Paul Bramont
Salíamos del bosque de Boulogne. Dentro de la berlina viajábamos los cuatro, los mismos que habíamos acudido a la terrible cita. Hubiese podido no ser así. El pensamiento condujo mi mirada hacia Courtain, sentado frente a mí. Estaba sombrío, perdida la vista en la lejanía que se extendía detrás de la ventanilla. Había sobrellevado con desasosiego la posibilidad de su muerte, y ahora sentía una alegría auténtica, de fondo, por su supervivencia. Había experimentado lo mismo cuando lo atacaron y descubrí que lo había superado. En un orden lógico debería considerarlo mi antagónico, pero nunca había llegado a sentirlo propiamente como tal. Quizá lo natural era nuestra afinidad, y lo artificial todos los avatares que nos habían enfrentado.
Después pensé en Marionne. Desde nuestro último encuentro no había recibido ningún mensaje suyo que desvirtuara mi confianza de que me acompañaría a Coboure; así que como yo no había podido ir personalmente a causa del duelo, había encargado a Rocard que pasara a buscarla con la carroza de viaje y se encontrara conmigo en una posada que había en la carretera del bosque de Boulogne, con todo mi equipaje ya preparado y cargado. Mi intención era continuar con ella el viaje desde ese punto sin necesidad de regresar a París.
A medida que nos aproximábamos al lugar de encuentro, iba aumentando mi ansiedad. La ocasionaba la sola expectativa de verla, y también la intranquilidad de que algo lo impidiera. El coche parecía avanzar con una lentitud desesperante. Por fin divisé el edificio, semioculto a la vista del viajero por una clara arboleda. Frente a él, en su patio delantero, había detenidos varios carruajes y diligencias, con su consecuente trasiego de pasajeros, mozos y animales. Distinguí el mío, no precisamente discreto con su tiro de cuatro caballos y sus baúles y maletas sujetos en la parte trasera. Al llegar descendí el primero y me dirigí directamente hacia el interior del establecimiento en busca de Rocard; pero éste, que debía de haber visto nuestra llegada, se anticipó saliendo a mi encuentro.
—Buenos días, conde. ¿Cómo ha ido todo? —preguntó con interés mientras dirigía una mirada hacia quienes bajaban del coche—. ¡Ah! —exclamó al ver a Courtain—. Veo que el marqués ha salido airoso de la prueba.
—¿Dónde está? —pregunté contenido.
—No ha venido —contestó grave—. Me dio esto para usted —añadió tendiéndome un papel.
—¿Cómo que no ha venido? —me exasperé.
Por toda respuesta Rocard extendió nuevamente la misiva. La cogí con dolorosa decepción. Sabía lo que contenía. Excusas. Me aparté de Rocard y la abrí.
Querido amigo:
Permítame que lo llame así, pues es a un amigo, y con todo mi afecto, a quien dirijo esta breve nota.
No imagina usted hasta qué punto me he sentido privilegiada y honrada por su invitación. Más que eso: me ha hecho feliz.
Me ha atormentado la incertidumbre de si debía aceptar. Mi deseo me empuja a ello, pero me retiene la prudencia. Si voy a Coboure, sé bien lo que ocurrirá. Usted también lo sabe. Lo ocurrido en nuestros dos últimos encuentros son claros indicios. No quiero ir tan deprisa, y no podremos ir despacio conviviendo juntos en un castillo aislado en el campo. Ya le vaticino que yo no superaría ni la primera prueba.
Le esperaré hasta que vuelva, cuando quiera hacerlo. Le agradecería que me escribiera. Se lo agradecería de corazón.
MARIONNE
—¿Malas noticias?
Era Courtain. Estábamos en un rincón del patio, ante la posada. Rocard se mantenía a respetuosa distancia, junto a la puerta de entrada.
—No —respondí escueto doblegando el papel.
—Pues su expresión refleja lo contrario —insistió.
Lo miré. Su actitud era de sincero interés. Estuve tentado por un instante de confiarle mi absoluta contrariedad, pero mi connatural reserva me retrajo. La indecisión, no obstante, fue suficiente para que Courtain confirmara su primera impresión y tendió la mano exigiendo que le mostrara el escrito.
—Gracias por la atención —sonreí—, pero es un asunto privado.
—Quién sabe, a lo mejor puedo ayudarle.
—En esta ocasión lo dudo. En otra será. Ya le daré algún día la oportunidad de hacerme algún favor, si lo necesita.
Se sonrió a su vez, pero no cejó en su empeño y repitió el gesto que solicitaba la nota.
Ante su insistencia me pareció desproporcionado negarme dos veces. Sólo era un rechazo más. Había recibido otros, Courtain lo sabía bien. Le tendí el papel. Él lo cogió y lo leyó.
—La había invitado a ir a Coboure conmigo —aclaré.
—¿Y qué va usted a hacer? —indagó devolviéndomelo.
Medité unos instantes. No lo sabía. Aquella reacción había destrozado todos mis planes y toda mi ilusión. ¿Para qué ir a Coboure si iba a estar alejado de ella? Pero estaba obligado a hacerlo, aunque fuera por un período mucho más corto de lo ideado.
—Iré a Coboure de todos modos —repuse contrito.
—¿Sin ella?
—¿Cómo que sin ella? —Me irrité ante tal absurda pregunta—. ¡Pues claro, no quiere venir, ya lo ha leído!
—No —replicó, conteniendo la hilaridad ante mi exasperación—. No es eso lo que yo he leído. He leído que usted ejerce sobre ella una atracción tan irresistible que no se atreve a ir por miedo a caer seducida la primera noche. La verdad, Bramont, a mí una mujer que me interese me dice eso y no dudo ni un instante en ir a buscarla. Y usted está aquí, pensando en ir solo. No lo entiendo.
—Ella dice que no quiere ir —repetí, obcecado.
—¡Por los clavos de Cristo, no dice eso! —Se rió ya abiertamente—. ¡Haga el favor de leer bien!
