nos miró a su vez, se levantó y se acercó.

—¿El señor Bontemps? —preguntó, mientras Alain se levantaba en una reacción instintiva de respeto—. Permita que me presente. Mi nombre es Denis de Brezé, vizconde de Saltrais. Me acaban de decir que es usted el editor de esta publicación. Quisiera comentar sus artículos, si tiene la amabilidad de invitarme a su mesa.

—Será un honor —lo invitó Alain, mientras con el rabillo del ojo nos lanzaba a todos la mirada asombrada de quien es objeto de un privilegio inesperado.

El vizconde no vio el gesto, o mejor dicho, no se molestó en verlo. Se sentó con ostentación, lanzando al vuelo el largo bajo de su casaca y cruzando posteriormente las piernas en una exhibición de calzones de seda e indulgente deferencia. Alain estaba tan desbordado por la ilustre presencia, que ni se le ocurrió presentarnos, pero tampoco el recién llegado posó en nosotros ni una sola mirada de curiosidad.

—Me ha interesado el artículo del asalto a la panadería —comentó sin preámbulo—. ¿Lo ha escrito usted?

—Bien —replicó Alain algo turbado por lo que interpretó como una alabanza—; la señorita Miraneau colaboró conmigo.

—No explica los motivos —atajó.

—¿Qué motivos?

Entonces se sonrió. No era una sonrisa ni amable, ni alegre. Era la sonrisa de desdén de quien se cree superior, en inteligencia y en condición. Alain no era hombre combativo, ni persona que se creciera ante los desafíos, de forma que fue inmediata víctima de aquel talante. Algún rictus en su faz me mostró que había pasado de sentirse honrado, a molesto e inseguro.

—Dígame —continuó el vizconde, con el tono paciente que se emplea cuando se quiere inducir a alguien a razonar—, ¿qué pretendía cuando publicó este artículo?

—Nada en particular —repuso Alain, encogiéndose de hombros—. Bueno…, sí —reaccionó—, queríamos… denunciar lo que ha pasado.

—¿Denunciar qué?

—Pues… —contestó inquieto— el asalto, la agresión…

—Sí —convino con artificiosa dejadez—. Eso es lo que me ha parecido.

—Si tiene alguna crítica o idea que aportar, la escucharemos encantados —saltó entonces August, con una tirantez cortante que más bien invitaba a todo lo contrario.

—Gracias. Será un placer. Dije que el artículo me había interesado porque tiene una gran fuerza narrativa. Pero la noticia está completamente desaprovechada. ¿Qué pretendían con este relato? ¿Emocionar a sus lectores, conmoverlos? Una injusticia más en el mundo, qué lamentable. Hagamos una cuestación para ayudar al pobre panadero. Denunciar, dicen. ¿Denunciar qué? ¿La violencia? ¿La necesidad? ¿Los bajos sueldos? ¿El precio del pan? ¿Qué, exactamente, están denunciando?

—Pues… —inició Alain confuso.

—No, no es preciso que me conteste. Fuera lo que fuese, no está en este papel. No está en su publicación. Y si no está aquí, ¿de qué sirve lo que haya querido denunciar? Las personas como usted, los que tienen en sus manos medios de divulgación de noticias y de ideas como éste —añadió agitando el ejemplar—, no saben el poder que tienen en sus manos, la influencia que pueden llegar a ejercer, la posibilidad que tienen de crear conciencia colectiva, de crear opinión. La opinión pública, señores, en parte, está en manos como las suyas. Teniendo un medio del alcance e importancia de éste, es un crimen que lo desaprovechen.

—Usted nos dirá, sin duda, con su superior criterio, qué es lo que le falta —contestó August con acidez.

—Por supuesto. —Sonrió—. Hay carestía de cereales y eso provoca la subida de los precios. Algunos dicen que la causa es la tormenta, otros que la culpa es de los especuladores. Puede ser. Pero catástrofes naturales y aprovechados los ha habido siempre, y seguirá habiéndolos. ¿Hemos de conformarnos y compadecer a los más desafortunados? ¿O hay alguien a quien podamos exigir responsabilidades? ¿Acaso no tenemos un Gobierno que ha de velar para impedir que se produzcan situaciones como ésta? ¿Qué ha hecho para evitar este desastre? ¿Qué está haciendo para paliarlo? ¿Ha importado grano de otras regiones o de otros países? ¿Vigila la regular distribución de la harina? ¿Racionaliza el pan? ¿Castiga el fraude? —hizo una pausa, miró a Alain y a August y sentenció—: Eso le falta a este artículo. Verdadera denuncia, verdadero compromiso. Os quedáis en lo anecdótico. Falta lo esencial para remover las conciencias, para llamar a la reacción, para canalizar las protestas…

—Quizá podría usted orientarnos —tercié tímidamente, animándome por fin a intervenir—. No tememos comprometernos ni defender posiciones o ideas. Pero somos pocos y nuestras fuentes de información son limitadas.

