Capítulo XVI

Paul Bramont

Con las dos cartas en la mano, sin abrir ni apenas mirarlas, me precipité hacia mi biblioteca.

—Por fin está aquí —saludó Courtain al verme, de pie en el centro de la habitación.

—Me voy mañana. A Coboure.

—Entonces —comentó— tenemos poco tiempo.

—¿Qué ha pasado?

—Fue Fillard quien atentó contra mi vida organizando el ataque del callejón —pronunció agriamente, con perceptible rencor.

La noticia me dejó boquiabierto. Había dado por hecho que se había tratado de un asalto vulgar, de los que abundan en las calles de París todas las noches. ¿Había sido organizado? Rememoré entonces la conversación sorprendida en casa de Charlotte, cuando Fillard propuso atacar a Courtain, y ese recuerdo convirtió la escueta afirmación de éste en una revelación absolutamente creíble.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Uno de mis agentes fue sobornado por él. Me lo ha confesado. Iban a por mí. —Sonrió torciendo el gesto—. Me estuvieron siguiendo toda la noche. Querían el informe que la señorita Miraneau me había entregado, y mi vida, por ende. Pero fallaron —añadió con insidia—, y además los he descubierto.

Apoyé la mano en el respaldo de la silla que tenía próxima a mí y me senté lentamente, sin reparar en lo que hacía, absorbido por las manifestaciones de Courtain.

—¿Y por qué querían ese informe?

—Eso no lo sé. Creí que usted me lo podría aclarar.

—¿Yo?

Courtain me analizó.

—En realidad lo confundieron con otro documento que andan buscando. ¿Sabe cuál?

Medité, concentrado en la cuestión. ¿Qué documento podía buscar Fillard? El borrador de las Memorias arrebatado días antes a Saltrais. Probablemente. Quizá temían que el sustractor pudiera entregárselo a Courtain, o incluso que hubiese actuado por cuenta de éste. Y no era irracional que hubiesen creído que Courtain utilizara para ello a alguien inocente pero comprometido, como Marionne.

Pero no estaba seguro de que debiera hablarle de ello, así que negué con la cabeza. Courtain se mostró opaco. No era ésa para él la cuestión principal en aquellos momentos. Sin embargo, sí tuvo cierta trascendencia para mí. Caí en la cuenta de que mi acción de hurtarle el borrador de las Memorias a Saltrais había desencadenado el ataque a Courtain por parte de Fillard para intentar recuperarlos. Yo no era culpable, pero sí causante del daño perpetrado a Courtain, cuyo brazo izquierdo incapacitado observé ahora con el peso de la responsabilidad.

—¿Por qué yo? —planteé, sintiéndome aún víctima de mi aturdimiento—. ¿Por qué quiere que sea yo su padrino?

—Por reconocimiento. Usted me salvó la vida, y precisamente en ese ataque. ¿Se le ocurre motivo de mayor peso?

—Pero usted cree que yo participé en la fuga —objeté.

—No estoy seguro de su grado de participación —respondió, sentándose en uno de los sillones que había frente a la chimenea—. Siempre me pareció poco acorde con su carácter. Todos los demás sospechosos forman parte del mismo círculo, pero usted ni siquiera se muestra afín a ellos. Que interviniera en mi ayuda demuestra que no participó en mi ataque, pero hay algo más que lo exculpa: Fillard intentó incriminarlo cuando yo descubrí a mi agente. Sin duda lo hizo para alejar las sospechas de sí mismo, pero ¿por qué quiso verterlas sobre usted? Pues porque de entre todos los sospechosos, es precisamente el único que no participó en el complot. Así se aseguraba el que yo lo creyese sin que la pista lo condujera a él. Pero —señaló— la fugitiva se ocultó en su local. Si es usted inocente, debe de haber una explicación racional a eso. Y no la tengo.

No la tenía porque le faltaba el cuarto nombre: Didier Durnais. Pero no sería yo quien se lo facilitara.

—¿Es ése el único motivo? ¿El reconocimiento? —pregunté, sintiéndome algo falso por silenciarle mi recién descubierta acción causal.