Lo miré dudando, escéptico, pero al tiempo esperanzado.
—A mí no me gusta suplicar.
—¡Bramont! —Sonrió Courtain con dramática expresividad—. ¡Me asombra usted! No le suplique, dele lo que quiere.
—¿Y qué es lo que quiere, usted que sabe tanto?
—Está claro. La garantía de que no va a perder la virtud en sus brazos.
—¿Y eso cómo se garantiza?
—¡No pretenderá que lo piense yo todo! Use la imaginación. Póngase en su lugar. Pero yo partiría ya hacia su casa y lo pensaría por el camino.
Marionne Miraneau
Estaba en mi dormitorio, deshaciendo mi baúl y recolocando todas las piezas de ropa en el armario. Había dudado hasta el último minuto. Hablé con Edith y con el señor Bontemps para que se hicieran cargo del negocio durante mi ausencia, concluí a toda prisa los asuntos que tenía pendientes, hice el equipaje pasada ya la medianoche, mal dormí afectada por los nervios y la angustia de la indecisión, y al despuntar el día la solución me sobrevino sin ulterior reflexión. No debía ir. Si su interés era sincero, no lo perdería, y lo que tuviera que ocurrir ocurriría igualmente pero con la madurez requerida. Y si su interés no era sincero, no debía entregarme. Y en Coboure lo haría. Rememoré la cena en su residencia, el entorno fastuoso, sus dotes seductoras, su atractivo personal. Allí no podría resistirme. Era demasiado pedir.
—La verdad, Marionne —me estaba diciendo mi hermana, sentada en el alféizar de la ventana abierta de par en par que abocaba sobre la calle Saint-Denis—, no te entiendo. ¿Por qué no vas?
No contesté. Edith llevaba toda la mañana dándome la murga.
—Que rechazaras al baboso de Desmond —continuó— lo entiendo, pero al conde…
—No hables mal de Desmond —reprobé, mientras doblegaba un vestido sobre la cama—. Me ayudó mucho cuando lo necesité. Es una gran persona.
—Pues eres tú quien lo tratas con desprecio soberano.
—¡Yo no lo trato con desprecio! —Me irrité—. Lo desanimo, eso es todo.
—Tanto que el pobre ya no camina, arrastra los pies.
Me enderecé, suspirando con paciencia y desánimo.
—Edith —dije mirándola—, no me ayudas nada… ¿no tienes algo mejor que hacer?
—¡Dios mío! —exclamó de pronto, mientras asomaba el cuerpo hasta el punto de hacerme temer por su seguridad—. ¡Es él! —Se enderezó y me miró, exaltada—. ¡Es él!
—¿Cómo que es él? —me sobresalté.
—Está abajo, está entrando por la portería. ¡Marionne, es él, el conde, está aquí!
Me quedé paralizada, mirando a mi hermana como si fuera un espectro. ¡Él! ¿Qué iba a decirle?
—¿Qué…? —me interrogó Edith, para provocar mi reacción.
—Dios mío —exclamé nerviosa mientras me observaba en el espejo. No esperaba ninguna visita, no estaba arreglada. Llevaba un vestido sencillo de estar por casa—. ¿Qué me pongo?
—Ponte el de flores verdes. Te está muy bien.
—Está manchado —protesté angustiada.
—¿Dónde?
—¡Aquí, aquí! —proferí irritada—. ¿Es que no lo ves?
Se oyó el pomo de la puerta. Dos golpes firmes y secos. Cerré los ojos en un suspiro. No me preocupé más de mi aspecto, o mejor dicho, desistí de la idea de mejorarlo, pues ya no había tiempo. Fui a su encuentro. Le había recibido mi madre y estaba con ella en el salón, intercambiando frases corteses. Al entrar observé el rostro de mi madre mientras conversaba con él. Era la primera vez que lo veía. La primera vez que le hablaba. Estaba azorada. No era para menos. Él deslumbraba a cualquiera. A mí la primera.
—Marionne —anunció mi madre al verme, con las mejillas teñidas de un vivo color y en un tono de afectada gentileza que no solía utilizar conmigo—, el conde de Coboure nos ha honrado con su visita.
—Buenos días —saludó formal.
—Buenos días. ¿Ha recibido usted mi nota?
—Sí, de eso vengo a hablar.
Mi madre se despidió de inmediato y nos dejó solos. Después, aún permanecimos unos instantes en silencio. Yo sentía cierto embarazo pues no me veía capaz de explicarle en persona los motivos que había expuesto en mi epístola.
—Al parecer —inició—, no quiere usted ir al Paraíso por miedo a morder la manzana prohibida.
La explicación fue de un grafismo tal, que me eché a reír, con alegría y alivio. Él lo entendía y no se había ofendido.
—Voy a hacerle una proposición —continuó—: le doy mi palabra de honor, y no se atreva a decirme que no confía en ella, de que no le voy a dejar morder la manzana. Entiéndame: no sólo no voy a ofrecérsela, sino que se la negaré aunque me la pida. ¿Me sigue?
Dudé un instante.
—Creo que sí —repuse, con cierta inseguridad.
—Bien. Pero a cambio de mi juramento y de mi enorme sacrificio, pues contenerme ante usted lo es, tendrá que aceptar una apuesta: si me libera de mi juramento antes de que termine nuestra estancia en Coboure… se convertirá en mi amante para siempre.
—Perdón, perdón —protesté, escandalizada y divertida a un tiempo—, ¿puede explicarme mejor esta última parte? ¿Cómo que me convertiré en su amante para siempre?
—Un castigo por su lujuria. Porque tenga en cuenta que dependerá sólo de su voluntad.
—¿Sólo dependerá de mí? —Seguí el juego.
—Claro, se lo he dicho: habrá tenido que liberarme de mi juramento.
—¿Y cómo haré tal cosa?
—Muy fácil. Tendrá que decir: «Lo libero de su juramento.»
