Capítulo XVIII

Paul Bramont

Coboure estaba al sur de Tours, en la Touraine. Cuando cruzamos sus lindes, Marionne observó con curiosidad el paisaje, buscando aquellas excelencias que le había contado, y en algún momento me sentí algo avergonzado por mi exageración. A ambos lados de la carretera tan sólo se divisaban campos de cultivo, algunas arboledas y casas dispersas; nada que lo convirtiese en algo distinto o más espectacular que el resto de la región que acabábamos de atravesar. Quizá mis recuerdos de Coboure no eran más que ensoñaciones que el tiempo y la melancolía me habían hecho confundir con la realidad.

Tras recorrer unas cuantas millas llegamos al pueblo. Entramos en él siguiendo el camino vecinal que en su interior hacía las veces de calle principal. Tuvimos que detenernos en la plaza, a fin de dejar pasar a un rebaño de ovejas. Aproveché la coyuntura para observar la iglesia, de estilo románico, levantada en el siglo XII; y descubrí que tenía un aspecto mucho menos saludable de lo que recordaba. Los relieves de su tímpano estaban gravemente erosionados, las vidrieras de su rosetón central rotas, la fachada afectada por dos remarcables grietas que zigzagueaban entre los sillares de piedra. La casa del párroco, separada de la anterior por un pequeño callejón, no ofrecía mejor aspecto.

—Hay gente que nos mira a través de las ventanas —remarcó Marionne.

Intenté comprobar su aserto, y percibí persianas que se entreabrían y cerraban con discreción. No contesté, pero me recliné hacia atrás, con cierta inquietud. Algo había percibido en aquel movimiento subrepticio que me había parecido hostil.

Pasado el rebaño, continuamos nuestro camino. El castillo quedaba oculto tras una arboleda a un par de millas de la población. Se llegaba a él a través de un sendero que se hundía bajo las altas copas de los árboles, hasta la explanada en la que se levantaba.

La primera construcción de Coboure databa del s. XIII y había constado tan sólo de una pesada torre circular y de una muralla que la circundaba y que acogía un amplio patio en su interior. En posteriores fases la parte habitable se había ido ampliando a base de añadir nuevas edificaciones en el espacio existente, de forma que el conjunto no ofrecía la imagen de un edificio único y compacto, sino de un conglomerado de ellos agrupados tras los límites de la muralla, sobre la que sobresalían a diferentes alturas sus techumbres, algunas a dos aguas, otras a cuatro, y cónicas las que remataban las pequeñas torres y la primitiva torre circular. Aquella irregular distribución le ofrecía un aspecto fantasioso, como si fuera irreal, diseñado para servir de escenario a una fábula caballeresca. Lo único que le confería unidad era la muralla que, continua, constituía actualmente la fachada del edificio. La influencia del renacimiento italiano había acabado con su aspecto defensivo, sustituyendo sus almenas por ventanas abuhardilladas y abriendo en sus muros amplias ventanas cruciformes. Se conservaba, como recuerdo de su primitiva función, el foso que lo rodeaba a sus pies, pero ya mi bisabuelo lo había secado, transformándolo en una zona ajardinada, pues los calores del verano convertían sus aguas estancadas en un foco de insectos e infecciones.

Entramos a través del puente levadizo, que a pesar de su nombre actualmente restaba siempre fijo. Una vez atravesado, el paso se abría a través del edificio en forma de amplio túnel abovedado, hasta el pequeño espacio que había quedado sin construir y que constituía su actual patio. Allí nos apeamos y nos dirigimos a la entrada principal, situada en uno de los laterales del pasadizo.

No tuve que llamar para que nos abrieran la puerta. Tan pronto subimos los dos escalones que la precedían, ésta, de respetable altura, de madera maciza y labrada con trabajados bajorrelieves, nos fue abierta. Tras ella estaba Vincent, que ostentaba el más alto cargo entre el servicio. El hombre me saludó con una aparatosa reverencia. Detrás de él, en el amplio vestíbulo de piedra desnuda, ante la escalera renacentista, formaba en hilera todo el servicio.

—Traigo conmigo a una invitada, la señorita Miraneau. Supongo que las habitaciones de mi abuela estarán acondicionadas para acogerla.

—Por supuesto, señor —repuso sin atreverse casi a mirarla.

Las habitaciones designadas eran, para Vincent, altamente significativas de la importancia que Marionne tenía para mí. Desde que mi abuela falleciera, nadie las había ocupado. Quizá lo hubiese hecho Lucile, de haber visitado alguna vez Coboure, pero no había sido el caso. El destino normal de cualquier invitado eran las de huéspedes.

Tras un breve gesto al personal del servicio para agradecer su atenta formación de bienvenida, subí las amplias escaleras alfombradas, hasta el rellano del piso superior, acompañado por Marionne. Enfrente se abría la gran galería, que se extendía a lo largo de toda la fachada principal. Fue la primera estancia que quise enseñarle a ella, porque además de ser impresionante por sus dimensiones, era también la más alegre gracias a sus diez ventanales que la inundaban de luminosidad y que ofrecían una grata vista sobre la llanura. Le hice reparar en el techo, de vigas de madera policromada y en las que se repetían los motivos del escudo de Coboure. Luego la conduje al comedor, al que se accedía por la primera puerta, donde resaltaba su monumental chimenea, más alta que un hombre, los tapices flamencos que revestían sus paredes y una armadura del siglo XV que de niño era mi pieza favorita de la casa.