—Y la discreción —añadió—. Considero difícil ocultar a los padrinos la causa de la ofensa, y estando relacionada con el asunto de la fuga de La Motte, la discreción aconseja no nombrar a personas ajenas al caso.

Asentí, en señal de comprensión. Esa reflexión era muy razonable.

—¿Quién sería el otro padrino?

—Si usted acepta —contestó encogiéndose de hombros—, quien quiera. Alguien de su confianza. Yo no tengo ninguna preferencia. Pero mi representación quiero que la ostente usted. El otro padrino tendría una función meramente formal. Si pudiera, prescindiría de él.

—No puede —negué tajante—. El código del honor exige dos padrinos. Si intervengo en esto, no quiero contravenirlo un ápice. Los duelos están prohibidos. Bastante riesgo asumo ya participando en uno, siendo encima magistrado.

—¿Entonces acepta?

—Aún no he dicho tal cosa. Preferiría hacerlo desistir. No creo que arriesgar de nuevo la vida sea la mejor forma de agradecer a la Providencia que se la acabe de salvar. Ni tampoco que dar una nueva oportunidad a Fillard de matarle sea lo que merece. Nadie sabe que fue él; probablemente ni él mismo sabe que ha sido descubierto. El honor y valor de usted no están en juego. Puede evitar ese encuentro. Detenga a Fillard cuando tenga pruebas de su participación en el asunto de la fuga y olvide este incidente.

—¿Incidente, lo llama? —rebatió, amargo—. ¿Incidente llamaría usted a quedarse de por vida con un brazo prácticamente inutilizado? —Se tragó su furia y añadió, levantándose—: Podría actuar como él: contratar a unos individuos para que le dieran muerte en un callejón solitario; pero es propio de asesinos y de cobardes, y no me tengo ni por lo uno ni por lo otro. La oportunidad de intentar matarme la tiene él en todo momento, pues un villano ruin que se vale de sicarios para perpetrar sus crímenes no tiene más límite que el fácil de eludir a las autoridades. Pero quienes no somos así sólo tenemos una forma de vengar las afrentas, y es la que voy a seguir.

Comprendí, con pesar, que el encuentro era inevitable. Me levanté y me aproximé a Courtain. Cuando estuve a su lado le tendí la mano y pronuncié con formalidad:

—Después de escuchar sus razones, creo que tiene motivos sobrados para considerarse ofendido y acreedor de una reparación en el terreno del honor. Acepto ser su padrino e intentaré ser un representante digno de tal nombramiento.

—Gracias —respondió estrechándomela.

—Y ahora, marqués, siéntese y deme sus instrucciones. Como bien dijo, tenemos poco tiempo.

Poco después de la entrevista con Courtain, me dirigí a la residencia de Fillard. Iba en compañía del almirante Huguet, conde de Saint-Lazare, viejo amigo personal de mi padre que aquel día le había obsequiado con su visita y que se había prestado a asumir el papel de segundo padrino. Acepté agradecido su predisposición por dos motivos: la celeridad y su reputación, pues como héroe retirado de la Armada y miembro de una antigua familia perteneciente a la nobleza de espada gozaba de un respeto y reconocimiento social de peso. Ante semejante testigo, Fillard cuidaría bien sus actos.

Nos recibió con una fría sonrisa cortés que reflejaba clara extrañeza y absoluta ignorancia de cuál pudiera ser el motivo de nuestra visita.

—Es un placer, caballeros —saludó con amabilidad—. ¿A qué debo tan grata visita?

—Lamentamos que no sea grato el motivo que hasta aquí nos ha traído —explicó el almirante con altivo carraspeo, como hubiese hecho en el puente de mando—. Lo hacemos en calidad de padrinos del marqués de Sainte-Agnès para hacerle entrega de una carta de desafío —añadió al tiempo que le tendía ésta.

—El encuentro deberá tener lugar mañana —continué sin pausa y sin atender a la estupefacción de Fillard—, por lo que sería conveniente que enviara usted a sus padrinos a mi residencia esta misma noche a fin de concretar las condiciones. Los esperamos a partir de las nueve.

—Pero… —farfulló Fillard, la cicatriz de la ceja roja— ¡debe de tratarse de un malentendido! ¡Hace meses que no cruzo palabra alguna con el señor Courtain! ¡Es absurdo! —Enrojeció de rostro entero—. ¿En qué se considera ofendido el marqués?