—¡Ah! —Reí, ante la originalidad de la idea—. Sí, es fácil, ya veo. Pero en una apuesta se ha de tener la posibilidad de pérdida, pero también de ganancia. ¿Qué pasa si supero la prueba, si no lo libero a usted de su juramento antes del regreso a París?
—En ese caso, yo la pediré a usted en matrimonio.
Callé un instante. Lo miré a los ojos, mientras me recuperaba de su inesperada propuesta. ¿Era broma? Su expresión no había cambiado. Seguía siendo firme y al tiempo jocosa.
—Eso suena a condena para usted —comenté.
—Mi castigo por no haber sabido seducirla.
—¿Y no teme que la promesa de matrimonio incentive mucho mi resistencia?
—¿Por qué? ¿He de dar por supuesto que desea usted casarse conmigo? —me provocó.
—No —me obligó mi dignidad a responder.
—¿Entonces?
—Pues ya que lo menciona —siguió dictándome mi amor propio— imaginemos, por agotar todos los supuestos, que gano la apuesta pero que no quiero casarme con usted.
—Pues me rechaza. He dicho que la pediré en matrimonio; no que la forzaré a él.
—Ah, o sea, que puedo renunciar al premio —dije, con ligero sarcasmo.
—Si no sabe apreciarlo…
Reí brevemente, algo azorada.
—Tal y como lo plantea —me recuperé—, todo queda en mis manos. Usted no tiene margen de elección.
—Así es. Supongo que no tendrá usted queja.
—Me extraña que no la tenga usted.
—Es que yo tengo un secreto.
—¿Cuál?
Se inclinó hacia mí y susurró:
—Que a mí no me importa perder.
Lo miré y tuve que desviar la vista.
—¿Y de cuánto tiempo se trataría? —intenté volver a retomar el hilo.
—No lo sé. Mi intención es la de quedarme en Coboure hasta que se resuelva la situación que me reclama allí y se levante la suspensión de mis funciones como magistrado. Semanas, posiblemente meses…, no lo sé. Usted, obviamente, puede volver a París en cuanto lo desee. Aunque en ese caso la apuesta quedará anulada.
—Ah, pero… —quise confirmar, manteniendo el tono risueño—, ¿la está proponiendo en serio?
—Por supuesto —replicó en ese mismo tono—. Y el juramento que le he formulado, también. Ha de venir conmigo, Marionne —me conminó grave—. Si he de suplicarle, lo haré.
Sí, hablaba de veras, creí al fin. Respiré con esfuerzo, terriblemente debilitada ante su presencia. Ya sabía yo que si hablaba con él estaba perdida. Si él no podía tener la iniciativa… me intenté reconfortar, si quedaba ésta en mis manos…
—¿Acepta? —preguntó tendiéndome la mano.
—Acepto —me rendí estrechándosela.
Viajábamos en el interior de su fabulosa carroza. El conde iba sentado a mi lado, separados ambos por los cojines en los que alternativamente nos apoyábamos. Habíamos estado hablando de Coboure, de donde decía que tenía buenos recuerdos por haber pasado allí los veranos de su niñez.
—Cuénteme algo de usted —lo animé—. Cuénteme algo de su infancia.
Me miró afable.
—¡Ah! ¿Ya vamos a empezar a conocernos?
—Sí, ¿por qué no? —Sonreí.
—Tenemos tiempo. ¿Quiere un bombón? —me tentó.
—Me parece que no le gusta hablar de usted mismo.
—Eso es porque temo aburrir.
—No, no es cierto. Es porque no le gusta revelar nada de usted. Por eso siempre está de broma.
—Yo no estoy siempre de broma. Al contrario.
—Conmigo sí.
—Es que usted me inspira alegría. —Me guiñó.
—No siempre.
—No siempre, es cierto. —Se inclinó hacia mí sobre los cojines y añadió—: A veces me inspira pasiones incendiarias.
—¿Ve como siempre está de broma?
—No es broma. ¿Ve como me malinterpreta?
Reí con suavidad y desvié la mirada por la ventanilla. Me sentía feliz y segura.
Apenas unos minutos de silencio después, no pude resistir la tentación de volver a mirarlo, y me sorprendió descubrir que se había dormido. Lo observé con atención, por si estuviera tan sólo dormitando, pero un involuntario espasmo muscular de su pierna me desveló que había entrado en el relajamiento propio del sueño profundo. Su rostro mostraba una distensión tal que me ofrecía una imagen distinta a la que le conocía despierto. Estaba hermoso así, en aquel estado de abandono de su propia consciencia, y lo contemplé largamente, deleitándome en la posibilidad de hacerlo sin que él captara mi mirada con la suya vivaz y turbadora.
Al cabo cogí una novela de mi bolsa de viaje, que me molesté en abrir por su punto de lectura, a pesar de lo cual mi atención volvía a él constantemente para perderse luego en una suave marea de vagos pensamientos.
—Será un placer ayudarla, Marionne —me había dicho el señor Bontemps cuando fui a visitarlo la víspera a su despacho—. Quédese tranquila. Yo me ocuparé de todo como si fuera mi propio negocio, se lo prometo. Por desgracia, ahora me sobra el tiempo. He decidido confeccionar trajes de caballero. Pero la gente no compra ropa confeccionada. Los ricos tienen a sus sastres de siempre y los pobres necesitan el dinero para otras cosas. Voy a dejar el local. Es muy grande y me comporta demasiados gastos. Buscaré uno más pequeño.
—No busque otro local de momento —le había contestado—. Utilice el mío. Puede que esté ausente algún tiempo y mientras tanto se ahorrará el alquiler. Si se reorganiza mejor el almacén, hay sitio de sobras. Y luego, cuando vuelva, ya hablaremos.
—¿De qué? —quiso saber.
—No sé —había aventurado—. De la conveniencia de una asociación, tal vez.
