Capítulo XIX

Lucile De Briand

Después del duelo, tuvimos que marcharnos por una temporada.

Primero fuimos a Sainte-Agnès. André deseaba presentarme a sus padres y enseñarme su casa. El deseo me pareció muy natural y lo agradecí. Sainte-Agnès había sido, en algún momento de su historia, un marquesado de relevancia, y así lo demostraba el tamaño del castillo, mucho más espléndido de lo que había imaginado. Sin embargo, el dominio había ido perdiendo paulatinamente sus tierras, hasta el extremo de que las rentas que producían no bastaban siquiera para mantener el edificio, y la familia se había visto obligada a cerrar casi dos terceras partes del mismo. Era una pena, porque cuando visité esas estancias de la mano de André, descubrí hermosos salones que nada hubiesen tenido que envidiar a los mejores palacios de haber podido invertir lo necesario en su restauración. Pero, en contraste con la tristeza de estas habitaciones abandonadas, las ocupadas estaban bien mantenidas y decoradas con gusto, de forma que eran sumamente acogedoras, y el hecho de ser pocas incrementaba esa sensación.

Respecto a los padres de André, creo que nunca había visto devoción mayor de unos progenitores hacia su vástago. El padre, a causa del impositivo concepto de hombría, se veía obligado a disimularlo, pero la madre demostraba una adoración y debilidad por el hijo que eran conmovedoras. Yo, que también era madre, podía comprender los sentimientos de esta otra que había perdido a dos de sus hijos y que hacía más de un año que no veía al único que le quedaba. La compadecía de corazón cuando la descubría mirando enternecida a su niño, ya hecho hombre; cuando se deshacía con él en atenciones, cuando lo escuchaba hablar con el alma tan henchida que parecía que le estallaría en el pecho. Pobre mujer, pensaba yo con afecto, evocando a mi Philippe. Y es que, no sólo se adivinaba que tanto ella como el padre eran buenas personas, sino que además conmigo se portaron insuperablemente bien. Sin duda la relación del hijo conmigo no debió de ser para ellos una buena noticia. Yo estaba casada, era ya madre y encima pobre. Desde su punto de vista, peor no podía ser; máxime cuando las cualidades de André les habían permitido confiar en que conquistara a una mujer de mucha mejor condición. Pero debían de conocer lo bastante bien a su hijo como para saber que no existía posibilidad alguna de desviar su voluntad en este campo, de forma que ocultaron o destruyeron cualquier prejuicio que tuvieran en mi contra y dedicaron todo su esfuerzo en conseguir que yo me sintiera a gusto en su casa, con el objetivo, a mí no se me escapaba, de que no los alejara de él.

Así transcurrieron unas cuantas semanas, hasta que llegó la fecha del sexto cumpleaños de mi hija, de Ève. Era impensable que no acudiera a Nuartres a felicitarla. No sabía cuál iba a ser la reacción del duque ahora que sin duda estaba ya al corriente de mi relación con André, la que con tanta contundencia me había prohibido profiriendo lo que para mí eran las más terribles amenazas. Pero precisamente a causa de ellas, era imprescindible que acudiera y me enfrentara a él. Y debía hacerlo sola.

Planeé llegar a Nuartres a media mañana, confiando en que ni el duque ni su secretario estuvieran a esa hora. Y acerté. Recibí los alegres y entusiasmados abrazos de los niños y aproveché para entregarle a Ève mi regalo de cumpleaños. Luego aún pude comer con ellos, jugar por la tarde y casi hasta acompañarlos en la cena. Pero, justo cuando me trasladaba al pequeño comedor de sus apartamentos, me anunciaron que el señor había llegado y que, sabedor de mi presencia en el castillo, me instaba a que compareciera ante él de inmediato en la biblioteca.

Bajé y entré en la silenciosa y solemne estancia. El duque, sentado en su sillón frente a la chimenea, debió de oírme entrar, pero no dio señales de ello. Me fui acercando, marcando mis pasos sobre el pavimento de madera. Cuando me detuve a escasa distancia, se levantó y me miró. Era un hombre corpulento y de rostro enérgico que la edad había convertido en adusto y autoritario.

—Así que te has atrevido a venir —fue su saludo.

—Debía hacerlo. Es el cumpleaños de Ève. Ella no entendería que no lo hiciera.

—Creí que había expresado mi voluntad con claridad —contestó con sequedad.

—Lo hiciste. Pero no se trata de ti. Se trata de los niños.