Así, en un largo paseo, le fui enseñando el resto de las salas nobles de aquella planta, entre las que destacaba el salón principal y la biblioteca, y después le mostré las del segundo piso, donde se ubicaban los aposentos privados. Me entretuve especialmente en el dormitorio que había sido de mi abuelo, que ahora me correspondía a mí. No había sustituido ni uno sólo de los muebles que él había dispuesto, ni siquiera había modificado su distribución. El lecho de dosel con cortinas de terciopelo, el reclinatorio que nunca utilizaba, el arca donde guardaba la manta que se echaba sobre las piernas cuando se sentaba junto a la chimenea, el secrétair. de numerosos cajones donde escondía su correspondencia y documentos relevantes, la silla donde yo me sentaba de niño a leerle hasta que se quedaba dormido… Todo, absolutamente todo en esa habitación me recordaba a él. Casi parecía que en cualquier momento pudiese aparecer por detrás de los pesados cortinones que ocultaban su cuarto de aseo y su vestidor.

—Debió de ser un gran hombre —dedujo Marionne después de escuchar mis comentarios.

Me detuve a considerar esa conclusión. ¿Merecía ese calificativo? Probablemente no. Fue un vividor. Un amante de la caza, de la buena mesa, del juego y de las mujeres, a quienes agració con más de un hijo que nunca reconoció. Orgulloso de su tosquedad, de sus maneras bruscas y rudas, y de su despótica autoridad. Nada que ver con mi padre, un hombre cultivado, fino y recto en su moralidad. Pero yo conocí a mi abuelo con ojos de infante, y para un niño su manera de ser resultaba mucho más seductora que la de mi padre. Cuando estaba con mi abuelo no tenía que estudiar. En su casa podía correr, introducirme en la perrera para jugar con los animales y revolearme en el suelo si me apetecía. Nunca me obligaba a soportar sus visitas, ni a leer aquellos libros que se consideraban apropiados para mi educación. Fue mi abuelo el primero que me enseñó a montar, quien me llevó de cacería cuando mi padre todavía me tenía prohibido coger un arma. Y me dejó Coboure, a pesar de que tenía otros dos nietos varones mayores que yo. Pero yo era su preferido y siempre me quiso con locura. Para mí fue un gran hombre o, en todo caso, un gran abuelo. Y mi perspectiva de adulto, aunque me permitía descubrir sus defectos, no conseguía borrar esa impresión de niño que tenía grabada en mi corazón.

Marionne se dirigió a una de las ventanas y la abrió para asomarse a ella. La vista que se apreciaba era aún mejor que desde la galería, porque estaba situada a mayor altura.

—Estoy impresionada —me dijo.

Yo no estaba entusiasmado en exceso. Lo había encontrado más rústico y anticuado de lo que recordaba. Era un edificio vetusto, pesado y sombrío. Pero una cosa era cierta: era impresionante, como ella había dicho. A mí me impresionaba. Me impresionaba porque estaba lleno de fantasmas del pasado. Fantasmas entrañables.

—¿Quiénes son aquéllos? —me preguntó ella con tono neutro.

Me aproximé a la ventana. Era un grupo de individuos. Un numeroso grupo de individuos, tal vez unos cincuenta, que avanzaban con hoces, azadas, picas y otros utensilios de labranza en dirección al castillo, surgiendo de debajo de la arboleda. Caminaban a paso rápido, y era evidente que sus intenciones no eran amistosas. Instintivamente aparté a Marionne de la ventana y luego la cerré.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó.

—No lo sé —repuse, intentando que mi entonación fuese tranquila—. Bajaré a averiguarlo.

Descendí apresuradamente las escaleras hasta que, en el tramo del primer piso, me crucé con Vincent, que las subía en mi busca.

—¡Señor! —exclamó agitado—. Un grupo de hombres…

—Sí —lo interrumpí—. Ya los he visto. ¿Sabe qué pretenden?

—Pues… —inició vacilante— hay bastante descontento, señor. La cosecha no ha sido buena este año. Creo que el señor Beltran le ha escrito a usted.

—¿Y qué tengo yo que ver con la cosecha? —repliqué adusto.

—Ayer por la noche se celebró una asamblea en la plaza del pueblo con motivo de su llegada. Y esta mañana vino el padre Gregorio a solicitar que lo reciba usted en cuanto llegue.

—¡En cuanto llegue! —resoplé sarcástico—. ¿Cree ese cura que es para mí una prioridad?

Acabé de bajar el tramo de la escalera y me aproximé hasta una de las ventanas. El grupo ya estaba llegando a las proximidades del edificio.

—¿Has cerrado la puerta de entrada? —le pregunté.

—Sí. Es lo primero que he hecho.

—¿Y las demás?

—Ya he dado las instrucciones. Quizá deberíamos coger las armas y entregarlas a algunos de los hombres del servicio.

—¿Las armas? —me extrañé—. Pero ¿qué dices?