La carroza sufrió una brusca sacudida y volví al momento presente. El movimiento lo había despertado también a él, que entreabrió los ojos con pesadez para enderezarse súbitamente un instante después, todavía aturdido.
—Vaya —se lamentó, frotándose con energía la cara—. Me he quedado transpuesto, lo siento. —Se recostó en el respaldo y suspiró con desahogo—. Le pido mil disculpas. Estos últimos días han sido complicados. Me temo que estoy agotado. No estoy siendo un compañero de viaje demasiado ameno para usted.
Parecía sinceramente afligido, como si hubiese cometido conmigo una falta relevante, de forma que dije:
—No he emprendido este viaje en busca de diversiones, sino de su compañía, y ella me basta. Descanse, si lo necesita.
Me miró con una ternura nueva, tomó mi mano izquierda, que reposaba sobre el asiento, cercana a su diestra, y la oprimió afectuosamente, acariciándola con su pulgar.
—Por suerte usted es distinta.
Retuvo mi mano en la suya. Parecía todavía somnoliento, aletargado como consecuencia del brusco despertar. Señaló con un movimiento de cabeza el libro que descasaba abierto sobre mi regazo:
—Veo que ha buscado a otro amigo que la entretenga. Pero ahora ya estoy más conversador, así que no va a necesitarlo. Dígame, ¿qué quería que le contara?
Me encogí de hombros.
—Lo que quiera.
—Yo quiero contárselo todo, Marionne —repuso con dulzura—. Pregunte.
Pensé en mi mano, todavía cobijada en el calor del cuenco de la suya.
—¿Lo que quiera?
—Claro.
—Entonces confieso que siento curiosidad por conocer… —La vergüenza me censuró—. Bueno, usted una vez me preguntó si yo estaba libre y…, en fin…
—¿Me está preguntando por mis romances? —acabó de formular él con una sonrisa, ante mi apuro.
Asentí silenciosamente. Pareció meditar, como si recapitulara sus memorias al respecto, y al cabo contestó:
—La verdad es que ya no recuerdo ninguno.
Rompí a reír. No tenía remedio.
A la hora de comer nos detuvimos en un mesón próximo a la carretera. Cuando entramos en el edificio, me encontré en un comedor ruidoso, amueblado con mesas largas compartidas por los viajeros que se distribuían en sus bancos casi codo con codo a aquella hora punta: campesinos y transportistas, mano de obra itinerante, soldados de traslado, pequeños comerciantes en sus viajes de negocios, músicos y artistas ambulantes…; todos se agolpaban allí, lugar de paso de varias diligencias de línea, de carretas de mercancías y de vehículos privados. La luz era escasa, el olor a comida denso, el suelo de madera salpicado de restos de alimentos y de líquidos desparramados, las dos sirvientas afanadas entre la cocina y los comensales haciendo equilibrios con sus bandejas cargadas. Yo conocía ese ambiente y ya estaba acostumbrada, pero dudé de que fuera del refinado gusto de mi acompañante. No me extrañó, por tanto, que el mesonero, tras dedicarle una servil reverencia, nos condujera hasta el comedor del piso superior, de condiciones completamente distintas. Allí las pocas mesas eran individuales, el menaje de calidad, el rumor de voces apagado, y los clientes, en reducido número, de visible acomodada posición. Probablemente el precio del menú era también mucho más caro que en el piso inferior.
El mesonero nos invitó a ocupar una de las mesas y apartó cortésmente la silla para permitir que tomara asiento en ella. El conde iba a hacer lo propio frente a mí, pero se detuvo de pronto, como si acabara de ver una aparición. Seguí su mirada y descubrí que la había clavado en los ocupantes de una mesa próxima a la nuestra, una pareja. Ellos también nos habían visto. El conde me indicó con un ademán que nos acercáramos a saludarlos.
La mujer era muy llamativa. No era joven ni destacadamente hermosa, pero su rostro peculiar, de rasgos angulosos y expresivos, reflejaba carácter y seguridad. Era delgada, de nutrido busto que exhibía en un escote casi impúdico, quizá para que tan atrayente visión hiciera olvidar la pequeñez de sus ojos oscuros, la línea delgada de sus labios, su mandíbula rectangular y la curva aguileña de su nariz. Pero la falta de armonía de su fisonomía quedaba compensada con la de sus movimientos, elegantes, elitistas, y con la riqueza de su extremada vestimenta.
—Por fin sé algo de ti —saludó ella al conde, con perfecto equilibrio entre reprimenda y bienvenida—. Aunque habría preferido que lo hubiese propiciado tu voluntad, y no la casualidad.
Él besó su mano con una inclinación galante.
—Voy a Coboure. Iba a despedirme ayer, pero un asunto de fuerza mayor me lo impidió.
—Ya veo —respondió ella mirándome— a qué se debe tu «fuerza mayor». Adivino que he sido relevada. Lo lamento, pues aún no me había cansado de ti.
—Eres muy amable —replicó él con cierta estirada sorna—. Te presento a la señorita Miraneau. La señora Lymaux.
¡La señora Lymaux! La observé con renovado interés. Ella hizo lo propio conmigo, mirándome de hito en hito.
—Te felicito —dijo con un retintín de despecho—. Es bella y joven. No dudaba de tu buen gusto. Sólo tiene que mejorar algo su vestuario, pero estoy segura de que sabrás refinarla.
—Entiendo su idioma, señora —repliqué molesta—. Puede hablarme directamente. En especial si tiene algo de mi persona que criticar.
—¡Vaya! —Se rió agudamente—. ¡Qué genio! ¿He herido su sensibilidad, querida?
—La señorita Miraneau es dueña de un taller de confección. Lo regenta ella misma —intervino el conde, apaciguador.
—¿Ah, sí? —Me miró—. Siéntese, comparta nuestra mesa. Lamento haber sido algo desabrida, pero me he dejado llevar por los celos. En mi descargo he de decir que son inevitables. Se lleva usted al mejor amante de París, sin contarte a ti, por supuesto —añadió con un guiño a su acompañante.