—¡Ah! —me reprobó con desprecio—. ¡Ahora te acuerdas de los niños!

Me dio la espalda y se dirigió hacia la sala contigua, donde estaba preparada la mesa para la cena. Lo seguí. Se sentó a una de las cabeceras, la que ocupaba habitualmente, y destapó el primer plato.

—Un caldo caliente. Estupendo. —Alzó la mirada hacia mí, que permanecía de pie junto a la puerta esperando su invitación formal—. Se te va a enfriar la sopa, querida —añadió cortante—. Siéntate.

Así lo hice, con comedimiento. El duque hizo un gesto al servicio para que se retirara, lo que hicieron cerrando tras sí las puertas. Él se concentró en dar cuenta del plato sin levantar la vista. Respeté su silencio e hice lo mismo. La pausa se prolongó varios minutos, hasta que lo dio por terminado. Después me dijo, o mejor dicho, me ordenó:

—Compartirás mi mesa y recibirás alojamiento en mi castillo esta noche. Y sólo esta noche. Mañana por la mañana, antes de que los niños se despierten, te marcharás de Nuartres y no volverás a pisarlo hasta que yo te invite a ello; cosa que, ya te adelanto, no haré como mínimo mientras mantengas tu relación con el marqués ese como se llame.

—Marqués de Sainte-Agnès —me atreví a aclarar, aunque el duque lo sabía perfectamente.

—¡De Sainte-Agnès, de Sainte-Adelaine o de pacotilla! —explotó por fin, dejando caer su puño sobre la mesa y haciendo tintinear toda la vajilla—. ¡A pesar de mi prohibición! —bramó, enrojeciendo—. ¡Has desdeñado mis órdenes y te has burlado de cuantas advertencias te hice! —Decidió serenarse, quizá pensando en su estado de salud, que desaconsejaba los excesos; aspiró hondo y añadió—: ¡¿No te das cuenta de todo lo que estás poniendo en peligro entregando tu confianza a un aventurero imprevisible?! He sido un esposo tolerante y justo. Puesto que yo no estoy dispuesto a cumplir contigo con todo cuanto me exige el matrimonio, no he considerado equitativo exigirte estricta fidelidad. ¡Pero siempre te he respetado y me creo con derecho a exigir el mismo respeto! —volvió a vociferar—. El conde de Coboure era un caballero. Sabía dónde estaba su sitio y dónde estaba el mío. Pero son muy distintos los informes que he recibido del marqués ese. Así que, hasta que no finalices tu relación con él, mantendré a nuestros hijos lejos de su influencia.

—No puedes hacerme esto, Albert —repliqué—. Ni a los niños tampoco. Me necesitan.

—Estoy de acuerdo —aseveró—. Por eso tu actitud es imperdonablemente egoísta. ¡Porque te lo advertí! Has antepuesto tu lujuria al bienestar de tus propios hijos. ¡Y hasta que no recuperes la responsabilidad, la madurez y el equilibrio, hasta que no se consuma la fiebre de esa pasión irracional y del todo punto inadecuada, no te considero capacitada para que vuelvas a tratarlos!

Guardé unos instantes de silencio, con el corazón martilleándome el pecho. No serviría de nada que rebatiera sus acusaciones. No lo convencería con argumentos y no quería enzarzarme en una estéril discusión. No tenía más remedio que utilizar la argucia que había estado ideando. Suspiré hondo, me enderecé sobre mi espalda y, con aparente desafío, le dije:

—Entonces no me dejas más alternativa.

No comprendió a qué me refería, pero intuyó que se trataba de una amenaza. Torció el gesto en una sonrisa que pretendió ser desdeñosa, y respondió:

—¿De qué alternativa estás hablando?

—Si no puedo ver a mis hijos, me obligas a solicitar la nulidad de nuestro matrimonio y su custodia.

—Creo que ya hemos hablado de eso en alguna ocasión. —Sonrió despreciativo—. Tengo buenas influencias. No tendrías nada que hacer en un pleito contra mí.

—No estoy tan segura. Si se alega la verdadera causa de nuestro fracaso matrimonial nadie en la Iglesia se atreverá a defenderte. Y obviamente, condenando ésta tus inclinaciones, por ella calificadas contra natura, no será muy difícil que me concedan a mí la custodia de nuestros hijos.

—¡No te atreverás! —exclamó ronco, mientras un reflejo nervioso le hacía aletear uno de los párpados.