—En su carta relata las circunstancias y detalles del agravio —dije sobrio—. En cualquier caso, si se trata de un error, sus padrinos nos podrán dar cumplida explicación.

Fillard miró la carta, que vio lacrada, y optó por abrirla en nuestra presencia pero leerla reservadamente. El color de su rostro fue palideciendo a medida que avanzaba la lectura. Cuando terminó, consciente de que lo estábamos observando, la doblegó sobre sí misma y nos miró con altivez, especialmente al almirante.

—¡Esto es un ultraje! —exclamó—. ¡Las acusaciones que el marqués vierte sobre mí son una calumnia!

—¿Afirma que son falsas?

—¡Completamente! —bramó, con la teatralidad del estrado—. ¡Soy yo el ofendido por haber recibido unas acusaciones semejantes!

—En ese caso —intervino el almirante mirándome—, si niega la autoría, no puede haber encuentro.

No podíamos aceptar la existencia de un duelo salvo que ambas partes reconocieran los hechos o que su existencia y autoría fueran públicamente conocidas.

—Sólo debo advertirle —dije a Fillard, mientras su reciente expresión de alivio se congelaba— que en ese caso el marqués no tiene otra opción que denunciar el hecho ante los Tribunales de Justicia, y que si el día de mañana fuera sentenciada la autoría de usted, o si por cualquier otra azarosa circunstancia ésta quedara acreditada, el acta que como padrinos levantaremos evidenciará que se negó usted injustificadamente a batirse y que no puede seguir siendo considerado caballero ni hombre de honor.

—Eso es cierto —corroboró con imparcialidad el almirante.

Fillard apretó los puños, estrujando el papel que tenía entre las manos. El castigo por el deshonor no afectaba meramente a la esfera íntima. Suponía la proscripción social, el rechazo general, una lacra que se transmitía a los propios hijos. Y cuando además se tenía una profesión liberal, como Fillard, comportaba el fin de ésta. Sus ojos bailotearon inquietos, mientras su mandíbula permanecía contraída. Al fin nos miró con firmeza y concluyó:

—No puedo arriesgarme a que mi reputación se vea maltrecha como consecuencia de una sentencia injusta o de una revelación falsa. Aunque sigo negando la acusación, no tengo más remedio que aceptar el desafío. Les enviaré mis padrinos a las nueve en punto.

Courtain había permanecido en mi residencia, a la espera de noticias referentes a la reacción de Fillard. Se las relaté brevemente con los pies sobre el heno desmenuzado del establo, donde se había refugiado huyendo del aburrimiento de mi biblioteca. Había pasado revista a todos los caballos, según me explicó él mismo.

—De forma que lo ha negado, ¿eh? —Sonrió oblicuamente.

No hice comentario alguno y esperé su siguiente movimiento.

—He hecho testamento —reveló—. Lo preparé ayer mismo. También escribí una carta para mis padres. ¿Tendrá la amabilidad de hacérsela llegar?

—Mañana abatirá usted a Fillard —imprimí confianza—. Todo esto es innecesario. Pero para su tranquilidad, le prometo que me haré cargo.

Courtain suspiró, elevando la mirada y perdiéndola en la luz liliácea del crepúsculo que resplandecía más allá del umbral de la puerta.

—Bramont, me queda pedirle excusas —dijo de pronto— por Lucile… Nunca quise agraviarlo a usted. Me enamoré. A veces pasa.

—A veces —coincidí—. Lo pasado, pasado está.

Imaginé por un instante que Lucile hubiese permanecido conmigo, y agradecí con profundo alivio mi libertad. Posé mi vista en Courtain, y me di cuenta de que no le guardaba rencor alguno. Hasta mi amor propio herido había quedado restañado. Ahora sólo me importaba Marionne.

—Quien sabe, a lo mejor me hizo un favor.

—Me alegraría de que así fuera. —Me tendió la mano y continuó con grave ceremonia—: Le deseo lo mejor.

—Courtain —repliqué sonriente observando su gesto—, es demasiado pronto para despedidas. Acompáñeme —lo invité dejando caer un golpe seco y amistoso en su hombro—, le mostraré mis perros.