Aquella forma de expresarse, no sólo descarada, sino incluso descarnada, exenta de sentimiento cuando paradójicamente era de éstos de los que hablaba hasta con exhibicionismo, me dejó perpleja. ¿Era así como estaba acostumbrado el conde a que las mujeres se condujeran? A su lado yo me vi simple, sencilla. Pero por una vez no me sentí desfavorecida con la comparación. Pudiera ser cierto que él estuviera harto de aquel falso artificio.
Mientras nos sentábamos, reparé entonces en su compañero. Algo en él me resultaba muy familiar, como si ya lo hubiese visto en alguna ocasión anterior, pero no llegaba a…
—Lo hacía ya en Londres, vizconde —dijo entonces el conde de Coboure.
—De eso se trataba —sonrió éste—, pero me ha descubierto. Ahora tendré que cambiar mis planes. Decidí quedarme cerca de París por si mi hermana me necesitaba. Intuí que lo haría cuando usted me dijo la clase de duelo escogida por Courtain.
—¿Sabe ya el resultado?
—Sí. Mounard me envió un mensajero. Por ello regresaba a París. —Volvió a sonreír agrio—. Esta falta de libertad me está empezando a exasperar.
—Por mí no hace falta que cambie sus planes. Ya he dicho que viajo hacia Coboure, y Courtain en estos momentos debe de estar ya fuera de la capital. Se ausenta una temporada.
—¿Por miedo a las autoridades? —despreció la señora Lymaux—. ¡Nunca persiguen a los duelistas! No conozco ni a un sólo duelista que…
—A veces los familiares son más peligrosos que las autoridades —apuntó el vizconde de Saltrais—. Es una decisión prudente —aprobó—, que además a mí me conviene.
Estuve a punto de preguntar al conde de qué duelo estaban hablando, atónita de que en cuatro horas de viaje no hubiese sido capaz de mencionarlo siquiera; pero me callé porque no quise demostrar a aquella soberbia Lymaux lo completamente fuera de su vida que yo estaba.
—En fin —dijo el conde de Coboure mientras nos servían nuestros platos—, mis condolencias, vizconde, a usted y a su hermana. Temo que no voy a poder asistir al funeral.
—Mi hermana no estará demasiado desconsolada —aclaró él, con parsimonia—. No amaba a su marido, algo por otra parte muy habitual. —Sonrió—. Pero su hijo, mi querido sobrino, es un crápula aún peor que su padre que dejará a mi hermana sin un céntimo de la herencia, como ella se descuide. Y mi sobrina, que es la única que ahora estará llorando con sinceridad la pérdida de Fillard, quedará desamparada si ha de depender de su hermano.
—Así que acudes en defensa de las débiles e indefensas damas —le punzó burlona la señora Lymaux.
—¿Y tú acompañas al vizconde? —indagó el conde de Coboure—. Qué sorprendente encuentro.
—No es un encuentro —contradijo ella—. Denis se ha alojado en mi casa de campo, ésa que está a cinco horas de París, a la que yo te he invitado varias veces y a la que nunca has querido ir —lo reprendió.
—Mi buena amiga Charlotte ha tenido esa gentileza —corroboró el vizconde—. Es un ángel —la agasajó—. La diosa Afrodita y mi ángel de la guarda fusionados en una sola mujer. ¿No soy afortunado?
Ambos intercambiaron una mirada lánguida y tuve la impresión de que la amistad era más que íntima. Miré rápidamente al conde. Una luz de alerta endureció su expresión.
—Y supongo que no es la primera vez que le hace ese favor —inquirió él.
—Oh, Paul… —suspiró la señora Lymaux con falso desvanecimiento, cubriendo la mano de él con la suya propia a modo de consuelo—. ¡No me digas que ahora eres tú la víctima de los celos! El vizconde es amigo mío desde hace muchos años. Desde antes de que me casara. De hecho, es el único hombre del que he estado enamorada en toda mi vida. Pero quiso casarse con otra. Estuve mucho tiempo sin perdonárselo, pero al final, se impuso mi buen corazón y ahora somos buenos amigos. ¿No es cierto?
—Charlotte, bromeas con todo —repuso el vizconde, algo incómodo.
—No bromeo, y lo sabes bien —le replicó ella lacerante—. Pero tampoco tengo secretos. Hasta mi marido lo sabía. Por eso no me dejaba verte.
—¿Así que es Charlotte quien le ha estado proporcionando a usted hospitalidad en sus viajes a París desde Londres? —preguntó el conde de Coboure.
—¡Oh, vamos, habla sin tanta sutileza! —exclamó ella—. Sí —añadió, con ligero desafío—, yo he sido. Yo lo escondía. A veces en mi casa de campo, y otras en mi residencia de la capital. Ambos habéis coincidido más de una vez en mi casa. En ocasiones he saltado a su cama cuando tú dejabas la mía, y al revés. ¿Vas a denunciarme, magistrado?
No me atreví a mirar al conde. Me limité a bajar los ojos, incomodada por aquella crudeza. ¿Qué la inducía a hablar así?
—Al parecer, vizconde —dijo él—, usted y yo hemos compartido algo de extremo valor. ¿Usted lo sabía?
—Sí —reconoció éste.
—Yo no —replicó mirándola a ella, y se le veía molesto—. No osaba confiar en tu fidelidad, Charlotte, ni siquiera la pedía, pero no imaginé que fuera precisamente con el vizconde… Confieso que me ha sorprendido. ¿Fue el vizconde quien te sugirió tu romance conmigo? ¿Para vigilarme y arrancarme confidencias?
El rostro de la señora Lymaux perdió la forzada superficialidad y enrojeció, iracundo.
—¡Pero por quién me has tomado! —explotó, obligándose a contener el tono de voz, lo que hinchó las venas de su cuello—. ¡A mí nadie me dice con quién me he de acostar! Te tomé porque te deseé. ¡Retira tu acusación o…!