Por fin me miró. Y cómo. De tal forma que por unos instantes deseé no haber abierto la boca. Me repasó el cuerpo entero, sin reparo alguno en dedicar más atención a determinadas partes de mi anatomía, con un descaro casi insultante. Pero en su mirada no había ni admiración, ni deseo, ni apreciación, sólo castigo por atreverme a participar a pesar de mi extrema juventud y de ser mujer. Pero soporté con entereza su duro y despiadado impudor y le dije, sin amilanarme:

—Lo vimos el otro día en el debate que se mantuvo aquí mismo sobre la composición de los Estados. Fue un privilegio escucharlo. Estuvo usted brillante. No creo que nadie hubiese deseado estar en la piel de sus contrincantes.

Se quedó parado unos instantes, asimilando una respuesta que no se había esperado, y luego rompió a reír. Era la risa de una vanidad satisfecha. Paseó la mirada por los demás, a quienes mis palabras parecían haber petrificado por la sorpresa, y luego volvió a mí.

—¿Cuál era su nombre? —preguntó. Ahora, de pronto, su voz se había dulcificado.

—Edith Miraneau.

—Sí… es cierto, señorita Miraneau. Lo olvidé una vez, pero ya no volverá a ocurrir —concedió.

—Gracias.

—¿Usted también ha intervenido en esto?

—Sí —contesté—. Y es lo que quería comentarle. No sabemos qué medidas ha adoptado el Gobierno ni las que piensa adoptar. ¿Cómo vamos a escribir sobre lo que desconocemos?

—En ocasiones son más importantes las preguntas que las respuestas. En este caso, el simple planteamiento de la cuestión hubiese bastado. Si el precio del pan no está estabilizado y si continúa la carestía de cereales, la incompetencia de los ministros es evidente.

—Es decir, usted lo único que quiere es que contribuyamos a hostigar al Gobierno —replicó Alain—, que lo acusemos de todos los males y que utilicemos nuestra publicación para alimentar el malestar y el descontento contra él. En resumen, quiere instrumentalizarnos. Pero nosotros no hacemos política.

—¿Y por qué no? —contestó con calma—. ¿Qué es, exactamente, hacer política? ¿Defender las propias ideas es hacer política? ¿Intentar convencer de ellas a los demás es hacer política? ¿Pretender el advenimiento de las libertades, el respeto de los derechos, es hacer política? ¿Qué es para usted hacer política? ¿Y qué es, exactamente, lo que no quiere hacer? El rey acaba de convocar los Estados Generales. Todo un avance, teniendo en cuenta que no se reunían desde hace más de siglo y medio. Lo que éstos discutirán no será trivial, se lo aseguro. El próximo 1 de mayo, si es que se cumple la fecha que acaba de fijar el rey, este país comenzará una nueva etapa de su Historia. Y en tal trance, usted, que dirige lo que pretende ser un periódico, me dice que no puede criticar al Gobierno porque su alma es tan pura que no se permite hacer política, de forma que deja que otros defiendan por usted sus propias convicciones y luego aún los despreciará por ensuciarse las manos en tal indigna actividad. El 1 de mayo, amigo mío, la política será una ola inmensa que lo devorará, una marea que lo engullirá, y no crea que habrá una roca elevada desde la que pueda usted observarlo todo sano y salvo en recompensa por su inocente espiritualidad. Yo lo invito a colaborar en una causa que es común. Lo invito a asumir su responsabilidad, en su beneficio, en el de su nación, y en el de sus propios principios.

Alain no replicó. Tampoco August se animó a decir nada. Y yo menos que ninguno de ellos, pero los tres cruzamos una silenciosa mirada, porque habíamos disentido a menudo sobre el enfoque de nuestros escritos, y las palabras del vizconde me pareció que apoyaban y defendían mi postura, más activista que la de mis compañeros.