Courtain aceptó la sugerencia y me acompañó hasta la perrera, dejándose conducir hasta el interior del patio enrejado donde los animales, bracos en su mayoría, dejaban pasar el tiempo holgazanamente a la espera de volver a correr por prados y bosques. Allí, en medio del alboroto de ladridos y vivaces coletazos de bienvenida, escuchó distraídamente mis explicaciones sobre los diferentes cruces con canes de otras razas, y las características principales de los que se entretuvo en acariciar. Cuando aquella distracción pareció haber agotado su capacidad de entretenerse, se me ocurrió enseñarle el pabellón de armas, donde le mostré mi reducida colección, de la que me enorgullecía por contar con algunas medievales de no escaso interés, mientras planeaba que la siguiente etapa sería la bodega, donde pensaba ofrecerle un buen vino con el que avivar su brumoso ánimo.

—Señor —me llamó Rocard en el momento en que mostraba a Courtain una cinquedea italiana del renacimiento—, ¿tiene un momento?

Me disculpé ante mi invitado y salí de la estancia alertado por el significativo alzamiento de cejas de Rocard.

—¿Qué ocurre? —pregunté cerrando la puerta tras de mí.

—Un caballero solicita le reciba usted —me informó a media voz—. No ha querido identificarse.

—¿Qué no ha querido identificarse?

—No ha querido dar su nombre, señor. Y oculta su rostro tras un pañuelo que sostiene con la mano.

Miré a mi secretario con incomprensión y extrañeza.

—Ha dicho que lo espera en los jardines. Tampoco ha querido entrar en la casa. Ha insistido en que acuda usted solo.

—¿Qué aspecto tenía?

—Es un caballero y va desarmado. Se ofreció a que lo registrara y lo hice, señor. Pero no ha dejado su montura.

Dudé unos instantes. Decidí que si iba desarmado el peligro no era excesivo y que mi curiosidad era muy superior a mi miedo.

—Ocúpate del marqués de Sainte-Agnès. Entretenlo. No quiero que se presente por sorpresa.

—Entendido, señor.

Salí a los jardines. El crepúsculo había dado entrada a la noche y la oscuridad velaba todas las siluetas. Anduve con precaución unos cuantos pasos, observando con atención mi entorno, sin dejar el sendero que se abría sobre una explanada ornamentada con robustas y frondosas encinas. Antes de la primera curva del camino, detrás de las columnas semiderruidas de un templo griego al dios Apolo, distinguí un caballo tordo y una sombra oscura sobre él. Me detuve. Sabía que desde su posición yo era perfectamente visible, recortada mi figura en medio del suelo de tierra batida del sendero y de la planicie de hierba sesgada que lo rodeaba. Tras unos momentos, el jinete salió con lentitud de su escondite y se adelantó. A unos diez pasos paró la montura y descendió del animal. La capa lo cubría de pies a cabeza, pero sus movimientos me resultaron familiares. Me aproximé algo a mi vez, tranquilizado por esa impresión. El sujeto vino a mi encuentro, con el equino sujeto por las riendas. Cuando estuvo ante mí, alzó la mano y dejó caer su capucha, descubriéndose.

—Vizconde —identifiqué, más que saludé—. Lo creía a usted en Londres.

—Y allí estoy —replicó—. Pero necesito venir de vez en cuando a París. Tengo asuntos que me reclaman y que no puedo dejar por tanto tiempo descuidados. Pero intento ser discreto. —Sonrió en la penumbra—. Parece que hay alguien que desea detenerme, y creo que ese alguien no está muy lejos de aquí.

—¿Viene por el duelo? —deduje.

—Así es. Qué pena que los hombres tengamos que seguir solventando nuestras diferencias con la violencia —suspiró con artificio—. Yo soy completamente contrario a ella.

—No se mostró tan contrario a ella cuando intentaron acabar con Courtain —lo tanteé.

—No —rechazó de plano—. Ese ataque se perpetró sin mi conocimiento, y mucho menos con mi consentimiento. Fillard actuó a mis espaldas.