—¿Tú también interviniste, Charlotte? —preguntó él con calma.
—No —respondió el vizconde—. Ella me ha ayudado en mi voluntario exilio, pero nada más.
—Por favor, no hagas eso, ¡no me defiendas! —se revolvió ella—. ¡Yo no soy una de tus indefensas parientes! Pero lo que te quiera decir —añadió dirigiéndose ahora al conde de Coboure—, te lo diré en privado.
—¿Ahora? —replicó éste, impaciente.
La señora Lymaux echó un vistazo a su plato.
—No hay inconveniente. He terminado —aceptó con altivez.
El conde de Coboure se levantó y le tendió la mano. Ella se la tomó y se levantó a su vez.
—¡Charlotte, no…! —empezó a protestar el vizconde, intentando detenerla con un ademán.
Fue inútil. La pareja descendió por las escaleras, mientras el vizconde intentaba controlar su contrariedad dando cuenta de los restos de su comida con gestos enérgicos y bebiendo de su copa con grandes sorbos. Cuando dejó ésta, cuyo contenido había apurado, se levantó, arrojó airado la arrugada servilleta sobre la mesa, y molestándose en murmurar un «perdone», abandonó el comedor a su vez, dejándome sola ante las tres sillas vacías.
Paul Bramont
Salí con Charlotte del edificio. La intriga por el papel que ella había desempeñado en todo aquel asunto era lo que me dominaba en ese instante. La mera posibilidad de que Saltrais la hubiese utilizado para intentar controlarme, y que Charlotte hubiese actuado sólo con esa finalidad, me sacaba de quicio. A pesar de su enardecida negativa, mis recelos no habían desaparecido.
—Bien —dijo Charlotte, a media voz, nada más atravesar el umbral—, ¿lo tienes tú?
—¿A qué te refieres? —pregunté, mientras me protegía con la mano los ojos del sol radiante de mediodía.
—Al borrador de las Memorias —respondió mientras se cogía de mi brazo al caminar—. Oíste la conversación aquel día, en mi casa, cuando Denis dijo que él lo llevaría a Londres. Al cabo de tres días le fue sustraído en la habitación de la posada que suele frecuentar. Y fue lo único que le quitaron. Sin embargo, Courtain, ciertamente interesado en esa adquisición, no lo tiene. —Me miró con dulzura—. Fuiste tú, ¿verdad?
Me detuve y la miré de frente. Estábamos en la esquina del edificio, en el descampado cubierto de hierba que lindaba con él.
—Si estabas metida en esto —indagué—, ¿por qué me ayudaste ese día? ¿Por qué me dejaste oír la conversación? Yo no sospechaba en absoluto de ti. Si lo hiciste para ahuyentar mis sospechas…
—No —me cortó—. Ahora las apariencias te están engañando. No siempre he estado del lado de Denis. Verás, fui yo quien le transmitió la trama de propiciar la fuga de La Motte. Evidentemente, yo no estaba sola. Personas muy influyentes impulsaban y apoyaban el plan. Por entonces el proyecto ya estaba muy avanzado. Había conversado varias veces con la directora de La Force de la Salpêtrière, consiguiendo que trasladara a la presa a una celda individual, que flexibilizara su vigilancia, que le permitiera recibir visitas en privado y que le asignara a su servicio otra presa afín a nosotros. Después, gracias a diversos contactos, conseguí la libertad de ésta, que fue muy útil sirviendo de correo con la presa. Y también obtuve valiosa información relativa a los nombres y turnos de los guardianes. Por otro lado, había preparado la estancia de La Motte en Londres y contactando con un editor que estaba dispuesto a publicar sus Memorias en cuanto ella llegara. Incluso pagué un adelanto por esa publicación. Todos esos progresos me costaron dinero y esfuerzos, y dedicación personal. Ya casi estaba todo a punto. Sólo me faltaba organizar la ejecución material, el recoger a La Motte a las puertas de la prisión, sacarla de París y conducirla hasta Londres. Dicho de otra forma, sólo me faltaba el transportista. Y confié en Denis. Sabía que por sus convicciones políticas apoyaría la idea, y éramos amigos desde hacía mucho tiempo —marcó una pausa y añadió, con mirada velada—: Cuando él se casó estuvimos algunos años sin tratarnos, pero después de la muerte de mi marido habíamos vuelto a contactar.
—¿Y qué ocurrió? —impulsé, sin querer entrar en lo que significaba exactamente la expresión «contactar».
—Denis se apropió del proyecto —acusó—. Me lo robó. Organizó la fuga por su propia cuenta, la anticipó sin advertirme, y me quitó a la presa. Quería controlar la redacción de las Memorias, su contenido. Ése era básicamente su interés. Habíamos tenido una discusión al respecto, y supongo que nuestra disparidad de opiniones lo decidió a prescindir de mí y a liderar él la fuga. Puedes imaginar mi enojo. Creó su propio equipo y a mí me dejó al margen, aunque se aprovechó de todos mis logros previos. Encontró el camino desbrozado. Y a pesar de ello, cometió errores. La elección de sus colaboradores fue nefasta. Fillard le disputaba el liderazgo, Mounard carece de iniciativa propia, y tu primo, perdóname, pero es un crío, y estúpido por ende. Tú te viste involucrado, otro error. Que te convirtieran en una víctima involuntaria despertó mis simpatías por ti. Cuando te percataste de que Denis y su grupo iban a mantener una reunión privada en mi casa, sin mi conocimiento y de la que yo estaba excluida, te facilité encantada la escucha porque yo misma estaba interesada en ella, y además, él me debía un desquite y tú merecías la oportunidad de defenderte, de forma que me importaba bien poco lo que pudieras descubrir. De hecho, después de oírla, no me pareció que aquella conversación revelase nada trascendente… hasta que me enteré del hurto del borrador de las Memorias. Entonces supe que la escucha te había sido provechosa.