Me volví un momento, porque adiviné la presencia de Marionne detenida en el último escalón, observando la escena. En ese mismo instante nos sobresaltó una explosión de vidrios rotos que cayeron con estrépito en el suelo de la galería. Los individuos se habían detenido en el borde del foso y estaban lanzando piedras contra el edificio. La distancia que aquél les marcaba ocasionaba que la mayoría de ellas no alcanzaran su objetivo y se estrellaran contra el muro, pero unos segundos después otra vidriera se quebraba a mi izquierda, distante apenas tres pasos de mi persona, de forma que pequeños trozos de cristal me impactaron en la pierna y en los pies. Percibí entonces gritos y proclamas ininteligibles de protesta que iban aumentando en intensidad. Me aparté de la ventana y comencé a bajar hacia la planta baja.

—¿Qué va a hacer? —me preguntó Marionne siguiéndome.

—Vincent —le ordené a éste sin detenerme—, ensíllame un caballo. Voy a salir.

—¡No puede salir ahí solo! —protestó Marionne.

—Tiene razón, señor —repuso éste, también forzando su descenso para darme alcance—. Lo mejor es quedarse aquí dentro. Ya se cansarán.

—Igual no se cansan hasta que hayan incendiado el castillo —refuté—. Haz lo que te he dicho.

—Pero ¿para qué va a salir? —volvió a disentir Marionne—. ¡Lo molerán a pedradas antes de que articule ni una palabra!

Como si los hechos quisieran darle la razón, en aquel mismo instante volvimos a oír el estallido de una ventana en la planta superior. Reconsideré lo de salir solo.

—Vincent, ¿cuántos hombres saben montar?

—Todos saben montar —me contestó—. Peor o mejor pero…

—Rápido. Organiza un grupo de hombres montados. Yo iré a por las armas. Venga conmigo —le pedí a Marionne—, me ayudará.

Descendimos los tres a la planta baja. Vincent se dirigió hacia el patio, y nosotros lo hicimos hacia la armería, un cuarto al que se accedía desde el vestíbulo. Marionne me ayudó a cargar y trasladar los fusiles. Cuando salimos al exterior los distribuimos entre la cuadrilla organizada por Vincent. Luego monté en el caballo que me estaba destinado.

—Pase lo que pase —le grité a Marionne para que pudiese oírme por encima del alboroto de los hombres y de los animales—, no se acerque a las ventanas ni salga.

Atravesamos el patio y el pasadizo abovedado hasta el puente. Allí me forcé a avanzar al paso, porque no quería que los insurrectos se temiesen una carga e incrementasen su violencia. Al ver la comitiva, se detuvieron en su acción de lanzar objetos contra el castillo y enmudecieron de pronto, enfrentándose a nosotros en un tenso y estático silencio. Indiqué a mis hombres que se posicionaran en el puente, y yo avancé en solitario, lentamente, haciendo visible el fusil. Cuando estuve a escasa pero prudencial distancia de ellos, me detuve. Los observé con gravedad, reconociendo el rostro de alguno de ellos, de los más mayores. Ninguno se animó a decir nada, pero no había miedo ni sumisión alguna en sus semblantes, tan sólo un desafío expectante.

—Me han dicho que la cosecha este año ha sido mala y que pasáis por ciertas dificultades —inicié dialogante—. Estoy dispuesto a escuchar vuestras quejas, pero ésta no es forma de plantearlas.

—¡No permitiremos que se nos eche de nuestras tierras! —exclamó de pronto uno—. ¡Son nuestras y nadie nos las quitará!

—¡Sí! —exclamó otro—. Somos nosotros las que las trabajamos. ¡Mataremos a todo aquel que intente echarnos de nuestros hogares!

—¡Nadie va a echaros de vuestros hogares! —afirmé.

—¡Su administrador nos ha exigido las rentas y nos ha amenazado con quemar nuestras casas y encarcelarnos si no pagamos! ¡Y no podemos pagar! Apenas podemos comer, ¿cómo vamos a pagar sus rentas? ¡Usted nada en la abundancia!

—¡Si quema una sola de nuestras casas, incendiaremos su castillo hasta que no queden más que cenizas!

—¡No estoy dispuesto a oír ni una sola amenaza! —bramé—. ¡Yo sí que mataré al primero que agreda a cualquiera de los míos o a cualquiera de mis bienes! ¡Oiré las peticiones que tengáis que formularme siempre que lo hagáis con el respeto debido y en la forma correcta! ¿Dónde está el padre Gregorio?

—¡Vino a verlo y usted no quiso recibirlo! —me acusó uno.

—¡Eso es falso! Vino al castillo cuando yo todavía estaba ausente. ¡Y lo sabéis bien, porque me espiasteis cuando atravesé el pueblo! ¡Decidle al padre Gregorio que venga a verme esta tarde! ¡Hablaré con él y estudiaremos la forma de solucionar esta situación! ¡Y ahora idos todos a casa con vuestras familias!

Aproveché el instante de indecisión que recorrió sus filas para volver grupas y regresar al castillo. Crucé el puente, delante de mi pequeña cohorte, que me siguió inmediatamente, felices de no haber tenido que intervenir.

—No descabalguéis aún —les indiqué una vez nos refugiamos en el patio.