—¿Y por qué lo hizo? Él no está exiliado y pasó con éxito el reconocimiento al que lo sometió Courtain.

—He estado viniendo a París esporádicamente. Supongo que temía que Courtain me descubriera, detuviera, torturara y yo acabara delatándolo. —Sonrió despectivamente—. No tiene los nervios templados. No soporta la tensión. Fue un error confiar en él.

—Ha cometido muchos errores en este asunto —le reproché.

—La fuga fue un éxito, aunque mi objetivo era de más altas miras y reconozco que he sufrido ciertos reveses en su consecución. Pero… —sonrió— aún no me he dado por vencido.

Deambulando habíamos llegado a la sombra de la ruinosa columnata, sombra de luz de luna llena. Soplaba un viento racheado, susurrante entre las ramas de los árboles. Nada se oía, y apenas se veía.

—¿Qué interés le encuentra la gente a las ruinas? —despreció observándolas—. De día son deprimentes y de noche fantasmagóricas.

No repliqué. Saltrais se sentó cansinamente sobre un capitel milenario.

—No me interesa la suerte de Courtain —continuó—. Si muere, mi vida se simplificará, pues sé que no nombrarán a otro investigador solvente que continúe su labor. Pero si vive lo venceré también, aunque sea en otro terreno. Ni tampoco me interesa Fillard. Lo único que en realidad me importa —dijo mirándome— son mi hermana y sus hijos. Sabe usted que Fillard es mi cuñado…

—Sí.

—Fillard ha cometido un acto criminal —condenó—, y temo que el duelo, sea cual sea su desenlace, no sea suficiente para lavar su honor si llega a saberse. Y eso afectaría a mi hermana y a mis sobrinos. No quiero que nadie sepa lo ocurrido. Ni siquiera ellos. Todo debe quedar borrado mañana. Ése es el motivo que me ha conducido hasta aquí. Por suerte estaba casualmente en París.

—¿Y qué puedo hacer yo al respecto?

—Mucho. Usted es padrino de Courtain, es el legitimado para pactar las condiciones del encuentro. Deseo que en las actas relativas al duelo no se indique en qué consistió el agravio.

Al punto negué con la cabeza.

—No puedo avenirme. Puedo aceptar obviar los detalles, pero que el agravio ha consistido en la organización de un ataque contra la vida del ofendido, veo imposible silenciarlo. Si se tratara de un duelo a primera sangre aún lo podría considerar, pero siendo un duelo à outrance. no. En caso de que Courtain dé muerte a Fillard, ése sería su justificante social y su atenuante legal.

—Pues eso no es todo —continuó imperturbable—. También deseo que juren ambos padrinos, en nombre propio y en el de su ahijado, que guardarán absoluto silencio de cuanto conozcan al respecto.

—No hay leyes contra los deseos.

—Y que me jure que Courtain no tendrá conocimiento de mi estancia en París hasta que el duelo haya terminado —continuó Saltrais sin resentirse de mi ironía—. A cambio de cuanto solicito estoy dispuesto a hacer concesiones. Pida usted.

—Soy insobornable. —Sonreí.

—De eso nos jactamos todos, pero lo cierto es que todos tenemos un precio. No obstante, no tengo intención de tentar su conciencia. Me refiero a concesiones en cuanto a las condiciones del duelo. He sido nombrado padrino por Fillard, así que es mi deber y el de usted el concertarlas.

—Sí, pero en presencia de los otros padrinos. La reunión está convocada a las nueve.

—Los otros padrinos son títeres. Negociemos usted y yo, y ellos suscribirán el acuerdo al que lleguemos.

—¿Quién es el otro padrino de Fillard?

—Mounard.

Tenía razón.

—Bien —acepté—. Usted dirá. ¿Qué puede ofrecerme? Tenga en cuenta que por la gravedad de la ofensa Courtain tiene derecho a elegir la clase de duelo, las armas, la distancia, el lugar y el día y hora. Sólo se me ocurre una cosa que pueda usted darme a cambio.

—¿Qué?

—El derecho a utilizar las armas propias.

—¿Por ambos?

—No, por supuesto. Sólo por Courtain.

—¿Qué clase de armas ha escogido?

—Pistolas.