Se detuvo, esperando que yo le confirmara sus suposiciones, pero me limité a decir, con una semisonrisa:
—Yo creía que te tenía distraída.
—El orgullo masculino. —Sonrió—. Distraída no, pero excitada sí, si te sirve de consuelo.
—Me sirve, gracias.
—Aquella noche, cuando tú y yo estuvimos juntos por vez primera, todavía estaba enemistada con Denis. Cierto que él asistía a las reuniones en mi casa, pero todo el mundo acude a ellas. Sé lo que has llegado a pensar, mas te juro que no había ninguna intención oculta ni maquinación de clase alguna. Fue después cuando Denis me pidió ayuda. Había perdido el borrador de las Memorias, Courtain había detenido al vigilante que podía identificarlo y se veía obligado a refugiarse en Londres. No contaba con nadie más en quien confiar para esconderse en sus venidas clandestinas a la capital. Ni siquiera se fiaba de sus secuaces.
—Y tú lo ayudaste. —Me asombré.
Ella asintió tristemente, con aire derrotado.
—Denis sabe lo que siento por él. Y se aprovecha de ello. No sé qué poder ejerce sobre mí que no puedo olvidarlo… a pesar de todo lo que me ha hecho. Lo he odiado a ultranza en repetidas ocasiones, pero luego…, no sé, tiene algo especial. Volví a caer, sí. Te asombrará saber una cosa: yo, en realidad, soy mujer de un solo hombre. Si Denis me hubiese amado, me hubiese desposado y me hubiese sido fiel, lo cual habría reunido tres milagros en uno, yo no hubiese amado nunca a nadie más. Pero como no ha sido así, he tenido que buscar la felicidad por otros caminos. Te deseo más suerte de la que yo he tenido. ¿Es seria tu relación con esa joven?
—No existe todavía ninguna relación con esa joven.
—Siempre eludiendo contestar la cuestión principal. —Sonrió—. Está bien, me centraré en la cuestión secundaria. Todavía no. ¿Significa eso que me has sido fiel?
—Significa que mientras nos veíamos, no he estado con nadie más.
—¿En serio?
—No sólo es en serio, incluso es verdad.
Me examinó un instante, clavando con agudeza su mirada en la mía.
—Dime Paul, para que me quede tranquila… ¿he perdido contigo alguna oportunidad?
—¿De ser feliz? —inquirí—. Charlotte, tú no me quieres, recuérdalo.
—Eso no es del todo cierto. Hay algo bueno en ti, algo…
—¿Especial? —la interrumpí, irónico.
Rió apagadamente, con resignada aceptación.
—¿Vas a decírselo? —le pregunté.
—¿El qué y a quien?
—Al vizconde. ¿Vas a decirle que crees que tengo yo el borrador de las Memorias?
—Aún no se lo he dicho. No quiero que se publique, es una bazofia. Pero tampoco quiero que a él le pase nada malo… ni a ti tampoco. Así que no sé lo que haré en el futuro.
Bajé la vista y la fijé en el suelo, con la mente vacía. Habíamos terminado. Debía reemprender mi camino. La miré con cariño y le tendí la mano.
—También tú eres especial —afirmé, esta vez sin ironía—. ¿Amigos?
—Si a partir de ahora sólo vamos a ser eso, quiero una despedida más memorable.
Me echó los brazos al cuello y me besó. Acepté el beso, sin abrazarla. Fue un beso corto, con el sabor agridulce de la despedida, un beso de punto y final. Después la enlacé afectuosamente por el hombro con mi brazo e iniciamos el regreso hacia el albergue. Cuando elevé la vista, descubrí que Marionne, detenida junto a la puerta, nos había estado observando en la distancia.
El beso de Charlotte me costó caro. Reemprendimos el viaje con normalidad, pero la actitud de Marionne había cambiado. Estaba retraída, acurrucada en su rincón, con la vista obsesivamente fija en algún punto indefinido perdido en el horizonte, los labios tensos en un rictus oblicuo… y muda. Había perdido toda capacidad de hablar. Yo opté por aparentar que no me percataba de ello. Dejé pasar, también en silencio, casi una hora de trayecto, fingiendo somnolencia tras la comida y cabeceando de vez en cuanto. En alguna ocasión pronunciaba una frase trivial para medir la temperatura del enfado, pero como la fiebre seguía alta, volvía a sumirme en mi falsa ingenuidad. Pero el silencio de ella iba cargando más y más de tensión el ambiente, y al final ya no pude más y espeté:
—No me había despedido de ella, Marionne. ¡Ha sido una despedida, nada más!
Ella tardó en surgir de su taciturnidad, pero fue para pronunciar, en un suave hilo de voz, y sin mirarme:
—Bien… No tiene que darme explicación alguna.
A pesar de las palabras, adiviné que pensaba justo todo lo contrario.
—¿Qué es lo que ocurre?
—Nada. —Sonrió ella amarga—. Nada de nada.
—¿Entonces por qué me ha retirado la palabra?
—No le he retirado la palabra. Le estoy hablando.
—Sabe bien a lo que me refiero.
—No, conde. Yo no sé nada de nada —masculló.
—¿La he molestado en algo? —Empecé a exasperarme—. Si me lo dice quizá pueda corregirme.
—Usted no me ha molestado en nada —replicó, con la misma parsimonia, todavía sin mirarme a la cara—. La culpa es mía. No debería haber venido.
—Ah —musité, dolido—. Estupendo.
Callé, porque ahora era yo quien sentía irritación. Esperé a que ella añadiera algo más que aliviara el peso de sus últimas palabras, pero como no lo hizo, me enroqué en mi propio silencio y en mi propia hosquedad. No más disimulos. Así transcurrió el resto del día, entre sacudidas del vehículo, detenciones intermitentes en paradas de posta, y la belleza del ocaso que estalló con su extraordinario festival de colores sin conseguir ablandar el corazón de ella. El cielo estaba ya violáceo cuando la carroza tomó el desvío del albergue donde íbamos a pernoctar aquella noche.