Yo, por el contrario, sí lo hice. Entré en el vestíbulo por una puerta secundaria y me acerqué hasta una ventana. Los insurgentes estaban reunidos en grupo, conversando entre ellos, decidiendo lo que debían hacer. Eso ya me hizo confiar en que se disolverían y marcharían, pues emprender acciones violentas requiere de una furia que aquel lapso debía de haber enfriado. Permanecieron aún algún tiempo en su posición, pero al comprobar que nada nuevo ocurría, optaron por retirarse. Los vi alejarse, hasta que el último de ellos desapareció por el camino de la arboleda. Luego volví al patio e indiqué a mis hombres que todo había terminado y que podían volver a sus ocupaciones.

El padre Gregorio. Nada bueno podía esperar del padre Gregorio. La última vez que lo había visto era ya un anciano, pequeño en estatura y consumido en peso, pero repleto de salud, de energía y de mala sangre. Era un contestatario. Toda su vida había sido un contestatario, y desde que había alcanzado una edad en que por respeto nadie se atrevía a replicarle, se había vuelto más contestatario aún. Provenía de clase media y no había abrazado los hábitos para huir de la miseria, como muchos, sino por verdadera vocación. Vocación más social que religiosa. Se creía el defensor de su comunidad, como un san Jorge en lucha permanente contra el rico. Desde un principio había ostentado el papel de portavoz de los campesinos frente a mi abuelo, y en el pasado había tenido sonoras trifulcas con él.

Lo recibí en el austero despacho oficial, desde detrás de mi mesa, cuidando bien de mantener una actitud receptiva pero adusta y nada familiar. Yo era el señor de aquellas tierras, y pretendía que no lo olvidara ni por un momento. Mi única muestra de buen talante fue auspiciar la presencia de Marionne. Pensé que aborreciéndonos como lo hacíamos, yo por herencia y él por extensión de lo que había sentido por mi abuelo, una entrevista a solas auguraba un fracaso seguro. Quizá la presencia de una mujer joven y bella como era ella nos suavizara a ambos.

Lo saludé y lo invité a sentarse. Estaba mucho más consumido que la última vez que lo había visto. Se movía lenta y pesadamente, como si las articulaciones ya no respondieran a sus órdenes, y estaba más delgado, transparentando bajo su arrugada piel el color azulado de sus venas. Parecía un anciano quebradizo y débil, y su inofensivo aspecto despertaba compasión. Eso, cuanto menos, es lo que debió inspirar a Marionne, porque enseguida se acercó a él para tomarlo del brazo y ayudarle a sentarse en la silla que quedaba frente a mi mesa. Luego ella lo hizo en la otra.

—Gracias, señorita —dijo con sonrisa paternal de cura—. Es usted muy amable. Usted también, conde, por recibirme.

—¿Qué ha significado lo de esta mañana? —atajé sin miramientos—. ¿Lo incitó usted?

—¿Yo? ¡Dios me libre! Lo de esta mañana no debió haber ocurrido. Al contrario, yo los intenté calmar. Les dije que le dieran una oportunidad, que yo hablaría con usted. Les dije que era usted un miembro del Parlamento de París, uno de los Padres de la Nación, uno de los defensores de las libertades. Les dije que de usted podían esperar mucha más comprensión que del tirano y egoísta de su abuelo, que en paz descanse. Pero…, ¡qué podía hacer yo si no quisieron escucharme! Afortunadamente los daños que usted ha sufrido se han limitado a unos cuantos vidrios rotos. Ellos, por el contrario, temen perderlo todo.

A pesar de su negación, de sus palabras deduje que sí había sido él quien los había alentado a hacerme esa visita. Había enviado a su camarilla para asustarme, y ahora aparecía como pacífico mediador. Cualquier compasión por su edad y por su estado de salud desapareció por completo. Era el mismo padre Gregorio de siempre, el mismo hombre reivindicativo y beligerante.

—Si vuelve a ofender la memoria de mi abuelo con sus descalificaciones, directa o veladamente, lo echaré de esta casa. Ni por un momento imagine que sus hábitos le dan carta blanca para faltarme al respeto.

—Disculpe, disculpe usted —respondió, elevando las manos en un gesto apaciguador—. No fue ésa mi intención. Pero —añadió mirándome con insidia— me sangra el alma cuando veo a personas afortunadas como usted ser tan insensibles a las desgracias de los más desafortunados. Obtiene grandes rentas de estas gentes, gracias a las cuales lleva una vida lujosa y llena de comodidades. Tiene un hermoso castillo, lleno de valiosas antigüedades y objetos costosos, que apenas visita porque tiene otros aún más bellos en París. Estas personas sólo tienen sus humildes y modestas casas y dan gracias al cielo porque sus ganancias les permiten comer a ellos y a sus familias. Ganancias que obtienen con el sudor de su frente, con su trabajo y su esfuerzo, ¡no mientras danzan en salas de baile o se divierten en agrestes cacerías a costa del sudor, trabajo y esfuerzo de los demás!

—No está en su púlpito, padre. Déjese de sermones. ¿Qué es lo que quieren?