—La cuestión es si podremos llegar al 1 de mayo —continuó el vizconde percibiendo la impresión que había causado con su corto discurso—. El Tesoro está agotado. No hay oro, y el Gobierno se ha visto obligado a pagar con papel. Y el descrédito de la Hacienda es tal, que ya no es posible cubrir las necesidades inmediatas emitiendo deuda pública, porque nadie la suscribiría. Por todas partes estallan disturbios que no pueden ser neutralizados. El precio del pan se ha disparado y el Tratado de Edén con Inglaterra ha restado competitividad a nuestros productos manufacturados arruinando a nuestra industria. Versalles está inundado de quejas, reclamaciones y comisiones de protesta que llegan de todas las partes del país. Los ministros son unos incompetentes; la reina, que por fin parece haber despertado de su letargo de diversiones, una inexperta en cuestiones de Estado, y el rey está tan desbordado por los acontecimientos que se ha desentendido por completo de los asuntos públicos y se pasa el día cazando. Nadie maneja el timón, y mientras tanto la crisis adquiere dimensiones catastróficas.

—No presenta un panorama muy alentador —intervino August.

—Planteo el que hay —repuso—. Cuán negra debe de ser la situación, que la reina le ha pedido a Necker que vuelva, a pesar de lo mucho que lo detesta, tan sólo porque sabe que tiene el favor del pueblo. La orgullosa y soberbia María Antonieta se doblega ante la opinión pública. Si ese milagro se ha producido, todo es posible.

—¿Necker va a ser nombrado ministro? —pregunté.

—No si antes no se destituye a Brienne. Necker se niega a volver mientras continúe Brienne. Así que —se interrumpió mirándonos unos instantes intencionadamente, y continuó—, así que hay que exigir la destitución de Brienne y el nombramiento de Necker. Y ello por tres motivos: uno, porque Brienne es un inútil; dos, porque sólo con Necker podremos llegar al 1 de mayo; y tres, porque la designación de Necker no ha de parecer una iniciativa de la reina, sino un éxito del pueblo.

—Antes me preguntó qué es hacer política —resopló impaciente Alain—. Ésas son las maniobras propias de quienes hacen política. Yo no pienso entrar en ese juego. Con todos los respetos y agradecimiento por su interés en nuestras humildes personas, señor —añadió con inconformista retintín—, no estoy dispuesto a poner mi periódico al servicio de astutas estrategias ni de un partido en concreto.

—Sino sólo de la verdad. —Sonrió el vizconde con sorna.

—Pues así es, aunque le parezca grotesco —reaccionó Alain, ahora visiblemente ofendido—. Con su permiso —continuó, levantándose—, los que tanto admiran su ingenio —dijo lanzándome una mirada de reprobación— estarán encantados de seguir apreciando sus muestras. Pero yo estoy muy cansado y me retiro.

—Por favor —respondió conciliador el vizconde, levantándose a su vez—, ésta es su mesa, le ruego que se quede. Siendo yo el que lo ha fatigado, permita que sea quien se retire. Pero, respecto de lo que ha dicho, está equivocado. Algún día comprenderá que la verdad y la integridad pueden adoptar muchas formas.

Alain no replicó, no porque estuviera conforme, sino porque pareció darse por satisfecho con que el vizconde cumpliera con su anunciada retirada, de forma que se limitó a permanecer mudo mientras éste nos insinuaba una mínima reverencia en señal de despedida y volvía con sus acompañantes.

—La integridad puede adoptar muchas formas —repitió Alain a media voz cuando el vizconde ya estaba de nuevo entre los suyos—. Eso es lo que dicen los que carecen de ella.

Pero yo no escuché lo que decía. Mi mente quedó cerrada, abstraída, zozobrada por las emociones que me había despertado aquel soñado pero inesperado conocimiento.

El vizconde condensaba en sí, con señorío y lustre, todo aquello que yo había echado de menos en Daniel. Yo deseaba y admiraba todo aquello que él exhibía: inteligencia, cultura, liderazgo, razonamiento combativo, oratoria, solidez… Quería aprehender la conjunción de todas esas cualidades poseyendo al hombre que las encarnaba. Mi deslumbramiento del primer día se mutó en adoración. Desde aquella noche, él se convirtió en mi único pensamiento. Necesitaba otro encuentro vitalmente, y puse en ello mi tesón. Mientras para Alain y August la entrevista no había sido más que un suceso concluido, para mí constituía sólo el primer paso de un caminar en el que no pensaba detenerme, que me impulsaba desde lo más hondo, con una fuerza que durante mucho tiempo no me dejaría conocer la paz.