—¡Ya lo creo que me atreveré! —me enardecí yo—. ¡¿Pero es que concibes que haya para mí algo más importante que mi unión con mis hijos?! Nunca me he enfrentado contigo porque no quería poner en peligro la posibilidad de verlos. Pero si me lo impides, ya no tengo nada que perder. ¿Lo comprendes, Albert? ¡¡¡No tengo nada que perder!!!

Él estaba agitado. Me miró iracundo, los ojos inyectados en odio. Bordeó la mesa y se acercó a mí con movimientos enérgicos y pesados, como un toro dispuesto a embestir.

—¿Hasta tal punto te ciega el egoísmo que eres incapaz de pensar en el daño que les infligirías? —gritó casi en mi oído—. ¡Nuestros hijos fruto de un matrimonio nulo! ¿Crees que eso no iba a afectarles? Y encima, el escándalo, que también te rociaría a ti, porque como comprenderás, no aceptaré que me ataques sin defenderme, y con tu vida adúltera, que es del dominio público, tus dos sonados romances, tu amistad con la reina, a quien se acusa de mantener amoríos también con mujeres, será un contencioso muy divertido para todos los que quieran burlarse de nosotros. Y, evidentemente, nadie libraría a nuestros hijos de la duda de su legitimidad. Bastardos. ¡Bastardos! La madre adúltera y el padre homosexual. La conclusión es casi inevitable. Se diría por lo bajo a sus espaldas, a su alrededor, algunos hasta en su misma cara. Al final hasta ellos mismos dudarían de quién es su verdadero padre y de su legitimidad. Y cuando sea adulto, ¿a cuántos duelos tendrá que enfrentarse tu hijo para defender su honor y el de sus padres? ¿Y nuestra hija? ¿Qué oportunidades de contraer un matrimonio digno de su nacimiento crees que tendrá con semejante tacha? ¿Es eso lo que quieres para ellos?

—No, Albert —dije mirándolo—. No es lo que quiero para ellos. Yo sólo quiero verlos. Deja que siga viéndolos y nada de todo esto ocurrirá. ¡Pero no me dejaré sacrificar, como pretendes! No seguiré con un hombre al que ya no amo y dejaré a otro al que amo sólo para calmar tus temores, que yo sé infundados. ¡Y no renunciaré a ver a mis hijos sólo para satisfacer tu deseo de castigarme!

Apretó los dientes, marcando amenazante la mandíbula, y se inclinó sobre mí, apoyando sus manos en el respaldo de mi silla, como si su imponente presencia física pudiera intimidarme. Pero no di signo alguno de flaqueza, sino de ratificación, al desviar la mirada de la suya y mantenerla fija al frente.

Nos mantuvimos así escasos segundos, como estatuas. Finalmente él se enderezó, atravesó la estancia hasta la puerta, la abrió y salió de la habitación, evitando dar un portazo, como queriendo demostrar que no había perdido el control, el control de nada.

Cuando me quedé sola me levanté y me dirigí hacia el balcón. Entonces me di cuenta de que todavía temblaba. Si no había sido capaz de convencerlo de la autenticidad de mi amenaza, lo tenía todo perdido, porque no pensaba llevarla a la práctica. Nunca sometería a mis hijos a la vergüenza y al bochorno de un proceso judicial semejante. No. Jamás. Antes renunciaría a ellos. La única cuestión era, pues, si mi esposo me había creído capaz de hacerlo.

A la mañana siguiente no me marché como él había ordenado. No podía hacerlo sin más. Si abandonaba Nuartres a la espera de que me comunicara su decisión, cada día que transcurriese sin que lo hiciera jugaba en mi contra y desvanecía la credibilidad de mi postura. Ordené que me sirvieran el desayuno en mi dormitorio y que me advirtieran en cuanto los niños se despertaran. La noticia, por supuesto, llegó a oídos del duque. Estaba sentada ante la pequeña mesa auxiliar, vestida todavía con mi camisón de dormir y mi bata, cuando irrumpió como un vendaval en la alcoba.

—¿Qué haces aquí todavía? Te dije que partieras a primera hora, ¡y ni siquiera están preparando tu carruaje!

—No te inquietes —repuse con calma—. Estoy desayunando. Cuando termine me vestiré, me despediré de los niños y me marcharé. Vuelvo a París, donde me reuniré con el marqués e iniciaré los trámites de nuestro proceso de nulidad matrimonial. Ni siquiera tendrás que volver a hablar conmigo. Nuestra próxima comunicación será ya a través de nuestros abogados. Y ahora te ruego que salgas de mi habitación, pues aún no estoy vestida, como puedes ver.