—No es difícil de adivinar. La cosecha este año ha sido muy mala, supongo que lo sabe. Los campesinos están muy preocupados, y asustados. Deben pagar los diezmos a la Iglesia, y los impuestos al Estado, y las rentas que le deben a usted. Si se obliga a pagar a estas gentes todo lo que se les exige, se les sumirá en la miseria. No quiero que se malinterprete lo que voy a decir, tan sólo me limito a ponerlo al corriente de la situación. Los habitantes de aquí acuden con frecuencia al mercado de Tours y allí se enteran de los últimos acontecimientos. Saben de las manifestaciones callejeras que se han desatado en París desde que el rey impuso por la fuerza los edictos por los que se priva a los parlamentos de su facultad de registro. Saben de la insurrección que estalló en Rennes cuando el Parlamento de Bretaña los declaró nulos; que la multitud atacó al intendente y al comandante, y que desde entonces toda la población está levantada contra las autoridades gubernativas. Saben que más insurrecciones de esa índole se están cociendo en otras provincias. Y ellos no están dispuestos a dejarse desposeer de todo sin defenderse. Están irritados contra la Iglesia, y yo no los culpo. Pagan los diezmos, y sin embargo, los fondos no se invierten en su parroquia para beneficio de la comunidad, sino que yo me veo obligado a entregarlo a mis superiores eclesiásticos que le dan un destino desconocido para ellos y para mí mismo. Pero luego ven a los obispos y cardenales arropados en sus elegantes carrozas, sus espléndidos palacios y en su desvergonzada ostentación de lujo, e imaginan a qué se destina su sacrificio. Mientras, nosotros, los simples sacerdotes, vivimos en la mayor estrechez, y no tenemos con qué aliviar las penurias de nuestros feligreses. Están irritados también contra el Gobierno, que los sangra a impuestos pero que tampoco invierte en mejoras de ningún tipo. El intendente tiene la obligación de socorrer a los pobres, pero nada de eso se ve por aquí. Mientras, oyen hablar de las espléndidas fiestas en Versalles, de los costosos collares que adquiere la reina, y de las elevadas pensiones de los cortesanos. Y también están irritados contra usted. Le pagan cada año las rentas de sus tierras, a la vez que han de destinar parte de su tiempo a cultivar las de usted, han de pagar por recorrer sus caminos y no pueden cazar en sus bosques. A cambio no obtienen ningún beneficio. No hay inversiones en regadíos, no hay mejora en los caminos, no hay institución benéfica que los ayude a cuidar de sus ancianos o de sus enfermos. Nada hace usted por ellos, ni siquiera se digna asomar la nariz por aquí, y se limita a recoger su dinero para, como su abuelo, invertirlo en las fincas que tiene en París y aumentar así un patrimonio que aunque quisiera no se podría gastar en toda su vida.

Por fin terminó su perorata. Su tono había ido aumentando en calor e intensidad a medida que hablaba, un tono al que yo no estaba acostumbrado y que sublevó mi orgullo. El cobro de las rentas era un derecho ancestral que me correspondía sin discusión alguna, y no tenía ninguna obligación de invertir en los campos o en los caminos. A qué destinara mis ganancias era decisión exclusivamente mía y no estaba dispuesto a aceptar crítica alguna al respecto. Si me hubiese hablado con otra inflexión, si se hubiese limitado a exponer las penurias de sus gentes y a pedirme el favor de mi indulgencia, mi predisposición hubiese sido muy distinta. Pero aquel discurso repleto de reproches y de veladas amenazas no favoreció mi buen talante. Guardé unos instantes de silencio, mientras notaba que el enojo me subía por las venas hasta acumularse en mis sienes, y ya iba a responderle desairadamente, cuando Marionne, quizá adivinando mi reacción, se adelantó diciendo:

—Padre, le agradecemos mucho la información que nos ha facilitado de los problemas de los vecinos de Coboure. Desde luego que el conde no los dejará desamparados, téngalo usted por seguro. El conde ama a estas tierras y a sus gentes, y hará lo que esté en su mano por ayudarlos. Pero no se pueden abordar todos los problemas a la vez —continuó en tono negociador, mientras yo celebraba que su intervención me hubiera dado la oportunidad de calmarme—. Hay que comprender que el conde no puede hacer milagros. Hay ciertas cuestiones que escapan a su competencia. Por ejemplo, el tema de los diezmos o los impuestos. También él tiene una posición que mantener. Es una situación compleja que hay que analizar y que requiere reflexión. Creo que considerará razonable que se tome un tiempo para ello.

—No se puede esperar en exceso —intervino el hombre de inmediato—. Los campesinos están inquietos y preocupados. Un silencio prolongado será interpretado como una negativa.

—No se trata de ninguna elusión —replicó Marionne—. Tendrá una respuesta con prontitud.

Ella entonces me miró, incentivándome a pronunciarme al respecto. En ese instante pensé que, con independencia de los sentimientos que me despertase el padre Gregorio, era cierto que la coyuntura merecía cierta consideración, de forma que levantándome le dije:

—Vuelva mañana a la misma hora y le comunicaré las decisiones que haya tomado.

—Bien —manifestó, con la predisposición de quien acepta un reto—. Puedo esperar hasta mañana.

Marionne lo ayudó a levantarse y lo acompañó hasta el exterior del despacho. Yo, sin embargo, no me moví, pero mantuve los ojos puestos en él hasta que desapareció de mi vista.

—¿Qué piensa hacer? —planteó Marionne cuando volvió.

—Condonarles las rentas, claro —sentencié. Desaparecida la insufrible presencia del padre Gregorio, la solución se me presentó ineludible—. No hay otra opción.