—Con pistolas es demasiada ventaja —opuso—. Si se tratara de espada o sable…

—Si la ventaja es poca, el interés en aceptar el acuerdo también lo es. Si yo aceptara que Fillard utilice también sus propias pistolas, le estaría dando más ventajas a él que a Courtain. Usted sabe que su cuñado se cuenta entre los mejores tiradores y que en las partidas de caza es quien se suele cobrar más piezas.

—Por eso me extraña que Courtain haya escogido las pistolas. Es mucho más joven que Fillard. Con espada o sable tendría más ventaja.

—¿No lo sabe? Courtain sufre una minusvalía en su brazo izquierdo, secuela del ataque. No está en condiciones de batirse con esas armas.

Saltrais suspiró profundamente, pareció meditar unos instantes, y respondió:

—Bien, no me deja opción. Acepto. Confío en que la puntería de Fillard compense esa ventaja.

—Ahora soy yo quien no ha terminado —repliqué—. En el acta deberá constar que Fillard se reconoce ofensor, que el agravio cometido es de la máxima gravedad, que no consta en el acta a petición del propio Fillard y que, a cambio de tal discreción y por la propia gravedad de la ofensa, acepta que su ofendido pueda esgrimir armas propias, ventaja que considera justificada en este caso.

—No veo inconveniente en aceptar esos términos —convino Saltrais.

Asentí. Ambos guardamos silencio. No tenía noción de si el acuerdo alcanzado satisfaría a Courtain, pero era en su beneficio, y precisamente les estaba prohibido a los propios afectados negociar las condiciones del encuentro para asegurar su objetividad.

—Pues sólo queda redactar el acta —concluí—. Para eso será conveniente esperar a los otros dos padrinos.

Saltrais se levantó, y yo hice lo propio.

—Por cierto —dijo mientras cogía las riendas de su caballo—, supongo que la clase de duelo será la habitual: de cara, a pie firme y disparando a la voz de fuego.

Lo pronunció intentando ocultar la inquietud que de pronto lo había asaltado.

—No —contesté—; de espaldas y disparando a voluntad.

Saltrais me miró fijamente, con la gravedad reflejada en el semblante.

—No me lo había dicho —reprochó.

—No me lo ha preguntado —respondí.

Saltrais mantuvo su mirada, y yo se la sostuve, a la espera de su reacción. Se limitó a iniciar la marcha hacia la salida del jardín. Yo nada añadí y lo seguí silencioso, mientras percibía su preocupación emanando de él como el humo del fuego. Y es que, como él y yo sabíamos, Fillard tenía excelente puntería, pero Courtain era muy rápido.

André Courtain

Avanzábamos por la poco transitada carretera que conducía al bosque de Boulogne. Eran las seis de la mañana. Era el día. Quizá mi último día, quizá mi último amanecer. La posibilidad de morir aquella mañana me asustaba, no por temor a lo desconocido, sino simplemente porque no quería dejar de estar vivo. Me gustaba vivir. Una obviedad que descubría en ese instante, mientras el sereno paisaje de árboles y prados desfilaba tras la ventanilla del vehículo. Pero la muerte no era lo que más temía. El duelo à outranc. no terminaba necesariamente con la muerte de uno de los duelistas, sino cuando las condiciones físicas de uno de ellos ya no le permitía continuar el combate. Temía la ceguera, la invalidez, la pérdida de la razón como consecuencia de una herida craneal grave. Temía la minusvalía física o psíquica que no me sentía capaz de sobrellevar. Tenía miedo. Un angustioso y profundo miedo.

Mi sufrimiento debía de ser intuido por los demás, porque nadie pronunciaba palabra; o quizá en ellos sólo pesara la somnolencia. Me acompañaban en el carruaje el propio Bramont, dueño de éste, el almirante y el doctor Duplais. En todo duelo era preciso que estuviera presente un médico, y generalmente lo estaban dos, uno por cada parte de los combatientes.