—¡¡¡No pensarás en serio llevar adelante semejante locura!!!

—Querido —repuse despacio, pero con contundencia—, no renunciaré a mis hijos. Te lo he dicho y te lo repito. Y te hago notar que tienes mucho más que perder que yo. Todo aquello de lo que puedas acusarme ya es del dominio público, como dijiste. Eres tú quien todavía tiene secretos.

Me miró unos instantes y luego, con un gesto rápido, dio media vuelta. Parecía que iba a salir de la estancia, pero cuando tenía el picaporte ya en la mano, se volvió de nuevo hacia mí.

—Pero bueno —espetó—, ¿qué esperas de mí? ¿Crees que voy a ceder sin más?

—Sin más, no. Estás equivocado respecto del marqués de Sainte-Agnès. Yo te garantizo que ningún problema habrá de causarte, ni ahora ni en el futuro. Te lo garantizo —reiteré—. Tendrás que confiar en mí. Si me permites visitar a los niños con la asiduidad habitual, nada haré y todo seguirá igual. Es un acuerdo, Albert. Acéptalo.

Una mirada furibunda fue toda su réplica y salió, ahora sí, con un portazo. La violencia del golpe me hizo pegar un respingo.

Abandoné mi desayuno, pues mi aparente calma era mera ficción y en realidad no podía pasar bocado. Llamé a mi lacayo para que preparara el carruaje, con instrucciones de que lo hiciera de la forma más ostentosa posible. Luego me vestí y me coloqué junto a la ventana para observar el exterior.

Al cabo de un rato apareció el vehículo, guiado por mi cochero, que manejaba las riendas con una energía y brusquedad inapropiadas para lo corto del trayecto entre las caballerizas y la entrada principal. Después, en lugar de venir a avisarme en persona, no se le ocurrió otra cosa que hacer sonar con reiteración la campana del coche, con lo que, si hasta entonces la maniobra le había pasado desapercibida a alguien, en aquel momento debió de enterarse el castillo entero.

Me retrasé expresamente. Esperaba todavía, con el alma en un puño, una señal de que podía quedarme.

Parecía que no iba a llegar. La campana no dejaba de repiquetear, destrozándome los nervios. Tendría que bajar.

Justo cuando me apartaba ya de la ventana, percibí un movimiento extraño y volví esperanzada a mi posición anterior. El mayordomo se había acercado a mi sirviente y estaba conversando con él. Mi cochero dejó la campana y desapareció en el interior del edificio. ¿Le había ordenado que dejara de armar escándalo y viniera a avisarme personalmente? ¿O se trataría de algo más?

Seguí esperando, impaciente. Por fin llegó.

—Señora, el duque ordena se descargue el carruaje y se devuelva a las caballerizas. Como usted me ha ordenado lo contrario, quisiera saber cómo he de proceder.

Me cubrí los ojos con la mano para ocultar la emoción. Durante unos segundos no pude pronunciar palabra. Al fin conseguí decir:

—Descárgalo.

Después de aquello me quedé un mes en Nuartres. Para afianzar mi victoria era necesario que me comportara como hasta entonces, y habitualmente mis estancias no eran de menor duración. Pero, cuando ya estaba pensando que la actual empezaba a alargarse más de lo que el duque podía tolerar sin irritación añadida, me sorprendieron con la noticia de que tenía una visita. André se había presentado, sin previo aviso. Lo había decidido súbitamente, me dijo, pues no soportaba seguir en Sainte-Agnès solo. Además de necesitar verme, declaró, deseaba conocer a mis hijos, deseo que, como es natural, me conmovió.

Como el duque no estaba y no llegaría hasta la noche, no me inquieté por el momento por su reacción, y me centré en el importante acontecimiento de la presentación entre André y los niños. Como a él se le daban bien las bufonadas y los juegos físicos, que a los críos les arrancaban alegres carcajadas, al final de la mañana habían congeniado con facilidad, y yo me sentía feliz viéndolos jugar a los tres juntos.

Después de comer, sin embargo, insinué a André que lo mejor sería que nosotros dos nos trasladáramos a casa de mis padres, pues estaba convencida de que mi esposo no le dispensaría un buen recibimiento. Pero se negó. No era su forma de proceder, me dijo, personarse en casa de alguien y marcharse sin presentar sus respetos al dueño. Él no iba a huir del señor de Nuartres.