—Quizá sí —insinuó ella—. Es posible que algunos estén en condiciones de pagar, y otros quizá no puedan satisfacerla toda, pero sí una parte. Si perdona todas las rentas en su totalidad y sin distinción, el año próximo se relajarán pensando que se les condonarán nuevamente. Al final, si algún día se les exige lo considerarán una intolerable injusticia, la derogación de un derecho ya adquirido.

—Entonces, ¿qué propone? —repliqué con impaciencia.

—Le sugiero aplazar el pago de las rentas, con la imposición, claro está, de intereses, o de lo contrario todos solicitarán aplazamientos sine die. De esa forma quien pueda pagar lo hará para evitar el encarecimiento causado por los intereses, y al seguir siendo exigibles no pondrá usted en peligro las rentas futuras. En mi opinión es lo más sensato.

—Sí —contesté con calma, tanto más cuanto era presa de una punzante irritación—. Salvo por un pequeño detalle. Yo no negocio, ni regateo. Yo exijo o perdono. Pero jamás —subrayé— regateo ni hago propuestas mercantilistas. Ésa es la diferencia entre un señor y un vulgar comerciante. Lamento que no aprecie la diferencia.

No había pretendido ofenderla, pero supe que lo había hecho en cuanto vi mudarse su expresión. El enojo le encendió el rostro y contestó:

—¡Por supuesto que la aprecio! Si estas tierras hubiesen pertenecido a un vulgar comerciante, como usted dice, habría invertido en regadíos y mejorado los caminos para incrementar su rentabilidad, y eso no sólo le hubiese comportado mayores ganancias, sino que además hubiese dado trabajo a más gente y aumentado la productividad de las tierras para beneficio de todos. Pero los grandes señores ¡no claro!, ¿cómo van ellos a rebajarse a pensar en el dinero? Los grandes señores sólo piensan en él para decidir cómo gastarlo, los que son listos, y cómo malgastarlo los que son tontos. ¡Pero la prosperidad está en manos de esos vulgares comerciantes que invierten y crean riqueza, y no en la de los grandes señores que se limitan a acumularla para dejarla muerta y que son una lacra para esta sociedad! Haga usted lo que quiera con sus rentas, no es cosa mía; pierda dinero en lugar de ganarlo, le sobra suficiente como para permitirse ese lujo, pero no vuelva a menospreciar mi mentalidad. La suya sólo tiene orgullo de casta y arrogancia. ¡Y eso que se tilda de liberal!

—¿Ha terminado? —la corté.

—Sí, desde luego —repuso con ojos vidriosos—. He terminado.

Me dio la espalda y salió de la habitación. Oí sus pasos marcándose con firmeza sobre el pavimento de la galería, que la distancia fue amortiguando hasta que los volvió inaudibles. Entonces salí despacio de detrás de mi mesa y me senté en el sillón que había frente a la chimenea apagada. Perdí la vista en su negra cavidad, sintiendo de pronto un cansancio anímico y mental que me dejó postrado en un estado de vacío abatimiento.

No existían los paraísos perdidos. Había olvidado que había dejado mi niñez muy atrás, y ése es el único verdadero Paraíso.

Mi regreso a Coboure no resultó como había imaginado. Pero lo grave es que no se debía a unos acontecimientos casuales, sino a que mi representación mental de lo que era estaba muy alejada de la realidad. Sin darme cuenta había seguido conservando la imagen que del condado tenía durante la vida de mi abuelo, cuando sobre mí no recaía ninguna responsabilidad, cuando sólo venía a disfrutarlo. El castillo medieval que despertaba la imaginación del adolescente, las cabalgadas libres por los bosques, las correrías por los prados… Eso era para mí Coboure, como si se mantuviera solo, como si no existiera una realidad socio-económica que tenía la obligación de administrar y de gestionar, como si no viviesen personas en él cuyo bienestar dependiera de esa administración, como si no fuera, además de un feudo, una unidad productiva que requería atención y trabajo. Las palabras de Marionne, concentradas en escasas frases, pero cargadas de un mensaje tan condensado como demoledor, me habían abierto los ojos de golpe. Tenía Coboure abandonado. Había incumplido gravemente mis obligaciones como señor de estas tierras. Acomodado en mis rentas inmobiliarias de París y en la pensión que había estado percibiendo primero en Versalles y actualmente como magistrado del Parlamento, había despreciado los ingresos percibidos de Coboure y me había desentendido por completo de él.

Necesitaba algún tiempo para rehacerme de esta constatación, que había caído sobre mí como un mazazo. Prácticamente dos horas permanecí sentado frente a la chimenea apagada de mi despacho, sin hacer otra cosa que fijar la vista en su vacío y permitir a mi mente revisar lo ocurrido y oído aquel día. La impresión que había tenido al ver el castillo, de vetustez y cierta dejadez, temía que no fuera más que la muestra de la verdadera situación del condado.

Había ya casi anochecido cuando llamé a Vincent para preguntarle por el autor del mensaje que me había traído hasta Coboure, el señor Beltran. Cinco años administrándolo sin que nadie le solicitara rendición de cuentas. Quizá Rocard lo había hecho formalmente, pero no tenía duda de que sin ninguna comprobación. Cinco años haciendo lo que había querido. Que me hubiera robado más o menos dependía de su mayor o menor honradez, pero suponer que en alguna medida lo había hecho equivalía simplemente a no creer en milagros. Y en cuanto a los campesinos, que los hubiera extorsionado más o menos también dependía de su menor o mayor bondad, pero no, desde luego, de que alguien le hubiese marcado los criterios de actuación.