Alain escribió aquel artículo. El relativo a Necker. Fue August quien lo incitó a ello, pues, con más visión que aquél, comprendió que no podíamos desaprovechar la importante información que habíamos obtenido de su próximo nombramiento. Cuando estuvo redactado y revisado, sugerí la conveniencia de recabar la opinión del vizconde antes de su publicación. Ambos me miraron adustos, pero August se limitó a soltar un arisco «como quieras» y Alain a guardar hosco silencio. Aunque era obvio que a éste el vizconde no le había gustado lo más mínimo, no había pronunciado palabra alguna en su contra. Al parecer, por una de esas casualidades, el señor Bontemps conocía al padre de aquél y le debía alguna clase de favor. Al enterarme lamenté no tener más confianza con el viejo para sonsacarle información, pues cuando lo intenté sólo obtuve un gruñido y la orden de despachar un pedido.

Ahora ya tenía una excusa para ir a su encuentro, pero no me fue fácil dar con él a pesar de acudir al Palais Royal y al Café de Foy día tras día. Tres tardes seguidas estuve vagando infructuosamente con mi artículo en la mano, y no fue hasta la cuarta, cuando ya alicaída y decepcionada regresaba a mi casa sin haber conseguido verlo, que alguien a mi lado pronunció:

—Señorita Miraneau…

—¡Ah, hola! —lo saludé. Habíamos coincidido en el pasaje que comunicaba las galerías con la calle—. No confiaba en tener el privilegio de que me recordara.

—Para muchos el privilegio sería que los olvidara —bromeó, no sin cierta petulancia—. Naturalmente que la recuerdo. Ya le dije que lo haría.

Su tono era apresurado y superficial. No pretendía más que intercambiar un breve y cortés saludo y despedirse de inmediato.

—Me alegro de encontrarlo —dije precipitadamente— porque tengo algo que quisiera que viera. Mi amigo ha escrito aquel artículo que usted sugirió, el relativo a Necker. Dado que la idea fue de usted, quisiera pedirle que lo leyera.

—Si no lo publican pronto, la noticia ya estará pasada —advirtió.

—Llevo tres días buscándolo —me justifiqué.

—No era preciso —dijo mirándome con cierta sorpresa—. Le agradezco su atención, pero creo que lo más práctico es que lo publiquen sin mi concurso o el nombramiento de Necker se adelantará a su noticia. Con su permiso, he de marcharme —terminó con ligera impaciencia.

Se me escapaba. Se me escapaba y no volvería a tener motivo para conversar con él.

—Podría acompañarlo en su trayecto —solté sin reflexionar—. Le dará tiempo a leerlo antes de llegar. No es muy largo.

Marcó una pausa unos instantes, supongo que intentando encontrar la fórmula para rechazar mi propuesta sin caer en la incorrección. Antes de que se le ocurriese, añadí:

—Si no es molestia, claro está…

—No —se vio obligado a claudicar con una sonrisa de compromiso—. Molestia ninguna. Será un placer.

Me hizo un gesto invitándome a que lo siguiera, y eso hice hasta su carruaje. Subí al coche, y le ofrecí de inmediato el artículo. Él, después de acomodarse con ostentosa lentitud entre sus almohadones, se avino a cogerlo esbozándome una forzada sonrisa de fastidio.

—Bien —pronunció—. Veamos. Leer esto es sin duda lo que más me apetece en estos momentos.

Pero lo leyó. Era un escrito que sugería el beneficio de la destitución de Brienne y su sustitución por Necker. La idea que Alain tenía de Necker participaba de la que existía en la conciencia popular, que lo había elevado en su imaginación a la categoría de semihéroe. Necker era quien, nombrado director del Tesoro en 1776, había combatido el despilfarro de la corte, había establecido Asambleas Provinciales en algunas provincias, en las que el Tercer Estado tenía igual número de representantes que el clero y la nobleza y en las que los tres órdenes deliberaban y votaban en común, y había liberado a los últimos siervos que quedaban en los dominios reales.

Y además de disponer otras medidas liberalizadoras. Pero, especialmente, era quien, rompiendo el secretismo que había regido hasta entonces, había publicado el estado de gastos e ingresos de la Hacienda Pública, informando al público, por vez primera, sobre cuestión tan importante.

Gozando de tal popularidad, la destitución de Necker en 1781 recibió las mayores críticas y despertó el enojo popular. Se decía que había sido víctima de la reina, que irritada por la constante oposición de Necker a sus costosos caprichos había labrado para lograr su destitución, lo que había conseguido sin mucha dificultad dado que el rey, ferviente católico, no miraba tampoco a Necker con simpatía por ser éste protestante. De esa forma, por el egoísmo de una reina irresponsable y por la debilidad de un rey intolerante, la nación se había visto privada de uno de sus mejores hombres. Tras Necker ningún otro ministro había demostrado mayor valía, y menos que ninguno, Brienne, el amigo de la reina que había llevado al país a la bancarrota. Era hora, pues, de enmendar tales irreparables y costosos errores y de llamar al único hombre que podía salvar a Francia: Necker.