No lo convencería de lo contrario, lo supe. Me resigné, pero temí el encuentro. Esperé al duque nerviosa y al final salí sola al exterior para esperarlo frente a la entrada, pues consideré conveniente darle la noticia yo misma. André, que imaginó mi intención, nada objetó, ni vino en mi busca cuando la espera se prolongó más de hora y media, que consumí dando cortos e inquietos paseos.

Por fin apareció. Esperé a que la carroza se detuviera frente a la puerta y descendiera del vehículo.

—Albert —inicié suave—, ha venido alguien: el marqués de Sainte-Agnés.

Me miró incrédulo.

—¿Cómo se te ha ocurrido? —se enojó—. ¿Hasta dónde quieres forzar la situación? Si viene a hablar de la nulidad de nuestro matrimonio, te juro que…

—No viene a hablar de nada de eso. Sólo quiere presentarte sus respetos.

—¡No quiero sus respetos ni nada de él! Que se marche. O lo haré yo hasta que él desaparezca.

—Albert —intenté aplacarlo—, ¿y en qué va a beneficiarte demostrarle tal enemistad? Permítele que te salude y nos iremos. ¿No es más sencillo?

Reflexionó un instante, sin desfruncir el ceño.

—Está bien. Lo recibiré un minuto en mi biblioteca cuando a mí me plazca. Ya lo haré llamar. Y después os vais los dos.

Volví al salón y conté a André el resultado de mi conversación con el duque, temerosa de que ahora fuera él quien se ofendiera.

Pero no dio señales de ello. Asintió y ambos esperamos, yo angustiada y él en apariencia relajado, la augusta llamada. Por fin tuvo ésta lugar, pronunciada por boca del mayordomo como si se tratara de una audiencia real. André se levantó y me obsequió con un beso de despedida, como si en realidad fuera a acudir a alguna sesión solemne de una institución relevante. Los aires de grandeza del duque me ponían enferma.

Yo esperé sola, en la enorme estancia, sin saber qué hacer. Esperé rato y rato. El minuto concedido en un acto de suprema benevolencia se había multiplicado por más de sesenta. Ya no pude aguantar más y salí de la sala. La curiosidad me carcomía. Avancé hasta la biblioteca. La puerta estaba entreabierta. De su interior emanaban voces masculinas y no tardé en divisar al duque, a su secretario y a André sentados en los sillones conversando amigablemente. Me quedé perpleja tras la puerta, sin entender nada. El tema de conversación, audible desde donde yo me encontraba, versaba sobre los futuros Estados Generales.

Decidí retirarme en silencio, antes de ser descubierta. Me trasladé a la sala utilizada como comedor para los niños y permanecí con ellos. Luego los acompañé a su dormitorio para acostarlos. No fue hasta media hora después que André apareció. Me informó de que venía a mudarse de ropa, pues íbamos a cenar con el duque y su secretario en el comedor principal. Parpadeé confusa.

—Pero ¿qué has hecho? ¿Lo has hechizado?

—No. —Sonrió—. Sólo hemos hablado de política. Es un tema que apasiona al duque. Un hombre muy sensato, por cierto, no me lo habías dicho.

No entendía nada, pero no pregunté más. Cómo conseguía André ganarse a todo el mundo, era un misterio para mí indescifrable.

Cenamos esa noche con el duque, que trató a André con abierta simpatía bajo mi estupefacta mirada, y ni qué decir tiene que lo convidó a permanecer en su residencia cuanto tiempo desease. Durante las siguientes semanas André no sólo compartió la mesa del duque, sino también las partidas de caza y hasta lo acompañó a una de las Asambleas de los Estados del Languedoc. Al cabo de unas semanas yo tenía la impresión de ser aceptada en esa casa más por mi condición de pareja de André Courtain, que por ser la esposa del dueño.

La estancia de André en Nuartres también permitió que conociera a mis padres, a los que visitamos, y que tratara diariamente a mis hijos. En él sobrevivía todavía una faceta adolescente que le permitía divertirse con los juegos infantiles y desplegar con los niños una complicidad traviesa que los divertía sobremanera. En poco tiempo todo el mundo en aquella casa adoraba a André, y yo estaba tan enamorada que la opresión de ese sentimiento no me permitía ser del todo feliz.

Una noche, en la que habíamos empezado a hacer el amor, André se detuvo en sus inicios y, mirándome mientras me tenía abrazada, me preguntó:

—Lucile, ¿querrías tener un hijo conmigo?