—Ve a visitarlo. Ahora. Que te entregue en el acto todos los libros de cuentas. Da a entender que una excusa o una demora será malinterpretada y despertará graves sospechas. Y dile que venga mañana a verme, a primera hora. Que se prepare para pasar el día fuera. Quiero que me acompañe a recorrer el condado.

Vincent volvió con los libros. Cinco. Uno por cada año transcurrido desde que yo heredara Coboure. No había planteado resistencia, me dijo, aunque sí rezumado murmurantes protestas.

Me retiré con ellos a mis apartamentos, con ánimo de examinarlos. Pero, cuando me senté en el sillón, me abordó el reclamo de la pequeña puerta lateral que conducía, por un pasadizo interior, hasta el dormitorio de Marionne. Intenté concentrarme en los renglones de números, mas la vis atractiva de aquella apertura era casi irresistible. Sólo me retenía el amor propio, que dominó la partida durante unos cuantos minutos. No obstante, el pensamiento de que ella no había merecido el recibimiento conflictivo que había tenido, y mucho menos mi desairada respuesta a su buena voluntad.

me acabaron de decidir. Cogí los cinco libros, que me iban a servir de excusa, aún necesaria a mi pundonor, y recorrí con decisión los escasos veinte pasos de pasillo interior que desembocaban en gemela puerta en su otro extremo. Llamé, con dos vigorosos golpes del puño cerrado, y como no obtuve respuesta, entré. Marionne estaba de pie junto a la ancha cama de dosel, mirándome. Era la postura que acababa de adoptar al oírme entrar, pero su ocupación era fácil de adivinar. La delataba el baúl abierto de viaje y la ropa que, dispuesta doblada sobre la cama, esperaba a ser introducida en su interior tras haber sido extraída del armario abierto de par en par.

Se iba.

No esperaba una reacción tan radical, y quedé transpuesto unos instantes.

—Venía a pedir su ayuda —dije pacífico, señalando los libros de contabilidad.

—Usted no necesita mi ayuda.

Me acerqué despacio hasta ella, con la vista puesta en los cuadernos. No sabía cómo iba a atajar aquella nueva crisis, ni cómo iba a poder convencerla de que se quedara, después de todo lo que había pasado. Cuando estuvimos frente a frente, la miré. La proximidad me permitió comprobar el enrojecimiento de sus ojos y los restos de llanto en la hinchazón de su semblante. Al descubrir que yo la había hecho llorar, a ella, que hasta la fecha me había parecido imbatible, solté los libros sobre la cama y me acerqué con ánimo de abrazarla, pero Marionne abortó tal intención dándome la espalda.

—Lo siento… —murmuré condolido, atreviéndome a posar mis manos en sus hombros—. El viejo ése me saca de mis casillas. Lo siento, Marionne, perdóneme.

La sentida y sincera disculpa le arrancó, como mínimo, un suspiro, y el siguiente comentario:

—Ya le dije una vez que usted nunca me consideraría una igual.

—Por supuesto que no —repliqué, acariciándole los hombros—. Si lo hiciera sería un engreído.

Dicho esto, me animé a intentar de nuevo divisar su cara, y esta vez lo conseguí, pues ella no se movió.

—Si vuelve a hablarme como lo ha hecho esta tarde —advirtió—, me iré.

No se iba. Me costó permanecer impertérrito.

—Bien —dije, bajando mis manos por sus brazos hasta coger las suyas—, pero entonces no me conteste usted como lo ha hecho hoy. Las dos cosas sería un castigo demasiado severo.

—Sus palabras me han herido. Las mías a usted le dan igual.

—Claro. Yo soy un insensible.

No replicó. Se limitó a bajar la cabeza. Su nuca quedó al descubierto, frente a mis labios. Mi voluntad se resistía a no ceder a la tentación, pero al final la vencí y me aparté. Entonces Marionne volvió la vista hacia los libros que yo había abandonado antes en la cama y, en señal de haber dado por zanjado el episodio, y demostrándome con ello que tenía un fuerte pero excelente buen carácter, preguntó:

—¿Qué son?

Al día siguiente partí poco después del amanecer con Beltran, el administrador. Nos acompañó Vincent, pues quería estar asistido de como mínimo dos conocedores del condado para contrastar opiniones y para que la presencia de ambos los disuadiera mutuamente de exagerar, omitir o darme versiones en exceso subjetivas.

Durante todo el día estuvimos recorriendo el dominio a caballo. Bordeamos los campos, visitamos granjas y barracas, atravesamos pastos y bosques, llegamos hasta el curso del afluente del Loira que atravesaba mis tierras y pasamos por casi todos sus caminos. Vi y escuché, y pude hacerme una cabal idea de la situación.

Coboure estaba dividida en tierras de bosques, pastos y cultivos. En cuanto a los primeros, el uso de dos terceras partes de la superficie forestal me correspondía a mí en exclusiva, el resto era para aprovechamiento de la comunidad. No obstante, según me dijeron, las incursiones furtivas en la mía eran frecuentes, bien fuera para proveerse de leña, para recoger champiñones o setas, para arrancar corteza de los árboles, o para poner trampas a los roedores. Beltran confesó haber hecho la vista gorda ante semejantes extralimitaciones, por no considerarlas perjudiciales.