El vizconde había iniciado la lectura con gesto de indiferencia y de absoluta desgana, pero poco a poco su rostro fue animándose con una expresión de satisfacción cada vez más evidente. Al finalizar me devolvió el escrito y dijo:

—Es perfecto —sentenció—. Sinceramente, mejor de lo que me esperaba. No cambie ni una coma.

—¿De veras es de su agrado? —me regocijé—. Verá, no teníamos ninguna fuente de información fidedigna sobre Necker y temíamos que…

—Ya se nota —interrumpió riendo brevemente—. Ya se nota que no están demasiado bien informados, por eso el artículo ha salido tan bien. Hágame un favor —añadió con mirada alegre—: no indaguen más. Publíquenlo así. Es perfecto.

—Pero —me sorprendí—, si no se ajusta a la verdad…

—¿Y a quién demonios le importa la verdad? —replicó—. Lo único que importa es que Necker sea nombrado ministro. No me diga que es usted otra de esos puristas hipócritas. ¿Quiere saber la verdad? La verdad es que Necker se considera a sí mismo un genio financiero, y permítame que le diga que las grandes reformas que ha hecho no han sido sino pequeños parches sin relevancia. ¿Introdujo verdaderas libertades? No. Abolió la servidumbre de los dominios reales, sí, pero no la prohibió en los dominios privados; introdujo algunas Asambleas Provinciales, pero nunca pensó, ni por asomo, en convocar los Estados Generales que beneficiaran a la generalidad de la nación. Se opuso a las pensiones a los privilegiados, pero tampoco instauró un régimen fiscal igualitario que salvara al Estado de la bancarrota. Publicó una relación de gastos e ingresos, pero con ella engañó a todo el mundo, incluido el rey, planteando como real una situación imaginaria de paz cuando Francia estaba sosteniendo la guerra contra Inglaterra por sus colonias americanas. ¿Cree que Luis odiaba a Necker porque era protestante? El rey lo apoyó hasta que el ministro posterior le abrió los ojos. —Se detuvo un instante en observar la expresión de mi rostro y sonrió con cierta paternal ironía—. Ya ve, joven idealista, los héroes no existen. Ésa es la verdad. Necker no fue el peor de todos, ni siquiera de los más malos, pero tampoco el héroe que ha creado la imaginación popular. Y, sin embargo, es el único que tiene credibilidad suficiente para mantener la Hacienda hasta la convocatoria de los Estados Generales. Quizá él consiga el milagro de colocar nuevamente deuda pública con la que el Gobierno pueda hacer frente a los gastos más necesarios, porque es el único que conserva la confianza de los inversores. ¿Y quiere contarle a la gente la verdad? ¿Quiere con ella destruir la sola valía del único hombre que ahora puede ayudarnos? Porque la valía de Necker sólo se basa en lo que le he dicho, en su credibilidad.

Me devolvió el escrito, que tomé en silencio, sintiéndome torpe por no tener los conocimientos suficientes para apoyar o discutir sus argumentos.

Perdí la mirada por la ventanilla. No había prestado atención al recorrido, pero al divisar por encima de los edificios la elevada y adusta torre del Temple, supuse que recorríamos la calle del mismo nombre. Detuve mi atención en aquella magna e inhóspita construcción, a la que seguí con la vista mientras el vehículo avanzaba. Su silueta se recortaba con claridad contra un cielo violáceo recorrido por móviles y grisáceos nubarrones; un cielo ya oscuro pero que aún no había perdido toda su luminosidad y sobre el que la maciza y estilizada torre adquiría un aire siniestro de cuento de terror.

—¿Hay algún otro tema sobre el que le interese que escribamos? —se me ocurrió preguntarle, con la esperanza de tener motivo para volver a conversar con él.

—Ya nos iremos viendo —me despachó, con inequívoca semisonrisa despectiva.

Su respuesta me dejó tan frustrada y avergonzada, que me enroqué en el silencio durante el resto del trayecto, silencio que él no rompió hasta que el coche se detuvo delante de una gran mansión.

—Mi cochero la conducirá a su casa —ofreció mientras descendía—. Ha sido un placer volver a verla —cumplimentó cerrando la puerta—. Buenas noches.

Correspondí con un gesto a su despedida y me escondí de su mirada recostándome en el respaldo del asiento mientras el vehículo arrancaba.