Mi respeto por los duelos había nacido hacía mucho tiempo, cuando mi hermano Pierre murió en uno de ellos a los veintidós años. Era jugador y había sido acusado, probablemente con razón, de haber hecho trampas. Su contrincante eligió duelo a pistolas, de espaldas y disparando a voluntad. Mi hermano se había entrenado desde su adolescencia en el manejo de la pistola, pero no practicó otra cosa que la puntería a pie firme contra un blanco fijo. No obstante, hay otras formas de organizar el encuentro, y la escogida por aquél se basaba no sólo en la puntería, sino también en la velocidad. Desde el fallecimiento de mi hermano, que destruyó para siempre la felicidad de mi hogar, sumiendo a mi madre en una tristeza insondable, a mi padre en un silencioso absentismo, y empujando a mi hermano Germain a embarcarse hacia América, donde murió a su vez en un campo de prisioneros, yo me entrené en el disparo en movimiento, a pie y a caballo. Y me dije que, si algún día participaba en un duelo y era yo quien podía decidir su clase, optaría por la misma que mi hermano no había podido superar.

Nos adentramos en el bosque y tras varios minutos nos detuvimos en un claro. Todos sabíamos que habíamos llegado al lugar señalado, y sin mediar palabra descendimos de la berlina. Ya fuera del coche miré a mi alrededor para comprobar si el carruaje de Fillard había llegado. Así era. Se me encogió el corazón unos instantes. En ocasiones uno de los contrincantes no se presenta, acobardado en el último momento. No había sido el caso. En el centro del claro esperaba el cuarteto formado por Fillard, el conde de Mounard, el hijo de éste, y un cuarto que probablemente era el médico. Bramont me dirigió una breve mirada, como diciendo «vamos», y avanzó hacia ellos con la caja de pistolas bajo el brazo, seguido por los demás, yo en último lugar.

Todos nos saludamos cortés y brevemente, incluidos Fillard y yo, que manteniendo la distancia intentamos no mirarnos a la cara el uno al otro. Cumplido el molesto trámite, me aparté y me senté en un tronco caído que había en el linde de la arboleda, esperando mi momento. Fillard hizo lo propio, pero prefirió calmar su inquietud andando con pasos perdidos por la triste explanada, escenario de muchos otros duelos anteriores al nuestro. No pensé en él. Preferí no pensar en nada en esos momentos.

Bramont había mostrado mis pistolas a Mounard, quien tenía derecho a examinarlas y probarlas. Eligió una, la cargó y disparó contra un árbol. El estruendo de la detonación retumbó en todo mi organismo. Dio en el blanco, aunque no era difícil porque estaba muy cercano. En cualquier caso, comprobó que el arma no desviaba más de lo normal ni tenía ninguna anomalía reseñable. Luego hizo lo mismo con la otra. Fillard había prestado atención a la prueba, pero nada dijo, mero espectador en la distancia.

Una aproximación de los cuatro testigos y un murmullo entre ellos seguido de la entrega de la caja de pistolas al almirante, me hizo comprender que era a éste a quien habían elegido como director del combate. Era el de mayor edad y sin duda el más imparcial de cuantos estábamos allí. Luego Bramont y Mounard se dedicaron a cargar las armas, cada uno bajo la atenta mirada del otro y del almirante, para asegurar que las cargas de pólvora en ambas eran iguales y que se hacía de igual forma. Mientras tanto, el hijo del conde de Mounard midió con una vara los veinticinco pasos que debían separarnos a Fillard y a mí, y señaló ambos extremos clavando una espada en cada uno de ellos. El almirante cogió una moneda y bajo la contemplación de los demás la lanzó al aire para sortear la posición que cada duelista debíamos ocupar.

Enderecé la espalda y suspiré, alzando la vista hacia el cielo. Llegaba el momento. Bramont se dirigió hacia mí. Antes de que llegara, me levanté y lo seguí silencioso hasta mi posición. Ésta no suponía privilegio ni desventaja alguna, puesto que estaba nublado y no había sol que pudiera deslumbrarnos a ninguno de los dos. Fillard había ocupado también su lugar y, aunque lo miré, evité hacerlo a la cara, como cuando nos habíamos saludado. Volví a suspirar. Un parásito me devoraba el estómago.