Respecto de los pastos, antiguamente la mitad eran también de uso comunal, pero hacía ya más de cincuenta años que se había repartido, dividiéndola en diversos lotes proporcionales a la riqueza de los adjudicatarios, de tal suerte que a los más humildes apenas les correspondió una porción insignificante que se vieron obligados a vender enseguida. Esa repartición había perjudicado muy gravemente a los que estaban en situación más precaria, por cuanto habían tenido que deshacerse de sus animales al carecer de pastos, y muy a menudo la leche de la única vaca que poseía una familia, o su carne, se había convertido en su salvación en momentos de malas cosechas. En cuanto a la otra mitad, la que no había sido nunca comunal, me pertenecía, y estaba arrendada en su mayoría; pero la devaluación de la moneda había disminuido mucho el valor de las rentas, motivo por el cual mi abuelo había instado en vida un proceso judicial —que todavía no había sido resuelto— solicitando que su importe fuera actualizado.

Las tres quintas partes restantes de suelo estaban dedicadas al cultivo: trigo, vid y maíz. Debido al régimen feudal imperante, todas ellas, en teoría, me pertenecían también, pero sólo la mitad lo hacían propiamente; el aprovechamiento del resto se había cedido a campesinos a cambio de un porcentaje de su producto o de unas rentas fijas. Aunque los agricultores eran, en puridad, respecto de las tierras, feudatarios y no propietarios, su derecho podía vender se y transmitirse por herencia, de suerte que después de siglos de cesiones, divisiones y agrupaciones, su situación era muy desigual.

Había tres familias que poseían extensiones de terreno muy respetables y granjas prósperas con varias decenas de cabezas de ganado, y su posición era lo bastante desahogada como para que hubiesen enviado a sus hijos a estudiar a las universidades, contándose entre sus miembros abogados, boticarios, médicos y hasta un notario que ejercía en Tours. Éstos, que debido a su cuantioso ganado eran quienes habían tomado en arriendo la mayoría de mis pastos, eran quienes más se habían opuesto a la pretensión de mi abuelo de actualizar sus rentas, y eran también, según me dijeron, quienes peor aceptaban mis derechos señoriales, en especial las rentas que debían satisfacerme como cesionarios de los terrenos que cultivaban, que me pertenecían por su carácter feudatario. Pretendían la abolición del régimen feudal y el reconocimiento de la propiedad plena sobre sus tierras.

Después había una veintena de familias que, en diversa gradación, tenían lo suficiente para no pasar penurias en circunstancias normales. Poseían tierras de cultivo, ganado y huerto en proporciones modestas pero suficientes; una mala cosecha podía situarlos en una posición de estrechez, mas no de desespero. Pero, por debajo de éstas, había un conjunto de unas cincuenta familias que vivían en la miseria o en el límite de la miseria. A causa de las sucesivas particiones hereditarias, las porciones de tierra que tenían cedidas apenas les permitían tener un minúsculo huerto doméstico para plantar algunas verduras y legumbres, completamente insuficientes para la subsistencia. Algunos tenían un par de gallinas, y otros criaban conejos que habían capturado en los bosques, pero vivían en barracas lamentables donde los ocho o diez hijos compartían la única pieza que hacía las veces de cocina, comedor y dormitorio, y los padres dormían en el altillo junto a las jaulas de los pocos animales que tuvieran. Estas gentes trabajaban en tierras ajenas como jornaleros o braceros durante las temporadas de siembras y recolectas, pero el resto del año se quedaban sin trabajo, sobreviviendo a base de hilvanar telas con husos caseros, buscar productos en el bosque, o desempeñar trabajos ocasionales o mal pagados como el de carreteros o cargadores, si los conseguían. Mas, si la cosecha era mala, no se les necesitaba y nadie los contrataba, de forma que la miseria se traducía en verdadera hambre. Los niños estaban desnutridos, iban harapientos, sucios, con lo que ello comportaba de parasitismo, y el analfabetismo era generalizado. Muchos de ellos, al cumplir los trece o catorce años, emigraban hacia Tours o hacia París, donde irían a engrosar el número de mendigos que dormían junto a las puertas de las iglesias, o los más afortunados encontrarían trabajo en una fábrica o taller donde pasarían encerrados catorce o dieciséis horas al día por un sueldo que apenas les alcanzaría para comprar el pan.

Pregunté, escandalizado, y con inevitable remordimiento, cómo se había llegado a esa situación, pero la respuesta fue una mirada de incomprensión. ¿Qué quiere que hagamos nosotros?, parecían decirme mis dos acompañantes.

Sí…, la pregunta me la formulé yo interiormente mientras extendía la mirada sobre la llanura parcelada de tonalidades verdes y pardas. Y la respuesta me asaltó inquietante y amenazadora. Ni siquiera condonando las rentas saldría aquella gente de la miseria. Porque el problema era la desigual distribución de las tierras, de la riqueza, la estanqueidad de la productividad, las manos muertas, la falta de asistencias sociales para paliar las situaciones de grave necesidad… Era necesario un cambio tan radical, que para conseguirlo haría falta una revolución.