—Me veo absolutamente incapaz de seguir soportando su silencioso reproche sin entender siquiera a qué obedece. Si va a mantenerse en él, le ruego me lo diga porque entonces prefiero cenar solo en mi habitación.
—Como guste —repuso—. Yo no tengo apetito. No pensaba cenar.
—Bien —zanjé áspero.
Bajé del vehículo y esperé a que ella hiciera lo propio, tendiéndole mi mano con rigidez. A pesar de mi mal humor, ni un mal gesto se me escapó mientras le cedía el paso y la acompañaba hasta la puerta misma de su dormitorio, situado en el segundo piso.
—Mis sirvientes le cambiarán las sábanas —le anuncié—. Este albergue es relativamente limpio, pero nunca lo son lo bastante.
—Gracias.
Había puesto ya la llave en el cerrojo, girado ésta y entreabierto la puerta, cuando el aroma de su cabello, próximo a mí, me impulsó a atravesar el brazo ante ella, apoyándolo en el marco de la puerta e impidiéndole el paso.
—Marionne —reclamé—, míreme.
Ella, como haciendo un esfuerzo supremo, suspiró y elevó los ojos hacia mí.
—No me diga que ha sido el beso, por favor —supliqué—. Dígame que ve más allá de sus narices.
—Verlo besando a otra mujer —dijo— no me ha llenado de jolgorio, pero ése no es el tema principal.
—¿Y cuál es?
—El problema es que hemos estado media mañana juntos sin que se haya usted dignado mencionarme que acababa de asistir a un duelo entre el marqués de Sainte-Agnès, quien le recuerdo que no es un desconocido para mí, y uno de los organizadores de la fuga de La Motte. Por el amor de Dios, ¡venía usted de presenciarlo justo antes de reunirse conmigo! ¿Y cómo me entero? Por una conversación en la que casualmente me veo inmersa y que he tenido que seguir sin conocer ni entender nada. ¡Pero lo peor no ha sido eso, no!, no ha sido el sentirme una boba ante su amante, y el amante de su amante, que era nada menos que el individuo al que le quitamos los documentos en la posada, sino ir descubriendo, palabra a palabra, que no se había usted molestado en contarme algo que… —resopló, indignada—. Para acabarlo de adobar, desaparece para intercambiar secretitos con su amiga, y yo me quedo sola en la mesa, abandonada como una servilleta usada. Y cuando salgo al exterior en su busca, ¡lo descubro besando a esa mujer! Dígame, ¿cómo demonios quiere que me sienta?
—Usted sabía la relación que había tenido con ella.
—¡Sí! ¡Porque me la explicó Desmond! ¡Fue Desmond, no usted! Y menos mal, porque imagine que no llego a saberlo, ¡vaya impresión me hubiese llevado! ¡Descubrirlo besuqueando a la primera conocida que encuentra por azar en una posada del camino!
Me reí quedamente y la miré con embelesamiento. La tempestad ya había estallado. Ahora sólo podía llegar la calma.
—¿Quiere decir que preferiría que fuera algo más comunicativo? —suavicé.
—¡Pues sí, francamente! Ayudaría mucho.
—Está bien —convine—. ¿Qué quiere que le cuente antes, mi infancia o mis pasados amoríos? —bromeé, rememorando sus dos anteriores preguntas.
—¡Váyase al cuerno! —estalló ella apartando mi brazo de un manotazo y entrando en su dormitorio.
—La espero en el comedor dentro de quince minutos —le dije meloso, interceptando con mi pie el movimiento de la puerta que ella cerraba—. Seré bueno, se lo prometo. Le contaré muchas cosas.
Bajó a cenar. Tardó más de lo indicado, pero cuando apareció estaba deslumbrante, tanto que los demás comensales se volvían a mirarla a medida que avanzaba entre las mesas. Ningún adorno especial contribuía a su belleza. A ésta le bastaba su cabellera, dispuesta en un recogido suelto que la enmarcaba con dulzura, su vestido de verde oscuro que avivaba la luz de sus ojos, el escote destapado sin la pañoleta que lo había cubierto todo el día y que dejaba a la vista el nacimiento de aquellos senos cuya visión no había podido olvidar. La noche era fresca, por lo que había pedido un sitio próximo a la gran chimenea de piedra, y el resplandor anaranjado de las llamas suavizaba su rostro y le confería una luminosidad cálida y etérea. La miraba hechizado, mientras el calor del vino estimulaba mis sentidos y me desinhibía. Exploté todo mi arte de seducción, y fui consciente de ello a medida que sus mejillas se sonrosaban y su mirada se volvía cada vez más encendida y brillante. En una velada larga, que acabó con nosotros dos solos como únicos ocupantes del local, bajo el efecto aletargador del fuego del hogar y el embriagador del licor, le conté muchas cosas a media voz, algunas impersonales, como el duelo de Courtain o las revelaciones de Charlotte; otras íntimas, como mis recuerdos de infancia en Coboure y los que conservaba de mi abuelo; o simples pensamientos que acudían a mi mente en el flujo de una conversación relajada, espontánea y cómplice como pocas había disfrutado desde hacía mucho tiempo. Cuando finalmente la acompañé de nuevo hasta su dormitorio, pasada ya la medianoche, mi enamoramiento era absoluto. Me aproximé a ella, casi a punto de rozar su rostro con el mío, mirando con avidez sus labios.
—Creo que le hice un juramento —murmuré, tan cerca que fue imposible que no notara mi aliento.
—Sí —susurró.
—¿Me libera? —supliqué.
Negó imperceptiblemente con la cabeza, con una semisonrisa húmeda e irresistible.
—Maldición —me quejé.
Me separé de Marionne tras desearle buenas noches y me enclaustré, tocado, en mi propio dormitorio, preguntándome cuánto tiempo sería capaz de aguantar aquello.