Se suponía que ahora los padrinos debían hacer el último intento por reconciliarnos, pero la naturaleza del agravio era de tal entidad que ni siquiera se intentó cumplir con el formalismo. El almirante se acercó con solemnidad hasta Fillard y le ofreció las dos pistolas, a fin de que eligiera una. Siendo de mi propiedad, le correspondía a él el derecho a escoger primero. Después se llegó hasta mí y me ofreció la sobrante.

—Caballeros —dijo el almirante, que había regresado a su anterior posición—, voy a repetirles las normas de este encuentro. Ambos se colocarán dándose la espalda en el lugar que se les ha señalado. Daré dos voces, y sólo dos voces. La primera será de «Preparados» para que se pongan en guardia, pero no podrán volverse ni disparar. La segunda de «Ya», en cuyo momento pueden volverse el uno hacia el otro manteniéndose en su sitio, y dispararán cuando cada uno lo considere oportuno. En consecuencia no habrá voz de «Fuego», ya que el momento del disparo es libre desde entonces. Si uno dispara antes que el otro, permanecerá quieto hasta que el otro dispare a su vez o se le indique que el duelo ha terminado. ¿Alguna duda? —marcó una pausa, seguida por un silencio, y continuó—: En ese caso, señores, dense ambos la vuelta.

Me volví lentamente hacia la arboleda que había frente a mí. El tacto de madera y metal de la empuñadura de la pistola era lo único que sentía en esos instantes. No oía, no veía, no sentía frío ni calor. Mi mente se centró en una sola cosa: mi objetivo. Ahora éste estaba en línea recta respecto de mi posición, pero al girar, yo lo haría hacia la izquierda dando un paso en esa dirección y él haría otro tanto, de forma que quedaría ligeramente desplazado hacia mi izquierda. Y podía agacharse al girar, así que era más seguro el tiro bajo.

—¡Preparados!

Crucé el arma sobre mi pecho para no perder tiempo levantándola, flexioné ligeramente las rodillas y permanecí alerta.

—¡Ya! —tronó.

Me impulsé en un giro veloz y, aún en movimiento, disparé.

Me coloqué inmediatamente de lado, para reducir la superficie vulnerable y esperé. Todavía retumbaba el sonido de mi disparo. No había apuntado, ni pensado lo que hacía, ni siquiera había mirado bien. Sólo me había movido. Había sido todo un movimiento continuado, sin pausa alguna, intuitivo, preconcibiendo mentalmente la posición y figura de mi enemigo. Me había parecido haber disparado antes de que él tuviera tiempo de elevar la pistola hacia mí, y de haber dado en el blanco, pero no estaba seguro de nada.

Oí el sonido de pasos rápidos en dirección a Fillard. Sin mover el cuerpo, volví la cabeza y miré. Estaba desplomado en el suelo, y los dos médicos y el almirante habían corrido hacia él. Se habían aproximado también los demás asistentes. Opté por continuar en mi sitio. Los médicos le abrieron la casaca. La camisa blanca estaba manchada de sangre a la altura del pecho. El almirante, que estaba acuclillado junto a Fillard, se levantó y se volvió hacia mí. Hizo un elocuente gesto de mano con el que me dio a entender que el duelo había terminado.

Suspiré, mientras el cielo se abría frente a mis ojos. Suspiré de nuevo, profundamente. Sentí una debilidad extrema, mientras de pronto mis oídos parecían destaponarse. De pie, todavía ocupando el mismo lugar, cerré los ojos. Seguía vivo. Podía haber muerto, pero seguía vivo.

Los dos médicos colocaron a Fillard en una camilla y Mounard cubrió su rostro y su cuerpo con su capa. Ese gesto me dio a entender que había fallecido. El almirante estaba escribiendo sobre una tablilla. Era el acta del resultado del encuentro, que debía redactarse por duplicado. No tardó en presentar ambos ejemplares a los demás testigos, quienes la firmaron.

Seguí con la mirada el movimiento de los hombres llevando el cuerpo de Fillard hacia su carruaje. Esperé hasta que en su trayectoria pasaron delante de mí. Pude ver su mano inerte colgando a un lado, saliendo por debajo de la tela que le servía de cobertura. Me detuve unos instantes a analizar mis sentimientos ante la primera muerte humana que había causado, y me impresionó el darme cuenta de que no me producía pena ni remordimiento alguno.